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Mis últimas tradiciones
peruanas y Cachivachería
Ricardo Palma
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES PERUANAS
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MIS ULTIMAS TRAMCIONES
PEÍ^URHAS
GAQSCt'^AtíSESaitA
POR.
RICARDO PALMA
Correspondiente de las Reales Academias Española y de la
Historia y Diredor de la Biblioteca Nacional de Lima
BARCELONA
CASA EDITORIAL MAUCCi
CALLE DE MALLORCA, 166
BUENOS AIRES
MAUCCI HERMANOS
CALLE CUYO, 1070
1906
166JÍI ^ ,
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-••í^ Es propiedad de la
Casa Editorial Maucci
de Barcelona.
Compuesto en máquina TYPOGRAPH.— Barcelona.
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J^ Coleccionadas en cuatro volúmeneSy impresos en
Barcelona, de i8g3 á i8g5, las amenas Tradiciones
que tan popular han hecho en América y España el
nombre del literato peruano don Ricardo Palma^
obtuvimos su aquiescencia para compilar en este vo-
lumen sus escritos del género tradicional é histórico
posteriores á iSgS^ con lo cual estamos seguros de
haber complacido á gran número de lectores.
Las obras del señor Palma , para honra suya, no
necesitan ya de prólogos encomiásticos. No obstan^
/e, y en obsequio á los pocos que desconozcan la
personalidad literaria del autor^ reproducimos el
Juicio que y en i8g5, apareció en el 4cD¡ar¡o de Bar-
celona», en lo cual tributamos á la ve\ un home^
naje de afecto á la memoria del ilustre periodista
catalán señor Miquel y Badla^ otro articulo que
apareció en la prensa española de ü^ueva York y
otro del señor bañados Espinosa.
El Editor.
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Ríe AR.DO PALMA
De dos grandes escritores modernos puede decirse que han
sido maestros de estilo en Hispano-América:— Juan Montalvo
y RicAPDO Palma. El uno fué todo fuerza; el otro es todo gracia;
y ambos han trabajado primores en la lengua castellana. Mon-
talvo dejó más numerosa familia de discípulos, porque enseñó
la expresión viril del combate, las agrias notas del despecho,
la risa nerviosa de la ironía y los sublimes acentos de la ira,
á una generación ardiente, ansiosa de luchar, á la cual hacía
falta el rayo de la palabra, y él se lo envió en las magníficas
explosiones de su olímpica soberbia.
Los discípulos de Ricardo Palma son más escasos; porque
el arte que él enseña es más difícil, y hay que venir á él con
diploma de suficiencia firmado de puño y letra de la Naturale-
za misma. Se ha de nacer con genio de pintor y con ingénita
vis cómica; se ha de saber observar, y sentir lo que se obser-
va; se ha de poseer la facultad eminentemente artística de
usar con el lado débil que las más graves cosas humanas tie-
nen, por donde quien graves las dispuso, olvidóse de hacerlas
invulnerables á la riente malicia de la crítica.
Dotado así el pintor de costumbres, viene á adiestrarle el
aprendizaje del dibujo y del colorido, eso que en literatura
se llama lenguaje y estilo.
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10 RICARDO PALMA
Ricardo Palma ha sido periodista batallador, y es poeta de
ñequísima vena; pero sobre todos esos títulos á la fama, está
el que le ha conquistado el don soberano de la originalidad,
revelada en sus admirables Tradiciones. En este género no tíene
predecesores ni rivales. Lo encontró por una revelación de
su ingenio, que ansiaba por darse un campo propio. Allí es-
taban, sin que nadie los tocase, los empolvados archivos; por
ahí discurrían las populares leyendas, sin que nadie se dignara
desprenderlas de los labios del vulgo para ennoblecer su for-
ma con las galas del lenguaje; ahí se estaba muerta y olvidada
toda una época brillante ó anecdótica, •tciste ó festiva, sangrien-
ta ó generosa, con sus figura^ •elar^^sticas y sus originales
costumbres, sin que á nadie se le ocurriese abrir el viejo ar-
mario, sacudir el polvo, .matí»r fáijpolilJ^/yrsítéar al sol toda
esa caterva de dominadores con sli atíígafráda parafernali^
colonial, exponiéndolos á la vista de las nuevas generaciones,
para que con tan instructiva y amena exhibición recuerden,
aprendan y sonrían.
Ricardo Palma descubrió el filón, lo trabajó con el pro-
digioso instrumento de su estilo, y á todos nos ha enriquecido
con el oro que de allí sacara, aventándolo á puñados por el
campo de nuestra literatura.
Sus cuadros son pinturas vivas. Contemplándolos se ponen
delante de nuestra retina las cosas, los hombres y los tiempos
que ya no son. En ellos desfíla todo un siglo, y á veces se
siente discurrir por los nervios una sensación de terror re-
trospectivo:—se cree uno en plena colonia, en presencia díe
aquellos temidos y rumbosos virreyes, de aquellos ceñudos ca-
pitanes y de aquellos magistrados atrabiliosos, con cara de ley
marcial. Por fortuna, el gran pintor, que adivina nuestro miedo
pueril, no lo deja convertirse en temor de varón fuerte, y
sonriendo donosamente, da un papirotazo al espantajo, como
diciéndonos:— «No le temáis, que es una excelente persona.»
Y entonces advierte uno que el artista ha estirado un tantico
las comisuras de las bocas severas, y que ha rebajado no poco
la ominosa curva de las ojivales cejas, con lo cual, en efecto,
se esparce en aquellos rostros vitandos cierta encantadora hon-
homie que invita á la familiaridad y al buen humor.
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 11
En cuanto á los recursos de lenguaje con que cuenta Ricar-
do Palma, ¿se quiere saber hasta dónde posee él y domina el
idioma? No hay más que darle un puñado de vocablos reco-
gidos en el arroyo, los más prosaicos y ruines, de esos que el
vulgo encanalla con su hablar pedestre; y al punto se verá
cómo el mago los incrusta, los combina, los dignifica y les da
viso, haciéndolos entrar en su debido puesto en la hermosa
escala de tonos de una frase hábilmente graduada de colores.
Pero ni el conocimiento profundo de la índole y artificios
de una lengua, ni la posesión de un copioso léxico forman por
sí solos al prosista trascendente. Se necesita algo más, es indis-
pensable aquello que, con tanta gracia como acierto, nos dice
el mismo Palma ser preciso para escribir buenos versos:
Forme usted líneas de medida iguales,
y luego en fila las coloca juntas
poniendo consonantes en las puntas;
—¿Y en el medio?— ¿En el medio? ¡Ese es el cuento!
Hay que poner talento.
Y es cabalmente lo que él pone, en el medio y por todas
partes de sus renglones de inimitable prosa. Lo que en ella
mejor reluce y más encanta, no es la palabra escogida, ni la
frase bien compuesta; es el talento; es ese polvillo luminoso
de ideas que á sus escritos abrillanta. A veces el estilo de Pal-
ma parece caer en una sencillez tan ingenua, que las jnedianías
se regocijan, porqpie se imaginan que allí sí pueden llegar
ellas. Pero eso no es sino puro espejismo retórico. De sencillo
no hay allí más que la apariencia. Un magistral alarde artístico
es lo que al cabo se descubre en esas formas de engañosa na-
turalidad, de las cuales, una vez que se nos ha mostrado el
autor como el atleta en descuidado reposo, vuelve á la actitud
estatuaria por im giro nuevo, gallardo, inesperado, que nos
deja suspensos.
Ricardo Palma escribe poco por ahora. Se ha encariñado
con la Bibhoteca Nacional de Lima, destruida en 1881 por las
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12 RICARDO PALMA
tropas chilenas, y á la cual se ha propuesto enriquecer. En
mientes tiene un trabajo que habrá de ser interesantísimo. Su
idea es escribir las monografías de los literatos españoles á
quienes trató de cerca en Madrid, cuando aquel su glorioso
paseo, en que tantos agasajos recibiera de los príncipes de las
letras castellanas. Detiénele, sin embargo, el escrúpulo de pen-
sar que, en esos artículos, habrá por fuerza de ir algo personal
suyo. Y á nuestro ver, esto será justamente lo que haga más
valiosos y gratos i>ara la América semejantes trabajos; porque
los honores rendidos á Palma en el extranjero, vienen á ser
la ratificación insospechable de la admiración y el orgullo que
su egregio talento ha despertado entre sus hermanos en la raza.
N. BoLET Pbraza.
Nueva York— 1894.
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LITERATURA PERUANA
Recorrieado con la imaginación la ya larga lista de los
sudamericanos sobresalientes en las letras, nos hemos dete-
nido en el nombre de Ricardo Palma, cuya celebridad irradia
sobre el continente como esas estrellas que vemos levantarse
lentamente hasta sobreponerse á las cumbres y ocupar el cénit.
Nació en Lima, capital del Perú, en 1833, y por consiguien-
te, tiene muchos años para nuestro anhelo, que se le retrata
joven, y pocos para la celebridad que ha conquistado. Nos
gusta el verdor para los escritores, el cielo azul para los poe-
tas, y el arbusto de anchas hojas para los jardines. Palma
debería tener cuarenta años, y como nosotros esperamos vivir
muchos otros más, tendríamos plazo sobrado para compla-
cemos en nuevas producciones de aquel atildado é ingenioso
escritor. Pero el hecho es irremediable; y como no se nos
ha agotado el gusto por las viejas leyendas, vayase lo uno
por lo otro.
No nos sentimos con voluntad de decir todo lo que Ricardo
Palma es y ha sido. Al recordar los gratos momentos que
nos ha producido la lectura de sus obras, al pensar que nues-
tras impresiones respecto á él son las mismas que en el con-
tinente americano, y aún más allá, experimenta todo el mundo,
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14 BIOABDO PALMA
se nos ocurre exclamar: Ricardo Palma es Ricardo Palma,
creyendo haberlo dicho todo; y así es la verdad. Pero el tiem-
po es semejante al infinito. Tras un gran horizonte hay otro
horizonte, las generaciones se suceden como las olas, las ideas
cambian, el lenguaje se modifica, y si la moral permanece
inmutable en su esencia, es distinta en sus aplicaciones. Todo
cede al movimiento eterno de la mole y del átomo.
De aquí la necesidad de multiplicar los medios de remem-
branza. No pudiendo vivir en la eternidad, procuramos durar
en el recuerdo de nuestros sucesores. Mayor bien para ellos
que para nosotros.
Es preciso, pues, decir algo sobre Ricardo Palma, siquie-
ra sea para que el eco de su nombre repercuta en la memoria
del pueblo venezolano.
Una estatua que á las márgenes del Rimac dijese: Ex aere
populus memor hoc numen inscripsit, diría mucho más que una
larga biografía.
Tal vez será; pero, si no fuere, conste que alguien lo piensa.
El primer libro de Palma que llegó á nuestras manos fué
Tradiciones Feruanaa. ¿Tradiciones, y peruanas, y de Ricardo
Palma? Pues á leer, y en pocos minutos devoramos veinte
páginas. Luego advertimos que el encanto de la narración nos
arrebataba, y deslumhrados con las chispas, perdimos el dia-
mante, y volvimos atrás. Así lo hemos leído siempre.
La célebre ciudad de Lima nació para toda especie de ma-
ravillas. Juntáronse allí hombres y cosas, institutos, magistra-
dos, ordenanzas y guerreros, inspirados por el espíritu de no-
vedad. Almagro y Pizarro son prodigios. Francisco de Car-
vajal es único en su especie. Los virreyes, los prelados, la
nobleza, el pueblo, las creencias, las costumbres, todo eso con-
fundido lo retrata Palma con una naturalidad que deja de
ser copia de los sucesos para convertirse en creación suya.
La Venus de Milo pudiera ser copiada; pero si el copista le
insuflase el aura de la vida, la copia seria superior al original.
Tal sucede con las Tradiciones de Palma.
Leímos después un tomito titulado El Demonio de los Andes,
que así llamaron á don Francisco de Carvajal, maestre de
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MIS ULTIMAS TBADICIONES 15
campo de Pizarro, y aquel carácter tan difícil par la multipli-
cidad de fases que la rodean, como la figura geométrica de
luia estrella, lo exhibe Palma, burlón, cruel, irónico, en diálo-
gos cortos, llenos de gracia, siempre nuevo y siempre el mismo.
Las víctimas festejadas así en presencia del verdugo y de la
cuerda, debían sentir la pérdida de la vida sin el horror á
la muerte. Por lo que hace al lector, embebido en la escena,
posesionado de las costumbres de aquella época y de las ne-
cesidades de aquella guerra, apenas lamenta que la obra de
la civilización exija el sacrificio del hombre por el hombre,
ya la emprenda la espada del guerrera, ya la proclame el labio
del pastor evangélico. Al contemplar estos hechos tan repe-
tidos en todos los períodos de la Historia, se creería que la
barbarie es indestructible, y que á ella volverá la civilización
recorridos todos los círculos concéntricos que trazaron sus idea-
les. El mimdo entonces habría terminada su misión providen-
cial, y quedaría opaco y frío como la luna. Por lo que hace
á sus habitantes, ¿para qué vive quien no ama ni piensa?
Que se nos perdone esta digresión con que pagamos á las
víctimas de la barbarie su sacrificio.
Pero nosotros no vemos en las obras de Palma al escritor
castizo, al narrador elegante, al acusioso analizador, simple-
mente: vemos al filósofo que juzga sereno de los hechos y
las costumbres, y abarca en sus juicios á todos los pueblos.
La savia que contienen esos juicios nutre el entendimiento,
eleva el espíritu, hermosea la imaginación, despierta el orgullo
patrio, y, á la par que enseña, encanta.
Cuando se lee á Palma, se siente uno americana; se pasea'
uno orondo desde el Desaguadero hasta la Guayana, desde ,
el Istmo de Panamá hasta la Tierra del Fuego, y toma por
isuyos los acontecimientos que él relata.
Mas dejar en el tintero los aplausos que corresponden al
filósofo, como hablista y como narrador, no sería justo ni
siquiera racional. Si Palma sorprende por la propiedad de
la frase y del epíteto, admira por la facilidad y la fluidez de
la narración. Ni aun en el campo ingrato de los detalles halla
él guijarros, y su pluma corre veloz, ya desgranando las per-
las del collar, ya recogiéndolas y ensartándolas de nuevo.
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16 RICARDO PALMA
Conoce frases, modismos y refranes que envidiaría Valera;
explica lo inexplicable con la facilidad de Fray Luis de Gra-
nada; conversa como Bocaccio, y refiere con la seriedad y
concisión de Salustio. Siembra máximas sin la solemnidad de
Tácito, pero con el desgaire filosófico que conviene al estilo y
al asunto. Es un prestidigitador sin cubilete y con las manos
limpias.
Su espíritu independiente y su amor á los principios le
han ocasionado penas y persecuciones en la vida pública. Se
le tiene por huraño, lo cual significa que no se rinde á ne-
cios halagos, ni quiere perder su tiempo en fútiles devaneos.
jAn! si quisiera el cielo enviamos irnos pocos de esos mons-
truos, ¡qué recreaciones para nuestra amistad!
Como poeta, basta leer sus Armonías y Pasionarias para acor-
darle los resplandores de la imaginación. Versifica con faci-
lidad, pinta con vivos colores, y procura copiar su zona huyen-
do los epítetos y metáforas usuales para saludar el aire, la
luz, el río y los montes de su patria.
Ha merecido honores, ¿y cómo no? Las Academias Es-
pañola de la Lengua y de la Historia le han hecho miembro
correspondiente; tuvo, en 1892, la representación de su patria
en el Congreso Americanista de la Rábida; los poetas y los
escritores de todos los pueblos le han celebrado, y doquiera
que se habla el idioma de Castilla, se holgarían las mejores
plumas de imitarle, si fuese accesible á la palabra la luz es-
tética que rodea los contornos del modelo.
En la desastrosa y fratricida guerra que el genio del mal
inflamara entre Chile y el Perú, perdió Lima su preciosa Bi-
blioteca y Palma la suya personal. Restablecida la paz, fué
nombrado Bibliotecario, lo cual quiere decir en el presente
caso colector de libros, oneroso cargo que exigía las fuerzas
de Atlante, y cuyo éxito nadie se hubiera atrevido á vati-
cinar. Palma aceptó; y sin duda contaba más con el presti-
gio de su nombre que con sus esfuerzos materiales. Ambos
recursos puso en juego, y á poco se le vio levantar estantes
como quien levanta monumentos.
Con este último testimonio de su patriotismo y entusias-
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 17
mo por la civilización, Palma puede dormir tranquilo sobre
sus laureles.
Y aquí ponemos punto á este esbozo, que hemos escrito
con el temor del caminante que viaja por alturas y mira in-
mensa y lejana la última cumbre.
A nosotros no nos toca ya sino exclamar con Metastasio:
S^io fosse pittore, ¡che ricca materia al mió penettol
1894— (Dé "la Revista Ilustrada de Caracas).
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EL TBiDIGIOMTA BIGABDO PALMA
¡Era yo casi un niño!
Apasionado por las bellas letras desde los albores de mi
agitada existencia, cayó en mis manos un bello libro. Leí sus
primeras páginas, y me quedé como extasiado con la lectura
de una de sus composiciones. Todavía parece latir en mi co-
razón y en mis recuerdos.
Era un idilio en prosa. Se titulaba El hermano de Atahualpa^
y su autor Ricardo Palma. Desde mi infancia data, pues, mi
simpatía por el leyendisla peruano.
La ola revolucionaria üie ha traído proscrito al Perú, y
dádome oportunidad para estrechar la mano del simpático es-
critor.
Palma, en apariencias, parece hombre de pocos amigos y
de pocas impresiones. Pero sondeadlo un poco y veréis que
tiene pasiones como olas el mar y ternuras como miel la
palma. Su habitual entrecejo desaparece, y se torna en hom-
bre expansivo y afectuoso. Es un agradable canseur.
Periodista, escritor castizo, polemista varonil, historiador
ameno, poeta fecundo y político decepcionado, Ricardo Pal-
ma ha sido muchas cosas en su tierra. Le ha pasado á él lo
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20 RICARDO PALMA
que sucede á casi todos los hombres de ingenio de la América
española. La escasez de población, la falta de especialidades
en los diversos ramos de la actividad intelectual, y la poca
difusión del saber humano en las masas, obliga á los pueblos
americanas á utilizar á sus hombres de talento en varios tra-
bajos á la vez. Es un enciclopedismo impuesto por las cir-
cunstancias y los acontecimientos.
He aquí el por qué todo escritor, en América, es simultá-
neamente hombre de Estado, político, diplomático, y en mu-
chos casos recibe comisiones incompatibles con su carácter y
su modo de ser.
En el curso de su existencia no parece que Palma haya
sido del todo feliz. En su fisonomía se lee no sé qué de amar-
ga melancolía, y en su conversación se nota un dejo de hiél,
— de aquella de que no se libró ni el Cristo.
Ama á su patria con todo el calor que dan aunados la
inspiración, el deber, la cultura y el convencimiento. No es
raro entonces que, de vez en cuando, lance fuera de sí el re-
balse de dolor que le producen las desgracias de su país.
Díganlo sus versos á San Martín^ que casi motivaron un
conflicto diplomático.
¿Qué más noble y generoso que ello?
La patria es más amada por los que tienen mayor talento,
mayor educación y mayor moraUdad; y Palma reúne en su
brillante personalidad estos brillantes atributos.
Como que la patria la forman, no sólo un pedazo de tie-
rra y un brazo de mar, no sólo montañas y praderas, ondas de
agua y de luz, ciudades y campos; cosas todas estas fáciles
de apreciar por los sentidos y hasta por el instinto. La for-
man también las tradiciones, la cultura, los heroísmos, los
progresos y el carácter nacional. Y todo esto es mejor apre-
ciado por los hombres inteligentes é ilustrados.
Palma ha conocido el destierro, crisol que pone á prueba
el corazón, que fortifica el patriotismo, y que arroja á las
profundidades del pensamiento claridades que permiten cono-
cer sus arcanos.
Es un obrero laborioso del campo de las letras.
Ha dado á luz ocho series de tradiciones, varios estudios
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 21
críticos y bibliográficas, diversas investigaciones históricas y
siete ú ocho grupos de poesías.
No entra en mi propósito estudiar al poeta. Admiro la
poesía, la leo con gusto, y viene á veces á mi espíritu como
rocío del cielo en campo eriazo; pero, seré franco al confesar
que puedo morirme hoy con la conciencia de no dejar tras de
mí ni un miserable dístico. El despotismo de la rima y del
ritmo, de hiatos y sinalefas, me han hecho siempre el efecto
del lecho de Procusto. Respeto á los que aguantan este su-
plicio por esmaltar con más elegancia sus sentimientos y sus
emociones, por darles vestidura de ángel, y por producir en
el alma del lector fascinaciones más hondas; pero mi carácter
selvático si se quiere, dominado por irresistibles expansiones
de independencia, que le fastidian desde el papel con líneas
hasta los tinteros pequeños, y que admira del águila más su
libertad que su, plumaje, como del león más su individualis-
mo instintivo que sus saltos majestuosos, este carácter, digo,
no puede soportar esa sublime ociosidad que se llama ver-
sificación.
Teniendo este carácter y tal educación, eludo en lo posible
criticar versos.
Me quedaré con la prosa.
II
Cualesquiera que sean las opiniones que se tengan acerca
de las méritos literarios de Ricardo Palma, hay algo que so-
brevivirá y flotará en la superficie, mal que pese á sus crí-
ticos malignos y al diente afilado de la envidia: la origina-
lidad como tradicionista.
Es el creador de este género de composiciones, y nadie
puede arrebatarle el mérito que le corresponde como á jefe
de escuela.
¿Qué es una tradición?
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22 ' RICARDO PALMA
No es historia y es historia; no es verdad ni es mentira;
no es imaginación ni es realidad.
Esta síntesis tiene los caracteres de una paradoja; pero,
ese es el hecho y esa es la verdad.
La tradición tiene un punto de arranque que es verídico.
El círculo, cuyo centro es un hecho cierto y cuyos radios, y
hasta la circimferencia, son ó hijos de la fantasía, ó exagera-
ciones de la imaginación popular, ó creaciones del artista.
Un tradicionista, según la escuela de Palma, viene á la
larga á convertirse en narrador de lo que dice el Gran Galeo-
to que pinta Echegaray con tan magníficos arrebatos.
Un hombre lanza una especie que tiene sus dosis y colo-
rido de verdad en el turbio océano en que agítase una so-
ciedad. El chisme crece como los anillos que se desarrollan
en torno de un cuerpo pesado que cae en el agua mansa.
La malignidad se apodera del dicercy lo multiplica, lo dilata,
como si fuera de elástico, y al fin, la molécula es montaña
y la chispa hoguera.
De este modo es como el acto hxmíano viene á convertirse,
al pasar por el tamiz de la sospecha y de la malignidad,
de la superstición y de la fantasía po-pular, en el vértice de
gran cubo. Es verdad el punto inicial; es mentira lo demás.
He aquí, en el fondo, la tradición.
Palma ha formado escuela, y muchos escritores han que-
rido imitarlo. Algunos con éxito; otros desnaturalizando el gé-
nero literario. Así, sólo en Chile, conozco más de diez lite-
ratos que han cultivado esta clase de trabajos.— Miguel Luis
Amunátegui ha pubUcado un volumen con el nombre de Na-
rraciones; Benjamín Vicuña Mackenna ha reunido diversos es-
tudios con iguales tendencias; Manuel Concha ha dado á luz
sus Tradiciones Serenenses; y al oído, y hasta con cierto pudor,
diré al lector que, en mis mocedades, también he publicado
algunas leyendas que pertenecen á esa misma familia literaria.
Las ocho series de Tradiciones de Palma se me imaginan
las obras sueltas de un solo libro, las partes de un solo todo.
Reuniéndolas en un conjunto, constituyen la vida social del
Perú durante la colonia.
Todas, y cada una de ellas, narran algún rasgo de la filo-
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 23
sofía colonial, ó describen algún hábito, alguna superstición,
algún distintivo característico del modo de ser social, polí-
tico y religioso de aquella edad media de la Historia ame-
ricana.
Encuentro, pues, cierta unidad en el fondo de las tradicio-
nes de Palma.
Nada se ha escapado á su escalpelo de crítico. Desde las
travesuras de algún virrey hasta los crímenes de algún con-
quistador; desde las desgracias que asolaron en su agonía el
imperio de los Incas, hasta los amores de algún oidor; desde
las torturas inquisitoriales, hasta las furias de los capítulos
de frailes; desde las supersticiones del fanatismo, hasta las
candideces de la ignorancia; desde los caprichos de encanta-
doras limeñas, hasta las sonseras de sus Romeos; todo, todo
lo pinta con gracia, con sal ática, con cierto sabor de la épo-
ca, con maliciosa imparcialidad, con una mezcla de pesimis-
mo de filósofo y de candor de niño.
III
El material que con predilección ha servido á las tradi-
ciortes de Palma, es la historia de la dominación española
en América.
En el Perú se puede dividir esta época en dos períodos
claramente caracterizados: el de la conquista y el de la co-
lonia.
La conquista tiene todos los encantos de un poema épico.
Es una lucha de titanes.
Cuando uno ve á Hernán Cortés quemando sus naves, an-
tes de emprender su marcha contra los millones de soldados
que defendían el imperio de Moctezuma; á Francisco Piza-
rro perdido en la isla del Gallo con sólo un puñado de va-
lientes, y esperando recursos para adueñarse del trono de los
hijos del Sol; á Diego de Almagro cruzando centenares de
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24
RICARDO PALMA
leguas, entre los arenales de desiertos salvajes y cordilleras
inhospitalarias para descubrir á Chile; á Vasco Núñez de Bal-
boa, sepultándose hasta el pecho en el mar Pacífico, en señal
de posesión y dominio; y á tantos otros adalides, cuyas ac-
ciones, propias de la leyenda, parecen fabulosas, no obstante
su veracidad histórica; cuando se contemplan tales heroísmos,
es imposible no sentirse orgulloso de ser hombre; y es im-
posible no sentirse entregado á los entusiasmos de la inspi-
ración.
Se concluye la conquista y comienza la colonia; y enton-
ces, adiós valentías, adiós grandezas del corazón, adiós actos
de epopeya, y adiós distintivos de una gran raza.
Estudiar la historia de la colonia me hace el efecto de
visitar, como Hamlet, un cementerio. ¡Qué vida tan muerta!
Aquella sociedad parecía vivir como sepultada en un abismo
de brumas y de tinieblas.
Unas cuantas procesiones, autos de fe, la llegada de algún
nuevo virrey, la presencia de corsarios, la muerte de algún
obispo, el cambio de algún príncipe en España, algún rui-
doso capítulo de monjas ó de frailes: —he aquí todo lo que
solía conmover aquel marasmo, y agitar aquel mar muerto.
Cuentan los marinos que existe en el Atlántico un gran
espacio de Océano nxmca visitado por las frescas corrientes
que van y vienen del Polo y del Ecuador. Aquella zona líqui-
da parece estar petrificada. Es un desierto marino. Ni una
ave vuela por el horizonte, ni un pez puebla sus honduras,
y apenas si las tempestades cruzan sus olas incoloras.
He aquí la imagen de la vida colonial en la América espa-
ñola.
Ni prensa, ni meeting^ ni asambleas populares, ni tribuna
que arde, ni libros que ilustren, ni hombres que maldigan,
ni siquiera crímenes ruidosos.
Allí no había almas de Mirabeau, ni siquiera de Masa-
niello.
Esta época es la que ha servido de base á las Tradiciones
de Ricardo Palma.
De aquí el por qué al leerlas le parece á uno escuchar rui-
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 25
do de cadenas, ayes de esclavos, estertores de brutal servi-
lismo.
No siendo el tema de mucho interés histórico y humani-
tario, es evidente que tiene que arrojar sobre las tradiciones
algo de esa misma pobreza de hechos, de enseñanzas, de lec-
ciones y de resplandores.
Sólo el inagotable ingenio de Palma y su facundia de lite-
rato pueden despertar la atención sobre tanto harapo, tanta
miseria, tanta insulsez y tanta vaciedad.
Este es uno de los méritos principales de Palma.
Ha tenido que gastar mucho talento para hacer brillar co-
mo diamante lo que es arcilla.
Su estila, rico en variedades de tono, en gracia y en des-
tellos de ingenio, hace parecer á la vista muchos actos de
la colonia como el asno que pinta Iriarte; oro y pedrería
por fuera, y matadura por dentro.
Ricardo Palma ha necesitado para escribir sus tradiciones
un gran acopio de datos, de documentos, de manuscritos y
de investigaciones. En consecuencia, ha necesitado también un
desgaste exagerado de labor, de estudio y de contracción.
Es necesario haberse ocupado en deletrear papeles viejos
para apreciar el sacrificio y el mérito. Aquellos dociunentos,
que parecen exhumaciones sepulcrales, son á veces geroglí-
ficos casi indescifrables.
Sólo la paciente investigación del historiador consigue ven-
cer los desastres de la polilla y del tiempo.
Rara es la tradición que no signifique esfuerzo de análisis
6 que no haya requerido un estudio histórico.
Soy el primero en ponderar el ingenio y la gracia de Pal-
ma para adornar sus trabajos; pero siento que su admiración
por el clasicismo español, que su amor á la antigua habla de
Castilla, y que su respeto exagerado á la Academia, lo hayan
impulsado á adoptar un estilo más de escritor del siglo xvii,
■que del siglo xix con intenciones del siglo xx.
El anhelo de escribir todo lo que se sabe y el hábito de
querer lo que se cultiva, ha hecho, á veces, que Ricardo Palma
haya dado formas de tradición á fruslerías y chismecillos que
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26 RICARDO PALMA
son á las verdaderas tradiciones lo que las migajas al pan.
Este defecto tiene por disculpa la de que todo lo que se
estudia mucho, apasiona, y la pasión engrandece el objeto ama-
do y hace mirar lo que se adora con vidrios de aumento.
¿Qué Romeo enamorado le encuentra defectos á su Ju-
lieta?
Al lado de estos pequeños deslices y ligeros lunares, más
de escuela que de mal gusto, tengo un cargo serio que hacer
á Palma.
¿Cómo usted, señor Palma, profundo conocedor de la his-
toria del Perú, hábil publicista, escritor de fuste, hombre que
ha manejado á fondo archivos y bibliotecas, narrador de cuan-
to se decía por entre los bastidores de la colonia, apasionado
por el estudio laborioso, se ha contentado con probar que
sabe la historia de su patria, y no ha intentado escribirla,
como era de su deber, y como ha podido y puede hacerlo?
Este es un cargo que le hago como americano y como hom-
bre que quiere al Perú con toda la sinceridad de un corazón
agradecido.
Y ya que hablo de Palma como hombre de letras y como
hombre de estudio, permítaseme rendir cariñoso homenaje á
una de sus obras que deben comprometer la gratitud nacio-
nal: me refiero á la organización y casi creación de la Bi-
blioteca.
En esto ha demostrado, con rara elocuencia, que su amor
á la patria es inseparable de su amor á las letras.
Prueba con ello que es un peruano á las derechas, que es
sacerdote de las bellas letras, que es apóstol que ama la ver-
dad y la irradia, y que anida espíritu bastante generoso y
poco egoísta para contribuir, con todo su empeño y anhe-
los, á la difusión de las luces y á la ilustración de sus con-
ciudadanos.
¡Mil aplausos por tan noble abnegación!
Ricardo Palma puede y debe completar su fecunda obra
literaria.
Ya que se ha despedido de las Tradiciones, empuñe la pluma
del historiador y cultive aquel nobilísimo arte que inmorta-
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 27
lizaron Tucídides y Tácito en la antigüedad, Gibbon y Thie-
rry en la época moderna, sin contar cien otros, verdaderos pon-
tífices de la inteligencia humana.
Julio Ba5:ados Espinosa.
Lima— 1891.
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VFvr cr^io£o o^ítiqo
UN LIBRO AMERICANO
Son las Tradiciones peruanas libro que todo esi>añol leerá con
gusto. Ricardo Palma, su autor, que figura merecidamente en-
tre los primeros literatos de la América Meridional, es hom-
bre de agudo ingenio, de claro criterio y, contra lo que suele
ocurrir en muchos de los escritores de aquellos países, nada
injurioso al larguísimo período en que los gobernaron los es-
pañoles. La escuela liberal puso, y pone todavía, empeño en
pintar la dominación española en Indias, como un tejido de
arbitrariedades, de crueldades y de toda suerte de tropelías,
afirmando que allí dominó siempre el más ciego fanatismo y
que se trató á los indios con el rigor más extremado, no dic-
tándose pragmática alguna que no fuese en contra suya y en
provecho material de los conquistadores y de los virreyes en-
viados por los monarcas de España. La escuela á que nos
referimos, en éste y en otros varios casos, ha falseado de in-
tento la Historia, suponiendo que actos de justicia, nada blandos
en verdad, los ejecutaban exclusivamente aquellos gobernantes
y los oidores, alcaldes de corte y demás empleados españoles,
cuando en realidad de verdad, la justicia se administraba con
idénticos procedimientos, así en las Américas españolas como
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30 RICARDO PALMA
en las naciones de Europa, incluso aquellas en que dominaba
ya el protestantismo, mirado siempre con buenos ojos por los
historiadores de aquel fuste.
Ricardo Palma no cae en semejantes vulgaridades. Director
de la Biblioteca Nacional de Lima, Correspondiente de las Rea-
les Academias Española y de la Historia de Madrid, Comenda-
dor en la orden de Isabel la Católica, tiene por afición predi-
lecta la de registrar rancios volúmenes y singularmente ma-
nuscritos, y de esta labor ha sacado el considerable caudal
de noticias históricas que se encuentran en sus Tradiciones pe-
ruanas. Pues bien, este estudio le habrá enseñado que muchos
de los virreyes enviados por los monarcas de España á go-
bernar el Perú, sembraron allí bienes, gobernando de un modo
paternal á los subditos y poniendo no pocos especial atención
en amparar á los indios, cosa que no han hecho, antes al con-
trario, los dominadores contemporáneos de las regiones sep-
tentrionales en el propio Continente, á pesar de titularse lible-
rales y archiliberales, filántropos y muy amigos del género hu-
mano en todas sus razas. Esto mismo hace notar Ricardo Palma
en diversos pasajes de su obra. Así, hablando, en la tradición
El Peje Chico, del quinto virrey del Perú, el excelentísimo señor
don Francisco de Toledo, dice: «Tuvo indudablemente dotes
»de gran político, y á él debió en mucho España el afianza-
» miento de su dominio en los pueblos conquistados por Pizarro
y Almagro».— «Después de una visita por el virreinato— añade
»— en la que gastó cinco años,^ se contrajo á legislar con pleno
» conocimiento de las necesidades públicas y del carácter de
»sus subditos. Las famosas ordenanzas del virrey Toledo son hoy
»mismo apreciadas como un monumento de buen gobierno.
»A la sombra de ellas, los hasta entonces oprimidos indios,
» empezaron á disfrutar de algunas franquicias, y el virrey se
^hizo para ellos más querido que los indiófilos de nuestros
•asendereados tiempos de república constitucional.»
De parecida manera se ocupa en el gobierno del duodécimo
virrey don Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esqui-
lache y conde de Mayalde, quien entró en Lima en diciembrie
de 1614. Su primera atención se cifró en crear una escuadra
y fortificar el puerto, con lo cual tuvo á raya á los filibuste-
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 31
ros, azote en el siglo xvii de nuestras posesiones de Indias.
«Calmadas las zozobras que inspiraban los amagos filibusteros,
»don Francisco se contrajo al arreglo de la hacienda pública,
adietó sabias ordenanzas para los minerales de Potosí y Huan-
»cavelica, y en 20 de diciembre de 1619 erigió el tribunal del
» Consulado de Comercio. Hombre de letras, creó el famoso
> Colegio del Príncipe, para educación de los hijos de caciques,
»y no permitió la representación de comedias ni autos sacra-
> mentales que no hubieran pasado por su censura. Deber del
»que gobierna — decía—es ser solícito para que no se pervierta
»cl gusto. La censura que ejercía el príncipe de Esquilache era
» puramente literaria, y á f e que el juez no podía ser más au-
»torizado.»
¡Un virrey que funda un colegio i>ara la educación de los
hijos de caciques! ¿Cuándo han hecho cosa igual, ni siquiera
parecida, ni aún de lejos, los norteamericanos? ¿Han pensa-
do jamás en dispensar protección semejante á los hijos de los
jefes de aquellos pieles rojas á quienes, muy al revés, han
perseguido á sangre y fuego? Se dirá que si el príncipe de
Esquilache fundó el colegio, llevaba el propósito, al verificarlo,
de que los hijos de los caciques se instruyesen en la religión
católica. Es cierto, sin disputa, porque la colonización del Perú,
de Chile, de México y de todos los reinos de la América Meri-
dional y Central, no la llevaron á cabo ateos y racionalistas,
sino creyentes, católicos que en primer término deseaban ga-
nar almas para el cielo, sacando á los indios de las tinieblas
de la idolatría y librándolos al propio tiempo de las bárbaras
costumbres que existían en sus respectivas comarcas. No fueron
el dinero y el comercio exclusivamente los que llevaron á los
españoles á las Indias, sino miras más levantadas, como lo
prueban las leyes dictadas para aquellos países y la conducta
misma de los principales virreyes. No pretendemos afirmar,
ni mucho menos, que en repetidas ocasiones la codicia y la
sed de oro no prevaleciesen sobre |el desinterés, la liberalidad
y acaso la misma justicia. Hombres eran al fin y al cabo los
virreyes, hombres al fin cuantos debían secundarlos en el go-
bierno del virreinato, y por consiguiente no es de extrañar
que en sus anales se encuentre, de vez en cuando, míseras pasio-
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32 RICARDO PALMA
nes humanas que se sobreponen á las virtudes del gobernante,
del magistrado, del militar, conforme aparece en algunas na-
rraciones de Palma. Estas mismas miserias sé encontraban por
el primer tiempo en España; y otro tanto ocurría, tal vez con
creces, en Francia, Holanda, Inglaterra, países que blasonaban
entonces, como ahora, de ir al frente de la civilización. La
verdad es que leyendo el libro de que hablamos, en medio
de los toques de claro obscuro que pone el autor, ve el leyente
con claridad manifiesta que el Perú estuvo en lo general bien
gobernado, durante los virreyes, pwr varones como lo$ citados,
y otros varios hasta don Joaquín de la Pezuela, trigésimonono
virrey del Perú, y el último, á juicio de Ricardo Palma; porque
el cuadragésimo, don José de la Serna, fué sólo un «virrey de
» motín, un virrey sin fausto ni cortesanos, que no fué siquiera
«festejado con toros, comedias, ni certamen universitario; un
»\'irrey que, estirando la cuerda, sólo alcanzó á habitar cinco-
»meses en palacio, como huésped y con la maleta siempre lista
»para cambiar de posada; un virrey que vivió luego á salta
»de mata para caer como un pelele en Ayacucho; un virrey, en
»fin, prosaico, sin historia ni aventuras.»
Numerosas son las tradiciones escritas y recopiladas por Ri-
cardo Palma que pregonan la munificencia y el fausto de los.
españoles, y en especial de sus virreyies, sintetizados en las
soberanas fábricas que levantaron en Lima, dedicadas á va-
riadísimos fines, y algunas de las cuales se mantienen en pie
todavía desafiando la pesadumbre del tiempo, y más aún la
mano destructora de los hombres, que ha descargado repenti-
namente sobre la ciudad de los Reyes en revoluciones, pro-
nunciamientos, guerras fratricidas, motines y asonadas, en los-
cuales ha corrido abundantemente por sus calles y plazas la
sangre peruana. Los recuerdos de grandeza arrancan en Lima
de siglos pasados, y por lo tanto de la época de los virreyes
y de la dominación española; y estos recuerdos conservan toda-
vía para aquella ciudad la aureola de que se encuentra rodeada.
Así lo reconoce el escritor guatemalteco Rubén Darío, cuanda
en una interesante semblanza ó fotograbado^ como lo llama, de
Ricardo Palma, exclama: «Flota aún sobre Lima algo del buea
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 33
tiempo viejo, de la época colonial». Este algo lo ha recogido
hábilmente Ricardo Palma y lo ha puesto en sus Tradiciones^
conforme veremos, Dios mediante, en un próximo artículo.
II
Decíamos al cerrar el anterior artículo que Ricardo Palma
había recogido hábilmente en sus Tradiciones aquel «algo del
buen tiempo viejo y de la época colonial», de que hablaba
Rubén Darío; y para convencerse de cuan en lo cierto esta-
mos, basta abrir por cualquiera de sus páginas alguno de los
volúmenes de la colección. Por supuesto, se nos dirá, que con
llamar tradiciones á las historietas y cuentos de que tratamos,
se da pK)r supuesto que el tiempo viejo ha de desempicñar en
ellas papel importantísimo. Mas, no basta sólo con querer en-
contrai' el colorido de época para que resulte tal en los cuen-
tos, novelas y cuadros históricos. Una cosa es desearlo y otra
conseguirlo. Ricardo Palma lo ha logrado, en realidad de ver-
dad, y esto constituye uno de los capitales encantos de sus Tra-
diciones. Revive en ellas la grandiosa capital Lima; reviven el
Cuzco y otras poblaciones; reviven las minas famosas que pro-
porcionaron á montones la plata y el oro; reviven las figuras
de los más célebres virreyes, y con ellos las corporaciones de
más campanillas que se contaban en la rica ciudad de los Re-
yes; y por íln, al amparo de la pluma del escritor, cobran vida
todas las gentes que la poblaron, desde la conquista hasta la
época en que el Perú (como las demás colonias del sur de
América) se emancipara de la madre patria.
Leyendo algunas de las narraciones contenidas en la obra de
Ricardo Palma, se imagina frecuentemente el lector que, en
lugar de encontrarse en América, se halla en alguna de las
ciudades populosas de España, en los siglos xvi y xvii. Débese
esto á que las gentes y las costumbres que salen en aquellas
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34 RICARDO PALMA
narraciones seminovelescas, semihistóricas, sean por lo común
genuinamente españolas, viéndose con esto hasta qué punto
el espíritu español, y particularmente el espíritu castellano, pe-
netró en aquellas regiones, y cuan numerosos fueron los pe-
ninsulares que acudieron á las minas, ó para desempeñar pin-
gües cargos en la Administración, ó para dedicarse al comercio
y buscar en las minas y en el negocio de metales la manera
de hacerse prontamente ricos. Las aventuras que allá por los
siglos XVI á XVII ocurrían en las calles y callejas de Madrid,
Sevilla y Granada por asuntos de faldas; las cuchilladas que
se daban y se recibían por idénticos motivos; las venganzas
por celos ó por el amor propio ofendido de una dama despre-
ciada; las tapadas que salían de sus casas á hurtadillas, cuando
las calles se hallaban sólo tibiamente alumbradas por la morte-
cina luz del farol colocado ante devota imagen; las procesio-
nes suntuosas y los mismos autos de fe por el Santo Tribu-
nal de la Inquisición, eran sucesos frecuentísimos, así en las
citadas ciudades y otras de Esi>aña, como en la capital del
Perú, con iguales riesgos, con idénticos incidentes, con per-
files semejantes en todo en ambos continentes, el vi'ejo y el
nuevo. Por algo, y aún algos, se diferenciaban á veces, ya que,
por ejemplo, no se adornaba en ninguna ciudad española el piso
de sus calles con barras de plata como en el Perú, segi'in así
se hizo, entre otras muchas ocasiones, en la soberbia proce-
sión de la Virgen de los Desamparados, que se celebró en
Lima durante el mando del virrey conde de Lemos, en la que
se extendieron en la carrera barras de plata por valor de
dos millones de ducados. Estas cosas viejas, manejadas por
pintor diestro, siempre ofrecen interés, acaso interés mayor
que las cosas del día. Por esto se acogen á ellas los poetas,
ya escriban en prosa, como Palma, ya en verso como el duque
de Rivas, Zorrilla y Antonio Hurtado. A los que le preguntan
á Palma ¿por qué escribe estas leyendas? y le dicen,
No se queme las pestañas
descifrando mamotretos
sobre tiempos y sujetos
que alcanzó Mari-Castañas,
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 35
les contesta el autor de las Tradicioms en la carta tónico-biliosa
á una amiga, que sirve de proemio á la segunda serie:
Razona así el egoísmo
del siglo razonador,
y así vamos por vapor
y en línea recta al abismo.
Fe y sapiencia nombres vanos,
como hogaño, no eran antes:
hoy presumen de gigantes
hasta los tristes enanos.
Hoy ya no inspira entusiasmo
lo serio, sino el can-can,
y en leal consorcio van
la duda con el sarcasmo.
Y añade más adelante:
Y el presente, á mi entender,
con sus luces y progreso
es muy prosaico... por eso
pláceme más el ayer.
Hoy es el mercantilismo
la vida del pensamiento;
es dios el tanto por ciento
y es su altar el egoísmo.
¡Son nuestros tiempos fatales!
Por eso, pK)r eso vivo
hecho un ambulante archivo
de historias tradicionales.
Y á veces tanto, en verdad,
me identifico con ellas,
que hallar en mí pienso huellas
de que viví en otra edad.
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36 RICABDO PALMA
De este ayer, que tanto le place, heredó Ricardo Palma mu-
chas ideas y no pocos sentimientos. Mas se equivocaría quien
juzgase que en él, ó dígase en su obra principal, que son
las Tradiciones, no haya de aparecer á lo mejor la levadura que
se encuentra en casi todos los poetas y escritores en prosa
americanos, levadura que, sin tratar de ofenderles en lo más
mínimo, tiene un dejo muy anticuado, puesto que, en los es-
critores europeos racionalistas, hace años ha tomado carácter
muy diferente, animada con todo por las mismas prevenciones,
por las mismas antipatías y por los mismos odios. Aludimos
con esto á que en los escritos de Palma asoma, en rei)etidos
casos, el volterianismo, ya no sólo por medio de pullas y
censuras á los ministros de la Iglesia católica, sino á la propia
Iglesia; ya con conceptos que probablemente hubiera conde-
nado el Tribunal de la Inquisición ; ya con diatribas enderezadas
contra este Tribunal y contra prácticas eclesiásticas, sin dis-
tinguir bastante de tiempos y sin comprender cuánta impor-
tancia política, aparte de la religiosa, tenía en aquellos siglos
y en aquellos países el firme mantenimiento de la unidad de
la fe. Estos escarceos no imprimen, sin embargo, carácter al
conjunto de las narraciones de Ricardo Palma.
Los méritos literarios de las Tradiciones justifican Ja repu-
tación que, como eximio escritor, tiene adquirida Ricardo Pal-
ma en América, y la que le conceden los críticos europeos que
conocen sus producciones. Nada de él habíamos leído antes,
ni siquiera tuvimos ocasión de conocerlo personalmente cuan-
do, hace tres años, estuvo en España, enviado por su gobierno
para representarlo en los Congresos y fiestas del cuarto cente-
nario del descubrimiento de América por Colón; mas la lec-
tura de sus libros basta y sobra para que juzguemos muy
merecidos los elogios que se le han tributado. Como son muchas
en número las narraciones que forman la colección, ha de haber
forzosamente entre ellas algunas que se adelantan á otras en
interés, por el colorido local y de época. Todas, no obstante,
con levísimas excepciones, se leen con gusto por Ja facilidad
con que están escritas, por la donosura de la dicción que tras-
ciende á los buenos tiempos del habla castellana, y por la ri-
queza y fuerza gráfica del estilo. Palma escribe como correcto
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 37
escritor castellano, y sólo de vez en cuando asoma el americano
en algunos vocablos como motinistas, historietistas, cabildantes,
chichirinada, etc., y otros por el estilo, que sólo aparecen muy
de tarde en tarde, dejando apenas mancha en la castiza frase
del distinguido escritor limeño.
F. MiQÜEL Y BadIA.
(Del Diario de Barcelo7ia,—lS95)
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TRADICIONES Y ARTÍCULOS HISTÓRICOS
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CRONIQUILLAS DE MI ABUELA
A MI HIJA Rene
En el nome del Padre qiie fizo toda cosa,
e de Don Jesucristo, fijo de la Gloriosa;
en el nome del Rey que reina por natura,
e que es fin e comienzo de toda creatura;
en el nome bendito del Rey Omnipotent,
que fizo sol e luna nascer en el Orient;
voy á contarte. Rene mía, el origen de dos frases que, entre
otras muchas, (como la de— á San Juan se le puede pedir todo
menos camisa)— oí de boca de mi abuela, que era de lo más
limeño que tuvo Lima en los tiempos de Abascal, frases á las
que yo di la importancia que se da á una charada, y que,
á fuerza de ojear y hojear cronicones de convento, he alcan-
zado á descifrar.
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42 RICARDO PALMA
Para mi abuela no había más santos, merecedores de santi-
dad y dignos de que á pie juntillas se creyese en sus milagros,
que los santos españoles, portugueses é italianos. Los de otra
nacionalidad eran para ella santos hechizos, apócrifos ó fal-
sificados. Muy á regañadientes soportaba á San Luis; pero no
le rezaba sin recitar antes esta redondilla:
San Luis, rey de Francia, es
el que con Dios pudo tanto
que, para que fuese santo,
le dispensó el ser francés.
Si los chicos de la familia la hostigábamos para que nos
aumentase la ración, la buena señora (que esté en gloria) nos
contestaba:— ¡Ah, tragaldabas! ¿Creen ustedes que la olla de
casa es la olla del padre Fanchito?
Y cuando, de sobremesa, comentábase algún notición polí-
tico que á mi padre regocijara, no dejaba la abuela de meter
cucharada, diciendo:— Lo malo será que nos salgan un día
de estos con el traquido de la Capitana,
Y que no eran badomías ó badajadas ni cuodlibetos de vieja
las frases de mi perilustre antepasada, sino frases meritorias
de ser loadas en un, soneto caudato, es lo que voy á com-
probar con las dos consejas siguientes:
1
La olla del Padre Panchito
El padre Panchito era, por los tiempos del devoto virrey conde
de Lemos, im negro retinto, con tal fama de virtud y santi-
tad que su excelencia lo había, sin escrúpulo, aceptado por
padrino de pila de uno de sus hijos, en representación de
un acaudalado minero de Potosí. Aunque simple lego ó donado,
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 43
el pueblo llamaba padre Panchito, y no hermano Panchito, al
humildísimo cocinero del convento de san Francisco; y el ex-
celentísimo representante del monarca de España é Indias ha-
blaba siempre con fruición de su santo compadre el padre
Panchito, al que hasta diz que consultaba en casos graves
de gobierno.
No faltaba quienes murmurasen de la familiaridad con que
su excelencia trataba á un negro con un geme de jeta; pero
el buen virrey acallaba la murmuración diciendo:— El talento
y la virtud no son blancos, negros, ni amarillos; y Cristo en el
Calvario murió por los blancos, por los negros, por los amari-
llos, por la humanidad entera. Todos venimos de Adán y Eva,
y las razas no son más que variedades de la unidad.
Contábase que, cuando comenzaba á servir en el claustro, con-
trajo íntima amistad con otro lego, y que ambos celebraron
el compromiso de que el primero que falleciese v^endría á dar
cuenta al superviviente ó sobreviviente (que aún está en liti-
gio ante la Real Academia el casticismo de estos vocablos) de
cómo lo habían recibido y tratado por allá. Y fué el caso que
una noche se le apareció al lego Panchito el alma de su di-
funto compañero, y le dijo que, por la impertinente curiosidad
é irreflexivo compromiso, había sido penado con seis meses
más de purgatorio; y por ende, le pedía que rogase á Dios
para (jue le fuf»sc descontado ese medio año de p-ena ó ',ue,
por lo menos, se redujese ésta á tres meses, cargándose los
otros tres á la cuenta corriente que en el otro mundo, donde
la contabilidad se lleva muy al pespunte, tenía abierta Pan-
chito.
Tal fué el origen del penitente ascetismo del último. Lamenta-
mos que el cronista no hubiera también averiguado si allá,
en el otro barrio, entraron en componendas para perdonar
ó rebajar los meses de castigo.
Convencido de que en la otra vida se hila muy delgadito, al
encargarse de la cocina el padre Panchito se propuso hacer
economías en el consumo de carbón y leña; pues una de las
crónicas conventuales narraba que un cocinero, gran consumi-
dor de leña, había sido penado por el derroche con una se-
mana de purgatorio. Por eso el seráfico cocinero de esta con-
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44 BIGARDO PALMA
seia no ponía en el fogón más que una olla... ¡pero qué olla!...
sobre una docena de brasas de carbón.
Siempre que en la mañana se celebraba alguna fiesta en la
iglesia, el padre Panchito se declaraba, por sí y ante sí, obli-
gado asistente. Ocasión hubo en que visto por el superior se
le aproximó éste y le dijo:
—Hermano, á su cocina, que la comunidad no ha de almor-
zar avemarias y padrenuestros.
—Descuide su reverencia, padre guardián, que de mi cuenta
corre el almuerzo con todos sus ajilimójilis.
Y ello es que apenas tomaban los frailes asiento en el espa-
cioso refectorio, cuando la olla empezaba á hacer maravillas
como suyas. De ella salía ración colmada para dejar ahitas
doscientas andorgas de fraile y cien barrigas más, por lo me-
nos, de agregados á la sopa boba del convento, que era, como
la bondad de Dios, inagotable la olla del padre Panchito.
Cuando éste falleció, perdió la olla su prodigiosa virtud,
y fué á confundirse entre la cacharrería de la cocina.
II
£1 traquido de la Capitana
Francisco Camacho, nacido en Jerez por los años de 1629,
después de haber militado en España y de haber sido tan buena
^ictiSL que en Cádiz lo sentenciaron á ser ahorcado, llegándole
el indulto cuando ya estaba al pie de la horca, vínose á Lima,
donde, habiendo oído predicar al célebre padre Castillo, re-
solvió abandonar la truhanesca existencia que hasta entonces
llevara y meterse fraile juandediano. Y tan magnífica adqui-
sición hizo con él la hospitalaria orden, que sus cronistas to-
dos convienen en que el padre Camacho murió en indiscutible
olor de santidad, allá por los años de 1698. Abultado infolio
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 45
bastaría apenas para relatar los milagros que hizo, en vida y
en muerte. Como no hay ahora quien mueva el pandero (desen-
tendencia que, por estas que son cruces, no le perdono al
Congreso Católico de mi tierra) continúa en Roma, bajo esi>esa
capa de polvo, el expediente que la religiosidad limeña organizó
pidiendo la canonización del venerable siervo de Dios.
El padre Camacho, no embargante el ayuno y la disciplina,
era físicamente lo que se llama un hombre morocho, y á pesar
del hábito, trasparentábase en él al soldado. En sus modales,
aunque no la echaba de plancheta, había algo del bravucón
rajabroqueles, y al caminar eran su paso y donaire más propios
de militar que de fraile. Nació de aquí que la gente del pue-
blo lo bautizara con el mote de— el padre guaragüero—á lo quje
el juandediano contestaba con acento andaluz y sonriéndose:
—Déjenme en paz, reyes de taifa (tunantes), que cada quisque
anda como Dios le ayuda.
Desde los primeros tiempos encomendóse al padre Camacho
la colecta de limosnas para terminar la fábrica de iglesia, con-
vento y hospital; y tan activo y afortunado debió andar en el
desempeño de la comisión, que en breve recogió Sícsenta mil
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4(> RICAKDO PALMA
pesos. A la larga había llegado á imponerse al cariño y venera-
ción popular, pues era notorio que poseía el don de hacer
milagros. Para muestra un par de botones.
A una joven que iba muy emperejilada y despidiendo tu-
faradas de almizcle, la detuvo en la calle el juandediano, di-
ciéndola:
—¿De cuándo acá Marica con guantes? Vaya, hija, vuélvase
á casita, que en sus ojos estoy leyendo que iba á mala parte,
y con ánimo de ofender á Dios y á su marido.
Y la muchacha, que por primera vez acudía á una cita amo-
rosa, al ver sorprendido su secreto, deshizo camino y salvó de
caer en el abismo del adulterio.
Reprobaba siempre el sensato religioso que algunas muje-
res pasasen de iglesia en iglesia las horas matinales, que debían
consagrar al cuidado de la familia y $ la limpieza doméstica.
Un día se acercó en el templo á una de las beatas fanáticas,y la
dijo :
—Dígame, hermana, ¿le falta todavía mucho por rezar?
—Sí, padre. Me faltan cuatro misterios del rosario y la le-
tanía.
—Pues yo rezaré por usted, y largúese corriendo á su casa,
que en ella está haciendo falta.
Y en verdad (jue así era; porque un hijo de la rezadora había
caído en el pozo, y habría perecido sin el oportuno regreso de
la madre.
Pero, como no- quiero conquistar renombre de mojarrilla,
me dejo de chafalditas y de chacharear sobre milagros, y me
voy al grano, que en este relato, es lo del traquido de la Capitana.
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MIS CLTIMAS TRADICIONES 47
El pirata Eduardo Davies, al mando de diez bajeles, lle-
vaba ya muchos meses de pasear por el Pacífico como Pedro
por su casa, talando la costa del Norte desde Panamá hasta
Huaura, que dista veinticinco leguas de Lima. Alarmados el
virrey y el vecindario, se procedió á armar y equipar en el
Callao una escuadra compuesta de siete naves; pero su ex-
celencia hizo el grandísimo disi>arate de nombrar para el co-
mando de ella nada menos que á tres generaLes, que lo fue-
ron don Tomás Paravicino (cuñado del virrey, duque de la
Patata), don Pedro Pontejo y don Antonio Beas. Así, aunque la
escuadra sostuvo con los piratas, cerca de Panamá, siete horas
de recio combate el 8 de Julio de 1585, éstos lograron escapar,
maltrechos y con muchas bajas, merced á lo contradictorio
de las órdenes de los tres almirantes españoles, que estuvie-
ron siempre durante la campaña naval, en perpetuo antago-
nismo. Bien dice el refrán: ni mesa sin pan, ni ejército sin
capitán, que muchas manos en la masa, mal amasan.
En aquellos tiempos, la travesía entre el Panamá y el Callao
no se realizaba en menos de tres meses. En 1568 se ¡estimó
como suceso portentoso que el buque en que vinieron los pri-
meros jesuítas hubiera hecho tal navegación en veintisiete días,
maravilla que no había vuelto á repetirse.
Con los jesuítas todo era maravillas. El primer eclipse de
sol que en Lima presenciaron los españoles, fué el día en
que desembarcaron en el Callao los buhos ignacianos.
Así, sólo el 7 de Septiembre, esto es, á los sesenta días,
vino á recibirse en Lima la noticia del combate y de la dis-
persión de los piratas.
El Cabildo dispuso celebrar la nueva el día siguiente, que
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48 RICARDO PALMA
era festividad de la Virgen, con árboles de fuego, toros embo-
lados, banquete, misa de gracias, cucaña, lidia de gallos, lu-
minarias, danza de pallas y de africanos, amén de otros fes-
tejos populares.
El padre Camacho llegó, como acostumbraba, aquella tarde
al Cabildo, y encontró al alcalde y regidores entregados al re-
gocijo y sin voluntad para atender al postulante.
—¿Qué motiva, señores— pregimtó el juandediano,— tanto ba-
ruUo?
— i Cómo, padre! ¿No sabe usted la gran noticia?— le res-
pondió un regidor, poniéndolo al corriente de todo.
— iAh! ¡Bueno! ¡Muy bueno! Pero dígame usiría, ¿la cuchi-
panda y los jolgorios son también por el traquido de la Capitana f
—¿Qué es eso del traquido? Expliqúese usted, padre— di-
jeron alarmados varios de los cabildantes.
— ¡Nada! ¡nada! Yo me entiendo y Dios nue entiende. Dé-
jenle usirías tiempo al tiempo, que él les dirá lo que yo no
les digo. Y no insistan en sacarme palabras del cuerpo, que
conmigo no vale lo de: tío, páseme el río.
Y como no hubo forma de que el juandediano fuese más ex-
plícito, los regidores se dijeron:— ¡Pajarotadas de fraile loco!
— y al día siguiente se efectuaron los anunciados festejos, en
los que, sin embargo, no hubo gran alborozo, porque casca-
beleaba en muchos ánimos aquello del traquido.
Diez ó doce días después echó ancla en el Callao un pata-
che, el que comunicó que, fatigados los de la escuadra de buscar
inútilmente á los dispersos piratas, habían resuelto los gene-
rales dirigirse al puerto de Paita con el objeto de renovar pro-
visiones, pues el escorbuto principiaba á hacer estragos en la.
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 49
tripulación. Fondearon los siete buques en la mansísima bahía,
en la mañana del 5 de Septiembre, y el general Paravicino,
que iba á bordo de la Capitana, se trasladó á tierra, donde
estaba convidado á almorzar, en compañía de cinco de los ofi-
ciales. Y sucedió (no se sabe si por descuido ó malicia) que el
pañol de la pólvora ó santa Bárbara hizo explosión, pereciendo
más de cuatrocientos de los que tripulaban la Capitana. Sólo
salvaron, y de manera que se consideró como providencial,
el alférez Pontejo, hijo del general, y catorce marineros y sol-
dados.
¿Cómo pudo tener el padre Camacho conocimiento de la
catástrofe cuarenta y "ocho ó cincuenta horas después de acae-
cida? ¿Cómo? Ya se lo preguntaremos en el otro mundo cuando
lo veamos, que de seguro lo veremos.
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LA CAPA DE SAN JOSÉ
El padre fray Antonio José de Pastrana, definidor que fué
en Lima de la orden de predicadores, refiere en su curioso
cronicón Vida y excelencias de San Jo^é— (impreso en Madrid por
los años de 1696) que en el Monasterio de las Descalzas conser-
vaban las monjas, entre otras reliquias, nada menos que la
capa de San José, olvidando el cronista consignar si era la
capa que usaba el patriarca en los días de manejar escoplo y
martillo, ó la capa dominguera y de gala.
De suyo se adivina que la bendita prenda fué muy mila-
grera y que hizo caldo gordo á conventuales y cai>ellán, con
las limosnas y regalos de los agradecidos creyentes. Ya ten-
dría para rato si me echara á hablar de los cólicos misereres,
zaratanes, tabardillos y pulmonías curados sin auxilio de mé-
dico ni jaropes de botica. Recuerdo, entre otros milagros sus-
tanciosos y morrocotudos relatados por el padre Pastrana, el
que se realizó con una honrada paisana mía que anhelaba
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52 RICARDO PALMA
tener fruto de bendición, y á la que bastó para alcanzar re-
dondez de vientre poner sobre éste la capa del santísimo car-
pintero.
No he cuidado de informarme, que así soy yo de desidioso,
si toda\d[a se conserva la capa en el monasterio; si bien tengo
para mí que, de tanto traída y llevada, desde hace más de dos
siglos, estará ya convertida «n hilachas. Lo que á mí me ha
interesado averiguar es el cómo y por qué vino á Lima la
capa patriarcal.
Dicen que por los años de 1640 hubo en mi tierra una cua-
drilla de ladrones que ejercitaban su industria asaltando los
monasterios de monjas donde era fama que, amagados como
vivíamos por piratas ingleses y holandeses, depositaban mu-
chas familias alhajas valiosas y hasta saquitos repletos de on-
zas de oro. Alabo la confianza.
Las Descalzas, cuyo monasterio databa desde 1603, no pu-
dieron dejar de ser también amenazadas de asalto, y por turno
riguroso cumplía á una monja la vigilancia nocturna del
claustro.
Cierta noche en que, farolillo en mano, desempeñaba sus
funciones de vigilancia una monjita de almidonada y limpia
toca sobre rostro de ángel, creyó ver un bulto que se recataba
tras de una pilastra, y alarmada dio la voz de:— ¿Quién está
ahí?...
—No se asuste, madrecita. Soy yo, San José, que, como i>a-
trón de este convento, vengo á acompañarla en la ronda.
La monjita era de hígados, y á la vez que jesuseando daba
voces de alarma, se abalanzó sobre el oficioso; p)ero éste se
evaporó dejándola la capa entre las manos.
Las conventuales todas se pusieron en movimiento para des-
cubrir por dónde habría podido escapar el misterioso ron-
dador, y todas convinieron, á la postre, en que el tal no po-
dría ser persona humana, sino celeste.
Desde ese día entró la capa en la categoría de reliquia, y
principió á menudear milagros.
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 53
JUEZ Y ENAMORADIZO
La regia prohibición de que los Oidores pudieran contraer
matrimonio en el territorio en que administraban justicia, obli-
gaba á estos señores á doblegar muchas veces la inflexible vara
ante empeño de faldas.
Si no miente el obispo Villarroel, en sus Dos cilcMUos^ hubo,
allá por los años de 1630, un don Juan, Oidor de la Real
Audiencia de Lima, que en lo mujeriego, fué otro don Juan Te-
norio. Andaba el tal que bebía los vientos por alcanzar los
favores de una muchacha, de esas cuyos ojos hablan de tú
al prójimo á qfuien miran; pero que tenía el femenil capricho
de gastar, para con el doctor del tibi quoqm^ resistencias de
piedra berroqfueña.
Empezaba ya el galán á desesperar de la victoria, cuando
una mañana, que fué la del sábado, víspera del Domingo de
Ramos, recibió ^ zahumado billetico que á la letra, así decía :
«La correspondencia en mí será hija de las finezas de vuesa-
»merced. Un mi deudo, Pedro Otárola, está penado con ocho
» meses de cárcel, y le restan de cinco á seis para quedar quito.
íEn el querer de vuesamerced está el complader á su ami-
»ga.— Isabel.»
Su señoría se restregó muy alegre las manos, y dijo á la
fámula portadora del billete, después de darla por vía de al-
boroque un dobloncito de oro:— Di á tu señorita que será ser-
vida hoy mismo.
De práctica era que la víspera de Ramos hiciese un Oidor
la visita de cárceles, con facultad para disponer la excarce-
lación de los presos por causa leve, y aun la de aquellos á
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51 RICARDO PALMA
quienes faltare poco tíempo de castigo. También era costum-
bre que el Jueves Santo conmutase el Virrey la pena á un
reo sentenciado á muerte.
Como en chirona nunca hay un sólo criminal, sino que to-
dos están por ima calumnia ó una mala voluntad, los jueces
creen en ocasiones qae hacen obra meritoria para conquistarse
el cielo, poniendo en libertad á tanto y tanto inocente ange-
lito.—¡Ah! tunante, tus vicios te han traído á la cárcel, dijo
un juez.—No señor, contestó el preso, quien me ha traído es la
pK)licía.--Pues que lo suelten. La policía es siempre muy arbi-
traria.
En su alborozo, olvidó el señor Oidor echarse la carta en
el bolsillo de la chupa y la dejó sobre la escribanía, siéndole
imposible, en el acto de la visita, recordar el apellido del
recomendado delincuente. Estaba, sí, seguro de que era Pedro
el nombre de pila.
—-He empeñado palabra (se dijo su señoría) de dar libertad
á un Pedro, y en el conflicto en que mi falta de memoria me
pone, no tengo otro camino que el de dar por horros de pena
á todos los Pedros de la cárcel.
Y como lo pensó, lo dispuso.
Y tres picaros, por sólo haber tenido la buena suerte de ser
bautizados con el nombre del apóstol de las llaves, salieron
á respirar la fresca brisa de la calle, gracias á que su señoría
tuvo en poco el rigor de la justicia, y en mucho- sus anhelos
de galanteador.
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EL ABAD DE LUNAHUANA
Por los años de 1581 estaba Su Santidad el Papa Grego-
rio XIII tan seriamente enfermo, que ya los conclavistas prin-
cipiaban á agitarse, pues se desencadenaban ambiciones en pos
de la tiara. La dolencia del Padre Santo, en puridad de verdad,
no era tal que justificase la alharaca; pues no pasaba de una
fluxión recia en el aparato de masticación. El dolor de muelas
era rebelde á cataplasmas, emolientes, pediluvios y sangrías, que
en aquel siglo la ciencia odontálgica andaba tan en mantillas,
que cirujano ó barbero alguno de toda la cristiandad no se
habría atrevido á emplear lamedor de gatillo mientras hubiese
cachete hinchado.
Con el sistema curativo empleado pK)r los galenos de Roma,
iba el egregio enfermo en camino de liar el petate, y lo que al
principio fué una bagatela, se iba, por obra de médicos torpes,
convirtiendo en gravísimo mal.
Dos meses llevaba Su Santidad postrado en el lecho; dos
meses de constante y doloroso insomnio; dos meses de ali-
mentarse con líquidos; y para complemento de alarma, el pulso
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50 RICARDO PALMA
denunciaba fiebre. Reunidos en consulta los más diestros ma-
tasanos de la ciudad papal, opinaron que el sujeto estaba ya
atacado de caries maxilar, lo que, tratándose de un anciano
y teniendo en cuenta el poco saber quirúrgico de sus míercedes,
importaba tanto como declarar próxima vacancia de la silla
de San Pedro.
Y de fijo que Su Santidad Gregorio XIII habría en esa
ocasión ido á pudrir tierra, si no se hubiera encontrado de
tránsito, en Roma, un fraile perulero, fray Miguel de Carmona,
definidor del convento agustiniano de Lima.
Habíalo su comimidad enviado á la ciudad de las siete co-
linas, en compañía de otros dos conventuales, para que ges-
tionase sobre asuntos de la orden; y de paso adquiriese algu-
nos huesesitos de santo, que gran falta hacían en el templo
de Lima. Las demás comunidades tenían abimdancia de re-
liquias auténticas, con las que ganaban en prestigio ante la
gente devota; y los agustinos andaban escasos de esa mercade-
ría en sus altares.
Dos meses llevaban los comisionados de residencia en Roma,
sin haberles sido posible avistarse con el Pontífice que, por
causa de su dolencia, estaba invisible para frailucos y gente
de escalera abajo. Sólo sus médicos, y tal cual cardenal ó
personaje, lograban acercársele.
En este conflicto ocurriósele al padre Carmona dirigirse
al camarlengo y decirle que, pues Su Santidad se encontraba
deshauciado, nada se perdía con permitirle que intentara su
curación, empleando hierbas que había traído del Perú, y cuya
eficacia entre los naturales de América, ¡>ara dolencias tales,
le constaba. Refirió el camarlengo al Papa la conversación
con el perulero, y Su Santidad, como quien se acoge á una
última esperanza, mandó entrar en su dormitorio al padre Car-
mona, y después de obsequiarle una bendición papal, le dijo :
—A ti me encomiendo. Age.
Y ello fué que sin más que enjuagatorios de hierba santa con
leche, cataplasmas de llantén con vinagrillo y parches de tabaco
bracamoro en las sienes, á los tres días estuvo Su Santidad Gre-
gorio XIII como nuevo; y tanto, que hasta la hora de su muerte,
que acaeció años más tarde, no volvió á doierle muela ni diente.
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 57
Ni siquiera se vio en el caso de aquel marido á quien oyén-
dolo quejarse de dolor en la frente, lo interrumpió su mujer
diciéndole:— Tranquilízate, eso pasará pronto cuando te hayan
brotado un par de colmillos.
Dice el cronista Calancha, tal vez por encarecer el mereci-
miento del curandero, que en los primeros ratos sufrió el en-
fermo náuseas atroces, calambres y sudores, terminando por
aletargarse, lo que dio motivo para que los palaciegos se alar-
masen, recelando que el fraile perulero hubiera administrado
algún tósigo al Pontífice. En amargos aprietos se vio su pater-
nidad.
Restablecido por completo Gregorio XIII, empezó por acor-
dar al padre Carmona todas las bulas, privilegios, indulgencias,
jubileos y demás gangas que anhelaban los agustinos para sus
conventos del Perú, concluyendo por brindarle un obispado,
que fray Miguel tuvo sus razones para no aceptar, prefiriendo
el título de abad de Lunahuaná, con doce mil ducados de renta
anual sobre el arzobispado de Lima; con lo que, sin las fatigas
que trae el obispar, venía á ser nuestro agustino un verdadero
patentado en estas tierras de América, y altísima dignidad en
su Iglesia. Era el primer abad que iba á tener el Perú, y
hasta entiendo que ha sido el único.
Por bula de 28 de Septiembre de 1581, fué autorizado el fla-
mante abad i>ara escoger, con destino al convento de Lima,
cuanta reliquia le pluguiere. Tosco fué el manotón que dio
su paternidad en el depósito ó almacén; porque se apoderó
de la cabeza de Longino, de un pedazo de la cruz del buen
Ladrón, y de un zarcillo ó arete que perteneció á María de
Magdala.
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58 RICARDO PALMA
En materia de huesos, escogiólos de San Pedro, San Pablo,
San Sebastián, San Andrés, San Agustín, San Lorenzo, San Es-
teban, San Marcos, San Vicente, San Dionisio, San Sixto, San
Marcelo, Santa Úrsula, Santa Susana y... basta de nombres. La
lista, que no es corta, la trae la bula, y no vale la pena de
copiarla íntegra.
En Lima, los agustinos se reservaron la mitad del cargamen-
to de huesos, y el resto lo distribuyeron entre la Catedral y
las parroquias. Tenían ya reliquias hasta para regalar.
En cuanto al padre Carmona, no llegó á lucir en el Perú la
mitra abacial, porque murió en el viaje, quedándose Lunahuaná
sin abad, desdicha que hasta ahora lamentan los vecinos de
esc valle que tan famosas chirimoyas y tan ricas paltas pro-
duce.
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LOS SIETE PELOS DEL DIABLO
CUENTO TRADICIONAL.
r
Á Olivo Chiarella
I
— I Teniente Mandujano!
—Presente, mi coronel.
—Vaya usted por veinticuatro horas arrestado al cuarto de
banderas.
—Con su permiso, mi coronel— contestó el oficial; saludó
militarmente y fué, sin rezongar poco ni mucho, á cumplimentar
la orden.
El coronel acababa de tener noticia de no sé qué pequeño
escándalo dado pK)r el subalterno en la calle del Chivato. Asun-
to de faldas, de esas benditas faldas que fueron, son y serán,
perdición de Adanes.
Cuando al día siguiente pusieron en libertad al oficial, que
el entrar en Melilla no es maravilla, y el salir de ella es ella,
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6Ü BIGARDO PALMA
se encaminó aquél á la mayoría del cuerpo, donde á la sazón
se encontraba el primer jefe, y le dijo :
—Mi coronel, el que habla está expedito para el servicio.
—Quedo enterado— contestó lacónicamente el superior.
—Ahora ruego á usía que se digne decirme el motivo del
arresto, para no reincidir en la falta.
—¿El motivo, eh? El motivo es que ha echado usted á
lucir varios de los siete pelos del diablo, en la calle del Chi-
vato... y no le digo á usted más. Puede retirarse.
Y el teniente Mandujano se alejó architurulato, y se echó
á averiguar qué alcance tenía aquello de los siete pelos del
diablo, frase que ya había oído en boca de viejas.
Compulsando me hallaba yo unas papeletas bibliotecarias,
cuando se me presentó el teniente, y después de referirme su
percance de cuartel, me pidió la explicación de lo que, en vano,
llevaba ya una semana de averiguar.
Como no soy, y huélgome en declararlo, un egoistón de
marca, á pesar dé que
en este mundo enemigo
no hay nadie de quien fiar;
cada cual cuide de sigo,
yo de migo y tú de tigo...
y procúrese salvar.
como diz que dijo un jesuíta que, ha dos siglos, comía pan
en mi tierra, tuve que sacar de curiosidad al pobre militroncho,
que fué como sacar ánima del purgatorio, narrándole el cuento
que dio vida á la frase.
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A£^
MIS ULTIMAS TRADICIONES 6t
II
Cuando Luzbel, que era un ángel muy guapote y engreído,
armó en el cielo la primera trifulca revolucionaria de que
hace mención la Historia, el Señor, sin andarse con procla-
mas ni decretos suspendiendo garantías individuales ó decla-
rando á la corte celestial y sus alrededores en estado de sitio,
le aplicó tan soberano puntapié en salva la parte, que rodando
de estrella en estrella y de astro en astro, vino el muy faccioso^
msurgente y montonero, á caer en este planeta que astróno-
mos y geógrafos bautizaron con el nombre de Tierra.
Sabida cosa es que los ángeles son unos seres mofletudos,
de cabellera riza y rubia, de carita alegre, de aire travieso,
con piel más suave que el raso de Filipinas, y sin pizca de
vello. Y cata que al ángel caído, lo que más le llamó la aten-
ción en la fisonomía de loS hombres, fué el bigote; y suspiró
por tenerlo, y se echó á comprar menjurjes y cosméticos de
esos que venden los charlatanes, jurando V rejurando que hacen
nacer pelo hasta en la palma de la mano.
El diablo renegaba del afeminado aspecto de su rostro sin
bigote, y habría ofrecido el oro y el moro por unos mostachos
á lo Víctor Manuel, rey de Italia. Y aunque sabía que para
satisfacer el antojo bastaríale dirigir un memorialito bien par-
lado, pidiendo esa merced á Dios, que es todo generosidad
para con sus criaturas, por picaras que ellas le hayan salido,
se obstinó en no arriar bandera, diciéndose in pecio:
—¡Pues no faltaba más sino que yo me rebajase hasta pe-
dirle favor á mi enemigo!
No hay odio sujKjrior al del presidiario por el grillete.
—¡Hola!— exclamó el Señor, que, como es notorio, tiene oído
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62 RICARDO PALMA
tan fino que percibe hasta el vuelo del pensamiento.— ¿Esas
tenemos, envidiosillo y soberbio?. Pues tendrás lo que me-
reces, grandísimo bellaco.
Arrogante, moro, estáis,
y eso que en un mal caballo
como don Quijote vais;
ya os bajaremos el gallo,
si antes vos no lo bajáis.
Y amaneció, y se levantó el ángel protervo luciendo bajo las
narices dos gruesas hebras de pelo, á manera de dos vibo-
reznos. Eran la Soberbia y la Envidia.
Aquí fué el crujir de dientes y el encabritarse. Apeló á ti-
jeras y á navaja de buen filo, y allí estaban, resistentes á de-
jarse cortar, el par de pelos.
—Para esta mezquindad, mejor me estaba con mi carita de
hembra— decía el muy zamarro; y reconcomiéndose de rabia,
fué á consultarse con* el más sabio de los alfajemes, que era
nada menos que el que afeita é inspira en la confección de
leyes á un mi amigo, diputado á Congreso. Pero el socarrón
barbero, después de alambicarlo mucho, le contestó :— Paciencia
y non gurruñate, que á lo que vuesamerced desea no alcanza
mi saber.
Al día siguiente despertó el rebelde con un pelito ó viborilla
más. Era la Ira.
—A ahogar penas se ha dicho— pensó el desventurado.— Y
sin más, encaminóse á una parranda de lujo, de esas que ha-
cen temblar el mundo, en las que hay abundancia de viandas
y de vinos, y superabimdancia de buenas mozas, de aquellas
que con una mirada le dicen á un prójimo: i dése usted preso!
{Dios de Dios y la mona que se arrimó el maldito! Al des-
pertar miróse al espejo, y se halló con dos huéspedes más
en el proyecto de bigote. La Gula y la Lujuria.
Abotagado pK)r los licores y comistrajos de la víspera, y ex-
tenuado por las ofrendas en aras de la Venus pacotillera, se
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 63
pasó Luzbel ocho días sin moverse de la cama, fimiando ciga-
rrillos de la fábrica de Cuha libre y contando las vigas del
techo. Feliz semana para la humanidad, porque sin diablo en-
redador y perverso, estuvo el mundo tranquilo como balsa de
aceite.
Cuando Luzbel volvió á darse á luz le había brotado otra
cerda: la Pereza.
Y durante años y años anduvo el diablo i>or la tierra lucien-
do sólo seis pelos en el bigote, hasta que un día, por malos
de sus pecados, se le ocurrió aposentarse dentro del cuerpo
de un usurero, y cuando hastiado de picardías le convino cam-
biar de domicilio, lo hizo luciendo un i>elo más: la Avaricia.
De fijo que el muy bellaco murmuró lo de:
Dios, que es la suma bondad,
hace lo que nos conviene.
—(Pues bien fregado me tiene
su divina Majestad)
Hágase su voluntad.
Tal es la historia tradicional de los siete pelos que forman el
bigote del diablo, historia que he leído en un palimpsesto con-
temporáneo del estornudo y de las cosquillas.
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Digitized by VjOOQiC ^
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LA ASTROLOGIA EN EL PERÚ
Para los médicos, cirujanos, boticarios y barberos de Lima,
eran, eii el siglo xvii, artículos de fe y parte integrante de la
ciencia las supersticiones astrológicas. A la vista tengo un li-
bro de 700 páginas en 4.», impreso en Lima por los años de
1660, y del que es autor Juan de Figueroa, familiar del Santo
Oficio de la Inquisición, veinticuatro de Potosí y tesorero de
la Casa de Moneda de esta ciudad de los Reyes, quien dedicó
su abultada obra al virrey conde de Alba de Aliste. Titúlase
el libróte: La Astrología en la medicina.
Según Figueroa, cuando el Sol entra en el signo de Aries,
la tisis está de plácemes; y cuando domina Virgo abundan
los tumores en el vientre. A Tauro le da el señorío de los
dolores de cabeza; á Cáncer el de la sífilis; á Escorpión el
de loá reumatismos; á Piscis el de las hidroi>esías ; á Capri-
cornio el de la ictericia; y así á cada signo del zodíaco le
adjudica el patronato de una dolencia.
Entre otras, no menos peregrinas invenciones, prohibe ha-
cer gargarismos ó aplicarse un clister, mientras Piscis no haya
entrado en cierta casilla que el autor señala en un pianito
por él ideado; y califica poco menos que de suicida al que
loma ui] vomitivo ó se hace sangrar, cuando Marte se halla
de visita en la casa de Mercurio.
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6C) RICARDO PALMA
Medicinarse estando el Sol y la Luna en conjunción es,
para nuestro autor, epilepsia segura; y en materia de sangrías
y de ventosas, sólo las consiente cuando el Sol se va acer-
cando al medio día.
El que enfermaba, aunque fuera de un dolor de muelas,
cuando ciertos signos que él apunta se hallasen de bureo en
cierta casilla, no tenía otro remedio que mandar por mortaja
y cajón, para hacerse enterrar.
Para tener larga cabellera había que hacérsela cortar es-
tando la Luna creciente en Virgo; y para conseguir que el
pelo no creciera pronto, esperar á la Luna menguante en Li-
bra. Las uñas debían cortarse estando la Luna en Tauro ó en
León.
Quien tuviese la desgracia de enjgendrar un muchacho, es-
tando Venus, Marte, Saturno y Mercurio en determinada ix)si-
ción, no debía culpar más que á su ignorancia en Astrolo-
gía, si el mamón resultaba (lo que no podía marrar, según
Figueroa) con joroba, seis dedos en la mano, como diz que
los tuvo Ana Bolena, ú otro desperfecto.
Engendrar bajo la influencia de tales y cuales astros era
para que el muchacho saliese un facineroso, ó si era hembra
el engendro, una pelandusca. En cambio todo el que se suje-
tase á las reglas astrológicas, tendría los hijos con cualidades
á medida del desea. Por lo menos, serafines de altarcico.
Cuando, en una mujer embarazada, las pulsaciones de la
mano derecha eran más vigorosas que las de la mano izquierda,
sin género de duda qué el fruto sería varón.
No es cuento de que yo me eche á borronear carillas de
papel, que con lo apuntado sobra para que el lector se for-
me concepto del libro, que tuvo gran boga en su tiempo, y
del que no había, en Lima, casa de buen gobierno ó de ma-
trimonio bien avenido, donde no hubiese un ejemplar más
manoseado que la Alfalfa espiritual para los borregos de Cristo
y la Bula de Cruzada.
Esos eran tiempws en los que cuando uno se encontraba
con un pelo en la sopa, decía:— i Demonios! ¿de quién será
esta hebra de i>elo?— La conozco, contestaba de fijo un co-
mensal, es de la hija de la cocinera, que es una muchacha
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 67
muy guapa.— ¿De veras? Pues me la guardo— y limpiaba la
hebra con la servilleta y se la guardaba en el bolsillo. Di-
cen los astrólogos que xin cabello de buena moza traía ven-
tura al poseedor.
V tan rodeada de supersticiosas y pueriles prácticas andaba
la ciencia médica, en Lima, que cuando el profesor de Ana-
tomía se hallaba en el compromiso de dar á sus discípulos
lección sobre el cadáver, en el anfiteatro, antes de esgrimir
cuchilla y escalpelo, rezaba en unión de los presentes, una
plegaria en latín por el alma del difunto.
II
La Astrología médica tuvo también sus impugnadores, y
el mar» enérgico fué don Juan Jerónimo Navarro, médico va-
lenciano que, con el título Disertación astronómica^ publicó, en
Lima, un interesante opúsculo, impreso en 1645.
Ocurrióle al doctor Navarro, (y precisamente esta ocurren-
cia fué la que lo impulsó á escribir su Disertación) que habiendo
recelado un purgante á uno de sus enfermos, que era encum-
brado personaje, negóse el boticario á despacharlo. Y no sólo
se negó sino que le escribió al enfermo la siguiente esquelita
que, ad pedem literm^ copio del ya citado librejo.
«Señor mío: Vuesamerced no siga el parecer del doctor,
» aunque él lo mande; pwrque mañana, á las cinco, es la con-
ijunción, que si fuera por la tarde no correría vuesamerced
llanto riesgo. De más que hoy no he hecho purga ningu-
»na, ni tal se puede hacer hasta que pase la conjunción. Vue-
»samerced vea lo que le parece, que á mí no me mueve otra
teosa más que la conciencia.— Guarde Dios á Vuesamerced».
Combatiendo la crasa ignorancia y necedad del boticario cha-
pucero, dice el doctor Navarro que acatar las supersticiones
astrológicas, tan bien acogidas por el pueblo, no redunda sino
en descrédito del médico y regalo para curas y sacristanes.
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68 RICABDO PALMA
Los deudos del finado, como era de cajón, se dividieron
en bandos. Unos echaban pestes contra el boticario, entro-
metido y palangana, y otros bufaban contra el galeno ignoran-
tón. Este protestó más que el protestante inglés, y acudió al
prolomédico solicitando que impusiese castigo severo al cri-
ticastro de autorizada receta. El boticario, contestando al tras-
lado, puso al querellante de camueso y farfullero que no ha-
bía por dónde cogerlo; y lo peor es que con el manipulador
de pildoras, ungüentos y jaropes hicieron causa común los de-
más del gremio, entusiastas creyentes en la Astrología y sus
maravillas, á pesar de que ya empezaba á popularizarse la re-
dondilla que dice:
El mentir de las estrellas
es muy seguro mentir,
porque ninguno ha de ir
á preguntárselo á ellas,
redondilla que, en nuestro siglo, ha sido reemplazada con esta
oirá de autor anónimo:
Sobre microbios mentir,
es mentir de gente sabia,
pues se llega á conseguir
dejar á todos en Babia.
El protomédico se vio en las delgaditas, ó en apuros para
fallar. No se sentía con coraje para declararse contra las pre-
ocupaciones dominantes, y en tamaño conflicto cortó por lo
sano; esto es, declinó de jurisdicción enviando el proceso á
Madrid, que fué como mandarlo al Limbo. Por el vai>or de
la primera quincena del siglo entrante espero la sentencia del
proceso.
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i\ por qsé fray Martfs de tos Forres, santo timcüo, «o liacc ya mitagros
A Carlos Rey dé Castro, en el Paraguay.
Para santo milagroso ó facedor de milagros, mi paisano fray
Martín de Porres. Se lo echo de tapada á cualquier santo de
Europa.
Como ya en otra tradición he escrito una sucinta biografía
de fray Martín, que fué un bendito de Dios, con poca sal en
la mollera pero con mucha santidad infusa, no he de repetirla
ahora. De mis cocos, pwcos. Bástele al lector saber que como
el viejo Porres no le dejó á su retoño otra herencia que los
siete días de la semana y una uña en cada dedo para rascarse
las pulgas, tuvo éste que optar por meterse lego dominico y
hacer milagros. Dios sobre todo, como el aceite sobre el agua.
Cuando no había en mi tierra la plaga de radicales, maso-
nes y librepensadores, cuando todos creíamos con la fe del
carbonero, ni pizca de falta hacían los milagros, y los tenía-
mos á granel ó á boca qué quieres. ¿Por qué será que hoy
en que acaso convendrían para reavivar la fe, no tenemos si-
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70 RICARDO PALMA
quiera un milagrito de pipiripao por semana? Será por algo,
que yo no he de perder mi ecuanimidad averiguando lo que
no me importa saber. ¿Quién me mete en esas honduras?
El famoso escritor y orador sagrado padre Ventura de la
Ráulica, en su p>anegírico de fray Martín de Forres, impreso en
1863, refiere que, sin moverse de Lima, estuvo nuestro santo
compatriota en las Molucas, y en la China, y en el Japón,
libertando del martirio á jesuítas misioneros, pues Dios le con-
cedió el privilegio de la bilocación ó doble presencia, gracia
que le negara á san Felipe Neri cuando éste la pretendió. El
padre Ventura añade que lo que él nos cuenta, en su citado
panegírico, consta en el proceso de canonización. Me doy tres
puntadas con hilo grueso en la boca, y no me opongo al mila-
gi*o. Yo, en cosas de frailería, á todo digo amén^ pues no quie-
ro parecerme al amanuense del tirano Rozas, que puso en
peligro la pellejina por andarse con recancanillas y dingolo-
dangos. No desperdiciaré esta oportunidad para contarlo. Pue-
de el lector fumar un cigarrillo mientras dure el cuento.
Diz que el amanuense le leía una tarde al supremo dictador
las pruebas de una oda que debía aparecer en la Gaceta oficial
del 25 de Mayo, y al llegar á unos versos que decían:
el pueblo te venera,
y el argentino sabe que en tus manos
flameará victoriosa su bandera.
lo interrumpió don Juan Manuel diciendo:— No me gusta ese
verso. Donde dice bandera ponga usted eííamZar/e.— Excelentí-
simo señor (se atrevió á argüir el mocito palangana)^ como es-
tandarte no es consonante de bandera, va á resultar que no
resulta verso.— Don Juan Manuel de Rozas no aguantaba pi-
cada de cáncano y, dando feroz puñada sobre la mesa, gritó:
— lCar...amba! Cállese la boca y ponga estandarte, antes que lo
haga degollar por salvaje unitario.
Fuera el cigarrillo. Vuelvo á mis carneros, esto es, á los
milagros. Allá, en el primer tercio del siglo xvii, cuando los
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 71
aniigos se encontraban en la calle no se decían como ogaño
¿qué hay de nuevo? ¿renuncia ó no renuncia el ministerio?
sino ¿qué me cuenta usted de milagros? ¿ha hecho alguno
nuevo, de ayer á hoy, el bienaventurado fray Martín?
Todas las mañanas acudía á la partería del convento de
santo Domingo un cardumen de viejas y muchachas devotas
en demanda del lego, y en solicitud de un prodigio más ó
menos morrocotudo. Hasta la Carita de cido^ hembra que como
fea no tenía nada que pedir á Dios, pues su fealdad era de
veintitrés quilates como la de Picio, pretendió del santo limeño
que la embelleciese, milagro que diz que no pudo, no quiso
ó no sufK) hacer fray Martín. Si lo hace se divierte, porque
las feas de un ¡Jesús María y José! no le habrían dejado á sol
ni á sombra.
Fastidiado el prior de que á la portería de su convento
acudieran más faldas que al jubileo, resolvió cortar por lo
sano, y llamando una mañana al taumaturgo le dijo:--Her-
mano Martín, bajo de santa obediencia le prohibo que haga
milagros sin i>edirme antes permiso.-— Acato la prohibición, re-
verendo padre.
Pero fray Martín era de suyo milagrero, y sin darse cuenta,
sin propósito é intención de desobedecer al mandato, seguía
menudeando milagritos de poca entidad.
Sucedió que un día resbalóse de altísimo andamio un al-
bañil que se ocupaba en la reparación de un claustro, y en
su cuita gritó:— ¡Sálveme, fray Martín! El legó alzó las ma-
nos, y le contestó:— Espere, hermanito, que voy por la supe-
rior licencia.— Y el albañil se mantuvo en el aire, patidifuso
y pluscuamperfecto como el alma de Garibay, esperando el
regiego del lego dominico.
— ¡A buenas horas, mangas verdes! dijo el prelado. ¿Qué
permiso te voy á dar si ya has hecho el milagro? En fin,
anda y remátalo. Pase por esta vez, pero que no se repita.
Este milagro hizo en Lima más ruido que una banda de
tambores, y fué más sonado que las narices.
Fallecido fray Martín en No\iembre de 1639, á los sesenta
años de edad, nadie se quedó en mi tierra sin reliquia de
un retacito del hábito ó de la camisa, ó por lo menos sin
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72 RICARDO PALMA
una pulgarada de tíerra extraída de la sepultura, tierra que
guardaban en un saquito de terciopelo, y que, á guisa de re-
licario, llevaban los crédulos devotos pendiente del cuello. Esta
tierra diz que era eficaz específico contra la diarrea.
Con el correr de los tiempos las reliquias fueron al basu-
rero, y las que se conservaban en el convento las mandó en-
cerrar en una caja el primer arzobispo republicano don Jorge
Benavente, y en 28 de Septiembre de 1837 las remitió á Roma
consignadas al general de la orden de predicadores. Vaya si
hemos sido ingratos los limeños con nuestro santo paisano,
pues de él no tenemos ya ni reliquias! Lo siento, pero no
puedo llorar por tamaña ingratitud. Yo no he de ser como
el verdugo de Málaga, que se murió de pena, porque á un
conocido suyo le echó el sastre á perder unos pantalones sa-
cándoselos estrechos de pretina.
Durante muchos meses dio el pueblo en acudir á la tumba
de fray Martín en solicitud de milagros, y el difunto no siem-
pre anduvo remolón para hacer favores. Pero una mañana
se levantó con la vena gruesa el padre prior, y precedido i)or
la comunidad se encaminó á la sepultura, donde con acento
solenme y campanudo dijo:— Hermano Martín, cuando vivías
en el mundo obedeciste humildemente mis mandatos, y no he
de creer que en el cielo te hayas vuelto orgulloso y rebelde
á tu superior jerárquico, negándole la santa obediencia que
juraste un día. Basta de milagros. Te intimo y mando que
no vuelvas á hacerlos.
Y que nuestro santo paisano acató y sigue acatando la im-
posición de su prelado, lo comprueba el que, ni por buro-
nada, se ha hablado de milagros prodigiosos por él realizados
de-jpuéó del año 1640.
Lo que es ahora, en el siglo xx, más hacedero me parece
criar moscas con biberón que hacer milagros.
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LLUVIA DE CUERNOS
f
Véame en las congojas del zampabodigos Poncio Pílalos si
no es verdad que en la imperial villa de Potosí, allá por los
años de 1647, llovieron cuernos.
Fué el caso que en 1617 vino de España á América, con
nombramiento real de Gobernador de Potosí, el hidalgo don
Luis Antonio de Oviedo, Herrera y Rueda, natural de Madrid
y caballero de Santiago, el cual con el correr de los tiempos
y por sus personales merecimientos, obtuvo de la corona ei
nobiliario título de conde de la Granja. Es don Luis Antonio
de Oviedo autor del celebrado pwema, en octavas. Vida de San-
ta JRosa^ y de otro, en romance, titulado Pasión de Cristo. El
conde poeta murió en Lima en 1717, á los ochenta años de
edad.
Muy popular y querido en Potosí era su señoría, porque,
á fuerza de sagacidad y no de garrote, alcanzó á poner tér-
mino á las sangrientas querellas de criollos y vascongados, y
porque fué tan generoso amparador de los indios que forzó
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7i RICARDO PALMA
á los ricachos mineros á remunerar el rudo trabajo de los
peone;, con un pequeño aumento de salario.
El excelentísimo señor conde de Lemos, virrey del Perú,
que era un gallego con cabeza de cocobolo, desaprobó el pro-
cedimiento de su señoría el Gobernador y le ordenó que, en
el término de la distancia, se presentase en Lima á dar cuen-
ta de sus actos, entregando el gobierno de la villa á don Diego
de tJlloa, del hábito de Santiago, y tan gallego como su ex-
celencia
Era el de Ulloa un viejo escuchimizado y carantamaula, el
cual, según la voz pública, andaba muy bien de capitales, como
que tenía los siete pecados.
En cuanto á talento administrativo parece que no tenía mu-
chos sesos en la sesera, y sí mucho aserrín y virutas.
Llevaba don Diego casi dos años de gobierno en Potosí,
donde por sus arbitrariedades, codicia y corrupción se había
conquistado universal odiosidad, cuando pwr correo de bru-
jas se supo que á Lima había llegado una real orden des-
aprobando la destitución de Oviedo, y disponiendo que vol-
viese al gobierno de la imperial villa. El mismo correo de
brujas trajo también la nueva de que el virrey conde de Le-
mos era ya alma de la otra vida.
Oficialmente no se tenía pwr la autoridad la menor noti-
cia, ni nadie había recibido en Potosí carta en que ambas no-
vedades se comunicasen; pero el pueblo creía tan á pie jun-
tilias en la veracidad del correo de brujas que una noche
se echaron grupos á recorrer las calles, quemando cohetes y
dando vítores á Oviedo.
Asomóse don Diego de Ulloa al balcón para informarse
de lo que motivaba tamaño alboroto, é instruido de la causa
echó un valecuatro, y continuó:— Ya pueden ustedes, gi-andí-
simos borrachos, dejarse de bullanga y largarse á sus casas,
antes que me atufe y haga una gallegada como mía. Espe-
ren ustedes á su mentecato Oviedo como esperan los judies
al Mesías, que ese mamarracho volverá de Gobernador el día
que lluevan cuernos sobre mi cabeza. (Nota bene.— Su señoría
militaba en el gremio de los solterones y era pescador de an-
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 75
cho\eias en playa mansa). A su casa todo el mundo he d¡-
clio, y largó otro valecuatro.
Y sil.' más estrépito se disolvió la manifestación,. como aho-
ra decimos.
Corrieron dos semanas sin avanzar en noticias. Entre tanto
los partidarios de Oviedo, que eran casi t®dos los vecinos,
se echaron á comprar cuernos de carneros, ovejas y toros, en
el rastro ó matadero de Potosí, y una mañana, á la hora del
apelde matinal, volvió la turba populachera á presentarse bajo
los balcones del Gobernador.
Este brincó del lecho y, á medio vestir, se presentó con
ánimo de echar á la muchitanga un par de bravatas y cua-
tro barbaridades; pero los manifestantes, apenas vislumbra-
ron la silueta de don Diego, empezaron á rasguear charan-
gos y guitarras, acompañando á un andaluz de voz potentí-
sima que cantó esta copla:
Viejo archipámpano y loco,
puedes ya irte á los infiernos,
¿de cuernos pediste lluvia?
pues toma lluvia de cuernos.
Y sil', más llovieron cornamentas sobre su señoría, forzán-
dolo á refugiarse en el salón para no ser descalabrado.
Pocas horas después entró en Potosí, bajo arcos triunfa-
les y pisando sobre barras de plata, el futuro conde de la
Granja
Don Diego siguió como vecino en la imperial villa, en la
condición de san Alejo, es decir, cornudo y conforme, méri-
tos por los que éste alcanzó el cielo y la santidad.
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w^mf^^fmmmmwmwwmmmfww^mwmwmmmmwwwwmfmwmmHmmmm
UNA CAUSA POR PERJURIO
El 21 de Mayo de 1606 se presentó ante un escribano de
la imperial villa de Potosí un mestizo nombrado Diego de
Valverde, natural de Lima y de veinticinco años de edad, re-
cienlcmente casado con Catalina Enríquez, de dieciocho aflos,
nacida en Potosí é hijastra de Domingo Romo, español, marido
de Leonor Enríquez, solicitando que se extendiese una escri-
tura por la cual constara que juraba á Dios y á una cruz,
puebla la mano sobre los santos Evangelios, que se obligaba
á no fumar tabaco y á no beber chicha ni vino durante dos
años, bajo pena de que, si en ese lapso de tiempo quebran-
taba el juramento, se le tuviese por infame perjuro, y com-
prometido á pagar quinientos pesos, de plata ensayada y mar-
cada, para sustento de los presos en las cárceles del Santo
Oficio. Extendió el cartulario la escritura, firmándola Valver-
de y suscribiendo como testigos Domingo Romo (el marido
de la suegra), Rodrigo Pérez y Alonso Donayre.
Este documento, que á la vista he tenido para extractar-
lo, se encuentra en un tomo de manuscritos de la Biblioteca
de Lima que lleva por título Papeles de la Inquisición.
No había aún transcun-ido un año cuando, el 2 de Abril
de 1607, se presentaron ante el padre Antonio de Vega Loay-
za, jesuíta y comisario del Santo Oficio en Potosí, dos muje-
res llamada Leonor^ Enríquez, de treinta y seis años de edad,
y Catalina Enríquez, de diecinueve años, suegra la primera
y espesa la otra de Valverde, acusando á éste de que, en ple-
na borrachera, había dado una pedrada, que le ocasionó la
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78 RICARDO PALMA
muerlc. á Domingo Romo, padrastro de la última, y asiládo-
se en la iglesia mayor.
Llenados los trámites para obtener la extradición del reo
que se acogiera á sagrado, el gobierno secular inició contra
Valvcrdc causa por asesino, á la vez que la Inquisición lo
enjuiciaba por perjuro, reclamando los quinientos morlacos que
rezaba el documento.
Valverde se defendió en regla. Dijo que del tenor literal de
la escritura no resultaba que él se hubiese obligado á no em-
briagarse, sino á no hacerlo con chicha ni con vino; pero
que estaba en su derecho para emborracharse con aguardien-
te, licor que empezara á consumir en abundancia desde el día
en que se impuso la obligación de renunciar á los otros de
que antes fuera devoto.
Hubo la mar de declaraciones. Todos los testigos conve-
nían en que era Valverde borracho habitual; pero no hubo
bodegonero, expendedor de vino, ni chichera que declarase ha-
berle vendido zumo de parra ó de maíz. ítem, en lo corrido
de afio, nadie le había visto fumar ni un cigarrillo.
Esto nos trae á la memoria la historieta del alemán bo-
rrachín á quien su mujer rogaba que no consumiese cerveza,
y él la ofreció solemnemente que con el último día del año
lomaría la última chispa de licor amargo. En efecto, el 31 de
Diciembre, poco antes de las doce de la noche, se presentó
ante su costilla en temporal deshecho, y la dijo:
Permita Dios que reviente
antes que cerveza beba.
Año nuevo, vida nueva
Desde mañana... i aguardiente !
El padre Vega Loayza, que era el juez en el proceso inqui-
sitcrial, se convenció de que estaba perdiendo su tiempo y
su latín, y sobreseyó en la causa de perjurio, si bien el juez
secular condenó á Valverde á sólo cinco años de cárcel por
haber descalabrado al marido de su suegra, parentesco que
de Suyo constituía motivo atenuante del homicidio.
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HISTORIA DE UNA EXCOMUNIÓN
Al doctor Dickson Hünter, en Arequipa.
Se ha declarado usted mi proveedor de café,
compartiendo anunlmente conmifro el muy ex-
quisito (jue le reirnla alfsún ««radecidn enferno
de BU clientela. Soy, pues, su deudor, y cúmple-
me pairarle en la única moneda que puede ya ser
(jarata & un ricacho como usted. Ábrame cuenta
nueva, y dé por caacelada la de aftos anterío' qs
con la tradición que hoy le dedica su muy devoto
amigo.— R. P.
I
El Dean de la Catedral del Cuzco doctor don Fernando
Pérez Oblitas fué elevado á la categoría de Provisor del obis-
pado en sede vacante por fallecimiento del ilustrísimo doctor
don Pedro Morcillo, acaecido el sábado santo l.Q de Abril de
1747, precisamente á la hora en que las campanas repicaban
gloria.
Entre los primeros actos de eclesiástico gobierno del se-
ñor Dean, hombre más ceremonioso que el día de año nue-
vo, cuéntase un edicto prohibiendo, con pena de excomunión
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80 RICARDO PALMA
mayor ipao facto incurrenda, que los viejos usasen virrete den-
tro del templo, y otro reglamentando la indumentaria feme-
nina, reglamentación de la cual resultaban pecaminosos los
trajes con cauda en la casa del Señor. Es entendido que las
infractoras incurrían también en excomunión, pues en la ciu-
dad de los Incas, ateniéndome á las muchas excomuniones de
que hace mención el autor del curioso manuscrito Anales del Cuz-
cOy se excomulgaba al más guapo y á la más pintada por tin
quítame esa pulga que me pica.
El Arcediano del Cuzco, doctor Rivadeneira, era un viejo
giniñóu y cascarrabias, á quien por cualquier futesa se le subía
san Telmo á la gavia, y que en punto á benevolencia para
con el prójimo estaba siempre fallo al palo. Gastaba más or-
gullo que piojo sobre caspia, y en cuanto á pretensiones de
ciencia y suficiencia era de la misma madera de aquel predi-
cador molondro que dio comienzo á un sermón con estas pala-
bras—Dijo nuestro Señor Jesucristo, y en mi concepto dijo
bien —de manera que si hubieran discrepado en el concep-
to, su paternidad le habría dado al hijo de Dios una leccion-
cita al pelo. Agregan que, i>or vía de reprimenda, cuando des-
cendió del pulpito le dijo su prelado:
Nunca, nunca encontraré,
por mucho que me convenga,
un mentecato que tenga
las pretensiones de usté.
El 4 de Junio del antedicho año de 1747, á las nueve de
la mañana, entró en la Catedral doña Antonia Peñaranda, mu-
jer del abogado don Pedro Echevarría. Era la doña Antonia
señora de muchas campanillas, persona todavía apetitosa, que
gastaba humos aristocráticos y tenida pwr acaudalada, como
que era de las pocas que vestían á la moda de Lima, de
donde la venían todas sus prendas de habillamiento y ador-
no. Acompañábala su hija Rosa, niña de nueve años, la cual
lucía trajecito dominguero con cauda color de canario acon-
gojado.
Principiaba la misa, y todo fué uno ver que madre é hija
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 81
se airodillaban para persignarse, y gritar con voz de bajo pro-
fundo su señoría el Arcediano:—! Fuera esas mujeres que tie-
nen la desvergüenza de venir con traje profano á la casa de
Dios! ¡Fuera! ¡Fuera!
Doña Antonia no era de las que se muerden la punta de
la lengua, sino de las que cuando oyen el Dominus vohiscum
no hacen esperar el et cum spiritu tuo. Dominando la sorpre-
sa y el sonrojo, contestó:— Perdone el señor canónigo mi ig-
norancia al creer que el mandato no rezaba con la niña, ade-
más de que no he tenido tiempo para hacerla saya nueva,
y la he traído para que no se quedara sin misa.
En vez de calmarse con la disculpa, el señor Arcediano
se subió más al cerezo, y prosiguió gritando:— He mandado
que se vaya esa mujer irreligiosa Bótenla á empellones
¡Fuera de la iglesia! ¡Fuera!
Dios concedió á la mujer cuatro armas, á cual más tre-
menda: la lengua, las uñas, las lágrimas y la pataleta. Doña
Antonia oyéndose así insultada, tomó de la mano á Rosita y
se encaminó á la puerta, diciendo en alta voz:— Vamos, niña,
que no está bien que sigamos oyendo las insolencias de este
zamboj borrico y majadero.
¿.Zambo dijiste? ¡Santo Cristo de los temblores! ¿Y tam-
bién borrico? ¡Válganme los doce pares de orejas de los doce
apóstoles!
El Arcediano, crispando los pxiños, quiso levantarse en per-
secución de la señora; mas se lo estorbaron el sacristán y
el perrero de la Catedral.
—¡Vayase en hora mala la muy puerca! ¿Yo, zambo? ¿Yo^
borrico?
En puridad de verdad lo de borrico no era para sulfu-
rarse mucho, y bien pudo contestársele con el pareado de un
poeta :
Hombre, no te atolondres:
borricos, como tú, hay hasta en Londres.
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82
RICARDO PALMA
¿Fero lo de zambo, á quien se tenía por más blanco que
el caballo del Apocalipsis? Ni á María Santísima le aguanta-
ba su señoría la palabreja. Antes colgaba la sotana y se me-
tía almocrí, esto es, á lector del Koran en las mezquitas.
El caso es que su señoría el Arcediano, aunque nacido en
España y de padres españoles, era bastante trigueño, como si
en suó venas circularan muchos glóbulos de sangre morisca.
El día siguiente fué de gran alboroto para el vecindario
del Cuzco, porque en la puerta de la Catedral apareció fijado
este cartelón:— iTéngase por pública excomulgada á Antonia
^Peñaranda, mujer de don Pedro Echevarría, por inobedien-
ite á los preceptos de Nuestra Santa Madre Iglesia, y por el
•de&acato de haber tratado mal de palabras al señor doctor
*don Juan José de la Concepción de Rivadeneira, y porque
icon sus gritos desacató también al doctor don José Soto, pres-
»bíttro, que estaba actualmente celebrando el Santo Sacrifi-
»cio.— Nadie sea osado á quitar este "papel, bajo pena de ex-
»coniunión».
Y firmaba el Provisor Pérez Oblitas.
Motivo de grave excitación para los canónigos del Cabildo
eclesiástico había sido el suceso de la misa dominical. Unos
opinaron por meter en la cárcel pública á la señora, y otros
por encerrarla en las Nazarenas; pero estos dos espedientes
ofrecían el peligro de que la autoridad civil resistiese auto-
rizar prisión ó secuestro. Lo más llano era la excomunión,
que al más ternejal le ponía la carne de gallina y lo dejaba
cabizlivo y pensabajo. Una excomunión asustaba en aquellos
ticmpoo como en nuestros días los meetings populacheros.—
¿Qué gritan, hijo?— Padre, que viva la patria y la libertad.
—Pues echa cerrojo y atranca la puerta.
Las principales señoras del Cuzco, entre las que doña Anto-
nia gozaba de predicamento, varios regidores del Cabildo, el
superior de los jesuítas y el comendador de la Merced, iban
del Provisor al Arcediano, y de éste á aquél, con empeño para
que se levantase la terrorífica censura. El Provisor, poniendo
cara de Padre Eterno melancólico, contestaba que por su parte
no habría inconveniente, siempre que la excomulgada se avi-
niese á pagar multa de doscientos pesos (la mosca por delante),
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 83
y que el Arcediano se allanase á perdonar á su ofensora. Dios
y ayuda costó conseguir lo último del doctor Rivadeneira, des-
pués de tres días de obstinada resistencia.
El 8 de Junio, día en cpie se celebraba la octava de Corpus,
se retire el cartel de excomunión, y el Provisor declaró ab-
suelta é incorporada al seno de la Iglesia á la aristocrática
dama que no tuvo pepita en la lengua para llamar zambo, y
borrico, y majadero, á todo un ministro del altar.
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LOS MILAGROS DEL PADRE RACIMO
En la librería del convento franciscano de Lima tuve, en
1884, oportunidad para leer un manuscrito de 21 folios con
el siguiente título: — Cakta que escribió el P, Fr. Juan García Raci-
mo, religioso descalzo y procurador general de la orden de N, P. San
Francisco en Filipinas,
De buena gana habría sacado copia íntegra del curioso ma-
nuscrito, que ha desaparecido ya de la librería; pero tuve que
limitarme á hacer un extracto de los principales milagros que
el autor consigna. Discurriendo, años más tarde, en Madrid,
con un entendido bibliófilo, me aseguró éste que la carta del
padre Racimo se había impreso, en España, por los años de
1670 á 1674.
Sin comentarios, va el extracto de todo lo que, como ma-
ravilloso, relata en su carta el padre Racimo.
Dice el buen franciscano que en 1667, hallándose en una
gi'au ciudad de la China, fué testigo de que durante tres horas
cayó lluvia de ceniza, y de cpie en el cielo se vieron xma colum-
na, una mitra y un azote formados por las estrellas.
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8() lÜCARDO PALMA
lili el convento de Santo Domingo de Manila, estando un
religioso en el coro vio entrar á nuestro padre san Francisco
en la capilla mayor, el cual, por señas, le ordenó que se re-
tirase á los claustros. Un minuto después de salido éste, se
derrumbó el coro.
Habiéndose un caimán comido el costado derecho de un
indio, llevaron, en la noche, el cadáver á la iglesia para darle
sepultura, y el obispo dispuso que hasta el día siguiente se
dejase al pie de la imagen de san Francisco. Por la mañana
hallaron el cuerpo íntegro, sin faltarle lo devorado por el cai-
mán, y lo enterraron.
Doce mil chinos fueron á demoler y quemar el convento
de san Diego; pero no lo toleró el santo, porque, á cordonazos,
arrojó á los enemigos en el río, donde se ahogaron muchos,
pereciendo los restantes á manos de la guarnición española*.
iValientazo el san Diego!
Una escuadra holandesa de doce navios comenzó á batir la
fortaleza de Cavite, junto á la cual se alzaban la iglesia y el con-
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 87
vi'ulo de san Diego. Apareció en la torre una señora (María
Sanlí&ima) vestida de blanco, que cogía las balas en el aire y
las devolvía sobre los buques con mayor fuerza que las lan-
zadas por los cañones, forzando á los buques á retirarse con
averías.
¡Qué lástima que el milagríto no se haya repetido en nues-
tros díaó con los norteamericanos! Verdad que ya no hay
milagros. Hoy ni el padre Racimo creería en ellos.
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LAS BARBAS DE CAPISTRANO
No fueron pocas las contemporáneas del virrey Abascal que
3'o alcance á conocer y tratar que, cuando hablaban de varo-
nes de poblada barba, solían decir:— Este hombre tiene más
pelos ei la cara que Capistrano.
Por supuesto que ellas no conocieron al tal Capistrano,
y la frase la habían aprendido de sus abuelas y madres.
Buscaba yo ayer un áato que me interesaba en la Crónica
fraimscana del padre Torrubia, dato que no encontré, cuando
i vayase lo uno pwr lo otro! las barbas de Capistrano apare-
cieron ante mis quevedos, y como no soy baúl cerrado, ahí va
la historieta.
Muy gran devoto de nuestro padre san Francisco era, allá
por los años de 1780, don Juan Capistrano Ronceros, rico mi-
nen» de Pasco, avencidado en Lima. De más es decir que
mensualmente contribuía con gruesa limosna para el culto del
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90 RICARDO PALMA
seráfico y que, por ende, los frailes lo trataban con mucho
mimo, consideración y respeto.
Este don Juan Capistrano militó, en los tiempos del virrey
Ama!, entre los guardianes del fortín que, en las riberas del
río Perene, se levantara para defender esa región de un ataque
de indios salvajes, los que al cabo asaltaron el fortín con éxito
para ellos. Entre las ruinas se conserva todavía un cañón fun-
dido en el Perú, en el que se lee la inscripción siguiente:
Quien a mi rey ofendiere
a veinte cuadras me espere
1741
Ave María.
, Una pulmonía doble, de esas que no perdonan, atacó de
improviso á Capistrano; y cinco galenos, en junta, declararon
que la enfermedad era tan incortable como un solo de espadas
con cinco matadores, salvo un renuncio, obra de la Provi-
dencia. Pero, como ésta no quiso tomar cartas en el juego,
tuvo el paciente cpie emprender viaje al otro barrio.
Yacía, tibio aun, el cadáver en el dormitorio, del que cui-
daban, en una habitación vecina, dos mujeres abrumadas de
sueño y de cansancio, cuando se les apareció un franciscano,
con capucha calada y brazos cruzados sobre el pecho, quien
las dijo:— Hermani tas, ya queda amortajado el difunto.— Y di-
cho esto, desapareció, dejando patidifusas á las guardianas que
no habían visto entrar alma viviente en el cuarto mortuorio.
. La esposa de Capistrano hizo llamar al padre guardián,
que era de los íntimos de la casa, y éste la aseguró que nin-
guno de sus recoletos había puesto pie fuera de claustros des-
pués de las ocho de la noche. La única novedad ocurrida
era que la efigie de san Francisco había amanecido despojada
de hábito, capilla y cordón, prendas con las que aparecía amor-
tajado el difunto, al que se hizo muy pomposo entierro, dán-
dose sepultura al cadáver en el cementerio vecino á la huerta.
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 91
que era donde reposaban los restos de los conventuales y de
ios buenos cristianos favorecedores del culto seráfico.
Pasaron más de veinte años y acaeció la muerte del ma-
yorazgo de don Juan, el cual había imitado á su padre en
la devoción. En su testamento dejaba un bonito legado á los
franciscanos, pidiéndoles ser sepultado en la misma fosa en
quíí yacía su padre.
Abierta la sepultura de Capistrano se encontró el cadáver
incorrupto, lo que nada de maravilloso ofrece. Lo que sí tie-
ne tres p)ares de pelendengues, en materia de milagros, y que
yo creo á pie juntillas porque lo asegura el padre Torrubia,
que fué la veracidad andando, es es que al muerto le ha-
bían crecido las barbas, y que éstas le llegaban hasta la cin-
tura, lujo de que no disfrutó ni el mismo Jaime el Barbudo.
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iüVIVA EL PUF!!!
Ai reglando manuscritos dispersos, en la Biblioteca Nacio-
nal, dime con un proceso así intitulado:— J.w/o« criminales, se-
guidos de oficio, contra los que quitaban á las mujeres el postizo que
rargan á la cintura. — Año de 1783.— Lima. — Real Sala del Crimen.
El título era tentador para mí. Écheme á leer el proceso
y, después de leído, resolvíme á presentarlo en extracto, á mis
leclcres, á riesgo de que digan que traigo sin tornillo el reloj
de la cabeza, pues ocupo mis horas de descanso en sacar á
plaza antiguallas.
Fue el caso que el ilustrísimo señor don José Domingo
González de la Reguera, arzobispo de Lima, escandalizado con
la exageración de los guarda-infantes ó faldellines, fomentos
ó tafanarios, como entonces se decía, ó sea crinolinas, embu-
chados, polisones, categorías, colchoncitos y puffs, como hoy
decimos, con que las mujeres daban al i>rójimo gato ,pK)r lie-
bre, fabricándose formas que no eran, por cierto, las verda-
deras, promulgó edicto eclesiástico prohibiendo los postizos.
No aparece el edicto en el proceso, y por eso no puedo ase-
gurar si había ó no pena de excomunión para las hijas de
Eva que se obstinasen en seguir abultando el hemisferio occi-
dental, dando con ello motivo de pecadero á nosotros los po-
brecitos nietos de Adán.
Extractemos ahora.
Don Valerio Gassols, capitán de la guardia de su excelen-
cia el Virrey don Agustín de Jáuregui, se presentó el 10 de
Noviembre de 1783 ante el Alcalde del Crimen, dando cuenta
de haber metido en chirona á más de cuarenta muchachos
que andaban, en la mañana de ese día, por las calles prin-
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94 RICARDO PALMA
cipales de la ciudad, desnudando mujeres, de esas de orto-
grafía dudosa, i>ara ver si llevaban ó no postizo. Añadió su
merced que aquello era una indecencia sin nombre, y que para
ponerle coto á tiempo, antes que, alentándose con la impu-
nidad 6 desentendencia de los oficiales de justicia, llevaran
el desacato y el insulto á personas de calidad, había echa-
do guante á los turbulentos, empezando por el cabecilla
que era un chileno, mocetón de veinticinco aftos, el cual iba,
á caballo, batiendo una bandera de tafetán colorado, enarbo-
lada en la punta de una caña de dos varas de largo.
La Sala del Crimen mandó organizar el respectivo sumario,
y aquí entra lo sabroso.
Chepita Navarro, cuarterona, de veintitrés años de edad,
hembra de cuya cara llovía gracia, y de profesión la que tuvo
Magdalena antes de amar á Cristo, juró, por una señal de
cruz, que i>asando á las diez de la mañana por la plazuela
de San Agustín, acompañada de una amiga, dada como ella
á hacer obras de caridad, fueron asaltadas y no prosigo,
porque» el resto de la declaración es muy colorado^ y la Chepita
catedrática en el vocabulario libre de las cellencas.
Idéntica declaración es la de Antuca Rojas, blanca, de vein-
ticinco años, moza que lucía un pie mentira en pantorrillas
verdad, y de oficio corsaria de ensenada y charco.
Cuentan de esta Antuquita que yendo en una procesión
entre las tapadas de saya y manto, un galancete, que moti-
vos de resentimiento para con ella tendría, la dijo grosera-
mente:
— ¡Adiós, grandísima p...erra!
A lo que ella, sin morderse la lengua, contestó:
—Gracias, cáballerito, por la honra que me dispensa igua-
lándome con su madre y con sus hermanas.
También declaró Marcelina Ramos, otra que tal, mestiza,
de veinte años de edad y que ostentaba, en vez de un pan
de ojos negros, dos alguaciles que prendían voluntades.
El escribano debió ser, por mi cuenta, pescador de mar
ancha y un tuno de primera fuerza; porque redactó las de-
claraciones con una crudeza de palabras que... i ya! ¡ya!
Resulta de las declaraciones todas, que los cuadrilleros ase-
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MIS ULTIMAS TBADICIONES 95
gurabaí' que el Arzobispo les había dado la comisión de arran-
char,,, postizos; y que no fué culpa de los arranchadores el
que, Junto con los postizos, desaparecieran sortíjitas, arelilos
de oro y otros chamelicos.
Las declaraciones de los muchachos (que casi todos te-
nían apodo como Misturita, Pedro el Malo, Mascacoca, y Cor-
cobita) parecen cortadas por un patrón. Todos creyeron que
el hombre de á caballo, que enarbolaba la bandera de tafe-
tán, sería alguacil cumplidor de mandato de la justicia y que,
como buenos vasallos, no hicieron sino prestarle ayuda y bra-
zo fuerte.
Sólo uno de los declarantes, Pepe Martínez, negro, escla-
vo, y de trece aftos de edad, discrepa en algo de sus compa-
flej'os. Dice este muchacho que, en la esquina de la Pescade-
ría, un hombre sacó clichülo en defensa de una mujer: que, á
la bulla, salió del palacio arzobispal un pajecito de su ilus-
trísima quien, después de informarse de lo que ocurría, dijo:
—Lo mandado, mandado: sigan arranchando c s, y al que
se oponga aflójenle su pedrada, y que vaya á quejarse á la
madre que lo parió.— Añade el declarante que el Arzobispo es-
taba asomado á los balcones presenciando el bochinche.
Por fin, á los diez días de iniciada la causa la Sala del
crimen, compuesta de los oidores Arredondo, Cerdán, Vélez,
Cabeza y Rezabal, mandó poner en libertad á los muchachos,
y expidió el fallo que sigue:
iVistOvJ estos autos, y haciendo justicia, condenaron al mes-
>tizo Francisco de la Cruz, natural de Concepción de Chile,
>en un mes de presidio al del Callao, para que sirva á su
«Majestad en sus reales obras, á ración y sin sueldo, y se le
•apercibe muy seriamente cpie, en caso de que reincida en
»los alborotos por los que ha sido encausado, se le castigará
>con el mayor rigor i)ara su escarmiento.— Lima, y Noviem-
»bre 20 de 1783.— Cinco rúbricas. — Egúsquizai»,
Desde este afto quedó, en mi tierra, autorizada pwr el Go-
bierno civil la libertad de postizos, libertad que ha ¡do en
crcccndo hasta llegar al abominable puff de nuestros días.
Afortunadamente, las limeñas están hoy libres de que Ar-
zoLispo escrupuloso azuce á los mataperros, i Viva el puff!
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EL MARQUES DE LA BULA
Lujo para las familias aristocráticas de Lima, eii el pasado
siglo, era tener en casa oratorio ó altar portátil, á fin de que
las señoras y servidumbre doméstica no necesitaran, en los
días de precepto, salir á la calle y andar de iglesia en igle-
sia en pos de la obligada y obligatoria misa. Excedían de cua-
renta las familias que, en la ciudad, gozaban de tal privile-
gio, y que, por ende, tenían capellán y confesor propio, de-
centemente* rentado.
Su ilustrísima el Arzobispo don Juan Domingo González
de la Reguera tuvo, allá por los años de 1784, noticia de que
no en todos los oratorios se celebraba el sacrificio con la de-
cencia debida; y aun se le informó de que algimos funcio-
naban sin licencia en regla. Para cortar el abuso, nombró Vi-
sitador General de capillas y oratorios de esta ciudad de los
Reyes y sus suburbios, al doctor don José Francisco de Ar-
quelladc^ y Sacrestán, racionero de esta Santa Iglesia Metro-
politana y rector del Convictorio de San Carlos.
Su señoría no anduvo con pies de plomo en la visita; y,
en un mes que ella durara, ratificó la concesión en cuarenta
y tres fundos rústicos del valle de Lima, denegándola en sólo
cinco. Pasó luego á las visitas domiciliarias, y únicamente en
dos casas tuvo algo que objetar al privilegio.
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RICARDO PALMA
El 8 de Enero se hizo anunciar el Visitador en casa del
marqués de C quien se negó á hacer abrir las puertas del
oratorio, alegando que, por Breve de Su Santidad Clemente VII,
acordado en 20 de Marzo de 1530 á su abuelo Lope de Anti-
llón y á sus descendientes, estaba en la legítima posesión de
los siguientes derechos:
1/^ De poder dar de trompadas á cualquier sacerdote, siem-
pre que no fuese obispo; y que así anduviese muy circunspecto
su señoría el racionero Visitador.
2." Que para él adulterio, estupros y hasta seducción de
monjas, eran pecadillos de poca monta; pues, según la Bula,
le estaban perdonados.
3s Que todo voto ó juramento no lo obligaba á él ni á
los suyos; que con él no rebaban las excomuniones; y que
le era lícito promiscuar y quebrantar ayunos.
4." Que podía tener oratorio y capellán en casa, sin nece-
sidad de licencia arzobispal.
El señor Arquellada y Sacrestán argüyó cuanto pudo para
hacer práctico su deber de visitar el oratorio ó capilla; pero
viendo que el marqués principiaba á amostazarse, receló que
éste, autorizado como aseguraba estarlo por Su Santidad, lo
acometiese á mojicones y no le dejase hueso sano y que bien
lo quisiera. El visitador se despidió cortésmente, y fué con la
novedad al Arzobisjx), pidiendo, á la vez, que comisionase á
otro sacerdote para la visita al oratorio del rebelde, que era
hombre de malas pulgas, irresi>etuoso con los sacerdotes y
capaz de un desaguisado.
Sobrevino de aquí litigio.
El Arzobispo dudaba de la existencia de tal Breve ó Bula
pontificia; y el marqués, como por quemarle más la pajuela,
se hacía remolón para exhibirla. A la postre, tuvo que ceder;
y así el señor de la Beguera como su coro de canónigos casi
se cajeron de espaldas al leer el Breve, en latín, con el autén-
tico sello, y la traducción castellana debidamente legalizada,
documentos ambos que á la vista tengo, yo el tradicionista,
y de que doy fe en toda forma y como en derecho se pre-
viene.
Como para el lector carece de importancia el texto latino.
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 99
limilaréme á reproducir la traducción, suprimiendo apellidos,
con el caritativo propósito de impedir que algunos de los des-
cendientec (que no son pocos en Lima), de las familias favo-
recidas, se echen á golpear frailes y seducir monjas, en la cer-
tidumbre de que, si pecan en ello, ahí está la Bula que los
absuelve.
Clemente, Papa \^I
A los amados hijos, Salud y Apostólica bendición. El efec-
to de la sincera devoción que nos tenéis, y á la Iglesia Ro-
mana, merece que te concedamos favorablemente aquellas co-
sas por las cuales pueda constarte á ti y á las almas de todas
las personas que te tocan, que no hay cosa que por tus ren-
didos ruegos no te queramos conceder, á ti y á nuestra que-
rida hija en Cristo Ana tu mujer, y también á los amados
hijos (aquí siguen diecisiete nombres de jefes de familia,
nombres que suprimimos) y á los hijos de todos, de uno ú
otro sexo, á sus padres que son, y en adelante fueren. A to-
dos los cuales concedemos que puedan elegir un sacerdote
secular ó regular, á quien se comete, pwr la vida y la de los
mencionados, que pueda absolverte á ti y á ellos de cualquie-
ra excomunión, censura, suspensiones y entredichos, y de otras
cualesquiera sentencia y plenas eclesiásticas impuestas d jure,
ó por jueces, por cualquiera causa ú ocasión en que las hayas
tú y todos ellos contraído. Y así mismo que os absuelva de los
votos y de cualquiera juramentos, aunque hayan dimanado de
la Iglesia, que hubiereis hecho; y también de las trasgresio-
nes díí los ajenos, conmutándoos las penitencias que hubie-
reis omitido en el todo ó en parte, y también dichos ayunos,
en alguna limosna según tu devoción y la de los referidos;
como también de las censuras por manos violentas puestas
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100 BIGARDO PALMA
eu cualquiera persona eclesiástica, como no sean Obispos y
oíros superiores á ellos; y también de los perjuicios de los
homicidios mentales ó casuales, del adulterio, del incesto y
de la fornicación, de estupro sacrilego, y de los restos y man-
chas de las usuras, de la rebeldía, é inobediencia contra los
superiores. Y por fin, de todos y cualquiera exceso y delitos,
por más graves y enormes que sean, de los cuales podéis ser
absueltos, tantas y cuantas veces fuere necesario. Y así mis-
mo, una vez en el año, de todos los casos así especialmente
como personalmente reservados á la Silla Apostólica, excep-
tuando solamente los contenidos en la Bula de la Cena. Mas
de todos los demás, que no son éstos, os podrá absolver á
todos los mencionados, y poneros, cuantas veces fuere opor-
tuno, saludable penitencia. Pero cualesquiera votos que acaso
hiciereis, ya sean los de visitar los Santos Lugares de Jerusa-
lén, ya los símines de los Apóstoles San Pedro y San Pablo,
y y«i la ciudad de Santiago en Compwstela, os podrá dicho
confesor conmutar en otras obras de piedad, excepto los vo-
tos solemnes de religión, de castidad y perpetua continencia.
Y también os podrá relajar cualesquiera juramento. Y así mis-
mo á vos y todos los nominados por vuestros propios nom-
bres, una vez en la vida, y á todos en artículo de muerte aun-
que ésta no se siga, imponiéndoos penitencia, os podrá absol-
ver y conceder remisión de todos vuestros pecados por auto-
ridad Apostólica. Y también os sea lícito tener altar portátil,
con la debida honestidad y reverencia, usando de él en cual-
quiera lugar, aunque esté en entredicho por cualquiera autori-
dad, aunque sea Apostólica, con tal que vosotros no hayáis dado
causa p>ara el tal entredicho, y mucho menos si p)or vuestra
causa se haya impuesto dicho entredicho Apostólico. Y los
que fueren sacerdotes, así seculares como regulares, px)drán
celebrar en sus casas; y los que no lo fueren hacer celebrar
á olrOví misas y divinos oficios en ellas, en presencia de otros
familiares y domésticos, sin p)erjuicio de incurrir en excomu-
nión, excluyendo solamente á los que estuvieren excomulga-
dos. Y así vosotros, como todQ3 los que por vuestro nom-
bramiento celebraren en dichos oratorios, pueden ganar y
hacer que se ganen todas las indulgencias y remisión de los
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 101
pecados, según está referido, que consiguieran y ganaren si
visilareii los altares de San Sebastián y San Lorenzo, que es-
tán fuera de los muros de Roma, y los de Santa Potenciana,
de San Gregorio y de Santa María de Pami, y, en ellos, cele-
braren el Santo Sacrificio de la Misa. Y por último en todo
tiempo^ aunque sea del referido entredicho, podéis vosotros
y todos vuestros domésticos ser sepultados en sepultura ecle-
siástica) y recibir todos los Santos Sacramentos, excepto en
el tiempo de Pascua Florida de Resurrección. Así mismo, mien-
tras vosotros y vuestros descendientes referidos vivieren, po-
dréis comer los alimentos prohibidos en tiempo de Cuaresma,
y usar de ellos en cualesquiera tiempo y días del año. Y en
cualquiera parte donde residan y ellos residieren, podréis ga-
nar las indulgencias que se consiguen haciendo las estaciones
de Roma, con tal que visitéis una ó dos Iglesias ó Capillas,
6 en una Iglesia tres altares, los . que vosotros ó los vuestros
eligieren por su devoción, con cuya sola diligencia ganaréis
todas y cualesquiera gracias y remisión de vuestros pecados,
que consiguierais visitando y haciendo las dichas estaciones
de las Iglesias Rasílicas que se visitan, así dentro de Roma
como fuero de sus muros. Y si acaso vosotros, ó cualescpiiera de
los referidos, por enfermedad, debilidad ú oprimidos de algún
legítimo impedimento no pudiere hacer la sobre dicha visita
de capillas y altares, ganarán las mismas gracias, indulgen-
cias y remisión de todos sus pecados, con sólo que hagan
una piadosa limosna y algunos devotos sufragios y oraciones
á su arbitrio. Y también sea lícito á los que de vosotros fuere
su voluntad rezar el Oficio Divino según la costumbre de la
Santa Iglesia Romana, anteponiéndolo ó posponiéndolo por un
día natural, y esto en cualquiera Iglesia ó lugar donde resi-
dierais, como no sea dentro del Coro. Fuera de esto podéis
usar en la Cuaresma, y demás días en que son prohibidos
por derecho, de todos los lacticinios, como son huevos, queso,
leche, manteca; y no solamente vosotros sino todos aquellos
que fueren vuestros domésticos y familiares, y que sustenta-
reis á vuestras esi>ensas en vuestra mesa; lo cual podréis eje-
cutar sin escrúpulo de conciencia; y en dichos tiempos, cuan-
do fuere congruo á vuestra salud, usaréis carnes prohibidas por
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102 RICARDO PALMA
derecho, así vosotros como todos los referidos. Y en los Sá-
bados podréis, á vuestro arbitrio, usar y comer grosuras y ex-
tremos de todas carnes, según el uso y costumbre de los reinos
d 3 Castilla. Y así mismo, á vosotros y todos los vuestros, con-
cedemos licencia para que, mientras viviereis, podáis hacer
la colación en los días de ayuno. Demás de esto concedemos
que las sobredichas mujeres, juntamente con otras cuatro ex-
trañas que eligieren, como sean honestas, puedan una vez al
mes entrar en la clausura de los monasterios de monjas, por
tcdo el día, y conversar y comer con las monjas, con tal que
no hagan noche en dicha clausura; para cuyo fin les conc^
demos nuestra Apostólica bendición, facultad y licencia, no
obstante cualesquiera prohibiciones Apostólicas ó de Concilios
Generales, Provinciales y Sinodales, ó de otras especiales Cons-
tituciones y Ordenaciones; y determinamos que estas faculta-
des, y l<i de elegir confesor, las tengáis sin ser comprendidas
en cualesquiera labor de la Santa Cruzada, ya en favor de la
fábrica del Príncipe de los Apóstoles, ó de otras cualesquiera,
por cualquier forma, tenor ó cláusulas que sean ordenadas,
bajo de las cuales prohibiciones y limitaciones resolvemos que
no sean comprendidos los sobredichos indultos y facultades,
si no es que en ellas se haga expresa mención de vosotros
por vuestros propios nombres, según que en este Breve moUi
propio van referidos, y expresados. Pero queremos y deseamos
que, por esta gracia y facultad de elegir confesor á vuestro
beneplácito, no os volváis (lo que Dios no permita) más pro-
pensos é inducibles á cometer escándalos y delitos; porque,
siéndoos de pretexto esta confesión faltaréis á la sinceridad
de la fe católica, y á la unidad de la Santa Romana Iglesia,
y á la obediencia del Sumo Pontífice y sus Sacerdotes que
canónicamente entraren ó en confianza de este indulto y fa-
cultades, cometiereis algunos enormes delitos, la dicha nues-
tra confesión y remisión, y todo lo que en ella se contiene,
queremos que no os valga ni favorezca. Así mismo queremos
que uséis moderadamente del indulto de hacer celebrar el Santo
Sacramento de la Misa, antes del día; porque como en el Mi-
nisterio se ofrece á Nuestro Señor Jesucristo Hijo de Dios,
el candor de la Luz Eterna, es muy conveniente que se haga
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 103
este sacrificio, no en las tinieblas de la noche sino con la clari-
dad del día. Y todo lo referido sea y tenga valor y firmeza,
no obstante cualqniera prohibición. Y finalmente queremos que
á todos los trasuntos de nuestras letras originarias, ya impre-
sos, ya manuscritos, autorizados de cualquiera Notario públi-
co y sellados con el sello de cualquiera persona eclesiástica
constituida en dignidad, se dé la misma fé y crédito que se
diera á dicho original, si fuera exigido y manifestado, enten-
diéndose esto para todas ó cada una de las personas mencio-
nadas en este Breve.— Dado en Benonia bajo el anillo del Pes-
cador, en 20 de Marzo de 1533 años, y en el 7.o de Nuestro
Pontificado.
Creo de más añadir que el Arzobispo de Lima, acatando
el Breve Pontificio, dejó al marqués tranquilo en su privi-
legio de capilla propia. El zumbón pueblo de Lima lo bautizó,
desde entonces, con el apodo de: El Marqués de la Bula,
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UNA COLEGIALADA
Nuesti*as abuelas (benditas mujeres que en gloria estén), que
alcanzaron los tiempos de Aviles, Abascal y Pezuela, cuando
querían exagerar la necedad ó tontería de una i>ersona de-
cían que era un candido de calilla.
Los seminaristas en el Perú (y no sé si en las demás colo-
nias), por imitar á los estudiantes de Salamanca, dieron desde
el siglo XVII en mantear á los colegiales novatos y á los acu-
sones, y en aplicar calillas á los que, por afeminamiento, po-
breza de espíritu ó candidez, estimaban merecedores de aqué-
llas. Eso era como los rehiletes de fuego sobre el testuz de
toro que no remata suerte.
A estas insolencias, nunca penadas con ejemplar castigo por
los rectores, se dio el nombre de colegialadas, y no sólo las
festejaba el público sino que entraron en las costumbres socia-
les. Contábase, como gracia, .y se desternillaban de risa los
oj'eutes, que á tal ó cual mentecato le habían echado calilla.
Previo este preámbulo, paso á hacer el extracto de im
auténtico proceso que á la vista tengo.
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KXi RICARDO PALMA
Don Juan Bazo y Berry, que alcanzó á ser Oidor en la
real Audiencia de Lima y que, después de jurada la Inde-
pendenciií se embarcó para España, desempeñaba el cargo de
Teniente-asesor en la intendencia de Trujillo.
Fué don Juan Bazo y Berry quien más influyó para que
en la sesión que celebró el Cabildo el 10 de Enero de 1793
se eligiese, como en efecto se eligió, para Alcalde de Trujillo
al Príncipe de la Paz y Duque de Alcudia don Manuel Go-
do}' y Alvarez, disponiéndose que, por residir el electo en Es-
paña, se entregase, en calidad de depósito, la vara de justicia
al Alférez Real don Juan José Martínez de Pinillos. Sabido
es que Godoy aceptó la honra que los trujillanos le dispensa-
ban, y que obtuvo del rey tres ó cuatro cédulas acordando
mercedes á la ciudad y á su puerto. Sigamos con Bazo y Be-
rry, dejando dormir en paz al favorito de Carlos IV.
En el primer año de este siglo lo ascendió el rey á Oidor
de la Audiencia de Buenos-Aires, ascenso que provocó envi-
diosa:^ murmuraciones entre los leguleyos de la ciudad. Dis-
tinguióse entre los maldicientes un abogadillo ramplón, á quien
nadie encomendaba la defensa de «n pleito porque, amén de
ser piramidal su reputación de bruto é ignorante, era perso-
na ridicula de quien todos se mofaban, recargándola de ajwdos.
Habíase educado en un colegio de Lima; pero el colegio
no entró en él, como decía el obispo Villarroel hablando de
su convento. Mas tuvo padrino poderoso en el claustro uni-
versitario y, por aquello de accijnamus 'pecunia et mitamus assi-
ñus in patria sua^ le dieron el diploma de licenciado en leyes.
Un chismoso llevó á oídos de doña Josefa Villanueva, es-
pesa deJ nuevo Oidor bonaerense, las ofensivas palabras que
el licenciado don Mariano de Mendoza profiriera en uno de
los corrillos, siendo una de las más graves injurias haber di-
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 107
cho que las oídorcitas, hijas de don Juan Bazo y Berry, eran
unas señoritas del pan pringado.
Olro que tal llevó idéntico chisme á don Francisco Bazo
y Villanueva, mancebo de veintiún años, seminarista ordena-
do de cuatro grados, y que había merecido del virrey inglés
el título de sacristán mayor de Cajamarca, empleo nominal
muy codiciado, pues daba honra y pequeña renta sin ocasionar
la menor fatiga.
Entre madre, hijo y hermanas formaron consejo de fami-
lia, y por unanimidad de pareceres se resolvió aplicarle un
par de calillas al licenciado don Mariano de Mendoza, en casti-
go de su bellaquería.
II
Con fecha 2 de Diciembre de 1801 presentó Mendoza, ante
el ilustrísimo obispo Minayo y Sobrino, un recurso querellán-
dose contra ef seminarista ordenado en grados menores don
Francisco Bazo y Villanueva, porque éste, con el pretexto de
que tenía una encomienda que entregarle, lo llevó á su casa
en la tarde del domingo 29 de Noviembre, lo condujo á una
de las habitaciones interiores, y con sus criados, que le me-
nudeaban golpes, le hizo vendar los ojos y acostar sobre un
colchón. En seguida le aplicaron dos velas de sebo, lo pu-
sieron en la puerta de la calle y le dieron un puntapié, fes-
tejándose la colegialada por la oidora, las oidorcitas, y ami-
gos y amigas que las acompañaban, amén del famulicio que
actuarji en el ultraje.
El seminarista don Francisco á quien el obispo corrió tras-
lado del recurso, se vio, como dicen, en muía chucara y con
estribos largos ó sea en calzas prietas, pues la colegialada po-
día costarle, por lo menos, la expulsión del Seminario y po-
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108 RICARDO PALMA
ner obstáculos para el logro de su aspiración al sacerdocio.
Por eso, á la vez que intrigaba para entrar en componendas
con e¡ querellante, contestó al traslado púdiendo que Mendoza
afianzase la calumnia, petición que fué apoyada por el promo-
tor fiscal
Tanto la opinión pública como la rectitud del obispo Mi-
nayo y Sobrino favorecían á la infeliz víctima del insolente
colegialito, pero, repentinamente, fué general el cambio de sim-
patías, y todo Trujillo convino en que Mendoza era digno de
que en él se consumiera todo el sebo de las velerías del Perú.
III
Yo también, después de casi un siglo del suceso, opino lo
mismo ¿Por qué? Porque Mendoza, con fecha 7 de Diciem-
bre, firmó un recurso, á presencia de dos testigos, en el que
se desistía de la querella contra el seminarista, su señora ma-
dre y hermanas, á quienes confesaba haber agraviado con su
falta do consecuencia al buen trato que de esa familia había
siempre merecido. Agregaba que, estando ya su espíritu más
sereno, reconocía que Francisco, el futuro presbítero, no ha-
bía desempeñado otro papel que el de mirón en una broma
de Li señora y de las niñas.
En el mismo día recayó sobre este recurso de desistimiento
el siguiente notabilísimo auto:— «Por desistido; pague el su-
»plicante las costas, y archívese.— í?/ Obispo.— Ante mí. Merino».
Aquí, con el auto en que no sólo se quedaba el Hcenciado
muy fresco con las calillas dentro del cuerpo, sino que hasta
las pagaba con el dinero que, por costas judiciales, se le con-
denaba á satisfacer, creerá cualquiera fenecido el juicio. Pues
no, señor: todavía hay rabo por desollar.
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 109
IV
Si estúpido y sinvergüenza estuvo Mendoza con su recur-
so de desistimiento, tres días después acabó de consolidar su
reputación de tonto de capirote, presentando nuevo escrito que,
por ser típico, quiero copiar ad pedem literíe:
«Iltmo. Señor: El licenciado Mendoza en los autos crimi-
> nales contra doña Josefa Villanueva, sus hijos y criados, digo:
>Que el día lunes de esta semana, 7 de Diciembre, como á
>las diez de la mañana, el regidor don José de la Puente me
»trajo cien pesos, en seis onzas de oro, para que me desistiese
»del pleito, con más un escrito de puño y letra de la parte
^contraria para que lo firmara. En efecto, así porque me ha-
»llaba en cama con las costillas maltratadas, como ix)rque
»con ese dinero podía auxiliarme p>ara la curación, alimentos,
•médico y medicinas, accedí á firmar dicho escrito. Pero como
•documentos que se hacen bajo la opresión, siempre que se
•reclame con tiempo, no valen ni hacen fuerza— A Useñoría
•Ilustrísima rendidamente suplico se sirva mandar la prose-
•cución del Juicio, y que se proceda á la sumaria».—
— ¡Vaya un hombre para indigno! ¡Valiente gaznápiro I—
exclamó el obispo después de oír leer por el notario Merino
este recurso.
Consideró su señoría que sería el cuento de la buena pipa
ó de nunca acabar el seguir admitiendo recursos de un calillado
de condición tan bellaca. Es dar puñaladas al cielo ó intentar
lo imposible el imaginarse que de un imbécil pueda sacarse
un hombre discreto.
He aquí el auto final que dictó el ilustrísimo obispK):
«No há lugar, no há lugar y no há lugar. Quédese el su-
•Dlicante con sus calillas, y ocurra donde le conviniere, no
•siendo ante esta Curia eclesiástica.— ÍJÍ Obispo.— Ante mí, Me-
^ritio*.
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'mmwm^^wm^mmm'mmwmm^mmmm^m^imyí^myt^mm^^^m^^w^iimm
LA NARIZ DE CAMELLO
Tradición en la que se narra el por qué en la Nochebuena de 1547
no hubo en Trujillo misa de gallo, sino misa de gallinas
I
Doiia María Lazcano (conocida después con el apodo de
la Nariz de camello) era en el aflo en que la presentarnos il
lector, de lo más granado en la ciudad de Trujillo. Era anda-
luza y de agraciada lámina, á pesar de que ya frisaba en
los cuarenta y cinco diciembres; y lo zalamero y nada or-
gulloso de su carácter le habían conquistado muchas simpa-
tías entre la gente del pueblo.
Era viuda de Juan de Barbarán, compañero de Pizarro en
la conquista, al cual, en el reparto del rescate de Atahualpa,
le correspondieron, como á soldado de caballería, 362 mar-
cos de plata y 8,880 pesos de oro. En 1538 era ya el aventu-
rero Juan de Barbarán todo un personaje, como que investía
el grado de capitán, era regidor en el cabildo de Lima y po-
seía una de las principales encomiendas en el fértil valle de
Chicama. En ese año hizo venir de España á su mujer, que
era una sevillana de mucho reconcomio y con toda la sal
de la tierra de María Santísima.
Asesinado Francisco Pizarro, Barbarán y su mujer vistie-
ron el mutilado cadáver con el hábito de los caballeros de
Santiago, y le dieron cristiana sepultura en el paliecito de
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112 RICARDO PALMA
los Naranjos^ anexo á la Catedral. Siendo tan entusiasta y leal
amigo del jefe de la conquista, está dicho que tomó activa
participación en la guerra contra Almagro el Mozo, termina-
da la cual, ahito de aventuras, peligros y desengaños, fijó su
residencia en Trujillo. Fué Barbarán de los poquísimos con-
quistadores que no tuvieron muerte desastrosa. Murió de mé-
dicos y pócimas en 1545.
En 1547 no era la viuda de Barbarán la única dama espa-
ñola con supremacía ó prestigio en la ciudad fundada por
Pizarro. Competía con ella doña Ana de Val verde, mujer del
capitán don Diego de Mora, uno de los fundadores de Tru-
jillo y su primer gobernador, riquísimo encomendero de Huan-
chaco y Chicama y el primer hacendado que implantó el tra-
piche y elaboró azúcar en el Perú, después de haber hecho
traer de México caña para las plantaciones. Aquello de que
la primera azúcar peruana se produjo en Huánuco no pasa
de una novela del historiador Garcilaso, como lo comprue-
ban Feyjóo de Sosa y Mendiburu.
Acostumbraba doña Ana, que era muy gentil hembra de
treinta navidades bien disimuladas, ir á misa en compañía de
la mujer del mariscal Alonso de Alvarado, y su criada se en-
cargaba de tender las alfombrillas sobre la losa que cubría
una sepultura. La costumbre, según doña Ana y según muchos
publicistas, constituye lo que llaman derecho consuetudinario^ y
parece que comoi á tal lo acataban las trujillanas, pues ningu-
na osaba arrodillarse en aquel sitio tenido como propiedad
exclusiva de la ex gobernadora y de su amiga la maríscala,
á quien la primera tenía de huésped mientras las cosas políticas
cambiaran de rumbo y regresara Alvarado á la capital del vi-
rreinato.
Llegó la Nochebuena de 1547, y con ella la famosa misa
de gallo. A las once y media entró en la iglesia, muy emperifo-
llada y luciendo caravanas con brillantes como garbanzos, la ja-
mona viuda de Barbarán, acompañada de la gaditana Pepita de
Montúfar, muchacha alegre, allá en su tierra, y que á poco
de llegada al Perú casó con un alférez. General fué el cuchicheo
entre la gente ya congregada en el templo, al ver que la criada
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 113
tendió las alfombrillas sobre la sepultura. Aquí va á haber algo
muy gordo, se decían, y no se equivocaron.
Un cuarto de hora después llegó doña Ana con su insepara-
ble maríscala, ambas puestas de veinticinco alfileres y des-
lumhrando con el brillo de las alhajas. Al encontrar ocupado
su sitio, doña Ana se detuvo sorprendida; pero rehaciéndose
en breve, dijo, á doña María:
—Señora, este sitio me pertenece desde que Trujillo es Tru-
jillo, y espero que tendrá á bien irse con su alfombrilla á otro
lugar.
—¿Me lo ruega usted ó me lo manda ?— contestó con tono
de fisga la andaluza.— Si me lo ruega, le daré gusto; pero si
me lo manda, nones y nones, que en la casa de Dios no hay
sitio comprado.
—Probablemente olvida usted con quién habla. Guarde respe-
tos, y sepa que está hablando con la esposa del maese de campo
don Diego de Mora y con la maríscala de Alvarado.
La sevillana las midió con la mirada de abajo para arriba y
luego de arriba para abajo; y con la flema despreciativa y
desgaire insultador de una manóla del barrio de Triana, con-
testó:
—¡Valiente par de p...s!
Aquello fué ya cosa de taparse los oídos con algodón feni-
cado, para no oír las palabrotas que vomitaron las de Mora,
de Alvarado, de Barbarán y de Montúfar, olvidadas por completo
de la reverencia debida al lugar en que se hallaban. El concurso
se arremolinó y, dicho sea en verdad, mayor era el número de
los amigos y amigas de la andaluza. A la bulla acudió el cura
seguido del sacristán, y cuando se convenció de que le era
imposible aquietar los ánimos, gritó furioso:
— i Basta de escándalo y todo el mundo á la calle ! Esto no es
misa de gallo sino misa de gallinas.
Y el sacristán cerró la puerta de la iglesia, cuando se retiraron
los feligreses, quedándose la misa sin celebrar por carencia de
público.
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114 RICARDO PALMA
II
Durante ocho días fué Trujillo un hervidero de chismes,
y fastidiadas doña Ana y su compañera, emprendieron viaje
á Lima, dejando al cuidado de la casa y hacienda á Gaspar
de Escobar, pariente de Mora.
Indudablemente las damas noticiaron de lo ocurrido en No-
chebuena á sus maridos, que estaban en Andahuaylas en el
ejército de Gasea combatiendo á los de Gonzalo Pizarro, pues
á principios de Marzo aparecieron en Trujillo Diego Martín
y Juan el Viejo, soldados ambos de las tropas de Mora, con
carta de éste para Escobar, quien los aposentó en la casa.
Pocos días después, en la mañana del primer domingo de
Abril, los dos advenedizos penetraron en casa de la de Bar-
barán, la cortaron las trenzas y la hicieron un feroz chirlo
en la nariz, dejándosela como nariz de camello^ según hizo escri-
bir la víctima en la querella que interpuso ante la autoridad.
Los dos malsines, después de realizado el delito, se hicieron
humo, emprendiendo la fuga hasta reincorporarse en el ejér-
cito.
Gasea nombró con el carácter de juez pesquisidor al li-
cenciado Gómez Hernández, quien se trasladó á Trujillo, y
después de tomadas las primeras declaraciones expidió auto
de prisión contra don Diego de Mora. Hallábase éste todavía
en campaña cuando fué notificado, y contestó que mal podía
ir á la cárcel quien, como él, aparte de ser hidalgo de solar
conocido, era también el capitán más antiguo entre todos los
del reino, razones que pesaron en el ánimo del pesquisidor
para no insistir en lo de ponerlo entre rejas. jBuen peine de
escardar lana fué el tal don Diego! No hubo revolución en
la que no figurara entre los más comprometidos; pero siem-
pre, á la hora de apretar, decía: «Ya vuelvo» ó «Hasta aquí
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 115
llegaron las amistades», y desertaba para presentarse en el
campo realista. Fué un politiquero de sutilísimo olfato.
El proceso, que existe en el Archivo Nacional, y que he
hojeado y ojeado, consta de más de 800 folios, y duraría hasta
hoy día de la fecha si á Diego de Mora no se lo hubiera
llevado al otro mundo la Tinosa en 1556.
La pobre andaluza, después de ocho años de litigio, en el
que, según tasación de costas, gastó 610 pesos de oro y 6 to-
mines, ganó el apodo de la Nariz de camello^ mote con que ella
misma se bautizara en su primer recurso.
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¿QUIEN FUE GREGORIO LÓPEZ?
(Cuestión histórica)
En uno de los tomos de Manuscritos de la Biblioteca de
Lima, se encuentra un códice, (en el que, dicho sea de paso,
el trabajo del pendolista es sobresaliente) titulado Declari-
cíOx DEL Apocalipsis, por Gregorio López^ natural de la insigne
villa de Madrid. Aunque el autor del manuscrito revela gran
ilustración, empiezo por declararme incompetente para juzgar-
lo como teólogo, materia en que del todo al todo soy profano.
Dicen sus biógrafos, el padre Francisco Losa y el licen-
ciado Luis Muñoz, que el sie^rvo de Dios Gregorio López es-
cribió sobre Cosmografía, Historia, Medicina, Agricultura y otros
ramos del saber humano; y, aunque alguno de sus libros
pudiera hallarse á nuestro alcance, no son el sabio ni las
producciones de su ingenio los que hoy nos impulsan á bo-
rronai- cuartillas. Es el hombre quien despierta nuestra cu-
riosidad
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118 BICAKDO PALMA
¿QuiéiJ fué ese Gregorio López, colombroño del afamado ju-
rista comentador de las Partidas?
¿Fué, realmente, como muchos opinan, un hombre nacido
para ser monarca legítimo de España y de las Indias, y que
prefirió á tan humana grandeza la existencia del sabio y del
eremita, alcanzando á morir, en América, en olor de san-
tidad?
Tal es el tema que ponemos sobre el tapete de la discu-
sión, principiando por dar rapidísima idea del personaje.
Muñoz, en su libro impreso en Madrid en 1637, dice que
Gregorio López nació en la coronada villa del oso y el ma-
droño, en 1542: que fué bautizado en San Gil, parroquia del
Alcázar Real; que, en América, á nadie dijo jamás quiénes fue-
ron sus padres; que rehuía hablar de su linaje y familia; que,
en sus treinta y cuatro años de residencia en México, nimca
escribió cartas á sus deudos de España; y que, en la distin-
ción y cultura de sus modales, se revelaba el hombre de es-
clarecida alcurnia.— Mi patria es el cielo y mi padre es Dios—
fué la respuesta que diera en una ocasión, para satisfacer la
impertinente curiosidad de un magnate.
Sería de veinte años á lo sumo, dice el padre Losa, cuando
desembarcó en San Juan de Ulúa, y al llegar á Veracruz re-
partió de limosna entre los pobres todo su equipaje, estimán-
dose sólo la ropa blanca en ocho mil cuatrocientos reales.
Equipaje de principe para aquel siglo en que todo español,
exceptuando los que venían con cargo público, traía una mano
atrás y otra adelante. A Indias sólo se venía en pos de la
madre gallega.
Llegado á la capital de México estuvo, por pocos meses,
sirviendo como amanuense á dos escribanos, pues era hábil
calígrafo y poseía tres ó cuatro formas de letra. En breve,
separóse de los cartularios, y descalzo, sin sombrero, cubier-
to por un grosero sayo, anduvo peregrinando entre los chi-
chimecas. Al fin, á los veintiún años de edad, adoptó la vida
eremítica, en Santa Fe, distante dos leguas de México, donde
murió en 1596, á los cincuenta y cuatro años de edad.
Treinta años más tarde (1625) el rey don Felipe IV man-
dó á México, con el carácter de virrey, á don Rodrigo Pa-
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 119
clieco y Osorio, marqués de Cerralvo, recomendándole muy
mucho que recogiese y enviase á España las obras escritas por
el Venerable siervo de Dios Gregorio López, de cuya beati-
ficación y canonización se ocupó con empeño aquel monarca,
según lo testifican una carta que dirigió á Urbano VIII, otra
al marqués de Castel-Rodrigo, embajador de España en Ro-
ma, y otra al cardenal Barberino, deudo del Pontífice, docu-
mentos fechados en Mayo de 1636, y que á la vista tenemos.
Por supuesto que, en los dos libros Vida del Siervo de Dios,
(y que en la Biblioteca de Lima se encuentran), se ocupan
largamente los devotos biógrafos de las luchas que su héroe
sostuvo contra las tentaciones del demonio, de las visitas con
que los ángeles lo favorecieron, de su ascetismo y peniten-
cia, del cómo hizo la conversión de grandísimos pecadores,
de los infinitos milagros que practicó antes y después de su
muerte, y por fin aseguran que tuvo ciencia inftisa, lo que es
mucho asegurar.
Don Alonso de la Mata y Escobar, obispo de Tlascala; el
agustino don fray Gonzalo de Salazar, obispo de Yucatán; don
Juan Bohorques, obispo de Guajaca; don Juan Zapata y San-
doval, obispK) de Chiapa; don fray Domingo de Ulloa, obispo
de Michoacan; y fray Pedro de Agurto, obispo de Cebú, así
como el padre Rodrigo de Cabredo, superior de los jesuitas,
y otros varones eminentes contemporáneos de Gregorio López,
trasmitieron á Roma entusiastas informes sobre la austeridad
penitente, ejemplares virtudes, clarísima inteligencia y demás
prodigiosas dotes del candidato á santidad.
Ocupándose del manuscrito que sobre el Apocalipsis po-
seemos, dice el padre Francisco Losa que, por encargo del autor,
lo puso en manos del inquisidor Bonilla para que éste lo
cen&urase, y que después de consultarlo con muchas perso-
nas doctas, le acordó su beneplácito para que corriese libre-
mente. Entonces se sacaron copias, y el original fué llevado
á Filipinas de donde desapareció. Pero Gregorio López, que
conservaba el texto en la memoria, lo escribió nuevamente,
corriendo este manuscrito la misma suerte que el otro.
El virrey de México, y más tarde del Perú, don Luis de
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120 RICARDO PALMA
Salinas, lo hizo buscar para remitirlo á España; pero se ig-
nora sí consiguió ó no recobrarlo.
¿No podría el manuscrito que existe en Lima ser uno de
los primitivos?
En cuanto á im libro sobre medicina y propiedad curativa
de varias plantas indígenas, que compuso López, el virrey mar-
qués de Salinas trajo á Lima una copia, que es probable halle-
mos algún día entre los mamotretos del Archivo Nacional.
En Madrid existen otras, y en México se conserva el original,
escrito, según lo afirma Losa, en letra muy pequeña, muy legible,
muy hermosa^ muy igual, bien formada y llena de la tinta, que á la
primera vista parece ele molde.
El libro histórico Cronología hasta la época de Clemente VllJ,
quedó en poder del padre Losa, amigo y primer biógrafo de
Gregorio López, quien dice, en su elogio, que mucha gente
docta le pidió encarecidamente i)ermiso para sacar traslados.
Ignoramos si se conserva ó ha desaparecido este manuscrito.
Pasemos á otro orden de noticias piersonales sobre Grego-
rio López.
El general y literato Vicente Riva Palacio, en México á tra-
vés de loó siglos, dice:-— «Popularizada creencia fué que Grego-
>rio Lóp^z era el príncipe don Carlos, hijo de Felipe II, cuya
^historia es tan conocida. Refiere la tradición que el monarca
tespaíiol, queriendo deshacerse de su hijo, encargó la ejecu-
»c¡ón del asesinato á un. hombre que, condolido de la juven-
>tud y desgracia del príncipe, convino en salvarle la vida bajo
>la condición de que juraría solemnemente trasladarse á In-
edias, cambiar de nombre y no revelar á nadie su secreto. Ha
aprestado alimento á esta tradición, además de la vida mis-
«teiiosa llevada j>or Gregorio López en México, la circuns-
ttancia de que, en un retrato suyo, hizo poner esta divisa ó
Atina:— Sccretum meum mihL— No puede afirmarse que Grego-
>rio López fuera realmente el infante don Carlos; pero tam-
>poco, en medio del misterio que rodea la memoria de aquel
ipríncipe infortunado, puede asegurarse que no lo fuera. Si
>hay documentos que prueban que el hijo de Felipe II murió
>d(ísastrosamente en Madrid, también los reyes y sus favori-
»tos han sabido suponer documentos para ocultar crímenes.
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 121
>De Gregorio López se dice que nació en Madrid en 1524 y
>que llegó á México en 1562, fechas que, con leves diferen-
*c¡as, coinciden casi con la edad y desaparición del príncipe».
Incontrovertible verdad histórica, por ser la única en que
están conformes los. historiadores que de Felipe II y del in-
fante don Carlos se ocupan, es que el príncipe era un mu-
chacho sin seso y enemigo de leer é instruirse. A primera vis-
ta i>arecc este argumento de fuerza bastante para destruir la
populai' creencia mexicana de que el ignorante don Carlos
y el sabio Gregorio López fueron una sola personalidad; pero
si aceptamos que el Espíritu Santo ilumina á quien iluminar
le place, y que, en un guiñar de ojos, torna en pozo de sa-
biduría al más estúpido pelgar, bien pudo el hijo del rey Fe-
lipe adquirir ciencia infusa al pisar tierra de América.
A la vista tenemos un retrato de Felipe II, á la edad de
cuarenta años, y el de Gregorio López á la de cincuenta y
cuatro; y á fe que, entre el Demonio del Mediodía y el mis-
terioso personaje de México, hay rasgos fisonomónicos de fa-
milia. La objeción más sólida que se ocurre jxira combatir
la popular creencia, es que la desaparición ó muerte del prín-
cipe fué en 1568, y que ya desde 1562 Gregorio López habi-
baba México. Pero el pueblo, que toma apego á todo lo fan-
tástico y romancesco, no se da f>or vencido ante tal argumen-
to, y responde culi>ando á los biógrafos del siervo de Dios
de haber adelantado en seis años la llegada del i>ersonaje á
Veracruz. No es inverosímil una equivocación de fechas.
La investigación histórica no ha dicho aún su última pa-
labra sobre el hombre de la máscara de hierro de la isla Mar-
gnrita, ni sobre si Gabriel de Espinoza, el famoso pastelero
de Madrigal, fué un impostor ó fué realmente el mismísimo
rey don Sebastián. A semejanza de éstos, hay en la historia
abundancia de puntos obscuros é indescifrables.
Como mi amigo Riva Palacio, ni acepto ni rechazo la idea
de que en Gregorio López estuviera encarnada la persona-
lidad del principie don Carlos. Carezco de pruebas decisivas
para optar por uno ú otro extremo, y limitóme á proponer
la cuestión como tema curioso y digno de ser atendido por
los aficionados á estudios históricos.
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^:2(:>'^':^^^:^.2^:^^^.v^.m:^^^''^^:^^:>^)^^'2^>^^^^
EXCOMUNIÓN CONTRA EXCOMUNIÓN
De acuerdo con el ObispK) de Trujillo don Carlos Marcelo
Comí, el padre fray Dionisio de Oré, guardián de San Fran-
cisco, fray Juan de Zarate, prior de Santo Domingo, fray Lope
Cueto, superior de San Agustín, y el comendador de la Mer-
ced fray Juan Rodríguez, resolvieron sacar en procesión so-
lemne la imagen de san Valentín el día 14 de Febrero de
1627, para que no se repitíese el terremoto que en igual día
del añ(» anterior aterrorizó al vecindario.
Conviene saber que el ilustrísimo señor Corni fué el i>ri-
mer peruano que obtuvo mitra en nuestra patria, lo que dis-
gustó mucho á los sacerdotes españoles que se creían con igual
ó mayor mérito para obispar. Excepto el padre Oré (que era
de Guamanga y que, corriendo los años, alcanzó también obis-
pwtdo) los otros tres jefes de comunidad eran i>eninsulares.
El M de Febrero, á las cuatro de la tarde, después de
pomposo sermón que predicó en la Catedral el padre Zarate,
salió la procesión con asistencia del Cabildo y con gran con-
curso aristocrático y popular. A media cuadra de camino se
fijó el Obispo en que las comunidades iban mezcladas, y dete-
niendo la marcha envió á su secretario presbítero don Andrés
Tello de Cabrera para que dijese á los sui>eriores de las cua-
tro comunidades que colocaran á sus frailes procesionater^ esto
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 123
es, eu orden de procesión. Los prelados dieron por respuesta
que iban bien como iban, y sulfurándose su ilustrísima, les
hizo decir que si no obedecían su mandato los excomulgaría.
Los amenazados ordenaron á sus frailes que continuasen en la
procesión, pero los cuatro la abandonaron y se fueron á su
respectivo convento.
Ante tamaño desacato murmuró el Obispo:— Si san Dunstán
sujetó al diablo cogiéndolo pwr la nariz, yo sujetaré á estos
bellacos cogiéndolos pwr el cerviguillo. Siga su curso la pro-
cesión.
Al siguiente día, á la hora en que iba á principiarse en la
iglesia de los dominicos una solemne misa cantada en honor
de San Valentín, misa para la cual estaba invitada mucha
gente de copete, se presentó el bachiller Juan de Mori quien,
con vozarrón estupendo, dio lectura á un papel que así decía:
— «Téngase jx)r excomulgados á los reverendos padres fray
>Juan de Zarate, fray Dionisio de Oré, fray Lopie Cueto y fray
>Juan Rodríguez, por estar así declarados, en auto de ayer,
»por su ilustrísima el sefLor ObispK), quedando suspensos de
tcelebrar, confesar y predicar en este obispado. Y para que
»venga en conocimiento de todos el mandato de su ilustrísima,
>y so la misma pena de excomunión mayor ipso facto ineurrenda^
•póngase en tablilla en la puerta de la Santa Iglesia Catedral».
Y volviéndose al concurso, gritó el bachiller Juan de Mori:
—Hermanos míos, á su casa, prontito, todo el que no quiera
excomulgarse.
Y la iglesia quedó escueta. A la sazón las campanas de
la Catedral tocaban los fatídicos dobles, cuyo sonido abre de
par en par las puertas del infierno á los excomulgados.
Por su parte los cuatro prelados excomulgaron también al
Obispo, fundándose en que su ilustrísima no había tenido de-
recho para entrar en el monasterio de las clarisas, sin previa
licencia del guardián de San Francisco bajo cuya jurisdicción
estaban esas monjas. Sólo que en esta excomunión no do-
blaron las campanas, porque el Corregidor de la ciudad, que
era amigo íntimo del señor Corni, había cuidado de dejarlas
sin badajo. Esto quitó solemnidad é importancia al acto, y
el. vecindario siguió recibiendo devotamente las bendiciones del
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124 KICARDO PALMA
ObispK) y besándole el pastoral anillo. Excomunión sin clamo-
reo de campanas era excomunión boba.
El proceso (que es abultado, y que se encuentra entre los
manuscritos de la Biblioteca de Lima) terminó dos años des-
pués en 1629, con el fallecimiento del Obispo. El Arzobispo
y la Audiencia, procediendo discretamente, echaron tierra so-
bre él.
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'2 ¿ :K-:^'í^^^^2£>^^t^^Sí^2^
GETHSEMANI
En el álbum de la señora Laura de Santa Cruz.
Ha querido usted, señora mía,* un autógrafo de este viejo
emborrouador de papel, y mal puede negarse á complacerla
quien, como yo, blasona de cortés, amén de confesarse hon-
rado coii la amable petición. Pide usted, con la cultura de
forma que á cumplida dama cabe, y ya estoy hecho un azu-
carillo por rendir homenaje á su deseo.
Pero ¿ha de ser precisamente, una tradición lo que usted
exige que escriba en las páginas de su aristocrático álbum?
Eso ya tiene bemoles, y aunque estoy decidido á obedecerla,
no lo haré sin referirla antes un chascarrillo de mis mpce-
dades.
Dios me hizo feo (y no lo digo por alabarme), y fué el caso
que zumbando yo más qpie un tábano al oído de una joven,
á la que cantaba el credo cimarrón que cantan los enamora-
dos, encontró la mamá, que nunca me tuvo por ángel de su
coro, la manera de ahuyentarme, y fué ella pedirme que le
obsequiase mi tarjeta fotográfica.— j Oh! señora, la dije, ¿para
qué quiere usted el retrato de un mozo feo y desgarbado como
3'oV— Por eso mismo, por lo feo, me contestó. Me hace falta
para asustar á mis nietecitos que son unos diablos de travie-
sos.-Ya adivinará usted que me entraron súbitos escalofríos,
al considerar que esa señora no era todavía para mí más que
proyecto de suegra... i y ya suegreaba! ¡Qué porvenir tan rico
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126 RICARDO PALMA
y delicioso me sonreía si, por malos de mis pecados, que son
pocos pero gordos, el proyecto hubiera pasado á la categoría
de ley!
Como no la creo á usted capaz de abrigar burlesco pro-
pósilo con su exigencia, y como dicen que la gracia del barbe-
ro está en sacar patilla de donde no hay j>elo, vamos á ver
si consigo dar saborcito tradicional y que al paladar de usted
sea gustoso, á un cuento que oí contar á mi abuela que esté
en gloria, que sí estará, porque fué más buena que el i>an
cuando es de buen trigo y buena masa.
José Maní era un indio de Huacho, propietario, en la ju-
risdicción de Lauriama, de tres hectáreas de terreno conocidas
con el nombre de Huerto de José Maní.
Al dicho propietario le estorbaba lo negro de la tintaj es
decir que, en materia de saber leer, no conocía ni la O por
redonda ni la I por larga; pero ello no obstó para que, ven-
diendo naranjas, chirimoyas y aguacates, adquiriese un decente
caudalito y, con él, prestigio bastante para elevarse á la al-
tura de regidor en el Cabildo de su pueblo.
En la cuaresma de 1795, los vecinos contrataron á un do-
minico del convento de Lima para que se encargase de predi-
car en Huacho el sermón de las Tres horas^ al que dio origen
en Lima el jesuíta limeño Alonso Mesía y que, poco á poco,
y por mandato pontificio, se ha generalizado en el orbe ca-
tólico.
El Viernes Santo no cabía ya ni un alfiler de punta en
la iglesia parroquial, tanto era el concurso, no sólo de los
fieles residentes en el pueblo sino de los venidos de cinco le-
guas á la redonda. Por supiuesto que José Maní, en traje de
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 127
gala, esto es, con capa española que le hacía sudar á chorros
por lo recio de la estación veraniega, se repantigaba en uno
de los cómodos sillones destinados á los* cabildantes.
El predicador, que era un pozo de sabiduría, después de
un exordio en que afirmó, bajo la honrada palabra de fe de no
recuerdo qué autores, que las suras del Koran son seis mil seis-
cientas sesenta y seis, y que las palabras de Cristo Eli^ Eli,
lamma sabachtani f>erteneoen á la lengua maya, y no al idioma
hebreo, ni al asirlo, ni al sánscrito, ni al caldeo, entró de lleno
en el tuétano de la Pasión.
Cada vez que el orador hablaba del huerto de Gethsemaní,
las müadas del concurso se volvían hacia el cabildante José
Maní, que se pwnía muy orondo al informarse del importante
papel que su huerto desempeñaba en la vida de Cristo. ¡Qué
honra para Huacho y para los huachanos!
Eso de que el predicador llamase al huerto Gethsemaní, y
no Josemaní, lo atribuyeron los huachanos á lapsus Ungum muy
disculpable en un fraile forastero. En toda pila falta alguna
vez el agua, y hasta los académicos somos propensos á pro-
nunciar disparatadamente, no diré si por distracción ó por ig-
norancia. Siquiera cuando, en letra de molde, aparece Inlación
(con h) en vez de ilación, 6 halija del correo, en lugar de valija,
tenemos el socorrido recurso de echarle la culpa al cajista,
especie de cordero pascual que carga con muchos pecados de los
Uleratos.
Pero cuando el dominico dijo que fué en el huerto de
Gelhsemanf donde los sayones judíos se apoderaron de la per-
sona del Maestro, los ojos todos se volvieron á mirar al ensi-
mismado huachano, como reconviniéndolo F>or su cobardía y
vileza en haber consentido que, en su casa, en terreno de
su propiedad, se cometiese tamaña felonía con un huésped. ¡Y
qué huésped, Dios de Israel I
Hasta el alcalde del Cabildo no pudo dominar su indigna-
ción, y volviéndose hacia José Maní le dijo en voz baja:
—Defiéndase, compañero, si no quiere que, cuando salga-
mos, lo mate el pueblo á pedradas.
Entonces José Maní, poniéndose en pie, interrumpió al pre-
dicador, diciendo:
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128 RICARDO PALMA
—Oiga usted, padre. No me meta á mí en esa danza, que
yo uo he conocido á Jesucristo ni nunca le vendí fruta; y pido
que haga usted constar que, si se metió en mi huerto, lo hizo
porque le dio la gana y sin licencia mía, y que yo no tuve arte
ni parte en que lo llevaran á la cárcel, y
¡ Aleluya ! j Aleluya !
Cada cual está á la . suya.
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PRUDENCIA EPISCOPAL
Conlómc mi queridísimo é inolvidable amigo Lavalle, para
que hoy lo cuente yo á ustedes que, allá pwr los años de 1814,
una monja del monasterio del Carmen se e.sai¡>ó cierta no-
che para ir al teatro á gozar de la ópera italiana, representa-
ción que por primera vez se efectuaba en Lima. Realizó su
escapatoria aprovechándose de que estaba en limpia el ace-
quión ó brazo de río que provee al convento; y cubierta la
cabeza con pañolón lambayecano oyó, desde un oculto de pla-
tea, cantar á Carolina Griffoni el Barbero de Sevilla del maes-
tro Paisiello, que Rossini no había aún escrito la ópera del
mismo título, con la que ha inmortalizado su nombre.
Con ánimo entre regocijado y receloso regresaba la (Ulettan'
te, después de las diez de la noche, en medio del chipichipi ó
garúa característico del invierno limeño, cuando al llegar á la
Acequia de Islas se encontró con que los torneros habían soltado
el agua, lo que para la monja melómana imposibilitaba la
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130 RICARDO PALMA
entrada al claustro por el mismo camino que, tres horas antes,
utilizara para la salida.
En tribulación tamaña no le quedó á la desdichada otro
recurso que el de dar aldabonazos á la puerta de la casa ar-
zobispal, hasta que alarmado su ilustrísima que, en esos mo-
mentos, concluida la colación chocolatesca, iba á acostarse en
el lecho, mandó abrir y que entrase la impwrtuna.
Después de revelarle ésta su cuita y de escuchar humil-
demente la merecida reprimenda, el sagaz arzobispo Las He-
ras la hizo vestir la sotana, manteo y birretillo de su secre-
tario, encaminándose al Cai*men con el improvisado familiar.
Llegados al monasterio dejó á éste en la puerta y, pene-
ti'ando sólo en la portería, ordenó á la portera previniese á
la comunidad que, bajo pena de excomunión ipso facto incurren-
düy prohibía á las monjas asomar las narices fuera de la cel-
da, hasta que él tocara la campana convocando á coro.
—¿Qué habrá? ¿qué será ello? se decían entre sí las mon-
jitas, viéndose en el caso de la colegiala á quien preguntó el
examinador si huevo era masculino ó femenino.— Eso, contes-
tó la chica, será según y conforme, y no se puede saber hasta
que del huevo salga pollito ó pwUila. Si sale pollito será mas-
culino el huevo, y si sale pollita será femenino.
Alejada la hermana j>ortera para cumplimentar el manda-
to, dio su ilustrísima entrada al fingido familiar, quien, ya
en su celda, cambió rápidamente de vestido.
Cuando quince minutos más tarde se congregaron las mon-
jas, el señor Las Heras dijo á la superiora:
— Madre abadesa, contad vuestras ovejas.
— Están completas, ilustrísimo señor. Veinte monjas y tres
de velo blanco, contestó aquella después de pasar revista al
rebaño.
—Bendigamos á Dios, hijas mías, porque ha resultado ca-
lumnioso un aviso anónimo que recibí ayer.
Y con voz arrogante entonó el Te Deum laudamus^ acompa-
ñándolo las monjas, que nunca supieron la verdad sobre lo
que motivara la visita del arzobisp» en hora tan intempestiva.
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DICHARACHO DE UN VIRREY
Recelando el virrey Amat que, por hallarse España en apres-
tos de guerra contra Inglaterra, alguna poderosa flota de la
última intentase hacerse dueña del Callao y de Lima, proce-
dió á organizar en la bendita ciudad de Santa Rosa varias
compañías de milicias cívicas, cuyos jefes, oficiales y solda-
dos fuesen todos nacidos en la península y contasen á la vez
con recursos que, sin gasto para el real tesoro, les permitie-
sen atender á su manutención y equipo. Por lo pronto, esta-
ban obligados á concurrir dos ó tres veces por semana á ejer-
cicios militares, y á lucir unifonne de parada en las fiestas
oficiales á que el virrey asistiera.
Llegó el grandioso día de jurar bandera y pasar la primera
revista á las compañías, las cuales se exhibieron en el orden
siguiente :
Primera compañía, compuesta de castellanos y extremeños:
140 plazas.
Segunda compañía, formada por navarros y aragoneses: 128
hombres.
Tercera compañía, andaluces: 144 soldados.
Cuarta compañía, vizcaínos: 130 plazas.
Quinta compañía, asturianos: 118 hombres.
Sexta compañía, gallegos: 126 soldados.
Séptima compañía, catalanes: 121 hombres.
Octava compañía, formada por canarios, mallorquines, va-
lencianos y de otras provincias del reino: 147 plazas.
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132 RICARDO PALMA
El virrey, acompañado de la Real Audiencia, Cabildo y al-
tos empleados, presenciaba el desfile desde la galería de Pa-
lacio. El pueblo, en la Plaza Mayor, palmoteaba y vivaba á
cada compañía cuando su abanderado saludaba al represen-
tante de la corona.
Como el virrey era catalán, acaso por lisonjearlo, fué más
.estrepitoso el aplauso de la muchedumbre á la compañía ca-
talana y á su capitán, que era nada menos que don Antonio
de Amat, sobrino de su excelencia.
Un caballero andaluz que en la galería formaba parte de
la comitiva palaciega, dijo á otro andaluz su vecino, no en
voz tan baja que no alcanzase á oir sus palabras el virrey:
—Para insolencia y p ; Cataluña.
El catalanismo del excelentísimo señor don Manuel de Amat
y Juniet se sintió como picado de víbora, y sin volverse hacia
el impertinente comentador, contestó:
— Para fachenda, holganza y truhanería, Andalucía.
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EL CORPUS TRISTE DE 1812
I
El 29 de Enero de 1810 se alzó en la ciudad de La Paz
ignominioso cadalso, en el que fueron sacrificados don Pedro
Domingo Murillo y ocho de sus amigos, por el crimen de haber
enarbolado la enseña revolucionaria contra el gobierno de la
metrópoli. Las últimas, pero proféticas palabras del tan va-
leroso como infortunado caudillo, fueron:— Compatriotas, la ho-
guera que he encendido no la apagarán ya los españoles...
¡Viva la libertad!
En efecto, lejos de que el espectáculo del cadalso atlerrori-
zara al pueblo, volviéndolo manso para seguir tascando el freno,
la idea revolucionaria se propagaba como un incendio, y el
14 de Septiembre el pueblo de Cochabamba proclamó los mis-
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134
RICARDO PALMA
mos principios por los que rindiera la existencia el mártir
Murillo. Unidos los de Cochabamba á la división argentina que
comandaban Castelli y Balcárcel, alcanzaron en Aroma una im-
portante victoria.
El virrey del Perú encomendó entonces al arequipeño don
José Manuel de Goyeneche la pacificación del territorio suble-
vado; y el brigadier de los reales ejércitos, después de derrotar
á los patriotas en la recia batalla de Guaqui, se dirigió sobre
Cochachamba, donde nuevamente fueron vencidos los insur-
gentes en la sangrienta acción de Viluma, quedando la ciu-
dad á merced del vencedor, quien no anduvo parco en castigos
y estorsiones.
Creyendo Goyeneche aniquilado para siempre en los cocha-
bambinos el espíritu de rebelión, se encaminó con su ejército
á Chuquisaca y Potosí, para batir á los guerrilleros argenti-
nos; pero Cochabamba se insurreccionó nuevamente, y después
de prisionera y desarmada la guarnición realista, fué aclamado
y reconocido en el carácter de gobernador don Mariano An-
tesana, criollo acaudalado y de gran prestigio en el pueblo
por su ilustración y por lo enérgico de su carácter.
Goyeneche se vio forzado á desistir de la campaña iniciada
sobre los rebeldes del Río de la Plata, y volvió sobre Cocha-
bamba alentando á su ejército con una proclama, en la que
decía á sus soldados que los declaraba dueños de vida y ha-
cienda de los insurgentes, recomendándoles sólo que resp|e-
tasen las iglesias y á los sacerdotes.
Aunque Antesana estaba convencido de la total insuficien-
cia de elementos bélicos para resistir, con probabilidades de
éxito, á las bien disciplinadas y engreídas tropas del brigadier
arequipeño, y opinaba por una retirada hasta reunirse con fuer-
zas argentinas, tuvo que inclinarse ante el entusiasmo del pue-
blo, decidido á esperar á los españoles en posiciones que es-
timaban ventajosas á pocas millas de la ciudad. Las mujeres
eran las más exaltadas, y excedió de doscientas el número de
las que, armadas con fusiles, lanzas ó machetes, se enrolaron
entre los combatientes. Y que en el momento decisivo no sir-
vieron de estorbo^ sino que se batieron como leonas, lo com-
prueban los quince cadáveres de cochabambinas que el 27 de
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 135
Mayo de 1812 quedaron en las alturas de San Sebastián. En
aquel feroz combate, el flamante Conde de Guaqui, sable en
mano y á la cabeza de su escolta, espoleaba el caballo so-
bre los fugitivos, gritando : — ¡ Que no quede vivo uno sólo
de esta canalla!— Y en efecto, no se tomó un solo prisionero,
y la soldadesca se entregó salvajemente al repase de heridos.
II
Ocupada ese mismo día la ciudad por los vencedores, el
desenfreno de éstos no tuvo límites. El saqueo, la matanza, la
violación y el incendio dominaron en Cochabamba hasta la
media noche del aciago 27 de Mayo.
Goyeneche, que blasonaba de católico fervoroso, pues men-
sualmente confesaba y comulgaba, no quiso que el Jueves 28
de Mayo dejase de salir la procesión del Corpusy y dictó las ór-
denes del caso, á la vez que piquetes de tropa registraban
las casas, i>ara apresar á los vecinos principales denunciados
como simpatizadores con la revolución vencida ó que, después
de la derrota, se habían refugiado en su hogar.
El brigadier, acompañado de su Estado Mayor, en traje de
parada y llevando en la mano el guión, concurrió á la fiesta
que los cochabambinos bautizaron con el nombre del Corpus
Triste, En el cortejo oficial iban diez ó doce de los notables de
la ciudad, de esos que hoy llamamos oportunistas^ y que se ex-
hibieron, más que por devoción, por miedo á Goyeneche. En
cuanto al concurso popular , fué muy pequeño ; pero en
cambio, formaron más de cuatro mil soldados. El Conde de
Guaqui, con aire humilde y contrito, se arrodillaba y rezaba
delante de los altares precipitadamente levantados en el tra-
yecto que recorrió la procesión.
De cinco en cinco minutos, y á guisa de petardos, se oía
una detonación de armas de fuego. En homenaje al Corpus Triste
había dispuesto Goyeneche que, con pequeño intervalo de tiem-
po, se fusilase en el cuartel de la Compañía á los patriotas
apresados en la ciudad. Treinta fueron las nobles víctimas.
A la una del día terminó la procesión, y hallábase Goye-
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13G RICARDO PALMA
neche en el salón de la casa, agasajando con refrescos á los de
la comitiva, cuando se presentó un oficial llevando á don Ma-
riano Antesana, vestido con el hábito de descalzo franciscano,
pues lo habían sacado del convento de la Recoleta donde los
frailes creyeron conveniente disfrazarlo, precaución que no lo
salvó de un picaro denunciante.
Viva satisfacción brilló en los ojos del Conde, y avanzando
hacia el prisionero, le dijo:
— jAh, señor Antesana! Me alegro de verlo. No esperaba
semejante visita, que por cierto no me la hace usted de buena
gana. Vendrá usted, arrepentido de su traición al rey nuestro
señor, á i>edir gracia...
Antesana no lo dejó continuar, interrumpiéndolo con estas
palabras, según lo relata el autor de las Memorias del último
soldado de la Independencia.
—No, señor general: no soy hombre de cometer una indigni-
dad cobarde. Estoy pronto á comparecer ante Dios. ¡Viva la
patria !
La ira enrojeció el rostro de Goyeneche, y alzó la mano cris-
pada como en actitud de embestir al noble prisionero; mas, re-
portándose en breve, volvió la espalda y dijo al oficial:
— Fusílelo usted dentro de una hora, y que se confiese si
quiere.
Pisaban ya el umbral de la puerta Antesana y su acompañan-
te, cuando el Conde, como recordando algo que había olvidado,
gritó :
— ¡Ah! ¡señor oficial! Que no le tiren á la cabeza... la necesito
intacta para clavarla en la plaza.
A las tres de la tarde sentaron á Antesana en im poyo de
adobes, en la acera del oriente de la plaza. Su aspecto era
sereno.
Cuatro soldados, á tres varas de distancia, dispararon sus
fusiles sobre el pecho del gran patriota.
Su cabeza, clavada en ima pica custodiada por un • piquete
de tropa, permaneció tres días en la plaza de Cochabamba.
Así festejó don José Manuel de Goyeneche, primer Conde
de Guaqui, el Corpus Chrísti de 1812.
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^^^:^^:>^2^.2í2^:^^^^^^:2é:2^^
ASUNTO CONCLUIDO
El 2S de Septiembre de 1814 alzóse en la ciudad de La Paz
un poste, colgado del cual se balanceaba un cadáver sobre
cuya frente, y á guisa de Inri, habían puesto un cartel con estas
palabras: Asunto concluido.
Y pues, á la corta ó á la larga, no hay tapada que no se
destape, satisfagamos la curiosidad del lector, si bien confieso
que, en esta tradición, me he embarcado con poca galleta. ¡Y
digan, que de Dios dijeron!
Don Gregorio de Hoyos, natural de la Habana, marqués
de Valdehoyos y brigadier de los reales ejércitos, fué enviado
á Lima desde la madrileña Corte, allá por los años de 1812,
con recomendación al virrey Abascal para que utilizase sus
servicios. Nombrólo su excelencia Gobernador, Intendente y
Comandante general de la provincia de La Paz, y en 4 de Junio
de 1813 tomó posesión del cargo.
Era el marqués de Valdehoyos hombre de muchos méritos
y virtudes, y del todo al todo ajeno á vicios. Ni siquiera tenía
los instintos de Cortés y Pizarro, en lo de dedicarse á la con-
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138 RICARDO PALMA
quista de indias, pues su señoría hacía ascos á todo faldellín
en cuerpo de buena moza.
Con él habría perdido lastimosamente su tiempo aquel cria-
do de hotel que decía á cada huési>ed:--Si se le ofrece algo
á media noche, llámeme con un solo golpe de timbre; pero si
necesita á la camarera, que es muchacha preciosa y amiga de
hacer favores, empleará dos golpes de timbre; y si le urgiere
hablar con la mujer del patrón, que es bastante guapa,^ toque
tres veces el timbre.
El señor Gobernador era de los que dicen que la mujer,
en aritmética, es un multiplicador que no hace operaciones
con un quebrado; en álgebra, la X de una ecuación; en geo-
metría un poliedro de muchas caras; en botánica, flor bella
y de grato aroma, pero de jugo venenoso; en zoología, bípedo
lindo, pero indomesticable; en literatura, valiente paradoja de
poetas chirles; en náutica, abismo que asusta y atrae; en me-
dicina, pildora dorada y de sabor amargo; en ciencia admi-
nistrativa, un banco hipotecario de la razón y el acierto, y...
asunto concluido, frase que era obligada muletilla en boca del
marqués, y con la que ponía punto, remate y contera á toda
conversación.
La verdad es que, en cuestión de amorosos trapicheos, nun-
ca dio su señoría un cuarto al pregonero; pues, con cerca de
medio siglo á cuestas, no fué de aquellos mancarrones con
más mañas y marraquetas que muía de alquiler, por los que
se ha escrito:
que son como los membrillos,
mientras más viejos más amarillos.
— ¿Qué parentesco tiene el toro con la vaca?— preguntaba
un niño.
—El de marido— contestó la mamá.
—¿Y el buey?
—Será el de tío.
El de Valdehoyos estaba, pues, matriculado ante la opinión
pública en la categoría de tío.
Dicho está con lo apuntado que las simpatías del bello sexo
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 139
paceño no acompañaban á la superior autoridad, y menos las
de los barbudos, i>ara con los que desplegaba su señoría no poca
aspereza de carácter. Era el marqués todo lo que se conoce
por hombre de la cascara amarga. Rectos ó torcidos, sus man-
datos habían de obedecerse, sin que por Dios ni por sus santos
amainara en terquedad, por mucho que se le probase que al-
gunas de sus disposiciones redundaban en deservicio del rey
ó desprestigio del gobierno, y que eran violatorias de la libe-
ral Constitución promulgada en Cádiz por las Cortes del año 12.
Para el de Valdehoyos no había más credo político que— quien
manda, manda, y cartuchera al cañón— que es el credo de los
déspotas, y ponía término á toda discusión diciendo muy exal-
tado:
— Yo soy aquí el rey, yo soy la Constitución, yo soy todo
V... asunto concluido.
II
En Julio de 1814 empezó á circular el runrún de que el
brigadier Asunto concluido, apodo con que en todo el Sur del
Perú era conocido don Gregorio, estaba designado i>or el vi-
rrey para reemplazar al brigadier Pomacahua en la presidencia
de la real Audiencia del Cuzco. Llegada la noticia á la ciudad
incásica, la irritación popular no tuvo límites; y el 2 de Agosto
se desbordó el torrente, y estalló la gorda con la famosa rebel-
día encabezada por Pomacahua. Como sabe todo el que algo
ha leído sobre historia americana, en un tumbo de dado estuvo el
triunfo de la buena causa y el que la Independencia del Perú
hubiera sido desde entonces un hecho.
La revolución se extendió también, como aceite en pañi-
zuelo, por el Alto Perú, poniéndose á la cabeza de la indiada
el famoso cura Muñecas, quien abandonando á su suegra, mote
que algunos clérigos dan al breviario, se armó de sable, canana
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140 RICARDO PALMA
y trabuco, y el 24 de Septiembre emprendió el ataque de La
Paz.
El marqués de Valdehoyos, con la pequeña guarnición es-
pañola de que disponía, resistió hasta donde humanamente le
fué posible; pero arrollado por el número, tuvo al fin que ren-
dirse.
Cuatro días después, el 28, los indios, que desde la hora
del triunfo se habían entregado á la bebendurria^ incendiaron
el cuartel, mataron al Gobernador-Intendente y á más de cua-
renta prisioneros, y... asunto concluido.
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Ty:- M^:': r^?^::. :■.:<•:> r^;^ ;-. :- ■:'v::-;:v;'^:>^2í2^v^:^>2^'2^.^.-2í2:-^:''-:^. >.-:^:' -. v:ivi;5<2é^. :::;>:•;>.
UNA MODA QUE NO CUNDIÓ
Los matrimonios aristocráticos ó de personas acaudaladas
se celebraban en Lima con muchísimo boato, allá en los tiem-
pos del rey. Otro tanto pasaba con los bautizos.
En el oratorio de la casa de la novia se adornaba el altar
con profusión de flores y de luces, y á las ocho en punto de la
noche efectuaba la nupcial ceremonia un canónigo de la Cate-
dral, el prior de alguna de las comunidades, ó el capellán
de la familia, cuando no era cleriguillo de misa y olla, salvo
las rarísimas ocasiones en que el arzobispo santificaba la unión.
Sabido es que las personas de copete compraban el derecho
de oir misa en casa y de mantener capellán rentado, amén de
otros privilegios como los que tuvo el marqués de la Bula, y
que han servido de tema para una de nuestras tradiciones
precedentes.
A la ceremonia religiosa seguía, no un saragüete, propio de
gente de poco más ó menos, sino un espléndido sarao que ter-
minaba después de las doce de la noche. Por esos tiempos no
se estilaba que los novios desapareciesen, como por escotillón,
para ir á dar el primer mordisco al pan de la boda en una
pintoresca casa de campo ó en uno de los elegantes balnea-
rios vecinos á la ciudad. A lo sumo, después de despedidos
los convidados, los cónyuges se hacían conducir en calesa á
la casa en que iban á establecer el nuevo hogar.
En los antiguos libros parroquiales abundan las partidas
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142 KICARDO PALMA
de matrimonio en que el cura declara que sirvieron de testi-
gos fulano y zutana, y que los padrinos de los contrayentes
fueron san José y la Virgen. Tal era la fórmula de todo ma-
trimonio entre pobres de solemnidad, hasta que el señor Be-
navente, primer arzobispo republicano, la declaró abolida. Ese
compromiso menos tienen ahora san José y la Virgen.
Doña Angela Zeballos, esposa del virrey Pezuela, se propuso
singularizarse rompiendo de golpee y zumbido con la secular
manera de hacer los matrimonios. Por lo menos había resuelto
que sus hijas, si casaban en Lima, lo hiciesen diferenciándose
de su*^ paisanas.
En 1817, derrotado por los patriotas de Chacabuco, regresó
el brigadier Osorio, y para consolarse del agravio que Marte
le infiriera negándole laureles en el campo de batalla, sje pro-
puso cosechar mirtos en los dominios de Venus y de Himeneo.
Ya era tiempo, pues su señoría el general frisaba en las cuarenta
y siete navidades.
El 14 de Agosto de 1817 circuló entre la aristocracia limeña
una esquela que á la vista tengo y la cual, copiada (id 'pedem
litercr, dice:
Con El. Brigadier don Mariano Osorio, se casa dona Joaqui-
na DE LA PeZÜELA y ZeBALLOS. LoS PADRES DE ÉSTA SE LO COMUNICAX
A USTED^ esperando LOS ACOMPAÑE EN SU SATISFACCIÓN.
Nada de particular ofrecería la esquela si no la hubiese
comentado don Manuel Joaquín de Cobos, regidor del Cabildo
de Lima, encargado de la policía de la ciudad, personaje á
quien estuvo dirigido el ejemplar que conozco.
Esc don Manuel Joaquín de Cobos fué autoridad muy popu-
lar, y poseo una acuarela de Pancho Fierro que lo representa
en traje de cabildante, con sombrero de tres candiles, bastón
con borlas y espadín. Su señoría era gran devoto de las musas,
y conozco de él un romance titulado Mi testamento, en el cual
dice que és:
hijo de un macho y de una hembra,
de cristiano matrimonio,
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 143
porque en mi tierra, á Dios gracias,
no se la pone el demonio.
Pasaba don Manuel Joaquín por derrochador de agudezas
de ingenio^ y cuentan que en 1815 casi anduvo á estocadas con
el conde de Casa Dávalos, porque habiéndole llegado de Es-
paña á un hermano suyo, que era todo un bobo de Coria, la
cruz de Carlos III, le dijo á aquél el señor Cobos en plena
tertulia de cabildantes:
—Felicite usted de mi parte á su hermanito por la seme-
janza que con Nuestro Señor Jesucristo le ha dado el rey
nuestro señor.
—No sé— contestó el conde, que era hombre de malas pul-
gas,—en qué pueda parecerse mi hermano al divino Redentor.
—Hombre, en que á Jesucristo le dieron también una cruz...
y n(^ la merecía.
—Usted, señor regidor, usa por lengua una cuchilla— le con-
testó el condesito, volteando la espalda y enviándole después
á sus padrinos. Entiendo que la sangre no llegó al río.
Dice el comentador de la esquela que, como de costumbre,
se comió el 15 de Agosto en palacio á las cinco de la tarde;
que la familia se levantó de la mesa á las seis, trasladándose
al salón de ceremonia, donde damas y caballeros de lo más
empingorotado de la ciudad esperaban á los novios; que pa-
saron los asistentes á la capilla de palacio, en la que el íirzo-
bispo Las Heras bendijo la unión, funcionando como padrinos
los padres de la joven; que, terminada la ceremonia^ en vez
del sarao que el concurso se prometía, empezó clona Angela
á rezar en voz alta un rosario, con las obligadas oraciones
de apéndice, á todo lo que la sociedad hizo coro; que coucliado
el rezo, los recién casados y los padrinos subieron al cocho
de gala, encaminándose al teatro, en el cual se daba aquella
noche una famosa comedia de vuelos, la que terminó antes de
las once; y por fin, que regresados á palacio, se cenó en fa-
milia... y todo el mimdo á la cama.
Ya sp imaginará el lector que esta singular manera de hacer
una boda no cayó en gracia á la créme limeña, > (¡ue ello fué
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144 RICARDO PALMA
la comidilla de todas las conversaciones, en las que á doüa
Angela se la ponía como á hoja de perejil.
Tres meses después, en la Pascua de Diciembre, la viuda del
marqués de Mozobamba del Pozo casó á una de sus hijas,
habiendo repartido entre sus invitados la siguiente csquelita,
que parece un sinapismo cargado de cantárida aplicado a la
virreina.
La Marquesa de Mozobamba del Pozo convida a usted al
MATRIMONIO DE SU HIJA MERCEDES CON EL DoCTOR DON FaUSTINO DE
LA Cueva y Salazar, á las ocho de la noche del dIa 25, pre-
viniéndole QUE NO HABRÁ ROSARIO.
Bien dicen los que dicen que de pequeñas causas nacen
grandes efectos. Desde la noche del casamiento de su hija
Joaquina, empezó la impopularidad del virrey Pezuela, á la
que puso término el motín de Aznapuquio, que expulsó del
país al representante de la corona.
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EL GRAN PODER DE DIOS
Cuando era yo muchacho oí, como frase corriente entre
doncellas de malandanza, que, cuando querían deprimir el mérito
ó precio de una alhaja, exclamaban haciendo un mohín nada
mono:— iQuiá! Si este anillo se parece á los del Gran poder de
Dios.
Así me ocupé yo por entoncas en profundizar el concepto,
como me ocupo hogaño en averiguar de qué madera se fabrican
las tablas de logaritmos; pero, cuando menos lo pensaba, saltó
la liebre, 6 lo que es lo mismo, el origen de la antedicha
frase. Ahí va sin más perfiles.
A principios de 1818 fondeó en el Callao, con proceden-
cia de Cádiz, un bergantín con valioso cargamento de mercade-
rías peninsulares. Su capitán era don Pepe Rodríguez, gadi-
10
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14(» BIGARDO PALMA
taño, y los treinta tripulantes eran también andaluces. Hasta
el nombre del bergantín, armado con seis cañoncitos, era una
pura andaluzada, como que se llamaba... (agáchate, lector, quo
viene la bala fría)... se llamaba... (déjenme tomar resuello) se
llamaba ¡¡El Gran poder de Dios!!
Lo pasmoso para mí es que la autoridad marítima de Es-
paña, en esos tiempos de exagerado espíritu religioso, hubiera
consentido que se bautizara con tan altisonante nombre á bar-
quichuelo de menguado porte. Había mucho de irrisorio en
tal nombre aplicado á tan pobre nave.
Para mí, sólo el arca de Noé podía aspirar á merecer la rim-
bombancia del nombre; pues en un libro místico he leído que la
tal arquita medía setecientos ochenta y un mil trescientos se-
tenta pies castellanos, ni pulgada más ni pulgada menos, y
que podía cargar, con buena estiba se entiende, y libre de
vuelta d(i campana, cuarenta y dos mil cuatrocientas trece to-
neladas. {Valiente mentir el del autor que eso hiciera estampar
en letra de molde! Responda él, y no yo, de la exactitud de
la mensura..
Entre los pasajeros de la embarcación vino un comerciante
pacotillero, malagueño por más señas, conductor de una gran
caja que encerraba aretes y sortijas, las que, en vez de piedras
fínas, lucían cristal de Bohemia imitando el rubí, el zafiro y
el brillante.
El pacotillero era hombre simpático y de letra muy me-
nuda; y las alhajas, aunque hechizas, no carecían de forma ar-
tística. Poquito á poquito, y de casa en casa, fué el mercader
colocando la mercancía entre las mujeres del pueblo, en menos
de un mes y con una ganancia loca. Hasta las jóvenes de la
aristocracia, cuando vestían de trapillo para visitas de vecindad,
no desdeñaban lucir aretes de coral falsificado. En una j>ala-
bra, las alhajas y otras chucherías traídas por El Gran poder
de Dios se pusieron á la moda en Lima.
Con la bodega ya escueta, zarpó el bergantín en Mayo con
rumbo á Guayaquil, donde, como cargamento de retorno, debía
embarcar competente cantidad de sacos de cacao. Terminada
la operación, en la mañana del 20 de Junio dejó la ría de
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 147
Guayaquil, y el 21, á poco de haber perdido de vista la Puna,
fué abordado pwr el corsario chileno La Fortuna,
El Gran poder de Dios no estuvo á la altura fanfarrónica de
su nombre, pues se rindió sin oponer más resistencia que la
que opone una pulga á los dedos pulgares.
El Gran poder de Dios fué llevado como buena presa á Co-
quimbo ; y algunos meses después una braveza de mar lo arrojó
sobre la playa, probando así una vez más que los nombres alti-
sonantes son, con frecuencia, pura filfa y grandísima mente-
catería.
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¿CARA O SELLO?
En cierta noche del año 1824 hallábanse en un mezquino
cuarto de posada, en la ciudad de Huamachuco, en conversación
íntima, sazonada con sorbos á una taza de té y besos á una
copa de ron de Jamaica, dos caballeros que vestían uniforme
militar y que, por su fisonomía y acento, denunciaban de á
legua su nacionalidad europea. Eran los coroneles irlandeses
Arturo Sandes y Francisco O'Connor, ambos al servicio del
ejército colombiano.
O'Connor había llegado en la tai'de á la ciudad, y como
de larga data no veía á su camarada Sandes, ya supondrá el
lector que tendrían mucha tela para cortar, muchas confidencias
por hacerse y muchas añoranzas que compartir. Llevaban una
hora de expansiva charla, cuando á un discreto golpe en la
puerta, anunciador de visita, contestó O'Connor:— ¡Adelante!
El que venía á interrumpir el coloquio de los amigos era
nada menos que el general Antonio José de Sucre, cuya frente
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150 RICARDO PALMA
orlaban ya los laureles de Pichincha, y que en breve obtendría
también los de Ayacucho.
O'Connor llamó al asistente, y le ordenó que sirviese taza
de té y copita de ron al general.
Reanudóse la conversación, que fué toda sobre política y
planes militares de campaña, y á propósito de un expreso
que pocas horas más tarde debía salir del cuartel general con
pliegos para Quito, dijo Sucre:
—Aproveche usted de la oportunidad, coronel Sandes, si quie-
re enviar alguna carta. Yo sé que no le falta á quien escribir.
—No tengo urgencia— contestó lacónicamente el irlandés.
—Hablemos— continuó Sucre— con franqueza de soldados y
de caballeros. Sé que usted pretende, en Quito, á la hija del
marqués de Solanda. Yo también pretendo casarme con esa
señorita, y como nuestra sangre no se ha de derramar por
otra causa que pwr la libertad americana, me permito proponer
á usted que confiemos á la suerte nuestra pretensión. Tiremos
un peso al aire para ver quién gana la mano de la marquesita.
— Convenido, general— contestó Sandes con la genial flema
irlandesa.
— jEal O'Connor, saque usted un peso de su bolsillo— pro-
siguió Sucre,— elija usted, Sandes...
¿Cara ó sello?
—No, mi general: elija usted, como mi superior.
—Precisamente por eso no debo ser el primero en elegir.
No es asunto de servicio militar...
—Sino del servicio del dios Cupido— interrumpió O'Connor
—servicio en que la igualdad es absoluta, pues en levas de amor
no hay tallas. Déjense de cortesías, y acuérdenme el derecho
de elegir.
—¡Muy bien! ¡ Aceptado !— contestaron á una los rivales.
—Cara para el general y sello para mi paisano— dijo O'Con-
nor, y lanzó im peso fuerte hasta la altura del techo.
La suerte fué adversa para el coronel irlandés.
¡Ah! [Los Libertadores! ¡¡iLos Libertadores!!!
En los tiempos de la capa y la espada los líos amorosos
se desataban á cintarazos. Los Libertadores supieron, hasta en
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 151
eso, romper con el rancio pasado, y jugaban la posesión de la
dama á cara ó sello. Fueron muy hombres y... muy cundas.
*
Siendo ya Presidente de Bolivia, el general Sucre envió po-
der á Quito para su casamiento con la marquesa, ceremonia
que se efectuó el mismo día en que el novio era herido en
un brazo al sofocar un motín revolucionario contra su gobierno.
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MONTALVAN
Las haciendas de Montalván y Cwira, en el valle de Cañete,
y la de Ocucaje en la provincia de lea, formaban parte de la
cuantiosa fortuna del señor don Juan Fulgencio Apesteguía,
segundo marqués de Torre-hermosa.
El título de Castilla de marqués de Torre-hermosa fué con-
cedido á don Juan Fermín Apesteguía y I^bago, acaudalado ve-
cino do Lima, el 14 de Abril de 1753, libre perpetuamente
del pago de lanzas y medias-anatas, por el virrey conde de
Superunda, en virtud de las facultades acordadas á éste por
reales cédulas de 30 de Abril y 14 de Septiembre de 1747 y 19
de Julio de 1748. Fernando VI confirmó la concesión.
Por muerte de don Juan Fermín, recayó el título en su pri-
mogénito don Juan Fulgencio que era, en lo físico, un feo con
efe de fonda de chinos, y en lo moral un candido de los de som-
brero con cuña.— ¿Qué se vende en esta tienda?— Cabezas de
borrico, contestó amostazado el mercader.— Si la de usted es
la de muestra, no compro, y sigo mi camino.— El cuentecito
podría aplicársele al de Torre-hermosa. Pero como todo burro
sabe irse al buen pasto, nuestro don Fulgencio escogió para
esposa á la más linda muchacha de la aristocracia limeña.
Juanita Erze dio al bobalicón de su marido dos retoños
que, por la pinta, denunciaban de á legua que en lo de la
paternidad no huJbo trampa. Las dos chicas salieron más feas
y más tontas, si cabía, que el señor marqués.
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154 RICARDO PALMA
11
Llegó á Lima, por los años de 1779, el señor doctor don
Manuel Antonio de Arredondo y Pelegrín, natural del reino
de Asturias, con el carácter de Oidor de esta Real Audiencia
de Lima; de la cual llegó á ser Regente desde 1786 hasta 1816,
año en que se jubiló. En este lapso de tiempo fué hecho por
Su Majestad caballero de la Orden de Carlos III, camarista
del Consejo de Indias y marqpiés de San Juan NefK)muceno,
amén de que á la muerte del virrey inglés, acaecida en Marzo
de 1801, Arredondo, como presidente de la Real Audiencia,
gobernó el Perú hasta Noviembre del mismo año, en que llegó
el nuevo virrey Aviles. Dicen qpie, en esos ocho meses dé mando
interino, lo hizo muy regularcüo.
Era el de Arredondo un buen mozo á carta cabal, y hombre
de clarísima inteligencia; i>ero gozaba la triste reputación de
no ser escrupuloso de conciencia, tratándose de adquirir dinero.
No se paraba en barras y atroi>ellaba por todo.
Casó, en primeras nupcias, con doña Juana Micheo Jiménez
y Lobatón, de la familia de los marqueses de Rocafuerte, la
cual doña Juana, era viuda del Oidor Rezabal y Ugarte, que
funcionó en la Audiencia de Lima y más tarde fué Regente
de la de Chile. La plazuela de la Micheo, vecina á la de San
Juan de Dios, debió su nombre á la circunstancia de estar
situada en ella la casa de esta noble dama, que fué notable
por su belleza y virtudes. Quizá por lo último, el de Arredondo
encontraba algo sosa la breva matrimonial, y se echó á me-
rodeai en el cercado ajeno. La mujer del marqués de Torre-
hermosa fué para él la fruta de tentación ; y como don Fulgencio
vino al mundo predestinado para serlo, y mansísimo, la cosa
marchó á pedir de boca. El de Arredondo pasaba sin tropiezo
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 155
de los brazos de una Juana á los de otra Juana. Todo quedaba
entre tocayas.
Afectóse la señora Micheo al tener, pwr una oficiosa nmiga,
noticia de la jugarreta del cónyuge, y á tal extremo se la me-
lancolizó el ánimo, que en breve fué al hoyo, dejando libre
y viudo al flamante marqués de San Juan Nepomuceno.
Ocurriósele á éste entonces, pensai* que la aritmética divina
no anduvo muy atinada en la regla de división; pues á un
tetelememe como el de Torre-hermosa le había asignado, aparte
de muchas casas en la ciudad, las valiosísimas haciendas de
Montalván, Cuiva y Ocucaje, con mil quinientas piezas de éba-
no (esclavos) para el cultivo de las tres. Nada más hacedero
que enmendarle á Dios la cuenta.
Empezaba ya el runrún de la emancipación americana, y
los nombres de Washington, y de Iturbide, y de Miranda, y
de San Martín, y de Bolívar y de otros proceres bullían en
todas las bocas, ensalzados por unas y deprimidos por otras.
El marqués don Fulgencio (que hasta en eso fué candido) dio
en la flor de echarla de patriota, si bien su patriotismo no pa-
saba de boguimini; y el de Arredondo, que era el consejero
íntimo del virrey Abascal, encontró, en el patrioterismo del
hombre á quien servía de Cirineo, el mejor pretexto para eli-
minar al compañero. El de Torre-hermosa fué reducido á pri-
sión por insurgente y despachado á España bajo partida de
registro; y tan bien despachado que murió en el viaje.
Viudo el Regente y viuda la marquesa se unieron m facie
ecleaicR ambas viudedades, y empezó el de Arredondo á mane-
jar como propia la ingente fortuna de las dos niñas herederas
de Apesteguía. Pero las muchachas, aunque feas como espan-
tajos de maizal, y tontas como charada de periodista ultramon-
tano, podían encontrar marido, fK)r amor á sus monedas, y
reclamar la paterna herencia, idea que bastaba para que el
señor padrastro frunciera el entrecejo.
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lo() RICARDO PALMA
III
Mucho murmurábase en Lima de que el Regente pasara con
su familia largas temporadas en Montalván, con daño de los
asuntos á la Audiencia encomendados; pero, ¿quién podría hacer
entrai' en vereda á tan alto personaje?
En una de esas prolongadas residencias en la hacienda, su-,
cedió ,que, estando las dos chicas en el corredor de la casa, se
las presentó una mujer del vecino pueblo de Cañete, vendien-
do mateít de fréjoles colados. Las muchachas, que eran golosas
por esc dulce, compraron un matesito^ y una hora después eran
presa de convulsiones y dolores atroces en el estómago, sien-
do inútil para salvarles la vida, la ciencia toda, que no sería
gran cosa, del matasanos ó médico de Montalván.
Sobrentendido está que el Regente ordenó á cualquier go-
bernadorcillo ó alcalde de monterilla que levantase sumario,
que se llenó la fórmula, que no fué habida la dulcera^ y que,
por falta de datos, se abandonó la causa. La voz pública, si
bien creía á la marquesa libre de culpa en el doble envenena-
miento, no era tan benévola para con su señoría el de San Juan
Nepomuceno.
Así quedó doña Juana Erze de Arredondo como heredera
universal de la sucesión de Apesteguía. Pero ella, que vio quizá
sin sentimiento la muerte de su primer marido, no fué de estuco
ante la violenta desaparición de las hijas de sus entrañas, y
á poco tiempo dejó de existir, instituyendo por heredero á su
marido, acto que, sin duda, no fué muy claro y legal, porque,
andando el tiempK), vinieron de España deudos de doña Juana,
y entablaron pleito á la señora doña Ignacia Novoa, viuda del
brigadier don Manuel de Arredondo y Miaño, sobrino y here-
dero del Regente. Fué éste muy ruidoso litigio, del qu,e prescin-
dimos para no herir susceptibilidad de contemporáneos.
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 157
El Regente murió en 1821, tres ó cuatro meses d,espués de
entrada la patria. Sus bienes se secuestraron por el gobierno in-
dependiente, y más tarde las haciendas de Montalván y Cuiva
fueron obsequiadas por el Congreso al general don Bernardo
0'Higj[ins, ex director Supremo de la República de Chile.
En la época de la Consolidación (1851 á 1853) se reconoció
ese famoso crédito en favor de la señora Novoa, reconocimiento
que motivó las históricamente famosas Cartas de Elías^ que fueron
como la campanada de la revolución que derrocó al gobierno
del presidente constitucional general Echenique.
Sépase, pues, que Montalván significa hasta una guerra civil.
IV
Que sobre Montalván ha pesado siempre algo de fatídico y
misterioso, acabaremos de probarlo con la historia de sus úl-
timos poseedores hasta 1870.
Dos ó tres años después de establecidos en el fundo don
Bernardo O'Higgins y su hermana doña Rosa, ésta dio á luz
un niño, que recibió en las aguas bautismales el nombre de
Demetrio. ¿Quién fué el padre del infante? i Misterio! Nosotros
no hemos de repetir los decires de la maledicencia ó de la
calumnia.
Montalván, heredado p)or don Demetrio á la muerte de doña
Rosa, progresó muchísimo y enriqueció al joven, quien se echó
á viajar desplegando más boato que Montecristo. A su regreso
de Europa, se encontró con que los administradores habían
abusado de su confianza y descuidado la hacienda. Don De-
metrio tuvo que volver á consagrarse á la faena agrícola. Pa-
saba tres ó cuatro meses en Montalván y uno ó dos en Lima,
á donde lo atraían sus relaciones amorosas con una bella cria-
tura.
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158 RICAKDO PALMA
Una tarde recibió O'Higgins, por un expreso, carta de la
capital, en que le participaban que su amada Carmen había
muerta al dar á luz una niña, vivo retrato de don Demetrio.
Inmediatamente contrató pasaje en el vaporcito que debía zar-
par al otro día de Cerro-Azul para el Callao.
Aquella noche murió don Demetrio O'Higgins envenenado
con esencia de almendras amargas, en una copa de aguardientle.
¿Fué casualidad? ¿Fué suicidio? ¿Fué crimen cometido por
persona interesada en que muriese el propietario de Mon-
talván? ¡Misterio y siempre misterio!
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EL PADRE PATA
A viejos y viejas oí relatar, allá en los días de mi infancia,
como acaecido en Chancay, el mismo gracioso lance á que un
ilustre escritor argentino da por teatro la ciudad de Mendoza.
Como no soy de los que se ahogan en poca agua, y como en
punto á cantar homilías á tiempos que fueron tanto da un tea-
tro como otro, ahí va la cosa tal como me la contaron.
Cuando el general San Martín desembarcó en Pisco con
el ejército patriota, que venía á emprender la ardua faena com-
plementaria de la Independencia americana, no faltaron minis-
tros del Señor, que como el obispo Rangel^ predicasen atro-
cidades contra la causa libertadora y sus caudillos.
Que vociferen los que están con las armas en la mano y
art-iesgando la pelleja, es cosa puesta en razón; pero no lo
es que los ministros de un Dios de paz y concordia, que en
medio de los estragos de la guerra duermen buen y comen
mejor, sean los que más aticen el fuego. Parccenste á aquél
que en la catástrofe de un tren daba alaridos.— ¿Por qué se
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16() RICARDO PALMA
queja usted tanto?— Porque al brincar se me ha desconcertado
un pie.— Cállese usted, so marica. ¡Quejarse por un pie torcido
cuando ve tanto muerto que no chilla!
Desempeñando interinamente el curato de Chancay estaba
el franciscano fray Matías Zapata, que era un godo de primera
agua, el cual, después de la misa dominical, se dirigía á los
feligreses, exhortándolos con calor para que se mantuviesien
fieles á la causa del rey, nuestro amo y señor. Refiriéndose
al Generalísimo, lo menos malo que contra él predicaba era
lo siguiente:
—Carísimos hermanos: sabed que el nombre de ese picaro
insurgente San Martín, es por sí solo una blasfemia; y que
está en pecado mortal todo el que lo pronuncie, no siendo para
execrarlo. ¿Qué tiene de santo ese hombre malvado? ¿Llamarse
San Martín ese sinvergüenza, con agravio del caritativo santo
San Martín de Tours, que dividió su capa entre los pobres?
Confórmese con llamarse sencillamente Martín, y le estará bien,
por lo que tiene de semejante con su colombroño pl pérfido
hereje Martín Lutero y jwrque, como éste, tiene que arder en
los profundos infiernos. Sabed, pues, hermanos y oyentes míos,
que declaro excomulgado vitando á todo el que gritare jviva
San Martín! porque es lo mismo que mofarse impíamente de
la santidad que Dios acuerda á los buenos.
No pasaron muchos domingos sin que el Generalísimo tras-
ladase su ejército al norte, y sin que fuerzas patriotas ocupa-
ran Huacho y Chancay. Entre los tres ó cuatro vecinos que,
por amigos de la justa causa^ como decían los realistas, fué pre-
ciso poner en chirona, encontróse el energúmeno frailuco, el
cual fué conducido ante el excomulgado caudillo.— Conque, seor
godo— le dijo San Martín— ¿es cierto que me ha comparado
usted con Lutero y que le ha quitado una sílaba á mi ape-
llido?
Al infeliz le entró temblor de nervios, y apenas si pudo
hilvanar la excusa de que había cumplido órdenes de sus su-
periores, y añadir que estaba llano á predicar devolviéndole á
su señoría la sílaba.— No me devuelva usted nada y quédese
con ella— continuó el General;— i>ero sepa usted que yo, en
castigo de su insolencia, le quito también la primera sílaba
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 161
de su apellido, y entienda que lo fusilo sin misericordia el
día en que se le ocurra iPirmar Zapata. Desde hoy no es usted
más que el padre Pata; y téngalo muy presente, padre Pata.
Y cuentan que hasta 1823 no hubo en Chancay partida de
nacimiento, defimción ú otro documento parroquial que no lle-
vase por firma fray Matías Pata, Vino Bolívar, y le devolvió el
uso y el abuso de la sílaba eliminada.
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LA VIEJA DE bolívar
Con este apodo se conoce hasta hoy (Julio de 1898) en la
villa de Huaylas, departamento de Ancachs, á una anciana de
noventa y dos navidades, y qiie á juzgar por sus buenas con-
diciones físicas é intelectuales, promete no arriar bandera en
la batalla de la vida sino después de que el siglo xx haya
principiado á hacer pinicos. Que Dios la acuerde la realidad
de la promesa, y después ábrase el hoyo, ya que
todo, todo en la tierra
tiene descanso;
todo... hasta las campanas
el Viernes Santo (1)
Manuelita Madroño era, en 1824, un fresquísimo y lindo pim-
pollo de dieciocho primaveras, pimpollo muy codiciado, así
por los Tenorios de mamadera ó mozalbetes, como por los
hombres graves. La doncellica pagaba á todos con desdeñosas
sonrisas, porque tenía la intuición de que no estaba predesti-
nada para hacer las delicias de ningún pobre diablo de su
tierra, así fuese buen mozo y millonario.
En una mañana del mes de Mayo de aquel año, hizo Bo-
(1) El 12 de Julio eeoribf este artículo j ¡curiosa coincidencia! en este mismo día falleció la
Qonaígenaria protagonista, como si se hubiera propuesto desairar mi buen deseo.
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 163
lívar su entrada oficial en Huaylas, y ya se imaginará el lector
toda la solemnidad del recibimiento y lo inmenso del popular
regocijo. El Cabildo, que pródigo estuvo en fiestas y agasajos,
decidió ofrecer al Libertador una corona de flores, la cual
le sería presentada por la muchacha más bella y distinguida
del pueblo. Claro está que Manuehta fué la designada, como
que por su hermosura y lo despejado de su espíritu, era lo
mejor en punto á hijas de Eva.
A don Simón Bolívar, que era golosillo por la fruta veda-
da del Paraíso, hubo de parecerle Manuelita bocato di rardinale^
y á la fantástica niña antojósele también pensar que era el Li-
bertador el hombre ideal por ella soñado. Dicho queda con
esto que no pasaron cuarenta y ocho horas sin que los enamo-
rados ofrendasen á la diosa Venus.
Si el fósforo da candela;
¡qué dará la fosforera!
Y sea dicho en encomio del voluble Bolívar, que desde ese
día hasta fines de Noviembre, en que se alejó del departamento,
no cometió la más pequeña infidelidad al amor de la abnega-
da 5* entusiasta serrana que lo acompañó, como valiosa y ne-
cesaria prenda anexa al equipaje, en sus excursiones por el
territorio de Ancachs, y aún lo siguió al glorioso campo de
Junín, regresando con el Libertador, que se proponía formar
en el Norte algunos batallones de reserva.
Manuelita Madroño guardó tal culto por el nombre y re-
cuerdo de su amante, que jamás correspondió á pretensiones
de galanes. A ella no la arrastraba el río, por muy crecido que
fuese.
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n
164 RICABDO PALMA
Hoy, en su edad senil^ cuando ya el pedernal no da chispa,
se alegra y siente como rejuvenecida cuando alguno de sus
paisanos la saluda, diciéndola:
—¿Cómo está la vieja de- Bolívar 1
Pregunta á la que ella responde, sonriendo con picardía :
— Como cuando era la moza.
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LAS TRES ETCETERAS DEL LIBERTADOR
I
A fines de Maya de 1824 recibió el gobernador de la por
entonces villa jde San Ildefonso de Caraz, don Pablo Guzmán,
un oficio del Jefe de Estado Mayor del ejército independiente,
fechado en Huaylas, en el que se le prevenía que, debiendo lle-
gar dos días más tarde, á la que desde 1868 fué elevada á
la categoría de ciudad, una de las divisiones, aprestase sin
pérdida de tiempo cuarteles, reses para rancho de la tropa
y forraje para la caballada. ítem se le ordenaba que, para su
excelencia el Libertador, alistase cómodo y decente alojamien-
to, con buena mesa, buena cama y etc., etc., etc.
Que Bolívar tuvo gustos sibaríticos es tema que ya no se
discute; y dice muy bien Menéndez y Pelayo cuando dice que
la Historia saca partido de todo, y que no es raro encontrar
en lo pequeño la revelación de lo grande. Muchas veces, sin
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166 RICARDO PALMA
paral- mientes en ello, oí á los militares de la ya extinguida ge-
neración que nos dio Patria é Independencia decir, cuando
se proponían exagerar el gasto que una persona hiciera eu
el consumo de determinado artículo de no imperiosa necesidad:
—Hombre, xusted gasta en cigarros (por ejemplo) más que el
Libertador en agua de Colonia.
Que don Simón Bolívar cuidase mucho del aseo de su per-
sonita y que consumiera diariamente hasta un frasco de agua
de Colonia, á fe que á nadie debe maravillar. Hacía bien, y
le alabo la pulcritud. Pero es el caso que, en los cuatro años de
su permanencia en el Perú, tuvo el tesoro nacional que pagar
ocho mil pesos ¡j ¡8,000!!! invertidos en agua de Colonia para
uso y consimio de su excelencia el Libertador, gasto que corre
parejas con la partida aquella del Gran Capitán:— En hachas,
picas y azadones, tres millones.
Yo no invento. A no haber desaparecido en 1884, por con-
secuencia de voraz (y acaso malicioso) incendio, el archivo
del Tribimal Mayor de Cuentas, podría exhibir copia certificada
del reparo que á esa partida puso el vocal á quien se encomen-
dó, en 1829, el examen de cuentas de la comisaría del ejército
libertador
Lógico era, pues, que para el sibarita don Simón aprestasen
en Caraz buena casa, buena mesa y etc., etc., etc.
Como las pulgas se hicieron, de preferencia, para los perros
flacos, estas tres etcéieras dieron mucho en qué cavilar al bue-
no del gobernador, que era hombre de los que tienen el talen-
to encerrado en jeringuilla y más tupido que caldo de habas.
Resultado de sus cavilaciones fué el convocar, para pedh*les
consejo, á don Domingo Guerrero, don Felipe Gastelumendi,
don Justino de Milla y don Jacobo Campos, que eran, como
si dijéramos, los caciques ú hombres prominentes del vecin-
dario.
Uno de los consultados, mozo que preciaba de no sufrir
mal de piedra en el cerebro, dijo:
— j[,Sabe usted, señor don Pablo, lo que, en castellano, quiere
decir etcétera?
—Me gusta la pregimla. En priesa me ven y doncellez me
demandan, como dijo una i>azpuerca.
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 167
No he olvidado todavía mi latín, y sé bien que etcétera sig-
nifica y lo demás, señor don Jacobo.
—Pues, entonces, lechuga, ¿por qué te arrugas? ¡Si la cosa
está más clara que agua de puquio! ¿No se ha fijado usted en
que esas tres etcéteras están puestas á continuación del encargo
de buena cama?
—¡Vaya si me he fijado! Pero, con eiio, nada saco en lim-
pio. Ese señor Jefe de Estado Mayor debió escribir cgmo Cristo
nos enseña: pan, pan, y vino, vino, y no fatigarme en que le
adivine el pensamiento.
—¡Pero, hombre de Dios, ni que fuera usted de los que
no compran cebolla por no cargar rabo! ¿Concibe usted buena
cama sin una etcétera siquiera? ¿No cae usted todavía en la
cuenta de lo que el Libertador, que es muy devoto de Venus,
necesita para su gasto diario?
— No diga usted más, compañero— interrumpió don Felipe
Gastelumendi.— A moza por etcétera, si mi cuenta no marra.
— Pues á buscar tres ninfas, señor gobernador— dijo don Jus-
tino de Milla— en obedecimiento al superior mandato; y no
se emp>eñe usted en escogerlas entre las muchachas de zapato
de ponleví y basquina de chamelote, que su excelencia, según
mis noticias, ha de darse por bien servido siempre que las
chicas sean como para cena de Nochebuena.
Según don Justino, en materia de paladar erótico, era Bo-
lívaí" como aquel bebedor de cerveza á quien preguntó el criado
de la fonda:— ¿Qué cerveza prefiere usted que le sirva? ¿Blanca
ó negra?— Sírvemela mulata.
—¿Y usted qué opina?— preguntó el gobernador, dirigién-
dose á don Domingo Guerrero.
—Hombre— contestó don Domingo,— para mí la cosa no tiene
vuelta de hoja, y ya está usted perdiendo el tiempo que ha
debido emplear en proveerse de etcéteras.
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168 RICARDO PAI.MA
II
Si don Simón Bolívar no hubiera tenido en asunto de fal-
das, aficiones de sultán oriental, de fijo que no figuraría en
la Historia como libertador de cinco repúblicas. Las mujeres
le salvaron siempre la vida, pues mi amigo García Tosta, que
está muy al dedillo informado en la vida privada del héroe,
refiere dos trances que, en 1824, eran ya conocidos en el Perú.
Apuntemos el primero. Hallándose Bolívar en Jamaica, en
1810, el feroz Morillo ó su teniente Morales enviaron á Kings-
ton un asesino, el cual clavó por dos veces un puñal en el pecho
del comandante Amestoy, que se había acostado sobre la hamaca
en que acostumbraba dormir el general. Este, por causa de
una lluvia torrencial, había pasado la noche en brazos de Luisa
Crober, preciosa joven dominicana, á la que bien podía can-
társele lo de:
Morena del alma mía,
morena, por tu querer
pasaría yo la mar
en barquito de papel.
Hablemos del segundo lance. Casi dos años después, el es-
pañol Renovales penetró á media noche en el campamento pa-
triota, se introdujo en la tienda de campaña, en la que había
dos hamacas, y mató al coronel Garrido, que ocupaba una
de éstas. La de don Simón estaba vacía, porque el propietario
andaba de aventura amorosa en una quinta de la vecindad.
Y aunque parezca fuera de oportunidad, vale la pena recor-
dar que en la noche del 25 de Septiembre, en Bogotá, fué tam-
bién una mujer quien salvó la existencia del Libertador, que
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 169
resistía á huir de los conjurados, diciéndole:— De la mujer el
consejo— presentándose ella ante los asesinos, á los que supo
detener mientras su amante escapaba por una ventana.
111
La fama de mujeriego que había precedido á Bolívar contri-
buyó en mucho á que el gobernador encontrara lógica y acer-
tada la descifración que, de las tres etcéteras, hicieron sus ami-
gos, y después de pasar mentalmente revista á todas las mucha-
chas bonitas de la villa, se decidió por tres de las que le pare-
cieron de más sobresaliente belleza. A cada una de ellas po-
día, sin escrúpulo, cantársele esta copla:
de las flores, la violeta; '
de los emblemas, la cruz;
de las naciones, mi tierra:
y de las mujeres, tú.
Dos horas antes de que Bolívar llegara, se dirigió el capitán
de cívicos don Martín Gamero, por mandato de la autoridad, á
casa de las escogidas, y sin muchos preámbulos las declaró pre-
sas; y en calidad de tales las condujo al domicilio preparado
para alojamiento del Libertador. En vano protestaron las ma-
dres, alegando que sus hijas no eran godas, sino patriotas hasta
la pared del frente. Ya se sabe que el der/^cho de protesta
es derecho femenino, y que las protestas se reservan para ser
atendidas el día del juicio, á la hora de encender faroles.
—¿Por qué se lleva usted á mi hija?— gritaba una madre.
—¿Qué quiere usted que haga?— contestaba el pobrete ca-
pitán de cívicos.— Me la llevo de orden suprema.
—Pues no cumpla usted tal orden— argumentaba otra vieja.
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170 RICARDO PALMA
— ¿Que no cumpla? ¿Está usted loca, comadre? Parece que
usted quisiera que la complazca fK)r sus ojos bellidos, para
que luego el Libertador me fría por la desobediencia. No, hija,
no entro en componendas.
Entretanto, el gobernador Guzmán, con los notables, salió
á recibir á su excelencia á media legua de camino. Bolívar le
preguntó si estaba listo el rancho para la tropa, si los cuarteles
ofrecían comodidad, si el forraje era abimdante, si era decente
la posada en que iba á alojarse; en fin, lo abrumó á preguntas.
Pero, y esto chocaba á don Pablo, ni una palabra que revelase
curiosidad sobre las cualidades y méritos de las tres etcéter<is
cautivas.
Felizmente i>ara las atribuladas familias, el Libertador en-
tró en San Ildefonso de Caraz á las dos de la tarde, impúsose
de lo ocurrido, y ordenó que se abriese la jaula á las palo-
mas, sin siquiera ejercer la prerrogativa de una vista de ojos.
Verdad que Bolívar estaba por entonces libre de tentaciones,
pues traía desde Huaylas (supongo que en el equipaje) á Ma-
nuelita Madroño, que era una chica de dieciocho años, de lo
más guapo que Dios creara en el género femenino del departa-
mento de Ancachs.
En seguida le echó don Simón al gobemadorcillo una repa-
sata de aquellas que él sabía echar, y lo destituyó del cargo.
IV
Cuando corriendo los años, pues á don Pablo Guzmán se
le enfrió el cielo de la boca en 1882, los amigos embromaban al
ex-gobernador hablándole del renuncio que, como autoridad,
cometiera, él contestaba:
—La culpa no fué mía sino de quien, en el oficio, no se ex-
presó con la claridad que Dios manda:
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MIS ULTIMAS TKADICIONES 171
Y no me han de convencer
con argumentos al aire;
pues no he de decir Voltér
donde está escrito Voltaire.
Tres etcéteras al pie de una buena cama, para todo buen
entendedor, son tres muchachas... y de aquí no apeo ni á ba-
lazos.
LA CARTA DE LA LIBERTADORA
Los limeños, que por los años de 1825 á 1528, oyeron can-
tar en la Catedral, entre la Epístola y el Evangelio, á guisa
de antífona.
De tí viene todo
lo bueno, Señor;
nos diste á Bolívar,
gloria á ti, gran Dios;
transmitieran á sus hijas, limeñas de los tiempos de mi mocedad,
una frase que, según ellas, tenía mucho entripado y nada de
cuodlibeto. Esta frase era : la carta de la Libertadora.
A galán marrullero, que pasaba meses y meses en chafaldi-
tas y ciquiricatas tenaces, pero insustanciales, con una chica,
lo asaltaba de improviso la madre de ella con estas palabras:
—Oiga usted, mi amigo, todo está muy bueno; pero mi hija
no tiene tiempo que perder, ni yo aspiro á catedrática en echa-
corvería. Conque así, ^ ó se casa usted pronto, prontito, ó da
por escrita y recibida la carta de la Libertadora.
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172 RICARDO PALMA
—¿Qué es de fulano? ¿Por qué se ha retirado de tu casa?
—preguntaba una amiga á otra.
—Ya eso se acabó, hija— contestaba la interpelada.— Mi mamá
le escribió la carta de la Libertadora,
La susodicha epístola, era, pues, equivalente á una notifi-
cación de desahucio, á darle á uno con la puerta en las narices
y propinarle calabazas en toda regla.
Hasta mozconas y perendecas rabisalseras se daban tono
con la frase:— Le he dicho á usted que no hay fK)sada, y dale
á desensillar. Si lo quiere usted más claro, le escibiré la car-
ta de la Libertadora,
Por supuesto, que ninguna limeña de mis juveniles tiempos
en que ya habían pasado de moda los versitos de la antífona,
para ser reemplazados con estos otros:
Bolívar fundió á los godos
y, desde ese infausto día,
por un tirano cjue había
sé hicieron tiranos todos;
por supuesto, repito, que ninguna había podido leer la carta,
que debió ser mucha carta, pues de tanta fama disfrutaba. Y
tengo para mí que las mismas contemporáneas de doña Ma-
nuelita Saenz (la Libertadora) no conocieron el docimiento sino
por referencias.
El cómo he alcanzado yo á adquirir copia de la carta de
la Libertadora, para tener el gusto de echarla hoy á los cua-
tro vientos, es asunto que tiene historia, y, por ende, merece
párrafo aparte.
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 173
II
El presidente de Venezuela, general Guzmán Blanco, dispuso,
allá por los años de 1880, que, por la imprenta del Estado,
se publicase en Caracas una compilación de cartas á Bolívar,
de las que fué poseedor el general Florencio O'Leary.
Terminada la importantísima publicación, quiso el gobier-
no Qomplementarla dando también á luz las Memorias de O'Lea-
ry; y en efecto, llegaron á repartirse los tomos primero y se-
gundo.
Casi al concluirse estaba la impresión del tomo tercero,
pues lo impreso alcanzó hasta la página 512, cuando, por causa
que no nos hemos fatigado en averiguar, hizo el gobierno un
auto de fe con los pliegos ya tirados, salvándose de las lla-
mas únicamente un ejemplar que conserva Guzmán Blanco,
otro que posee el encargado de corregir las pruebas, y dos
ejemplares más que existen en poder de literatos venezolanos
que, en su impaciencia por leer, consiguieron de la amistad
que con el impresor les ligara, que éste les diera un ejemplar
de cada pliego, á medida que salían de la prensa.
Nosotros no hemos tenido la foriuna de ver un solo ejemplar
del infortunado tomo tercero, cuyos poseedores diz que lo en-
señan á los bibliófilos con más orgullo que Roschild el famoso
billete de banco por un millón de libras esterlinas.
Gracias á nuestro excelente amigo el literato caraqueño Arfs-
tides Rojas, supimos que en ese tomo figura la carta de la
Libertadora á su esposo el doctor Thorne. Este escribía cons-
tantemente á dofla Manuelita solicitando una reconciliación, por
supuesto sobre la base de lo pasado, pasado, cuenta nueva
y baraja ídem. El médico inglés (me decía Rojas) se había
convertido de hombre serio en niño llorón, y era, por lo tanto,
más digno de babador que de corbata.
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174 RICARDO PALMA
Y €l doctor Thome era de la misma pasta de aquel marido
que le dijo á su mujer:
—i Canalla I me has traicionado con mi mejor amigo.
—i Mal agradecido 1— le contestó ella, que era de las hem-
bras que tienen menos vergüenza que una gata de techo:—
¿no sería peor que te hubiera engañado con un extraño?
Toro á la plaza. Ahí va la carta.
III
«No, no, no, no más, hombre, ipor Dios! ¿Por qué me hace
•usted faltar á mi resolución de no escribirle? Vamos, ¿qué ade-
»lanta usted, sino hacerme pasar por el dolor de decirle mil
» veces que no?
>Usted es bueno, excelente, inimitable; jamás diré otra cosa
>sino lo que es usted. Pero, mi amigo, dejar á usted por el
^general Bolívar, es algo: dejar á otro marido, sin las cuali-
»dades de usted, sería nada.
»¿Y usted cree que yo, después de ser la predilecta de
> Bolívar, y con la seguridad de poseer su corazón, prefiriera
>ser la mujer de otro, ni del Padre, ni del Hijo, ni del Espíritu
> Santo, ó sea de la Santísima Trinidad?
»Yo sé muy bien que nada puede unirme á Bolívar bajo los
» auspicios de lo que usted llama honor. ¿Me cree usted menos
> honrada, por ser él mi amante y no mi marido? ¡Ah! yo
»no vivo de las preocupaciones sociales.
> Déjeme usted en paz, mi querido inglés. Hagamos otra
>cosa: en el cielo nos volveremos á casar; pero en la tierra, no.
>¿Cree usted malo este convenio? Entonces diría que es us-
>ted muy descontentadizo.
>En la patria celestial pasaremos una vida angélica, que allá
»todo será á la inglesa, porque la vida monótona está reser-
>vada á su nación, en amor se entiende; pues en lo demás,
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 175
»¿ quiénes más hábiles para el comercio? El amor les acomoda
»sin entusiasmo, la conversación sin gracia, la chanza sin risa,
»el saludar con reverencia, el caminar despacio, el sentarse
»con cuidado. Todas estas son formalidades divinas; pero á
»mí, miserable mortal, que me río de mí misma, de usted y
»de todas las seriedades inglesas, no me cuadra vivir solM'e
lia tierra condenada á Inglaterra perpetua.
» Formalmente, sin reírme, y con toda la seriedad de una
•inglesa, digo que no me juntaré jamás con usted. No, no y no
>Su invariable amiga.— ilíaniieZa.»
IV
Si don Simón Bolívar hubiera tropezado un día con el in-
glés, seguro que entre los dos habría habido el siguiente diálogo :
—Como yo vuelva á saber
que escribe á mi dulcinea...
—1 Pero, hombre, si es mi mujer !
—¡Qué me importa que lo sea!
¿No les parece á ustedes que la cartita es merecedora de la
fama que alcanzó, y que más claro y repiqueteado no cacarea
una gallina?
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LA ULTIMA FRASE DE BOLÍVAR
La escena pasa en la hacienda San Pedro Alejandrino, y en
una tarde de Diciembre del año 1830.
En el espacioso corredor de la casa, y sentado en un sillón
de baqueta, veíase á un hombre demacrado á quien una tos
cavernosa y tenaz convulsionaba de hora en hora. El médico,
un sabio europpo, le propinaba una poción calmante, y dos
viejos militares, que silenciosos y tristes paseaban en el salón,
acudían solícitos al corredor.
Más que de un enfermo, se trataba ya de un moribundo;
pero de im moribundo de inmortal renombre.
Pasado un fuerte acceso, el enfermo se sumergió en pro-
funda meditación, y al cabo de algunos minutos dijo con voz
muy débil:
—¿Sabe usted, doctor, lo que me atormenta al sentirme ya
próximo á la tumba?
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178 RICAKDO PALMA
—No, mi General.
—La idea de que tal vez he edificado sobre arena movediza
y arado en el mar— y un suspiro brotó de lo más íntimo de
su alma, y volvió á hundirse en su meditación.
Transcurrido gran rato, una sonrisa tristísima se dibujó en
su rostro, y dijo pausadamente:
—¿No sospecha usted, doctor, quiénes han sido los tres
más insignes majaderos del mundo?
—Ciertamente que no, mi General.
—Acerqúese usted, doctor... se lo diré al oído... Los tres
grandísimos majaderos hemos sido Jesucristo, Don Quijote
y .' yo.
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CORONGUINOS
Ni después del 15 de Junio ni antes del 15 de Julio se en-
cuentra en Lima, ni para un remedio, á un solo coron^juino
Los sirvientes de hotel, los heladeros ambulantes y los peo-
nes que la Municipalidad contrata para enlozar y empedrar
las calles de la capital, son, con rarísimas excepciones, hijos
todos de la que hoy es ciudad y que, hasta 1888, se conoció
con el nombre de villa de San Pedro de Corongos, cabeza
de la provincia de Pallasca.
El coronguino trabaja, empeñosa y honradamente, en Lima
durante once meses del año, sin otra aspiración que la de tener
cautivos para Junio siquiera cincuenta duros, cautivos á los
que pone en libertad el día 29 festejando al santo patrono.
Es popular creencia la de que todo coronguino tiene ganado
lugarcito en el cielo; gracias á que ha sabido conquistarse, en
vida, el cariño del portero de la gloria eterna.
El 29 de Junio, desde que clarea el alba, empiezan los coron-
guinos á empinar el codo; y al medio día, hora en que el
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180 RICARDO PALMA
párroco saca al santo en procesión, han menudeado ya tanto
las libaciones, que hombres y mujeres están completamente
fieneques. Así, cuando llega el momento en que las pallas, esco-
gidas entre las mozas solteras más bonitas, bailan la panatagua
delante de las andas, nunca faltan, por lo menos, media docena
de coronguinos que, armados de sendos garrotes, se lanzan
sobre las odaliscas con el propósito de llevárselas, á usanza
chilena, por la razón ó la fuerza.
Allí se arma la gorda. Los jxidres y deudos de las sabinas
acuden con poco brío y por pura fórmula; pero hay siempre
algunos mozos del pueblo, galancetes no correspondidos por
las muchachas, que por berrinche, reparten garrotazos ala
de veras sobre los raptores. Los amigos de éstos acuden in-
mediatamente á prestarles ayuda y brazo fuerte, y en alguna
festividad fué tan descomunal la batalla, que hasta San Pedro
resultó con la cabeza separada del tronco, lo que dio campo
á los envidiosos pueblos vecinos para que bautizasen á los co-
ronguinos con el mote de mata á San Pedro.
Cuando la lucha ha durado ya diez minutos, tiempo sufi-
ciente para que cada romano se haya evaporado con la respec-
tiva sabina, acude el Subprefecto con el piquete de gendarmes,
y no sin fatiga consigue restablecer el orden público alterado
y que siga su curso la procesión.
Es de rito que ocho días después, y sin cobrarles más que
la mitad de los derechos, case el cura á las sabinas con sus
raptores. Título de orgullo para toda coronguina, que en algo
se estima valer, es entrar en la vida del matrimonio después
de haber dado motivo para cabezas rotas y brazos desvenci-
jados.
Las coronguinas, en su aspiración á ser robadas el día de
San Pedro, tienen mucho de parecido á las antiguas chorrilla-
ñas que fincaban su gloria, no en haber sido conquistadas
á garrotazo limpio, s4no en casarse después de haber estado
tres meses á prueba en casa del galán. Así los padres de la
chorrillana, cuando querían convidar á alguien á la ceremonia
de iglesia, empleaban la siguiente fórmula:— Participo á usted
que mi hija ha salido bien de la prueba, y que se casa mañana.
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 181
—i Vamos ! ; Si cuando yo digo que las buenas costumbres desapa-
recen sólo por ser buenas!
Cuentan que, hastiado del mar, hizo un marinero el propó-
sito de no volver á embarcarse y de casarse con mujer que
nimca le recordase cosas de la vida de á bordo. Echándose un
remo al hombro, fué de pueblo en pueblo, preguntando á cuanta
muchacha casadera encontraba si sabía lo que era ese palo,
y todas le contestaban que era un remo. Al fin dio con una
que lo ignoraba, y se casó con ella. En la noche de la boda
al acostarse el matrimonio, la mujer exigió que se acostase
primero su marido. Complacióla éste, y entonces le preguntó
ella:— Dime: ¿qué lado es el que me corresponde ocupar en
la cama? ¿el de babor, ó el de estribor?— Si el marinero hubiera,
podido proceder á la antigua usanza chorrillana, de fijo que
reprobaba en la prueba á la muchacha.
Después del octavario de San Pedro, cesa en Corongos todo
jolgorio, y ya, sin un centavo en el bolsillo, regresan á Lima
los coronguinos á trabajar de firme once meses... para la fiesta
siguiente.
II
Que los coronguinos no inventaron la pólvora, y ni siquiera
el palillo para los dientes, es artículo de fe en todo el departa-
mento; pues hasta como heladeros quedan muy por debajo
de los indios de Huancayo. Y para que no digan que los ca-
lumnio al negarles dotes de inteligencia, básteme relatar un
hecho acaecido en 1865.
Un travieso Inuchacho fustigaba á un burro remolón, y tanto
hubo de castigarlo, que el cachazudo cuadrúpedo perdió su
genial calma, y le aplicó tan tremenda coz en el ombligo que
lo dejó patitieso. Acudió gente, y con ella el boticario, quien
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182 RICARDO PALMA
declaró que no quedaba ya más por hacer que enterrar al
difunto.
Aquel año ejercía el cargo de Juez de paz en Corongos un
vecino principal llamado don Macario Remusgo, el cual, á pe-
tición del pueblo, levantó sumaria información del suceso, y
en vez de terminar declarando, por lo expuesto por los testigos,
que la muerte del muchacho era un hecho casual motivado por
su travesura, concluyó dictando auto de prisión contra el burro.
Pero el condenado borrico se había hecho humo, y no hubo
forma de encontrarlo y meterlo en la cárcel.
Y tanto se alborotaron los coronguinos celebrando la jus-
tificación y talento de su paisano Remusgo, que la cosa llegó
á oídos del Juez letrado de la provincia, el cual pidió los autos,
y en ellos estampó un decreto declarando la nulidad de todo
lo actuado, por existir inmediato parentesco entre el Juez de
paz y el burro.
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EL PADRE OROZ
Allá por los no muy remotos años en que dominaba el Perú
la usurpadora autoridad del general Santa-Cruz, existía, en el
convento de franciscanos de la ciudad del Cuzco, un sacerdote,
conocido con el nombre de padre Oroz y que gozaba de gran
influencia en el pueblo. Debida era ésta á su reputación de
austeridad y á su talento y dotes oratorias en el sagrado pulpito.
Los buenos habitantes de la imperial ciudad de los Incas
miraban con tal respeto al franciscano, que no se encontró
enlre ellos motilón que no creyese, á pie juntillas y como ver-
dad evangélica, cuanta palabra salía de los inspirados labios
del recoleto. Los hipócritas no sirven á Dios; pero se sirven
de Dios para engañar á los hombres.
Mas diz que un día el demonio de la ambición se le entró
en el pecho, y codició la mitra de obispo. El camino más fácil
para obispar era, sin disputa, mezclarse en alguna intriga po-
lítica; porque averiguada cosa es que nada lleva tan pronto
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181 RICARDO PALMA
á la horca y á todos los altos puestos, como tomar cartas en
ese enmarañado juego.
Los cuzqueños miran con gran devoción una imagen del
Señor de los Temblores, obsequiada á la ciudad por Carlos V,
y que suponen pintada por el pincel de los ángeles. Una ma-
ñana empezó á esparcirse por la ciudad el rumor de que la
efigie iba á ser robada por emisarios de Santa-Cruz, para tras-
ladarla á un templo de Bolivia. El pueblo se arremolinó, acudió
la fuerza armada, hubo campanas echadas á vuelo y, para de-
cirlo de una vez, motín en toda forma, con su indispensable
consecuencia de muertos y heridos.
El agitador de las turbas había sido el santo padre Oroz.
Pero no fué sólo la ambición el sentimiento que de impro-
viso brotara en su alma. También estaba locamente enamorado
de ima de sus confesadas, la hermosa Angela, hija de una res-
petable familia del Cuzco. La pasión del fraile por ella se con-
virtió en una de esas fiebres que matan la razón.
El se repetía con un poeta:
El alma que siento en mí
está partida entre dos:
la mitad es para ti,
la otra mitad es de Dios.
El padre Oroz, (jue había pasado su juventud entera con-
sagrado al estudio, qiie se había captado el respeto del pueblo,
que en distintas ocasiones había sido elevado al primer rango
de la comunidad franciscana, sacrificó en un instante su pasado
de ascetismo y beatitud, manchándose con el crimen.
Angela, que tal vez no habría resistido á un seductor ar-
mado de rizados bigotes y guantes de Preville, tuvo odio y
repugnancia por im amante que vestía hábito de jerga y mos-
traba rapado el cerviguillo. El fraile, convertido en rabioso sá-
tiro, la amenazó con im puñal; y por fin, desesperado con el
obstinado desdén de la joven, terminó fK)r asesinarla.
Ei mismo día desapareció del Cuzco el padre Oroz.
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 185
Tal es, despojado de episodios, el argumento de una novela
histórica que con el título— El padre jfforán— publicó el malo-
grado Narciso Aréstegui. El autor de esa notable leyenda murió
el segundo día del Carnaval de 1869, siendo á la sazón Pre-
fecto de Puno. Al regresar de un paseo en el lago Titicaca
se volcó la embarcación, desapareciendo para siempre Arés-
tegui y algunos de sus compañeros.
El padre Horán^ literariamente juzgado, fué un hábil ensayo
en la novela nacional. Las letras americanas tuvieron una sen-
sible pérdida con el triste fin del inteligente escritor cuzqueño.
] Tributémosle doloroso recuerdo I
Veinticinco años habían pasado siu que nadie supiese algo so-
bre la existencia de Oroz, hasta que, en 1862, apareció una carta
datada en Zepita el 4 de Marzo, y de la cual extractamos las
siguientes líneas:
Hace algunos años que en el pueblo de Zorata (próximo
á la Paz, en Bolivia) se presentó un hombre de aspecto serio
que revelaba talento, y más que todo, cavilosidad. Se instaló
en una pobre casita que arregló de tal modo, que ninguno
podía, por curioso que fuese, penetrar en su interior ni colum-
brar lo que allí había y se hacía. El desconocido se ocupaba
en el santo empleo de enseñar á los niños las primeras le-
tras. Su conducta era moral y austera. A veces se le veía re-
zar el oficio divino en el lugar más recóndito de la casa, y
también se advertía que sus alimentos no pasaban de una
sencilla sopa de pan y agua. Era un hombre retraído de la
sociedad, sin que por eso tuviese su trato los resabios del mi-
sántropo; pues que su conversación era muy agradable á los
que lo visitaban. Al fin cayó mortalmente enfermo; y después
de haberse confesado, declaró de un modo humano que no
se llamaba José Mariano Sánchez, sino que era el padre Oroz,
religioso franciscano conventual de la ciudad del Cuzco; que
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186 RICABDO PALMA
habiendo tenido la desgracia de dejarse vencer por unas afec-
ciones poco honestas hacia una joven, su hija de confesión,
viendo que ésta iba á casarse la puso estorbos de todo género
y que, siendo éstos inútiles, la asesinó á puñaladas. Dijo tam-
bién al confesor que registrase el baúl que en su cuarto estaba,
donde encontraría el hábito que vestía en la hora de su des-
gracia, y el puñal con que había causado su propia ruina y
la de su desdichada víctima. Registrado el baúl, se encontraron
lo uno y lo otro, todavía con manchas de sangre. A los pocos
días de esta declaración, murió el desventurado padre Oroz,
á los veinticinco años de haber empezado la expiación. Exa-
minado el cuerpo del difunto, se le halló casi descarnado á
disciplinazos. Los cilicios apenas dejaban libres las coyunturas
de los codos.
El padre Oroz había expiado su crimen sobre la tierra du-
rante un cuarto de siglo, y sus sufrimientos morales dejan
en el espíritu esta magnífica lección:— Hay algo en el hombre
tan severo como la justicia de Dios, y ese algo es el remordi-
miento.
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SISTEMA DECIMAL ENTRE LOS ANTIGUOS PERUANOS
El ilustrado señor Daubrée, miembro de la Academia de
Cicntías de París, juzgando los dos primeros volúmenes de
los Anales de Construcciones Civiles y de Minas ^ que publica en
Lima la Escuela de Ingenieros, pone en duda que los ameri-
canos, antes de la conquista, hubieran conocido la immera-
ción decimal, tal como, en un artículo de los citados Anales^
lo asegura el ingeniero señor Chalón.
Ciertamente que la historia del Perú, así en sus tiempos
pi'ehistóricos ó anteriores á la fundación del Imperio Tiahuan-
tisuyo por Manco-Capac, como en aquellos en que la civili-
zación incásica convirtió en pueblos sujetos á vida regular y
ordenada, á las que antes eran tribus nómadas y salvajes, tie-
ne puntos tan obscuros que casi se confunden con la fábula.
La teogonia ó culto religioso de los Incas, no está aún sufi-
cientemente estudiada, ni hay datos fijos, sino contradictorios,
para formarnos de ella ima idea clara. Y lo mismo puede de-
cirse de su legislación y costumbres. Lo único que hay de
determinado y ya indiscutible es, que la dinastía incásica tuvo
hábitos belicosos y de conquista, y qué fué ingénita en ella
la generosidad para con los vencidos.
Hablando de la literatura, tuvimos en una ocasión la bue-
na suerte de anotar que la poesía dramática, el teatro, fué
desconocido para los antiguos peruanos. Sólo el historiador
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188 RICARDO PALMA
Gmxilasü da noticia de representaciones escénicas, noticia que,
sin examen crítico, ha sido aceptada por casi todos los ame-
ricanistas contemporáneos. Existe una obra de este género,
Oltaniay^ escrita en quechua, de la cual nadie había tenido
noticia en el Perú antes de 1780, en que se representó á pre-
sencia del rebelde Tupac-Aniaru y de su improvisada corte.
La crítice ha venido á demostrar, recientemente, que el cura
de Sicuaní, don Antonio Valdés, mediano conocedor de los
teatros griego y español, fué el poeta autor del Oltantay. Por
mucho que halagara nuestro nacionalismo la especie de que
tuvima> f>oesía dramática, el buen sentido nos aconseja re-
nunciáis á esa gloria, por más que, aparte Garcilaso, dos nota-
bles americanistas modernos, Clemente Markham y Sebastián
Barranca, se empeñen aún en sostenerla, sin que influyan en
elJos, no los débiles argumentos por mí presentados de una
maner<i incidental, sino los que, en luminoso y concienzudo
trabajo ad hoc^ ha aducido el historiador argentino don Bar-
tolonu; Mitre.
Pero, si somos de los primeros en convenir que hay mu-
cho en los tiempos incásicos que admite controversia, es para
nosotror clarísimo y ya bien dilucidado punto, el de que la
numeración decimal, base del sistema generalizado hoy en el
mundo, fué la usada por los antiguos peruanos.
Fernando Hoefer, en su Historia de las Matemáticas, dice:
cLa contemplación de los cinco dedos de la mano derecha
unidos á los cinco dedos de la mano izquierda, es la cuna del
primer sistema de numeración y la base de la Aritmética, que
es la ciencia de los números. Contar por los dedos de la mano,
es el verdadero método de numeración universal y primitivo.
Los salvajes de la América cuentan sin fatiga hasta diez: jun-
tando dos veces las manos expresan la cifra veinte; y suce-
sivamente las decenas restantes».
Y esta afirmación de Hoefer, corroborada pw)r el testimo-
nio de viajeros antiguos y modernos, dio campo á un escri-
tor de buen humor para decir, que el sistema decimal era
de origen divino; pues no otro usó ni usar pudo Adán en
el Paraíso.
Pero estos argumentos, por su mismo carácter de genera-
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 189
lidad, no bastan para probar que, entre los peruanos, no fué
otro el método de numeración.
Los quipus^ exclusivos del Perú y de algunos pueblos de
Asia, no servían, como algunos sostuvieron, para consignar he-
chos, sino cantidades. No reemplazaban á la palabra escrita,
sino á la numeración. Eran un manojo de hilos de diversos
colores, en los que, f>or medio de nudos, se marcan la uni-
dad, la decena, la centena y el millar. Por lo menos tal es
mi creencia, que no me propongo imponer á los demás.
Otro argumento en el que, como en el de los quipvs, están
uniformes todos los cronistas de Indias, es el de la organi-
zación que los Incas daban á sus ejércitos y aun á sus pue-
blos, lo que les permitía tener una base firme para la formación
de un exacta censo y cobro de contribución. Las decurias y
cenluriac. de los romanos existieron en el Perú. Cada cuerpo
de ejército ó batallón, entre los peruanos, se componía de diez
centurias ó sea mil soldados.
Dice literalmente Garcilaso: «Todos los juegos se llaman
en quichua chunca (diez), porque todos los números van á pa-
rar al deceno. Los peruanos tomaron, pues, el número diez
por el juego^ y para decir juguemos dicen chuncasun^ que, en
rigor de significación, es: contemos por dieces. (Comentarios Rea-
les. Capítulo 14, libro 20)».
Otras razones en apoyo de mi creencia de que la numera-
ción decimal fué la usada por los antiguos peruanos, podría
alegar; pvero excuso hacerlo, porque carecen de la importaij-
cia decisiva que revisten las ya apuntadas. Una de ellas sería,
por ejemplo, la de que en los ya casi destruidos caminos rea-
les del Cuzco á Quito, y que hasta hoy se llaman Camino del
Inca^ á cada distancia de diez mil pasos colocaban una piedra
ó sefíal especial.
Ponemos punto, que para expresar los fundamentos en que
apoyamos nuestra opinión histórica, sobra con lo escrito.
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DE GALLO A GALLO
Historia de dos improvisaciones
Entre el doctor don José Joaquín de Larriva y el presbí-
tero Echegaray existía, por los años de 1828, constante cam-
bio de bromas en verso. Ambos eran limeños, poetas festivos
y, aunque sacerdotes, de costumbres nada edificantes.
Con menos culto público que hubiera tributado á Venus
y con un poco más de consecuencia política, Larriva habría
alcanzado, por su talento y erudición, á ocupar los más al-
tos puestoc del Estado. Con la misma pluma con que escri-
biera, en 1807, el elogio universitario de Abascal; en 1812, el
discurso contra los insurgentes del Alto-Perú; en 1816, el elo-
gio del virrey Pezuela; y en 1819, la oración fúnebre por los
prisioneros realistas en la Punta de San Luis, producciones
todas de subido mérito literario; con esa misma pluma, repe-
timos, escribió, en 1824, el sermón por los patriotas que mu-
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192 BIGARDO PALMA
rieron en la batalla de Junín; el elogio académico de Bolívar,
en 1826; el bellísimo artículo crítico titulado El Fmilico, en
que puse al Libertador como ropa de pascua, y la tan popu-
lar letrilla
Sucre, en el año veintiocho,
irse á su tierra promete...
i cómo permitiera Dios
que se fuera el veintisiete!
Hasta 1820, juzgándolo por sus escritos, fué Larriva más
monarquista y godo que el rey Wamba; y desde 1824 á 1826
más republicano y bolivarista que Bolívar. Después fué, en
política, todo lo que Dios quiso i>ermitirle que fuera. Siempre
oportunista ó partidario del sol que alumbra.
Un día hace frío
y otro hace calor...
¡qué tiempo. Dios mío,
tan jeringador!
Muy ventajosa idea del risueño pweta tendrá que formarse
todo el que lea la parte que llegó á publicar de su poema La
Angulada^ y sus preciosas fábulas La Araña y El Mono y los^
Gaiod. Musa verdaderamente traviesa inspiraba al iK)eta que
escribía, como el mismo nos lo dice,
en el silencio de la noche, cuando,
tosiendo y rebuznando,
los hombres y borricos
tienen en movimiento los hocicos.
Como periodista no está Larriva á la altura de su mérito
como orador. En 1821 publicó varios números del Nuevo Depo-
sitario; y. en 1825, la Nueva Depositaría^ papeluchos que, aun-
que chistosos, no tuvieron significación política ni social. Am-
bos fuerou hacinamiento de injurias personales contra don Gas-
par Rico y Ángulo, periodista español de revesado estilo. No-
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 193
falló quien echase en cara á nuestro paisano el que malgastara
su tiempo ocupándose tan tesoneramente de un pobre diablo.
Pero Larriva contestó: — «Cada vez que se me dirige este re-
tproche, me quiero desbautizar, i Gran empeño de la laya! Yo
»no escribo p«ara todos, y si se me apura no escribo para na-
»die sino para mí solo; porque me agrada ver mis escritos-
»en letras de molde. A nadie le pongo puñal sobre el pecho
»para que compre y lea el Depositario. ¿Qué cuenta tiene na-
i>die con que yo gaste mi tiempo en lo que me diera la gana?
»¿Yo gasto el tiempo de otro? ¿No es mío el que gasto? Si
>yo, para escribir, pidiese prestada una noche á zutano, un
»día á perensejo, y á mengano una semana, entonces sí que
atendrían fundamento para hablar; pero, gracias á Dios que
ipuedo dar una vuelta en redondo, sin que nadie me señale
icoii el dedo y diga que le debo ni un minuto» (1).
Graciosa es la defensa; mas no por ella merecerá Larriva
pueírto culminante en el periodismo del Perú.
El presbítero Echegaray era, como hemos dicho, un clé-
rigo libertino; pero justo es también consignar que, si en la
mocedad dio no flojo escándalo, fué en la vejez austero sa-
cerdote.
De sus producciones literarias sólo nos son conocidas al-
gunas fáciles y graciosas letrillas, impresas en los listines de
toros; y entre las compovsiciones místicas, que escribió en los
úllimos años de su vida, es muy notable un soneto que existe
en una pared del convento de los padres Descalzos.
Tertulios del café de Bodegones eran Larriva y Echegaray,
El primero padecía de reumatismo en una pierna, dolencia
que le había conquistado el apodo de cojo; y el segundo era
de una gordura fenomenal, por lo que el pueblo lo bautizó
con el nombre de tinaja.
(1) En 1872, es de^ir, años después de publicado este articulo, coleccionó Odríozola, en el
tomo II de sus Documentos literarios^ las principales producciones de Larriva.
13
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194 RICARDO PALMA
En el frecuente tiroteo de chanzas entre los dos poetas,
decía el cojo Larriva que Ech^aray era
Juicio final con patas;
nido de garrapatas;
envoltorio estupendo;
tambora de retreta y sin remiendo ;
demonio vil injerto en papagayo
que viste largo sayo;
judío de Levante
que lleva el pujavante
para cortar los callos á Lonjino,
su padre y su padrino.
El adversario no tenía necesidad de ir á Roma por la res-
puesta y, entre otras bromas, ensartaba estos pareados:
Cállese usted, cojete;
cojo y recojo, cojo con bonete;
cojo con muletilla;
cojo y cojín con sudadero y silla;
cojo reqiiiem-eterna
que se desencuaderna;
palitroque cojito;
muleta de costilla de mosquito;
mísero monigote,
cojo desde los pies hasta el cogote.
Pero ya es tiempo de entrar en la historia de las dos im,-
provisaciones, historia á la que ha servido de introibo todo el
largo párrafo hasta aquí escrito.
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 193
Una noche charlábase sobre política, manjar de gente ocio-
sa, enlre los turtulios del café de Bodegones. Larriva había
volteado la casaca y dejado de ser bolivarista. No se acordaba
ya de que dos años antes, en 1826, había dicho en el discurso
universitario, que ni con los ojos de la imaginación quería
ver á Bolívar lejos del Perú, que la Fama necesitaba de cla-
rín nuevo para ensalzar á un héroe tan grande como Ale-
jaudio, César y demás capitanes de la antigüedad, y pongo
punto á las demás exageraciones lisongeras. Ahora decía La-
rriva.
El tal don Simón
nunca ha sido santo
de mi devoción.
¡Desmemoriado poeta! A esa época de su vida pertenecen
también estos popularísimos versos, que los peruanos repe-
timos siempre:
Cuando de España las trabas
en Ayacucho rompimos,
otra cosa más no hicimos
que cambiar mocos por babas.
Mudamos de condición;
pero fué sólo pasando
del poder de Don Femando
al poder de Don Simón.
No había por aquel tiempo hombre ilustrado que, en la
conversación familiar, y como entre col y col lechuga, no sol-
tase un latinajo. No sabemos á propósito de qué objeción que,
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1% BIGARDO PALMA
sobre sucesos ó partidos políticos, hizo Echegaray, contestó La-
rriva .-—Puede que así sea. El potest ni los teólogos lo recha-
zan. Nihil dificile est—y levantándose de la silla se dispuso á
salir del café.
Echegaray lo detuvo, largándole á quemarropa este trabu-
cazo:
Si nihil dificile est,
según tu lengua relata,
enderézate esa pata
que la llevas al revés.
Una salva de palmadas acogió la feliz redondilla. Larriva
tomó vuelo, se terció el manteo, y poniendo la mano sobre
el hombro de su rival en Apolo, contestó al pelo :
Cuando Dios hizo esta alhaja,
tan ancha de vientre y lomo,
no dijo: — faciamus homo —
sino: — faciamus tinaja.
No menos ruidosos aplausos obtuvo la improvisación de
Larriva que los tributados á la de Echegaray.
¿En cuál de las dos improvisaciones hay mayor mérito?
Decídalo el lector. De mí sé decir que no doy preferencia
á la una sobre la otra. La lucha fué de bueno á bueno^ de
potencia á potencia, de gallo á gallo.
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DOS CUENTOS POPULARES
Los que van á leerse no son fruto íntegro de mi cálamo.
Me lor» envió im amigo, y sólo he tenido que alterar la forma.
I
Guardián de los franciscanos de Lima, por los años de 1816,
era un fraile notable, más que por su ciencia y virtud, por
lo extremado de su avaricia. Llegaba ésta á pimto de mer-
mar á los conventuales hasta el pan del refectorio.
El famoso padre Chuecas, que á la sazón era corista, fas-
tidióse del mal trato; y en uno de los días del novenario de
san Antonio, hallándose el guardián én un confesonario aten-
diendo al desbalijo de culpas de una vieja, subió nuestro co-
rista al pulpito para rezar en voz alta la novena del santo
lisbonense. Chuecas se propuso afrontar, en público, la taca-
ñería del reverendo padre guardián, seguro, segurísimo de que
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198 RICARDO PALMA
las bealao contestarían como loros con el estribillo de cos-
tumbre.
Empezó así el corista:
Los frailes en las tarimas
y el guardián en los colchones...
á lo que las devotas contestaron en coro:
Humilde y divino Antonio,
ruega por los pecadores.
Y prosiguió el travieso fraile:
El guardián come gallina,
los frailes comen fréjoles...
y las rezadoras, sin darse cuenta de la píuUa, volvieron á can-
turrear.
Humilde y divino Antonio,
ruega por los pecadores.
Y tornó fray Mateo Chuecas:
Todos los frailes en cueros
y el guardián buenos calzones...
y, dale que le darás, las hembras repitieron el consabido es-
tribillo.
Y por este tono siguió el tunante corista cantándole á su
superior las verdades del barquero.
Amostazóse, á la postre, el guardián, y sacando la cabeza
del confesonario, dijo:
Baje del pulpito el pillo
antes que yo lo acogote...
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MIS ULTIMAS TBADICIONES 199
y las beatas contestaron:
Humilde y divino Antonio,
ruega por los pecadores.
El corista obedeció, y su guardián lo plantó en la cárcel
del convento, á pan y agua, i>or ocho días; pero la cosa llegó
á oídos del arzobispo Las-Heras, quien llamó al superior fran-
ciscano, le echó una repasata de padre y muy señor mío, y lo
obligó á cambiar de conducta para con los conventuales que,
graciao á la aguda iniciativa del corista Chuecas, se vieron
desde ese día bien vestidos y mejor alimentados.
II
En el pueblo de (bautícelo el lector con el nombre que
le cuadre) se veneraba como patrona á la Santísima Vir-
gen. Andando los tiempws, la polilla que no respeta ni el man-
to real ni las efigies de los santos, les comió las orejas y el cuer-
po, de modo que las puso inservibles para el culto. Visto lo
cual, el señor cura, el alcalde, los sacristanes, los mayordomos,
los notables y feligreses pertenecientes á ambas cofradías, se
reunieron en junta solemne, y después de discusión más larga
que la paciencia de un pobre, se acordó y resolvió hacer santos
nue\os; y al efecto se nombró una comisión de cinco gamo-
nales del pueblo para contratar la obra.
Jpso fado la comisión se dirigió á Lima y, después de ave-
riguar por el tallador ó escultor de imágenes que de mayor
fama disfrutara en la ciudad, ajustó contrato con don Pascual,
y regresó con él al pueblo, donde se le recibió con música,
camaretazos, repique y mesa de once. Brindó el alcalde, brin-
dó el cura, brindaron los mayordomos, y cuando le llegó turno
á don Pascual, éste dijo: que tenía á mucha honra el haber
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200 HICARDO PALMA
sido contratado para ejecutar obra de tanta importancia, y
que el nial de polilla, de que adolecían con frecuencia los
santos, provenía de la pésima calidad de las maderas ó de
torpeza del artista en la preparación del barniz; por ende, lo
primero que había que hacer era escoger buenos troncos, y
que para ello iría él mismo, acompañado de las autoridades
y vecinos, de fuste, á recorrer el campo hasta dar con los tron-
cos de que había menester. Aplauso atronador del auditorio.
Al otro día, muy de madrugada, salió don Pascual con la
comitiva, y después de recorrer gran trecho de monte sin dar
con árbol que petase, llegaron á un sitio llamado el Rome-
ral, en el cual se detuvo el artista, fijándose en un tronco her-
moso que estaba frente á la choza de un pobre viejo, conocido
por el apodo de ño Pachurro, tronco que le servía para amarrar
su asno. '
— Muchachos— exclamó gozoso don Pascual,— mano á las ha-
chas, y á ver si en cuatro minutos cortamos este tronco, que
no lo he visto mejor, en los días de mi vida, para hacer de él
á la Virgen.
— ¡Alto, alto, caballeros'.— brincó el viejo.~No aguanto in-
fracción constitucional. ¿O soy peruano ó no soy peruano?
El tronco es mío, y no lo dejo cortar sin que haya resuelto
el supremo gobierno el expediente de utilidad y necesidad para
expropiarme de mi propiedad; y aun así, si no se me paga
el justo precio del tronco, tendremos pleito hasta que san Juan
baje el dedo.
Como el alcalde y los cabildantes eran de la comitiva, y
el ladino viejo hablaba en razón, entraron en componendas
con él: y por cuatro duros de plata y una botella de cañazo,
se convino en que, siendo el tronco bastante largo se corta-
ra, do la parte de arriba, lo suficiente para labrar la imagen
de la Virgen, dejando la de abajo para que ño Pachurro atase
su borrico.
Hecho el corte regresaron al pueblo como en procesión
ti'iuufal. siendo recibidos con muchas aclamaciones y vivas;
y patán hubo que se arrodilló al pasar el tronco, como si
fuera ya la misma Santísima Virgen, tributándole lo que la
Iglcsici llama culto de hiperdulía.
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 201
Transcurrieron tres días y, cuando don Pascual estaba ya
acabando de descortezar y piulir el tronco, el señor cura vol-
vió á convocar á junta solemne, y en ella expuso: que la fiesta
del patrón san Saturnino, que se celebra mucho antes que la
de la patrona, se venía encima, y que era más urgente hacer
el sanio; que, i>or consiguiente, el tronco que se había escogido
para la Virgen se destinara para aquél, y que después se bus-
caría otro para la patrona. Hubo de parecer á todos sesuda
la proposición, se comunicó lo resuelto á don Pascual, y éste
labró la imagen del santo, que diz (fue salió una obra de arte
El día de la fiesta y estreno de la imagen, le cantaron al
santo las siguientes coplas:
Glorioso san Saturnino,
qué nunca os olvidéis vos
de que fuisteis escogido
para ser madre de Dios.
Naciste en el Romeral,
en frente de ño Pachurro,
y el pesebre de su bxirro
vuestro hermano natural.
De raíz de árbol nacido,
sin pecado original,
has tomado forma humana
por obra de don Pascual.
Dios te libre de polilla,
y á nosotros del afán
de andar en busca de tronco
que te venga tas con tas.
De este modo tú en el cielo,
y nosotros por acá,
cantando tus alabanzas
tendremos la fiesta en paz.
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202 RICARDO PALMA
Esperamos tus milagros,
nuevecito como estás,
y que no salgan diciendo
que el santo viejo hacía más.
Que viva san Saturnino
y que viva don Pascual,
y que todos nos juntemos
en la patria celestial,
y el señor cura también,
por siempre jamás, amén.
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MARÍA ABASCAL
(Reminiscencias)
Recorriendo ayer el salón de cuadros en el Palacio de la
Exposición, después de admirar el magnífico retrato que de
la cantatriz Luisa Marchetti pintó en Madrid el ilustre Federico
Madrazo, me detuve ante otro retrato de mujer, hecho por
humilde pintor peruano conocido con el nombre del maestro Pá-
bulo, y que según entiendo fué hasta 1850, en que murió, el
retratista mejor reputado en Lima.
— Yo conozco á esta señora— me dije;— pero no caigo en
quién sea... ¿Quién será? ¿Quién será?
Y habría seguido cavilando hasta el fin de mis días á no
ocunírseme preguntar al guardián:
—¿Sabe usted, amigo, quién es la persona de este retrato?
— N(» lo sé, caballero; i>ero he oído decir que la retratada
fué querida de un señor Monteagudo, quien parece que era
mucha gente, ciiando se juró la patria.
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204 RICARDO PALMA
— ¡Acabáramos!— murmuré,— i Vaya si la conozco I
Y como alguna vez he escrito sobre Rosa Campmsano (la
querida de San Martín) y sobre Manuela Saenz (la querida
de Bolívar), encuentro lógico borronear hoy algunas cuartillas
sobre María Abascal (la querida de Monteagudo).
Por los años de 1807 existió, en la calle ancha de Cochar-
cas (hoy Buenos Aires), la más afamada picantería de Lima,
como que en ella se despachaba la mejor chicha del Norte y
se condimentaban un seviche de camarones y unas papas ama-
rillas con ají, que eran cosa de chuparse los dedos. Los do-
mingos, sobre todo, era grande la concurrencia de los aficio-
nados al picante y á la rica causa de Trujillo.
La propietaria de la picantería era una mulata de Chiclayo,
casada con un lambayecano que trabajaba como ebanista en
una fábrica de muebles.
En la tarde del 8 de Septiembre, día en que medio Lima
concurría á las fiestas que se efectuaban en homenaje á la
Virgen de Cocharcas, fiestas que, después de la solemne misa
y procesión, concluían con opíparo banquete dado en el con-
ventillo por el canónigo capellán, lidia de toretes, jugada de
gallos, maroma y castillitos de fuego, entró á la picantería una
negra que llevaba en brazos una preciosa niña, de raza blan-
ca, y que revelaba tener nueve ó diez meses de nacida. Pidió
la tal un mate de chicha de ;cwa y un plato de papas con ají,
y cuando llegó el trance de pagar la peseta que importaba lo con-
sumido, la muy bellaca puso sobre el mostrador á la cria-
tura, y le dijo á la patrona:
—Yo soy del barrio, y voy á mi cuarto á traerle los dos
reales. Le dejo en prenda á la niñita María y cuídemela mu-
cho que ya vuelvo.
Y fué la vuelta del humo.
Después de muchas investigaciones, la picantera sacó en
limpio que la negra era una de las muchas amas de cría de
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Maria Abascal
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2fk\ RICARDO PALMA
la cas/i de los expósitos que, por ocho pesos de sueldo al mes,
se encargaban de la lactancia de los infelices niños.
Pero fué el caso que la chiclayana, que nunca había tenido
hijos, en los ocho días transcurridos desde aquel en que reci-
bió la prenda, tomóla cariño y decidió quedarse con ella, de-
cisión favorecida por la circunstancia de que la huérfana estaba
ya en condiciones de destete.
Es sabido que á los expósitos se les daba por apellido el
del virrey, arzobispo, oidores ó el de alguno de los magnates
que con limosnas favorecían el santo asilo. Así, en Arequipa
por ejemplo, casi todos los incluseros eran Chávez de la Rosa,
en memoria del obispo de ese nombre fundador de la benefi-
cente institución. También el apellido Casapía se generalizó
en ese orfanatorio ú orfelinato, vocablos del lenguaje moderno
que aun no han alcanzado á entrar en el Diccionario.
El mismo día en que la picantera y el oficial de ebanista
decidieron quedarse con la chiquilla, en calidad de madrina,
la llevó á confirmar, declarando que la ahijadita se llamaba
María Abascal, adjudicación de paternidad que tal vez nunca
llegó á oídos del virrey.
ALascal hizo su entrada en Lima á fines de Julio del año
anterior y, cronológicamente computando, mal podía tener en
Septiembre de 1807 hija de nueve meses.
La madrina y su marido se encariñaron locamente i>or la
criatura, disputándose á cuál la mimaba más, y agotando en
ella cuanto adquirían para tenerla siempre vestida con esme-
rada limpieza y buen gusto.
María llegó á cumplir los seis años en la picantería, y era
un tipo de gracia y belleza infantil, que traía bobos de ale-
gría á sus padres adoptivos. Pero las envidiosas muchachas
del barrio, para amargar la felicidad de la inocente niña y
hacerla verter lágrimas, la bautizaron con el apodo de la JPapita
con ají.
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 207
El padrino, que trabajaba ya en taller propio y que, mo-
neda á moneda, guardaba como ahorro un centenar de pelu-
conas, resolvió que su mujer cerrase la picantería; y el ma-
Irimonio fué á establecerse en el extremo opuesto de la ciu-
dad, en la calle del Arco, donde con modesta decencia arregla-
ron una casita. No querían que la niña siguiese en contacto
de vecindad con gentes que la humillasen recordándola lo in-
fortunado de su cuna.
Y así vivieron muy felices hasta fines de 1821 en que el
diablo, que es muy diablo, metió la cola en la limpia casita
de l»f calle del Arco.
María había culnplido quince años, y la fama de su hermo-
sura y discreción estaba generalizada en la parroquia.
Sus protectores la cuidaban como oro en paño, y apenas
si los apasionados de la joven podían complacerse en mirarla,
y aun atreverse á dirigirla un piropo ó galaptería, cuando los
domingos, acompañada de su madrina, salía de la misa de
nueve en Monserrate.
Poíiuísimas semanas hacía que San Martín ocupaba la ca-
pital y que la Independencia del Perú se había jurado. Entre
los jefes y personajes argentinos cundió la reputación de des-
lumbradora belleza conquistada por la joven limeña, á quien
la crónica callejera daba por hija de todo un virrey, nada
menos.
La misa de nueve, en Monserrate, se convirtió en romería
para los galanteadores argentinos. Todos se volvieron devo-
tos cumplidores del precepto dominical, empezando por el mi-
niítro don Bernardo Monteagudo, cuya neurosis erótica (tan
magistralmente descrita por el doctor Ramos Mejía en su de-
licioso libro Neurosis célebres) llegó al colmo cuando conoció
á María Abascal. Es claro que, desde los primeros momentos,
él y ella se dirigieron con los ojos más trasmisiones que dos
centralej telegráficas.
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208 RICARDO PALMA
¿Cómo pasaron las cosas? No he alcanzado á averiguar tan-
to, ni hace falta. Lo que sé es que, después de dos meses de
obstinado asedio por parte de Monteagudo, que derrochando
oro conquistó el auxilio de una celestina con hábito de beata
comulgadora, que frecuentaba la casita como amiga de la chi-
clayana^ la fortaleza se rindió á discreción, desapareciendo una
noche María Abascal del honrado hogar de sus favorecedores.
El amor romántico ó platónico es algo que se parece mu-
cho al vino aguado. Eso de querer, por sólo el gusto de querer,
no tiene sentido común. El hombre es fuego, la mujer estopa,
y come el diablo pasa día y noche sopla que sopla, por sabido
está lo que discretamente callo.
No fué sólo la fiebre de los sentidos la que dominó á Moi\-
teagudo en sus relaciones de catorce meses con María. Mas
de un año de constancia, en hombre tan caprichoso y voluble
como él, prueba ^que su corazón también estuvo interesado.
Las aventurillas de veinticuatro horas que de don Bernardo
se refieren, fueron acaso sólo satisfacciones para su amor pro-
pio y n(. dejaron honda huella en su espíritu.
Cuando la tempestad política se desencadenó contra el mi-
nistro de Estado, y el populacho rugía ferozmente pidiendo
la cabeza de Monteagudo, éste no quiso partir para el des-
tierro sin despedirse de la mujer amada. La atmósfera de Lima
tenía para el ex ministro olor de calabozo con humedades de
cadalso. Rodeándose de precauciones para no ser conocido en
la calle por los enemigos que ansiaban apoderarse de su per-
sona. Monteagudo llegó á media noche á casa de su María, de
la que, acompañado de dos leales amigos, salió á las cinco
de la mañana para embarcarse en el Callao.
I 11 añc después, en Diciembre de 1824^ volvió á Lima Mon-
teagudo. y se informó de que María tenía un amante. No quiso
verla y la devolvió, sin abrirlo, un billete en que ella le pedía
una entrevista.
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 209
Uií mes más tarde, en Enero de 1825, caía una noche Mon-
leagudo bajo el poiñal de un asesino; y María Abascal, atro-
pellando á la guardia, penetraba como loca en la iglesia de
San Juan de Dios, y regaba con sus lágrimas el cadáver de
su primer amante, que quizá fué el único hombre que alcanzó
á inspirarla verdadera pasión.
Era yo un granuja de doce años cuando conocí á María
Abascal tal como la retratara el pincel del maestro Pablito.
Principiaba para ella el ocaso de su hermosura; pues los cua-
renta venían á todo venir.
Habitaba María los altos de una casa en la calle de Les-
cano, y en el piso bajo vivía la familia de uno de mis com-
pañeros de colegio. Tuve así ocasión para verla muchas ve-
ces subir ó descender del calesín, vestida siempre con elegan-
cia y luciendo anillos, pendientes y pulseras de espléndidos bri-
llantes. Recuerdo también haberla visto de saya y manto entre
las traviesas tapadas que á las procesiones solemnes concu-
rrían, y que con sus graciosas agudezas traían al retortero á
los golosos descendientes de Adán. La saya y manto desapare-
ció de la indumentaria limeña después de 1855.
María Abascal fué lo que se entiende por una aristocrática
cortesana, una horizontal de gran tono. Las puertas de su sa-
lón no se abrían sino para dar entrada á altas personalidades
de la política ó del dinero. No se encanalló nunca, ni fué cari-
tativa para con los enamorados pobres diablos. No daba li-
mosnas de amor.
Su figura, acento y modales eran llenos de distinción. Pa-
recía una princesa austriaca, y no una mujer de humilde origen.
Por eso nadie dudaba de que fuera hija del gallardo y caballe-
resco virrey Abascal en alguna aristocrática marquesa de Lima.
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210 RICARDO PALMA
Contábame un contemporáneo y amigo de María que el día
en que cumplió cuarenta y cinco años, lo que debió ser en
1851, rompió ella para siempre con el mimdo, y sus deleites
y vanidades. Convirtió en dinero sonante sus lujosos muebles
y valiosas alhajas, depositando el total en casa de un comer-
ciante que era por esos años, en que aun: no se conocían Ban-
cos en el Perú, el banquero de la ciudad. Se redujo á vivir
modestamente con la renta mensual de cien pesos, intereses del
capital, y se consagró á la vida devota, que es el obligado re-
mate de toda vida alegre. Quien pecó y rezó, la empató.
Así vivió tranquila por más de veinte años, hasta que en
1873 ó 74 la estrepitosa quiebra del comerciante, fruto no de
falta de honradez, sino de errados cálculos y de adversidades
mercantiles, colocó á María en condición mendicante. Aque-
lla quiebra fué muy sonada, porque comprometió el bienestar
de muchas familias de Lima.
El arzobispo cedió á la Abascal dos habitaciones en la casa
de pobres que, en la calle de san Carlos, posee el arzobispado,
y casi todos los viejos y viejas de Lima, que conocieron á
la Tapa con aji en sus buenos tiempos de opulencia, se obligaron
á auxiliarla con limosna mensual.
Ha seis ó siete años pasaba yo, en la mañana de un do-
mingo, por el atrio de la iglesia de San Pedro en compañía
de un amigo, que precisamente era aquel mi colega de 1845,
cuando, entre la gente que salía de misa, pasó una anciana de
aspecto distinguido y simpático, cubierta con la antigua manti-
lla española. Esta circunstancia, tan fuera de la moda, me lla-
mó la atención, y dije al amigo:
— Tengo curiosidad de saber quién es esta señora de la
mantilla. ¿La conoces?
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MIS ÚLTIMAS TRADlOIONES 211
—Y tú también la conoces desde hace medio siglo— me con-
testó.—Hay recuerdos que se parecen á la cicatriz de la pri-
mera vacuna de la infancia, en que difícilmente se borran.
— Pue¿ que me aspen si la recuerdo.
— ¡Hombre! Esa señora es la Fa'pa con ají.
María Abascal murió en 1898, á los noventa y dos años de
edad.
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Monseñor Manuel Tovar y Chamorro
Vioi^;siuo <¿ri5TO t actual Arzobispo de Lima
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i^^^í^^¿^^í2£^^^^¿^:>i^^:¡:>^^^
LA MOxNJITA DE AYACUCHO
No sé por qué haya de ser causa de escándalo el que una
monja rompa la clausura y votos (impuestos ó aceptados es-
pontáneamente) contra las inmutables leyes de la naturaleza,
á la que mal pueden contrariar las flacas criaturas terrestres.
Los votos monásticos, y el de castidad perpetua sobre todo,
son indefendibles en nuestra época. Subsisten [>or rutina ó
costumbre, por histrionismo religioso más que poT disciplina
ó necesidad de la Iglesia de Cristo. Así como una hormiga no
hace verano, el que, entre cada centenar de frailes haya uno
de organismo atrofiado, nada prueba en pro del celibato sa-
cerdotal. Precisamente las excepciones sirven para vigorizar
toda regla. La luz avanza, y el siglo xx, tenemos fe en ello,
verá desaparecer muchas estupideces y barbaridades inventa-
das y mantenidas ix>r la conveniencia del mercantilismo ro-
mano.
No somos de esos librepensadores que no quieren que los
demás piensen libremente, sino á condición de que han de
pensar como ellos piensan; pero, en medio de nuestro genial
espíritu de tolerancia, no transigimos con farsas absurdas como
las excomuniones, con la tiranía que sobre la conciencia se
ejerce eu el confesonario, con instituciones, como el jesuitis-
mo, adversas al progreso social, y mucho menos con la sub-
sistencia de esas asociaciones llamadas conventos de frailes y
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214 EICARDO PALMA
monjas, asociaciones que, en nuestros días, carecen de razón
de ser. No siempire el agua es sucia; con frecuencia lo sucio
es la botella. Mientras haya nidos, habrá cuervos y lechuzas.
¡Abajo los conventos!
Hoy á nadie, y menos á la mujer, es lícito el aislamiento
y lo que los teólogos llaman vida contemplativa, propia de
ángeles espirituales y no de seres corporales. La humanidad
es una inmensa colmena, y nadie tiene derecho á ser zánga-
no en ella. En la tierra como en la tierra, y en el cielo como
en el délo.
Dicen los fanáticos que siendo de católicos ortodoxos la
gi*an mayoría de la nación peruana, nadie debe atacar los erro-
res y farsas del catolicismo romano. Tanto valdría sostener
que, en tierra donde la mayoría fuese de borrachos, no es
lícito predicar contra el alcoholismo.
Y hecha la moraleja, vamos ahora á la historieta contem-
poránea que nos ha inspirado aquélla.
Por los años de 1848 á 1849, siendo obispo de Ayacucho
el ilustrísimo señor Ofelán y prefecto el general don Isidro
Frisauctío, hubo ima mañana gran conmoción en la ciudad,
y no por motivo de política.
Decíase que él acaudalado agricultor don Remigio Jáure-
gui, personaje que en 1839 figuró mucho como diputado en el
Congreso de Huancayo, había, en la noche, escalado el mo-
nasterio de las clarisas y robádose á sor Manuelita G monja
que era, para quien no fuese un mililoto, todo lo que se en-
tiende por bocado de cardenal.
Convencido el pueblo de ^que era realidad el rapto, y azu-
zado por algunos frailes envidiosos de la dicha de un lego,
se lanzó sobre la casa de Jáuregui con el firme propósito
de no dejar en ella piedra sobre piedraj y este acto de fana-
tismo, barbarie y justicia populachera se habría realizado, á
ser el prefecto de pocos bríos. La chusma, ad majorem gloriam
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 215
Dei, opuso resistencia á la tropa, se cambiaron balas y hubo
muertos y heridos, y el bochinche fué sofocado Me alegro y
vuelvo á alegrarme.
Entretanto Jánregui, con la paloma por supuesto, estaba
en su hacienda de Huanta, á cinco ó seis leguas de Ayacu-
cho, y sus peones, bien armados y municionados, habían tam-
bién rechazado una embestida popular.
El obispo se limitó... á lo de siempre:— excomunión y tente
perro.
La justicia, por hacer que hacemos, enredó el asunto en
papel sellado, y aunque el juez llegó á librar mandamiento de
prisión contra el excomulgado, no halló forma de hacerlo efec-
tivo. A la postre, lo dejó en libertad, bajo de fianza y la causa
siguió á paso de tortuga renga.
El presidente de la república y otros magnates patrocina-
ban á Jáuregui y tanto que, en 1851, se le nombró sub-pre-
fecto de Huanta, por considerarlo el gobierno como hombre
preciso para alcanzar el triunfo de una candidatura oficial.
Fatalmente, á los belicosos huantinos les supo á chicharrón
de sebo el nombramiento, y en la primera oportunidad pro-
picia se rebelaron contra la autoridad provincial. Jáuregui y
la monja escaparon milagrosamente, y fueron á refugiarse en
un pueblo de la provincia de La-Mar.
Y allí vivieron tranquilamente, como vive todo matrimonio
bien avenido, hasta 1860 en que la flaca se llevó al amante.
¡Cosa curiosa y que explotó á su sabor el fanatismo su-
persticioso: Tuvieron hijos, y todos varones. ítem, los nenes,
tan luego como eran bautizados, volaban al otro mundo.
Muerto Jáuregui volvió la monja á su convento, donde pasó
veinte años de vida asaz penitente. Murió en 1881.
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LOS REPULGOS DE SAN BENITO
Si Deus non fuera DeuSy aant
Antonio serta... ¡ un como !
(Decires portugueses.)
Los pocos mataperros de 1845 que aun comen pan en esta
metrópoli limeña, recordarán al hermano Piojo blanco^ lego pro-
feso del convento de San Francisco. Me parece que lo estoy
viendo en pleno ejercicio de sus funciones de cuidador ó sa-
cristán del altar de san Benito, santo del que era gran devoto.
El apodo de Piojo blanco veníale de que el pigmento ó ma-
teria colorante de su piel era de la naturaleza que caracteriza
á los hombres que la ciencia denomina albinos.
El buen lego se había familiarizado tanto con san Benito
que, cuando empleaba el plumero para sacudir el polvo del
altar, lo hacía platicando con la efigie; y tan grande era su
alucinación que afirmaba, formalmente, que el santo le res-
pondía y que, en conversación íntima, lo había puesto al co-
rriente en cosas de la otra vida.
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218 RICAKDO PALMA
Yo no sé por qué (pues no he tenido un cuarto de hora
ocioso para leer la vida del santo) exhiben en los altares al
bienaventurado italiano con rostro y manos de negro retinto.
Sospecho que será por encomiar en él la virtud de la humil-
dad; y si no estoy en lo cierto, que no valga.
En materia de santos milagreros disputábanse la palma, en
Lima y por aquellos años, san Antonio y san Benito. Hoy son
un par de panfilos al lado de san Expedito que ha alcanzado
á destronarlos, si bien me aseguran que el actual Padre Santo
se propone privar de santidad al susodicho don Expedito de-
clarando nulos y sin valor sus milagros. Sea lo que Dios y su
merced quieran, que á mí la cosa me importa un pepinillo en
escabeche.
Un grupo de granujas entre los que yo militaba, solía^ por
la tarde, rodear á Fio jo blanco en el atrio de San Francisco, . y
el bendito hermano no se hacía rogar para dar suelta á la
sin hueso ni pelos, relatándonos maravillas de san Benito. Cie-
gos á los que el santo hizo recobrar la vista, cojos á los que
mandó arrojar la muleta, Magdalenas arrepentidas, picaros que
se metieron frailes, cadáveres que se echaron á caminar; en
fin... I la mar de milagros!
Uno de mis camaradas, que era un chico con más tras-
tienda que una botica y más resabioso que un cornúpeta de
lá Rinconada de Mala, interrumpió al narrador diciéndole:
—En resumidas cuentas, hermano; si su san Benito es tan
poderoso, bien puede competir con Dios, echarle la zancadi-
lla y reemplazarlo.
—Me parece— contestó el lego con el aplomo de un sec-
tario entusiasta,— y hasta creo que su merced no lo haría mal
en el oficio de Dios.
— i Cómo! i Qué herejía! ¿Cómo es eso ?— exclamamos en coro
y escandalizados los muchachos.
—No crean ustedes— prosiguió el hermano,— que en el cie-
lo no haya, como en la tierra, descontentos y bochincheros.
Que los hay, lo sé de buena tinta; y diré á ustedes en con-
fianza (y ¡cuidado! con que me comprometan contándoselo al
Comisario del barrio ó al Intendente de policía) que una vez
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 219
varioi santos demagogos le ^propusieron á san Benito que fue-
se Dios
—¿Y qué contestó el negrito?— preguntó uno de nosotros.
— Contestó... que no quería ser Dios ni con plata encima,
ni aunque lo fusilaran, hicieran cuartos ó lo convirtieran en
picadillo. Esto me lo ha dicho el mismo san Benito, en conver-
sación que tuvimos hace ocho días.
—Pero le habrá* dicho también el por qué no quiere ser
Dios— dijo un granujilla que, por lo espiritado, parecía que
estab<i haciendo estudios escolares para convertirse en alambre.
— ¡Vayd si me lo ha dicho! Sepan ustedes que san Benito
discurre que el oficio de Dios ha de ser oficio muy cócora,
y que al que lo ejerce debe repudrírsele la sangre palpando
que, no obstante su tan cacareada omnipotencia, no logra te-
ner á todos satisfechos y contentos.
Saco en limpio de estas palabras de Fiojo blanco que el
ser Presidente de la república ha de ser bocado más apeti-
toso que el de ser Dios; pues no ha libado á mi noticia que
candidato alguno haya hecho ascos al jpuesto alegando los re-
pulgos de san Benito. El que nos diga no quiero será porque
encuentre que las uvas no están maduras; pero no por miedo
á las desazones del mando ni á la cosecha de espinas.
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SAN AxNTONIO DEL FONDO
Por loü años de 1838 á 1842 era,^ todos los sábados, la ave-
nida de Mercedarias un hormiguero de mujeres, no sólo de
las clases popular y media sino hasta de la aristocracia, que
entraban y salían al, hasta hoy, conocido por el nombre de
callejón del Fondo.
Aquello era una verdadera romería para la gente devota
que iba á solicitar milagros de una efigie de san Antonio, á
la cual una beata que, por vieja y fea, era ya de todo punto
tabaco infumable, que habitaba dos cuartos en el antedicho
callejón del Fondo, tributaba fervoroso culto.
En el primero de los cuartos que mediría, sobre poco más
ó menos seis varas cuadradas, veíase un primoroso allarico
sobre el que, entre columnas cubiertas por exvotos de oro y
plata, se alzaba la efigie del santo, finamente labrada en pie-
dra de Huamanga.
Hací*r los honores á los visitantes de ia capilla el confe-
sor de 1? beata, que era un fraile franciscano, más flaco que
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222 RICARDO PALMA
esqueleto de sardina, cuyo nombre he olvidado^ y aunc^ue .lo
recordara eso no da ni quita interés á mi relato.
En ur extremo de la capilla veíase un buzón en que las
devotas, aparte de una moneda de plata como ofrenda para
el mantenimiento del culto, depositaban una carta ó memo-
rial dirigidos á san Antonio, pidiéndole que se empeñase con
Dios para obtener la realización de tal ó cual anhelo, víx fue-
se la salud para un enfermo^ un empleo para un deudo ó el
premio gordo de la lotería próxima. Hasta los picaros y las
doncellaf^ de malandanza tenían algo que pedirle al santo.
Lo seguro, para la beata y el confesor, era una cosecha
semanal de pesetas, que nimca bajó de diez i>esos.
Regresaban devotos y devotas el sábado siguiente, y despoiés
de nueva ofrenda monetaria, les entregaba la beata, en re-
presentación del santo, el memorial despachado, si no siem-
pre con un decreto de interpretación sibilina, de esos que el
vulgo llama
¡bambolla! ¡bambolla!
ni pan ni cebolla,
por lo menos con un— veremos— se hará lo que se pueda—
confíe en Dios— no pierda la esperanza. Y no fué raro en-
contrarse con un— como lo pide la suplicante— sobre todo cuan-
do la solicitud se reducía á pedirle novio á San Antonio, que
era, hasta aquellos aflos, el santo casamentero por excelen-
cia. Por eso dijo un poeta de mi tierra:
¿A qué de Celestinas el ser\icio
si, encendiéndole un cirio á san Antonio,
consiguen las muchachas matrimonio?
Pues, señor, ¡tiene el santo buen oficio!
Persona que de estas cosas sabe me asegura que san An-
tonio ha sido destronado por san Expedito, que es hogaño
el santo á la moda para proveer de marido á niñas crédulas
y alborotadas. Felizmente, el Papa piensa desanUzar á san Ex-
pedito.
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MIS CXTIMAS TRADICIONES 223
Poi* el mes de Junio no era chico el toletole, que se armaba,
entre los devotos y devotas, para el novenario y fiesta de san
Antonio. Hasta misa y sermón hubo el año 42, y vísperas con
castillo de fuego en la puerta del callejón. El día de la fiesta
repartió la beata, entre la concurrencia, mucha mixtura y una
dcclmíta (que á la vista tengo) impresa en papel verde, fruto
primerizo de una joven que acababa de declararse en estado
de poetisa.
A san Antonio del Fondo
i Oh I glorioso san Antonio
que, en humilde callejón^
sin hacer ostentación
avasallas al demonio,
sigue dando testimonio
de tu fK)der infinito,
y alcanza de Dios bendito,
como celeste laurel,
gracias para todo aquel
que á ti las pida contrito.
El escándalo llegó, á la postre, á oídos del arzobispo, que
lo era á la sazón el franciscano padre Arrieta, quien hizo ve-
nir á su presencia al hermano cai>ellán de san Antonio del
Fondo, y lo conminó á que, sin alboroto, pusiese término á
mojiganga que no era más que una de las muchas verrugas
que nos legara el pasado. La superstición y el fanatismo son
plantas que echan raíz muy honda.
En los Avisos de Jerónimo Barrionuevo, correspondientes
al aflo 1665, habría leído, probablemente, nuestro simoniaco
fraile, que una vez despachó san Antonio el memorial de una
señora, que le pedía al santo trajese á buen camino á su ma-
rido que andaba un mucho extraviado, con el siguiente de-
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224 RICARDO PALMA
ci-elifor— Hermana, acuda asan Cayetano, que alo que pide
no alcanzan ni mi influencia ni mi mano.
Y en que lo leyó el franciscano limeño no cabe para mí
dudar; pues el sábado inmediato recibieron todas las peticio-
narias el respectivo memorial con este proveído:— Ya no des-
pacho.
De aquí dedujeron los profanos que en el cielo había ha-
bido crisis, y que san Antonio estaba en la categoría de mi-
nislro cesante y sin pizca de favor para con el (jue le /luitó
la cartera.
A santo que se niega á despachar ó que no hace ya mila-
gros, no hay por qué visitarlo ni rezarle— dijeron mis paisa-
nilas— y desde ese día no volvió san Antonio del Fondo á
ser importunado por pedigüeñas, ni volvió el buzón á reci-
bir pesetas.
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¿QUIEN TOCA EL HARPA? JUAN PÉREZ
(Origen de este reirán)
Créanmí ustedes, por la cruz con que me santiguo, que
en cierta villa del Perú, que no determino pwr evitarme de-
sazones, existía un tocador de harpa tan eximio que, en cer-
tamen ó concurso musical, habría dejado tamañito al mismí-
simo santo rey David.
Juan Pérez, que así se llamaba el harpista, hacía vibrar
armoniosamente las metálicas cuerdas sólo por amor al arte.^
y nuncci estimulado por las monedas que, con su habilidad,
podrí«i lucrar. No era precisamente^ rico; pero bastábanle una
casita y unos terrenos bien cultivados, que de su padre here-
dara, para vivir en holgada medianía. No codiciaba tampoco
aumento de bienes, y era feliz, á su manera, con lo que po-
seía y con tocar el harpa, libre de las preocupaciones y cui-
dados que la fortuna trae consigo.
Todo vecino precisado á festejar el bautizo de un mamón,
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226 RICARDO PALMA
un cumpleaños, matrimonio ú otra fiesta d^ familia, invitaba
indefectiblemente á Juan Pérez, el cual no se hacía rogar para
concurrir con su harpa y deleitar, gratis et amore, á los con-
vidados. Era hombre muy querido y popular.
Cada gallo canta en su corral; pero el que es bueno, bue-
no, canta en el suyo y en el ajeno. A esta clase pertenecía
Juan Pérez; porque, si en su casa tocaba bien, en la de los
vecinos lo hacía maravillosamente. Mejor, sólo santa Cecilia
en el cielo.
Sí loG aplausos lo embriagaban, no menor embriaguez le
producían las reiteradas libaciones. Y como casi no pasaba
noche sin parranda, se fué, poquito á poquito, aficionando al
zumo de parra. El harpa y la copa llegaron, á la postre, á
ser par.i él divinidades á las que tributaba fervoroso culto.
En cuanto á hijas de Eva no pasaba de ser pecador de con-
trabando y á dure lo que durare, como cuchara de pan, y
después,
de ella hacía tanto caso
como el autócrata ruso
del primer calzón de raso
que se puso.
Frisaba ya Pérez en los cuarenta cuando Zoilita Vejar, que
era, como dijo el conde de Villamediana, una de tantas
santas del calendario de Cupido,
consiguió hacerlo pagar derechos en la aduana parroquial por
ante su merced el padre cura.
Juan Pérez no se atuvo al refrán que dice:— Ni cabra ho-
rra ni mujer machorra— y apuró el tósigo.
—Para marido sirve cualquiera— dijo para sus adentros la
moruela, como aquel pobre diablo que fué á solicitar empleo
en una casa de comercio, y preguntándole el patrón si estaba
expedito en el manejo de la caja, contestó:— Calcule usted si
lo estará quien, como yo, ha sido cinco años tambor en cuer-
po de línea.
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 227
No es del todo exacto aquello de que estado cambia cos-
tumbres; porque, después de la luna de miel, que no fué larga,
volvió Juan Pérez á sus casi olvidadas harpa y copa, pasán-
dose las noches de turbio en turbio, como cuando era solte-
ro, en las jaranas, y siempre entre participio y gerundip, es decir,
bebido y bebiendo.
Como Zoilita trajo al matrimonio, por toda dote, un regi-
mienlo de enamorados galanes, éstos se turnaban para acom-
pañarla en la noche, cuidando sólo de asomarse á la casa en
que sonaran cuerdas, y preguntar:-— ¿Quién toca el harpa? ¡Ah!
Juan Pérez— lo que equivalía á decirse: no hay cuidado de
que, antes del alba, vaya el músico á interrumpirme la con-
versación con su oíslo.
¿Quién toca el harpa? Juan Pérez— fué, pues, frase que lle-
gó á popularizarse adquiriendo honores de refrán, y así ha
llegado hasta nosotros que la usamos familiarmente cuando,
tratándose de uji marido descuidado con su hogar, queremos
dar á entender que lleva sobre la frente aquellos que, en los
toros, son honra cuando son bien puestos, lisos y puntiagudos.
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■?ís:v-.v>^2^^í^>'íJí.' :>%^>// :• . z:- 7^^;^^::- r^-y/^^.r^x^^? p^^í^^^''í?^;>:2^?:v-r^>:^2í^rv;^.>^2é
UN SANTO VARÓN
A Luis Berisso, en Buenos Aires.
Vivo y comiendo pan está todavía en Huauya, estancia ve-
cina á Caraz, el protagonista de este artículo. Llámase José
Mercedes Tamariz, aunque generalmente se le conoce por él
Tuerto^ si bien él se requema cuando oye el mote y la empren-
de á puñetazo limpio con el burlón.
Hasta hace pwcos aflos fué Tamariz persona de fuste en
la parroquia de San Ildefonso de Caraz, como que ejercía
los socorridos cargos de sacristán, campanero, misario en las
misas rezadas, organista en las fiestas solemnes, y cantor fúne-
bre en todo sei>elio. Era hombre á quien nadie habría tenido
entrañas para negarle un par de zapatos viejos.
Gran devoto del zumo de parra, que en tan buen predica-
mento para con la humanidad puso el abuelo Noé, era fre-
cuente que, para la misa dominical, tuviese el párroco que ir
en j>ersona á sacar al organista de alguna tracamandana. El
bellaco Tuerto era un don Preciso, pues en diez leguas á la
redondí* no había hombre capaz de manejar el órgano.
Y sucedió que un domingo, en que lo sacaron de una cu-
chipanda para llevarlo á la iglesia, en vez de arrancar al ór-
gano notas que pudieran pasar por imitación del Gloria in
exceUis, tocó una cachica con todos sus ajilimógilis. Los ca-
bildantes, que á la misa cojicurrieron se sulfuraron ante tama-
ña irreverencia, y ordenaron al alguacil que, amarrado codo
con codo, llevase á la cárcel al tuno del organista, el cual
protestaba con esta badajada, propia de un trufaldín:
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230 RICABDO PALMA
—Dios no entiende de música terrena, y para él da lo mis-
mo una tonada que otra.
Acostumbrábase, en muchos pueblos del Perú, celebrar la
Semana Santa con mojigangas populacheras que ni pizca te-
nían de religiosas. En Lima misma, como quien dice en el
cogollitc de la civilización, tuvimos hasta que entró la patria
la exhibición de la Llorona de Viernes Santo, de la Muerte car-
can<í1ia y de otras profanaciones de idéntico carácter. A Dios
gracias van desapareciendo del país esas extravagancias de una
mal entendida devoción.
En la costa y en la sierra, toda mestiza de quince á veinte
primaveras y de apetitoso palmito en disponibilidad para no-
viazgo, se desvivía porque la designase el Cura para repre-
sentar en la Iglesia á la Verónica, á la pecadora de Magdala
á María Cleofe ú otra de las devotas mujeres que asistieron
al dranu> del Calvario.
Nq hace aún medio siglo que, en Paita y otros pueblos
del departamento de Piura, ponían en la cruz al mancebo más
gallardo del lugar, y cuentan que una vez interrumpió éste
al predicador, diciendo:
—Mande su paternidad que se vaya la bendita Magdale-
na, porque me está haciendo cosquillas.
En cuanto á los hombres, el papel de sanios varones no te-
nía menos pretendientes. Durante la cuaresma, el cura los en-
sayaba para que, en las tres horas del Viernes Santo, varones
y varonesas desempeñasen correctamente su papel.
El cura de Caraz, presbítero don José María Saenz que,
corriendo los años, murió en el antiguo manicomio de San
Andrés, designó en una ocasión á Mercedes Tamariz para que
funcionara como santo varón á quien correspondía desclavar
la mano izquierda de Cristo.
Pero fué el caso que imaginándose el orador que era más
culto emplear las palabras diestra y siniestra^ en vez de derecha
é izquierda^ vocablos de uso corriente, dijo dirigiéndose á Ta-
mariz:
— Santo varón, desclava la mano siniestra del Señor.
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 231
Tamariz se quedó hecho un pasmarote, y sotto voce dijo á
su compañero:
—Eso de siniestra irá contigo desclava, hombre.
—No, Mercedes, á ti te toca.
— ¿Qu<? diablos va á tocarme á mí? Me corresponde la iz-
quierda.
El cura, viendo que el sacristán se hacía remolón, para cum-
plir la orden, repitió:— Santo varón, desclava la mano sinies-
tra del Señor.
Ni por esas. Mercedes Tamariz no se daba por notificado
y seguía disputando con el otro prójimo.
Entonces, aburrido el párroco, le gritó:
— i Tuerto borracho! Desclava la mano izquierda dej Señor.
Eso de llamarle TiAerto, y en público para mayor agravio,
le llegó al sacristán á la pepita del alma, le removió el concho
alcohólico, arrojó con estrépito la herramienta que para des-
clavar tenía en la mano, y se salió furioso de la iglesia, pa-
rí oquial, diciendo:
—Padre, no tiene usted la culpa sino yo, por haberme me-
tido eu semejantes candideces.
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LAS MENTIRAS DE LERZUNDI
Allá en los remotos días de mi niñez conocí al general
de caballería don Agustín Lerzundi. Era él, por entonces, aun-
que frisaba con medio siglo, lo que las francesas llaman un
bel homme. Alto, de vigorosa musculatura, de frente despeja-
da y grandes ojos negros, barba abundante, limpia y lucieiite
como el ébano, elegante en el vestir, vamos, era el general
todo lo que se entiende por un buen mozo. Añadamos que
su renombre de valiente, en el campo de batalla, era de los
ejecutoriados y que, por serlo, no se ponen en tela de juicio.
Como jinete era el primero en el ejército, y su gallardía
sobre el brioso caballo de pelea no hallaba rivales.
Cuéntase que, siendo comandante, recibió del Ministerio de
la Guerra órdenes para proveer á su regimiento de caballa-
da, procurando recobrar los caballos que hubieran pertenecido
al ejército y que se encontraran en poder de particulares. Don
Agustín echó la zarpa encima á cuanto bucéfalo encontró en
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234 RICARDO PALMA
la ciudad. Los propietarios acudieron ai cuartel de Barbones
reclamando la devolución, y Lerzundi, recibiéndolos muy cor-
tésmente, les contestaba:
—Con mucho gusto, señor mío, devolveré á usted el ca-
ballo que reclama, si me comprueba que es propiedad suya y
no del Estado.
— Muy bien, señor comandante. Basta con ver la marca que
lleva el caballo en la anca izquierda. Es la inicial de mi ape-
llido.
¿La marca era una A? Pues Lerzundi decía:— Al canchón
con el caballo, que esa A significa Artillería volante.— ¡^Ern una
B? Entonces el jamelgo pertenecía á Batidores montados. Para
Lerzundi la C significaba Coraceros ó Carabineros, la D Drago-
nes, la E Escolta, la F Fusileros de descubierta, la G Granaderos
de d caballo, la L Lanceros, la P Parque; en fin, á todas las
letras del alfabeto les encontraba descif ración militar. Segim
él, todos los caballos habían sido robados de la antigua caba-
llsda del ejército. Lerzundi los reivindicaba en nombre de la
patria.
Sexagenario ya, reumático, con el cuerpo lleno de alifa-
fes y el alma llena de desengaños, dejó el servicio, y con le-
tras de cuartel ó de retiro fué á avecindarse en el Cuzco, don-
de poseía un pequeño fundo, y donde vivía tranquilamente
sin tomai- cartas en la política, y tan alejado de la autoridad
como de la oposición. Un día estalló un motín ó bochinche
revolucionario; y Lerzundi, por amor al oficio, que maldito si
á él le importaba que se llevase una legión de diablos al go-
bierno, con el cual no tenía vínculos, se echó á la calle á ha-
cer el papel de Quijote amparador de la desvalida autoridad.
Los revoltosos no se anduvieron con melindres y le clavaron
una bala de á onza en el pecho, enviándolo sin más pasaporte
al mundo de donde nadie ha regresado.
Sarah Bemardt contaba que, representando en un teatro de
América, después del segundo acto entró en su camarín á vi-
sitarla el Presidente de la república. Terminó el tercer acto, y
entró también á felicitarla un nuevo Presidente. De acto á acto
había habido una revolución. ; Cosas de América!... contadas
por los franceses, como si dijéramos jwr Lerzundi, pues lo
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 235
Único qiie ha sobrevivido á este general es su fama de men-
tiroso.
El célebre Manolito Gásquez, de quien tanto alardean los
andalucte, no mentía con más gracejo é ingenio que mi pai-
sano, el limeño don Agustín Lerzundi. Dejando no poco en
el tintero, paso á comprobarlo.
Conversábase en un corro de amigos, siendo el tema refe-
rir cada uno el lance más crítico en que se hubiera encontrado.
Tocóle turno á Lerzundi, y dijo:
—Pues, señores, cuando yo era mozo y alegroncillo con las
hijas de Eva, fui una tarde con otros camaradas á la picante-
ría de ña Petita^ en el Cercado. Allí encontramos una miichachena
del coco y de rechupete^ mozas todas de mucho cututeo; hem-
bras, en fin, de la hebra. Ello es que, entre un camaroncito
pipifindingucy acompañado de un vaso de chicha de jora, y un
bocadito de seviche en zumo de naranja agria, seguido de una
cepita del congratulámini quita pesares, nos dieron las ocho de
la noche, hora en que la obscuridad del Cercado era superior
á la del Limbo. Nos disponíamos ya á emprender el regreso
á la ciudad, llevando cada uno de bracero á la percuncha res-
pectiva, cuando sentimos un gran tropel de caballos que se
detuvieron á la puerta de la picantería, y una voz aguarden-
tosa que gritó:
— I Rendirse todo el mundo, vivos y muertos, que aquí está
Lacunza el guapo!
Las mozas no tuvieron pataleta, . que eran hembras de mu-
cho juego y curtidas en el peligro; pero chillaron recio y sos-
tenido, y como palomas asustadas por el gavilán corrieron á
refugiarse en la huerta, encerrándose en ella á tranca y ce-
rrojo.
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23ü RICARDO PALMA
Nosotros estábamos desarmados, y escapó cada cual por don-
de Dios quiso ayudarlo; pues los que nos asaltaron eran nada
menos que los ladrones de la famosa cuadrilla del facineroso
negro Lacunza, cuyas fechorías tenían en alarma la' capital.
Yo, escalando como gato una pared, que de esos prodigios
hace el miedo, conseguí subir al techo; pero los bandidos em-
pezaron á menudearme, con sus carabinas, pelotillas de plo-
mo. Corre que corre, y de techo en techo, no paré hasta Mon-
serrate (1).
—Eso es mucho— comentó uno de los oyentes.— ¿Y las bo-
cacalles, general? ¿Y las bocacalles?
— ¡Hombre! jEn qué poca agua se ahoga usted!— contestó
Lerzundi.— ¡Las bocacalles! ¡Valiente obstáculo!... Esas las sal-
taba de un brinco.
Roberto Robert, que saltó desde el almuerzo de un do-
mingo á la comida de un jueves, sin tropezar siquiera con
un garbanzo, no dio brinco mayor que el de las bocacalles
de mi paisano.
II
Siendo Lerzundi capitán, una de nuestras rebujinas polí-
ticas lo forzó á ir á comer en el extranjero el, á veces amargo,
pan del ostracismo. Residió por seis meses en Río Janeiro,
y su corta permanencia en la capital del, por entonces, impe-
rio americano, fué venero en que ejercitó más tarde su vena
de mentiroso inofensivo.
Corrieron años tras años; después de una revolución venía
otra revolución; hoy se perdía una batalla, y mañana se ga-
naba otra batalla; cachiporrazo va, cachiporrazo viene; tan
pronto vencido como vencedor; ello es que don Agustín Ler-
zundi llegó á ceñir la faja de General de brigada. Declaro aquí
(t) Kl Cercado y Monserrate son, en línea recta, eatremos de la ciudad ó sea un trayecto de
más de dos millas. *
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 237
(y lo ratificaré en el valle de Josaphat, si algún militroncho
se picare y me exigiese retractación) que entre un centenar,
por lo menos, de generales que, en mi tierra, he alcanzado á
conocer, ninguno me i>areció más general á la de veras que
don Agustín Lerzundi. ¡Vaya un general bizarro! No se diría
sino que Dios lo había criado para general y... para mentiroso.
Acompañaba siempre á Lerzundi el teniente López, un mu-
chachote bobiculto que no conoció el Brasil más que en el
mapamundi, y á quien su jefe, citándole no sé qué artículo de
las Ordenanzas que prohibe al inferior desmentir al superior,
impuso la obligación de corroborar siempre cuanto él le pre-
guntase en público.
Hablábase en una tertulia sobre la delicadeza y finura de
algunas telas, producto de la industria moderna, y el gene-
ral exclamó:
—¡Oh! ¡Para finos los pañuelos que me regaló el empera-
dor de) Brasil! ¿Se acuerda usted, teniente López?
— Sí, mi general... ¡finos muy finos!
—Calculen ustedes— prosiguió Lerzundi— si serían finos que
los lavaba yo mismo echándolos, previamente, á remojar en
un vaso de agua. Recién llegado al Brasil me aconsejaron,
que como preservativo contra la fiebre amarilla, acostumbra-
se beber un vaso de leche á la hora de acostarme, y nunca
olvidaba la mitcama colocar éste sobre el velador. Sucedió que
una noche llegué á mi cuarto rendido de sueño y apuré el
consabido vaso, no sin chocarme algo que la leche tuviese
mucha nata, y me prometí reconvenir por ello á la criada.
Al otro día vínome gana de desaguar cañería y... ¡jala! ¡jala!
¡jala! salieron los doce pañuelos. Me los había bebido la vís-
pera en lugar de leche ¿no es verdad, teniente López?
—Sí, mi general, mucha verdad— contestó con aire beatí-
fico el sufrido ayudante.
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238 RICARDO PALMA
III
PcTd un día no estuvo el teniente López con el humor de
seguir aceptando humildemente complicidad en las mentiras.
Quiso echar, por cuenta propia, una mentirilla y... ese fué
el día de su desgracia; porque el general lo separó de su lado,
lo puso á disposición del Estado Mayor, éste lo destinó en
filas, y en la primera zinguizarra ó escaramuza á que concu-
rrió, lo desmondongaron de un balazo.
Historiemos la mentira que ocasionó tan triste suceso.
Hablábase de pesca y caza.
—¡Oh! Para escopeta la ,que me regaló el emperador del
Brasil. ¿No es verdad, teniente López?
—Sí, mi general... ¡buena!... ¡muy buena!
—Pues, señores, fui una mañana de caza, y en lo más en-
marañado de un bosque descubrí un árbol en cuyas ramas
habría por lo menos unas mil palomas... Teniente López ¿se-
rían mil las palomas?
—Sí, mi general... tal vez más que menos.
— ¿Qué hice? Me eché la escopeta á la cara, fijé el ¡Hinto
de mira y... ¡pum! ¡fuego! ¿No es verdad, teniente López?
— Sí, mi general... Me consta que su señoría disparó.
—¿Cuántas palomas creen ustedes que mataría del tiro?
—Tres ó cuatro— contestó uno de los tertulios.
— ¡Quiál Noventa y nueve palomas... ¿o es verdad, teniente
López?
—Sí, mi general... Noventa y nueve palomas... y un lorito.
Pero Lerzundi aspiraba al monopolio de la mentira, y no
tolerando una mentirilla en su subalterno, replicó:
—i Hombre, Lói>ez...! ¿Cómo es eso?... Yo no vi el lorito.
-^-Pues, mi general— contestó picado el ayudante,~yo tam-
l>oco vi las noventa y nueve palomas.
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EL DESAFIO DEL MARISCAL CASTILLA
(Reminiscencia histórica)
Entre el gran mariscal don Ramón Castilla y el cónsul de
Francia monsieur de Saillard se i>actó, en 1839, un duelo que
debía realizarse un año después. Pero antes de dar a cono-
cer la causa del desafío, y lo que impidió su realización, con-
viene que el lector sepa quién fué monsieur de Saillard, para
que así no se vea en el caso de aquel que, ignorando lo que
es un ojo de gallo^ le preguntó á un amigo:
—¿Qué tiene usted, don Restituto, que le veo tan alique-
brado?
—Poca cosa un maldito ojo de gallo que me está ha-
ciendo vei' estrellas.
—Hombre, eso es muy serio Al ojo con el codo No
se descuide, y vea hoy mismo al oculista.
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240 BIGARDO PALMA
A fines de 1829 la fragata francesa Moselle, de 60 cañones,
se detuvo, sin fondear, frente á Valparaíso, el corto tiempo
preciso para que desembarcase el vizconde de Espinville que
venía investido con el carácter de vice-cónsul, pues, por aque-
llos tiempos, Inglaterra y Francia no acreditaban ministros cer-
ca de las nacientes repúblicas americanas sino Cónsules ge-
nerales, á los que auxiliaba un vice-cónsul ó canciller.
La Mosellc continuó su viaje para el Callao conduciendo
también á monsieur de Saillard, vice-cónsul nombrado i>ara
el Perú.
Ambos agentes consulares eran tipos opuestos. El aristo-
cratice» vizconde era un simpático normando, de veintiocho
años de edad, buen mozo, elegante y con refinamientos pari-
sienses. Monsieur de Saillard era un ¡wovenzal, hijo de mo-
desto receptor de rentas, pequeño y regordete como candidato
á una apoplegía fulminante, y representaba treinta años, so-
bre poco más ó menos. Su genio era altanero é iracundo, tam-
bién en oposición al del vizconde, que era todo moderación
y amabilidad.
Para matar el fastidio de la larga navegación, entre'tíaían-
se una noche los dos vice-cónsules en una partida de naipes,
en la que sólo interesaban céntimos de franco, cuando, á pro-
pósito de una jugada, suscitó Saillard una disputa; y tanto
hubieron de agriarse los ánimos que Espinville dio un bofe-
tón á su compañero. Intervinieron el comandante de la nave
y los oficiales; pero quedó concertado un duelo para cuando
los doá adversarios se encontrasen en tierra. En el resto del
viaje no cambiaron saludo ni palabra.
Al desembarcar el vizconde en Valparaíso, monsieur de Sai-
llard, que estaba recostado en la borda, le gritó:
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 241
—Hasta muy pronto, señor de Espinville.
-— Hastd cuando usted guste, señor de Saillard— le contestó
el vizconde.
El vice-cónsul acreditado para Chile fué muy bien acogido
por la sociedad de Valparaíso, y pasó ocho meses de paseo en
paseo, de fiesta en fiesta y de baile en baile. La voz pública,
que es muy vocinglera, lo daba por novio de una de las más
bellas y ricas señoritas porteflas.
En tanto Saillard pasaba su tiempo en Lima, esquivo á
frecuentai' la sociedad, adiestrándose en el manejo de la pistola
hasta llegar á conquistarse fama de eximio tirador.
Un día sufK), por un comerciante chileno que estuvo en
el consulado á hacer visar unos documentos, que el vizconde
celebraría su enlace, en pocos meses más, y el vice-cónsul le
dijo :
—Pues regresa usted pronto á Valparaíso, hágame el ser-
vicio de decirle que los hombres que tienen deudas como la
que él ha de pagarme, no pueden casarse sin faltar al honor
y á la lealtad.
El comisionado cumplió con el encardo, y el vizconde le
contestó : — Si escribe usted á esc caballero, dígale qtie soy
de razci de buenos pagadores.
Paso por alto muchísimos pormenores que trae Vicuña
Mackenna, en su libro Relaciones^ para llegar al 11 de Junio
de 1830, día en que Saillard se presentó en el domicilio de
su compatriota, para decirle que había hecho un viaje de ocho-
cientas leguas con sólo el propósito de matarlo.
El duelo se efectuó en Polanco (que era, por entonces, un
caserío vecino á Valparaíso) en la mañana del 13 de Junio,
fiesta de san Antonio, día en que, por ser cumpleaños de la
no\áa, se preparaba en casa de ésta un gran sarao.
El vizconde cayó con el corazón destrozado por una bala.
Saillard se embarcó inmediatamente en un buque ballene-
ro que, á las dos de la tarde, levó anclas con destino al Callao.
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242 RICARDO PALMA
II
Ahora cúmpleme narrar lo que motivó el duelo (cuya rea-
lización impidió la Providencia) con el general Castilla que,
en 1839, era ministro de Guerra en el gobierno del presidente
Gamarra. También Saillard había adelantado en su carrera,
y era, á la sazón, Cónsul General de Francia en el Perú.
Era una noche de tertulia, en palacio, con asistencia del
cuerp<» consular. Todavía no nos dábamos tono con tener en
casa cueriK) diplomático.
En un grupo de militares charlábase sobre cosas de mili-
cia, y monsieur de Saillard, estimulado acaso por el champagne^
se enfrascó en críticas imprudentes sobre la manera cómo es-
taba organizado el ejército peruano; y hablando del arma de
caballería, dijo que los soldados eran escogidos entre los fa-
cinerosos de la costa.
Feo, feísimo defecto es, en muchos europeos, no saber mor-
derse la lengua antes de criticar públicamente nuestros erro-
res y vicios. Conocí, y tuve por maestro en mis horas de estu-
diante, á un ilustrado caballero italiano, el cual solía decir
siempre que escuchaba á algún europeo maledicente:— Es po-
sible que, en el Perú, todo sea malo, insoportable; pero nadie
negará que esta tierra tiene una cosa buena, inmejorable; y
esa cosa es, muchos y cómodos puertos para que puedan em-
barcarse los extranjeros que no estén contentos del país, de
sus costumbres, ni de su gobierno.
Peor calamidad que las de Egipto es la de los patriotas en
patria ajena.
Don Ramón Castilla que, hasta entonces, había escuchado
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 243
con indiferencia los desahogos del francés, lo interrumpió con
estas palabras:
— ¡Eh! señor cónsul... ¡moderación!... i mucha moderación-
señor cónsul!
Para el irritable Saillard fué esto como avivar una hogue-
ra. Se encaró con el ministro de Guerra, el cual le volvió
la espalda, murmurando con el acento corlado que le era pe-
culiar.
— jEh! i Déjeme en paz, hombre!... ¡Borrachito...! ¡Bo-
rracho... !
Ai día siguiente Saillard le enviaba sus padrinos. El bravo
general de caballería contestó:
— ¡Está bien...! Aceptado... cuando guste... elijo armas... es
mi derecho... soy el desafiado... A caballo y lanza en mano...
Así nos batimos los facinerosos... de caballería...
Los padrinos regresaron en la tarde á casa del general, y
le comunicaron que su ahijado aceptaba la condición, pero
que necesitaba un plazo para aprender el manejo de la lanza.
—¡Eso es!... Muy justo... que aprenda... tiene razón... no
hay inconveniente.
— ¿\ qué plazo le concede usted, general ?— preguntó uno
de los padrinos, que era un acaudalado comerciante belga cuyo
nombre he olvidado.
—¡Hombre!... el que ustedes quieran... Por mí... tanto da im
año como un día...
—Pues será un año— dijo don Bernardo Poumaroux que
era el otro padrino.
— ¡Eh!... ya lo he dicho... me es indiferente...
Saillard, que contaba en Francia con protector ó amigos
de gran influencia, recibió cuatro meses después el nombra-
miento de Cónsul general en Caracas.
Llegado á Venezuela, pasó cinco meses recibiendo lección
diaria de equitación y manejo de lanza. Sus maestros, á los
que remuneraba con esplendidez, eran dos llaneros del Apu-
re, de esos que, á las órdenes de Paez y á bote de lanza,
destrozaron los aguerridos batallones del ejército esi>añol.
Cuando sus maestros le dijeron que nada tenían ya por
enseñarle, lo que equivalía á expedirle y refrendarle título de
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244 RICARDO PALMA
priniera lanza de Colombia, encomendó el consulado al can-
ciller, y se dirigió á la Guaira con la firme resolución de em-
barcarse para el Perú. Faltaban menos de dos meses jmra
la expiración del año de plazo.
Pero el hombre propone y la fiebre amarilla dispone.
Treó días después de llegado á la Guaira, recibía cristiana
sepultura el cadáver del testarudo provenzal.
DON POR LO MISMO
A César Gondra, en el Paraguay.
El Gran Mariscal don Ramón Castilla, ' entre otras de sus
cualidades de carácter tuvo la de la obstinación, y gracias á
ella alcanzó, con frecuencia, éxito en sus empresas. Raro fué
que cejase en lo que una vez acometía. ¿Era la cosa difícil
ó peligrosa? Pues por lo mismo. Los obstáculos y riesgos eran
para él un acicate.
Gran rocamboriata^ como decimos en América, ó jugador de
tresillo, como dicen en Esi>aña, era don Ramón Castilla. Des-
pués de las ocho de la noche, salvo cuando graves atenciones
de gobierno se lo impedían, hasta sonadas las doce, tribu-
taba culto á Birján, el dios de la baraja. Sobre jugar bien,
diz que lo acompañaba buena suerte.
Don Ramón buscaba siempre con quien compartir la ga-
nancia, y apenas cogía entre las manos los cuarenta naipes
ó cartulinas que componen la baraja, paseaba la mirada por
el salón, y dirigiéndose á alguno de los palaciegos \isitantes,
decía:
— ¡Eh! Don fulano... acerqúese... siéntese de mirón á mi
lado... jugaremos á medias... ya sabe usted... calladito... los mi-
rones son de palo...
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 245
Si terminada la partída que, por lo regular, era de á cua-
tro pesos el apunte, no resultaba ganancioso^ se oponía tenaz-
mente á que el compañero pagase la cuota que, en la pérdida,
le correspondía.
—Déjese de eso, hombre... Ha sido bufonada mía la de
invitarlo...
—Pero, general...
—¡Nada! ¡Nada!... Obedecer es amar... Yo sé mi cuento...
No me venga usted con algórgoras...
Y no había más que callar, y no insistir ni con el gesto.
Por el contrario, cuando resultaba el mariscal favorecido, lo
que era frecuente, con un centenar de fichas, decía al com-
pañero, pasándole la mitad de ellas:
— ¡Ehl mi amigo... me ha traído usted buena suerte... cobre
lo que le corresponde... es una pequenez... ¡Paciencia!... no
está Dios muy enojado... hay que aceptar lo que buenamente
TÍOS envía...
Téngase en cuenta que casi siempre el compañero era al-
gún diputado monosilábico, de esos cuya elocuencia parlamen-
taria se encierra en decir si ó noj ajustándose á la consigna
ministerial.
Corría el año de 1845, año notable porque en él tuvo el
Perú, por primera vez, ley de Presupuesto. Las rentas públi-
cas se habían, hasta entonces, manejado de manera discre-
cional por el presidente de la república. Cabe á don Ramón
Castilla la gloria de haber roto con el inmoral abuso, que ya
iba haciéndose mal crónico.
Formada una noche la partida de tresillo^ hacían la contra
al [ugador los generales Castilla y Aparicio. Dobladas ya por
don Ramón cuatro bazas, aconteció que el hombre ó jugador
puso sobre la mesa un siete de bastos, y sirvió don Ramón
el cinco, diciendo:
—Ya he cumplido con mi deber... cumpla usted, don Ma-
nuel, con el suyo, haciendo esa baza...
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246 RICARDO PALMA
Grande fué la sorpresa para Castilla al ver que Aparicio
soltaba el tres de bastos.
— ¡Pero, hombre!.., ¿Está usted loco?... ¿Por qué no ha plan-
tado el reyV
—Porque no lo tengo— contestó el compañero.
—Por lo mismo.
—¿Cómo se entiende eso de 'por lo mismo í ¿No está usted
viendo, general, que ese siete es todo un rey disfrazado?
—¡Pues por lo mismo!— insistió don Ramón.— Ha debido us-
ted pintar el rey, y no tolerar disfraces.
El lance se hizo público, y desde esa noche quedó bauti-
zado el presidente don Ramón Castilla con el mote de Doyi por
lo mismo.
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MINUCIAS HISTÓRICAS
I
En la estación veraniega de 1847 encontrábame yo cierta
tarde en un grupo de muchachos en el sitio que entonces se
conocía con el nombre de la Punta del muelle, viendo entrar
al puerto del Callao al vapor que venía de Panamá con corres-
pondencia y pasajeros de Europa. Por aquel año era todavía
motivo de alboroto el anuncio de vapor á la vista, pues sólo
desde fines de 1840, con dos vapores de una compañía in-
glesa—el Chile y el Perú— se había sistemado la navegación
mensual entre Valparaíso y Panamá, con escala en los puertos
intermedios.
El presidente de la república gran mariscal don Ramón
Castilla veraneaba aquel año en el Callao, y fué uno de los
muchos cmiosos que acudieron esa tarde á la punta del mue-
lle. El vapor echó el ancla como á seiscientos metros de dis-
tancia de la Punta, é inmediatamente salió á recibirlo la fa-
lúa de la Capitanía. Media hora más tarde regresaba, y el ca-
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248
BIGARDO PALMA
pitan del puerto acercándose á su excelencia le comunicó que
el buque traía patente limpia, á la vez que, en baja voz, su-
pongo que lo informaría de las sucintas noticias adquiridas á
bordo sobre novedades europeas, y aun sobre el rol de pasa-
jeros. Algo debió disgustar á don Ramón, porque alzando el
tono do la voz y con las interrupciones que le eran peculia-
res, le oímos decir los muchachos que rodeábamos el grupo pre-
sidencial:
—Vuelva usted á bordo, señor capitán de puerto... sí... sí...
prohíbale á ese hombre que ponga la planta en tierra peruana...
¡canalla... sí... canalla!... ha venido ese Judas á América en
busca de árbol para ahorcarse... no... no... que vaya á ahor-
carse en Chile.
Cuando la autoridad marítima se reembarcaba, ya algunos
botes desprendidos del vapor hacían rmnbo al muelle. El ca-
pitán de puerto se dirigió á una de las embarcaciones que dis-
taría doscientos metros del desembarcadero. En ella veíanse
dos pasajeros: una dama enlutada y un caballero también ves-
tido de negro. Tras breve plática entre éste y el jefe de ma-
rina, el bote regresó al vapor con los viajeros.
Por supuesto que yo y mis compañeros nos quedamos sin
sabej' quién era la persona á la que el jefe de la nación aplicara
el epíteto de Judas, y seguiría ¿ignorándolo si once años después,
en 1858, desempeñando yo el empleo de contador ú oficial de
cuenta y razón en uno de los buques de nuestra difunta escuadra
no hubiera, en qportunidad apropiada, venido á mi memoria
ese recuerdo de mis primeros años.
El presidente Castilla, en su segunda época, veraneaba en
Chorrillos, y cuando á las dos de la tarde arreciaba el calor,
se iba por un par de horas á bordo; se arrellanaba en una
mecedora en la toldilla de popa, el comandante le agasajaba
con un vaso de refrigerante cerveza, y su excelencia, que siem-
pre tuvo gran predilección jpor los marinos^ convocaba en tor-
no suyo á los oficiales entregándose con ellos á expansiva con-
versación, la que concluía al picar un guardián las cinco de
la tarde, hora en que regresaba á tierra, llevándose siempre
á uno de los oficiales francos para que le acompañase á comer.
Una tarde me animé á hablarle al presidente de la escena
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 249
que yo presenciara en la Punta del muelle, cuando yo era
un granuja de trece años:
-^Hombre...! Tiene buena memoria el contador... sí... Así
fué como usted lo relata... muy cierto— y no añadió palabra
más, ni yo estimé discreto proseguir.
Decididamente había perdido mi tiempo. Mi curiosidad que-
daba siempre en pie.
Llego la hora de la partida. Estaba distraído, con los bra-
zos apoyados en la borda, contemplando varias canoas de pes-
cadores que se desprendían de la playa, cuando se me acercó
el gran mariscal y me dijo:— Contador, véngase á comer con-
migo.
Ya de sobremesa, me dijo:
— Conocí esta tarde que le rebosaba á usted la curiosidad...
¡bueno!... no es delito ser curioso... no... Ese picaro fué... sé-
palo usted... el godo Maroto.
II
Don Ramón Castilla nació en Tarapacá en 1797 y era siete
ú oche años menor que su hermano don Leandro, quien á
la muerte del padre de ambos ejerció para con aquél funciones
casi paternales. Era don Leandro capitán del ejército español,
y cuando la campaña contra los patriotas de Chile llevó á
su hermano en condición de cadete, obteniéndole á i>oco el
ascenso á subteniente.
Tan luego como en 1821 se proclamó la Independencia del
Perú, don Ramón, que investía ya la clase de teniente, se se-
paró de los realistas, incorporándose como capitán en el ejér-
cito patriota.
En la batalla de Ayacucho, herido don Ramón en un bra-
zo fué conducido en camilla al hospital de sangre, donde se
le colocó en un salón destinado para jefes, así vencedores
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250 RICARDO PALMA
como vencidos. Terminaba el cirujano de hacerle la primera
curación, cuando se oyó una voz que preguntaba:
—¿Dónde está el comandante Castilla?
—Aquí, á la derecha— contestó don Ramón, á la vez que
otro herido decía:— Aquí, á la izquierda.
Los dos hermanos, heridos en defensa de distinta bandera,
oslaban en el hosi>ital de sangre y, ¡coincidencia curiosa! la
lesión de ambos era en un brazo. De más está decir que aque-
lla tarde fué de fraternal reconciliación.
Don Leandro no quiso tomar servicio en el Perú, y se em-
barcó para España. A poco Fernando VII le ascendió á coronel^
dándole alto empleo militar en una de las provincias del reino.
Cuando fallecido el monarca estalló la guerra civil, don
Leandro renunció el cargo que servía y fué á incorporarse en
el ejército carlista. Tres ó cuatro aflos después, por méritos
en acción de guerra, le ascendió Carlos V á brigadier.
Después de la inicua traición de Maroto, bautizada en la
historia con el hipócrita nombre de Abrazo de Vergara^ sólo las
tropas del cabecilla Cabrera continuaron batiéndose con bra-
vura, en el Maestrazgo de Aragón, contra los isabelinos. Ca-
brera con 12,000 hombres se contrajo á impedir que el ejér-
cito de O'Donell se uniera con el de Espartero, quien con
30,000 soldados y mucha artillería sitiaba la fortaleza de Mo-
rella, defendida pK)r 2,800 carlistas con quince cañones. Los
biigadieres don Pedro Beltrán y don Leandro Castilla ftieron
los jefe¿ á quienes Cabrera encomendara la resistencia. Desde
el 21 hasta el 30 de Mayo no pasó día sin recio cañoneo por
ambas partes, y sin que fuesen rechazados los liberales en sus
lentativa¿: de asalto á la plaza.
En la tarde del 30 una bomba produjo la explosión del
principal depósito de municiones, y como apenas quedaban per-
trechos se resolvió, en junta de guerra, que el brigadier Bel-
trán abandonase la plaza i>ara reunirse con Cabrera, enco-
mendándose al brigadier Castilla que con sólo dos compañías
permaneciese entreteniendo al enemigo, y autorizándole i>ara
capitular cuando considerase que ya Beltrán, con su gente, es-
taba libre de ser batido en la retirada. Así convenía á la causa
carlista, y el abnegado don Leandro aceptó el tristísimo deber
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 251
de rendir la plaza y la i>enosa condición de prisionero, en la
que permaneció muchos meses hasta que consiguió evadirse
y emigrai- á Francia.
Cuando en 1865 las turbulencias políticas del Perú llevaron
á Europa, en condición de proscrito, al gran mariscal Casti-
lla, ya no existía don Leandro; pero en Pau (Francia) tuvo el
placer de recibir la visita de doña Dolores, la viuda del bri-
gadier carlista.
Don Ramón Castilla debió llegar al Callao del 27 al 28 de
Abril de 1866 y participar de la gloria que cupo á los comba-
tientes del Dos de Mayo; pero la víspera del día en que iba
á embarcarse en Southampton, un criado infiel le robó el ma-
letín en que guardaba el mariscal veinte mil francos. Por ese
fatal incidente su arribo al Callao fué el 10 de Mayo.
El Dictador anhelaba mantener al mariscal Castilla en el
extranjero. Su secretario de relaciones exteriores doctor don
Toribio Pacheco envió, en Enero de 1866, á don Ramón el
nombramiento de Ministro Plenipotenciario en Francia é In-
glaterra, el cual en el mismo día de recibido devolvió Casti-
lla con las siguientes líneas de su puño y letra:— «Saludo aten-
tamente al doctor don Toribio Pacheco, y no aceptando el
cargo con que ha creído honrarme, le devuelvo el nombra-
miento, pliego de instrucciones y libranzas con que acompa-
ñó su oficio. Soy del señor Pacheco atento servidor.— Ramón
Castilla».
De regreso á la patria levantó el gran mariscal bandera
contra la dictadura en Tarapacá; y desatendiendo la prohi-
bición de los médicos que le asistían, montó á caballo para
emprender campaña sobre Tacna. Al llegar á la estancia ó
aldea de Tiviliche cayó moribundo. El general Beingolea y
el coronel Tomás Gutiérrez refirieron al gue estas páginas es-
cribe, que sus últimas y enigmáticas palabras fueron:— Valien-
tes... sí... adelante... la patria... imposible...
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252 KICARDO PALMA
III
Dolí Rafael Maroto nació en Lorca, población vecina á Mur-
cia en 1782 (1). Siguió desde muy joven la carrera de las ar-
mas, y en la lucha contra la invasión francesa tuvo oportu-
nidades para distinguirse y adelantar en ascensos.
El 14 de Abril de 1814 fondeó en el Callao el navio Asia tra-
yendo al batallón Talavera, fuerte de 800 plazas, al mando
del coronel Maroto. Los talaverinos hicieron atrocidades en
Lima, pues más que soldados fueron bandidos, como que tres-
cientos de ellos habían sido sacados de las cárceles y presidios.
El virrey Abascal estimó prudente complacer al vecindario de
la capital y se deshizo de esa nlala gente enviándola de regalo
á los insurgentes de Chile, que poco á poco, como hila la vie-
ja el copo, los fueron pasaporteando para la eternidad. Tanto en
Lima como en Santiago acostimibraban esos perdidos no abo-
nar lo que compraban, y se iban diciendo el rey paga. Recla-
mar ante el coronel era como ir con la demanda al Nuncio
de su Santidad.
Maroto contrajo, en 1815, matrimonio con doña Antonia Cor-
tés y García, rica heredera y perteneciente á la más alquita-
rada aristocracia de Santiago. Era doña Antonia sobrina del
famoso tribuno Madariaga, que á la sazón ejercía en Caracas
fructuosa propaganda doctrinaria en favor de la república, y
al comunicarle uno de sus deudos la noticia del casorio, con-
testó eic carta que existe hoy en poder del historiador don
Diego Barros Arana:— -¿Se han vuelto ustedes locos? ¿Casar
á la niñü con un sarraceno? No se los perdono.
Después de Maypú, Maroto tuvo que regresar á Lima, de
donde el virrey le envió al Alto-Perú. Fué en Bolivia donde
nació su hija Margarita en 1819. Es fama que Maroto enterró
en un subterráneo de la casa de su mujer, situada en la ca-
(1 Mendibuní incurre en error al onnHifrnar quA nació en 1780. Cuando Abascal le ascendió á
bri$;adier. tuvo á la vista su hoja de servicios (que exinte entre los manuscritos de la Biblioteca
Nacional) y en ella aparece Maroto como nacido en 1782.
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 253
lie de los Huérfanos^ los fondos de la Comisaría real que exce-
dían do ochenta mil pesos en oro sellado, á la vez que entre
las vigas de uno de los techos alcanzó á esconder más de
doscientos fusiles.
Maroto después de la capitulación de Ayacucho, en que no
estuvo porque se encontraba en Puno como jefe superior de
ese territorio, se embarcó con su familia en la Ernestina^ fragata
francesa en la que también se dirigía á Europa el virrey La
Serna con muchos jefes y oficiales realistas.
Llegado á España, Fernando VII lo trató con afecto, le dio
la íQ-an cruz de Isabel la Católica y^ en 1838 lo ascendió á te-
niente general.
En 1829 Maroto envió á América á su esposa acompañada
de un niño de siete años para que reclamase del gobierno de
Chile la devolución de los bienes que la habían sido secues-
trados, entre los que se encontraba la hoy muy valiosa ha-
cienda de Concón, próxima á Valparaíso. La nave tocó para
refrescar víveres en la costa del Brasil, y tanto la señora como
el niño fueron víctimas de la fiebre endémica del país.
Desde que estalló en España la guerra de sucesión, Ma-
roto tomó servicio en el bando carlista. Un día, en ima junta
de guerra, desestimando el monarca con alguna acritud la opi-
nión de Maroto se dio éste por agraviado, separándose de la
causa y marchándose á Francia. Pero Maroto tenía amigos
que disfrutaban de influencia en el ánimo del pretendiente, y
éstos alcanzaron, después de dos años, reconciliar al vasallo
con su señor, quien le confirió el mando en jefe de sus ejér-
citos.
Maroto no había perdonado el antiguo agravio, y se vengó
de don Carlos realizando la gran perfidia del Abrazo de Ver-
gara, vileza que premió la reina-regente, ascendiéndolo á ca-
pitán general, dándole la gran cruz de san Hermenegildo, y
haciéndolo conde de Casa Maroto.
Los mismo liberales ó isabelinos que usufructuaron la trai-
ción fueron los primeros, así en Madrid como en las gi*an-
des ciudades del reino, en abrumar con desaires é injurias al
émulo de Judas. Para todo español, liberal ó ultramontano,
Maroto era un reprobo.
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254
HICARDO PALMA
Al fin convencióse el flamante conde de Casa Maroto de que
para él no había rehabilitación posible en su patria; á pe-
sar de lo desmemoriados y misericordiosos que son los pue-
blos latinos para con los grandes pecadores políticos. Para
Maroto fué y sigue siendo inflexible la sanción moral.
Además en dos ó tres ocasiones corrió peligro de ser ase-
sinado, y aun parece que la enfermedad del estómago de que
adoleció en los últimos nueve años de su vida, tuvo origen
en un veneno que le propinaron.
Entonces decidió trasladarse á América con su hija Mar-
garita; y fué entonces cuando en Febrero ó Marzo de 1847,
le negé el presidente 'Castilla que pisase tierra peruana.
¿Simpatizaba el mariscal con el carlismo? Ciertamente que
no, pues en toda su vida pública ostentó apego á las ideas
liberales. En él no hubo más que repulsión por el traidor
que con la traición ocasionara muchos males á sti hermano
don Leandro.
En Valparaíso y en Santiago fué recibido Maroto con ce-
remoniosa frialdad por los chilenos, y con ultrajante desdén
por la colonia española. Las visitas, más que á él, fueron á
la simpática y desventurada joven, perteneciente, por línea ma-
terna, á la créme social de Chile.
Maroto, antes de resolverse á emigrar, había enviado po-
der al canónigo Aristegui, después obispK) in par tibias, para que
recobrase la hacienda de Concón y demás bienes confiscados.
Todo le fué devuelto á doña Margarita, la cual contrajo ma-
trimonio con un distinguido caballero del cual enviudó.
Doña Margarita Maroto de Borgoño falleció en Valparaí-
so el 23 de Noviembre de 1902.
La casa en que el general esperaba encontrar intacto el
tesoro pK)r él enterrado, había sido arrendada en 1843 á unos
comerciantes ingleses, hombres de finísimo olfato, pues llegó
á darles en la nariz el tufillo de las onzas p^luconas con las
efigies de Carlos III y Carlos IV. Sólo encontró, cubiertos de
moho, los fusiles que depositara en las vigas del techo.
Marotc murió en Valparaíso el 25 de Agosto de 1853, á la
edad de setenta y un años.
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Francisco Bolognesi
LA CAJETILLA DE CIGARROS
(Episodio de la guerra del Pacífico)
Aquella mañana, la del 7 de Junio de 1880, habían corrido
raudales de sangre peruana en el legendario Morro de Arica.
Francisco Bolognesi, el inmortal soldado, había sucumbido, ca-
yendo en tomo suyo 900 bravos de los 1,600 que formaban su
cuerpo do ejército.
Se había batallado hasta quemar el illtitno cartucho, y G,500
soldados chilenos se adueñaron del Morro, sin más pérdida
para ellos que la de 144 muertos y 337 heridos.
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Señor General don Roque Stonz PeBa
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V' '¿}ir'j-fB^/y--m:^'-lK¥'^'-p^'-
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MONUMENTO A LA GLORIA DE BOLOGNE8I
Inanmdo «1 6 «• SoTlaaibra de 180B
17
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Señor General don Roque Stenz Peña
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p-i'iRrfiT.aT-T
i\tf?-'^:'uji^'-'^r'-'^'^-^- yy-^-fC-.-""
-^
MONUMENTO A LA GLORIA DE BOLOGNE8I
Xnairurado el 6 de Voylembre de 1806
17
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258 RICARDO PALMA
La lucha fué en la proporción de uno contra cuatro. La
victoria no correspondió al esfuerzo heroico sino al número
inflexiblemente abrumador.
En momentos de pronunciarse el desastre, un joven ca-
pitán peruano á quien acompañaban cuatro soldados, golpeó
con la culata de su rifle el fulminante de una mina, produ-
ciéndose la explosión que mató á tres de los enemigos, de-
jando heridos ó contusos á muchos más.
Disipada la espesa nube de polvo y humo, se encontraron
el capital» García y sus cuatro valientes rodeados por un gru-
po de treinta chilenos al mando del teniente Lujan. Toda re-
sistencia era imposible, y los cinco peruanos fueron hechos
prisioneros.
En esos momentos se presentó un coronel quien, informado
por Lujan del estrago producido por la mina, dijo lacónica-
mente:— Baje usted con esos hombres á la falda del Morro, y
fusílelos.
\ vencedores y vencidos emprendieron con lentitud el des-
censo de más de trescientos metros que los separaban de la
llanura.
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 259
Habrían caminado ya una cuadra cuando el capitán Gar-
cía se detuvo, y sin fanfarronería, con entera serenidatl de es-
píritu, le preguntó al oficial chileno, que tenía aspecto de buen
muchacho:
—¿Me permite usted, teniente, encender un cigarrillo?
— Nc hay inconveniente, caj>itán. Fume usted cuantos quiera
hasta llegar áJa falda.
García sacó del bolsillo de su talismán^ nombre con que se
bautizó, por entonces, á la levita de los oficiales, una caje-
tilla de cigarros de papel.
— ¿Fumi usted, teniente?
—Sí, capitán, y gracias— contestó el chileno aceptando el ci-
garrillo.
—Así como así— continuó García,— siendo éste el último que
he de de fumar, hago á usted mi heredero de los doce ó quince
que aun quedan en la cajetilla, y fúmeselos en mi nombre.
Lujan se sintió conmovido y aceptando el legado contestó:
—Muchas gracias. Es usted todo un valiente, y créame que
me duele en el alma tener que cumplimentar el mandato de
mi jefe.
Y sin más, prosiguieron el descenso.
Faltábales poco menos de cincuenta metros para llegar á
la siniestra falda cuando, á una cuadra de altura, resonaron
gritos dados por otro oficial chileno:— ¡Eh! i Lujan! ¡Teniente
Lujan! ¡Párese, hombre! ¡Espéreme!
Lujan mandó hacer alto á su tropa, y retrocedió para salir
al encuentro del voceador.
¿Qué había sucedido? Que el coronel, calmada la primera
impresión, reflexionó que su orden de fusilar prisioneros en-
carnaba mucho de injusticia y de ferocidad salvaje. Llamó á
uno de sus subalternos y le mandó que corriese á detener á
Lujan.
—Dice el coronel— fueron las palabras del emisario al apro-
ximársele su compañero,- que no fusiles á estos cholos y que
los lleves al depósito de prisioneros.
—Me alegro— contestó Lujan,— porque el capitancito me ha
sido simpático, como que me ha hecho nada menos que su
heredero.
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260 RICARDO PALMA
Unido el teniente á los cautivos y á su tropa, dijo:
—Le» traigo á usted una buena noticia, capitán. Va usted,
con suá cuatro hombres, al depósito de prisioneros. Ya no
lo fusilo.
—Entonces, mi amigo — - contestó el imperturbable capitán
García,— se quedó usted sin herencia. Devuélvame mi cajeti-
lla de cigarros.
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i
títulos de castilla
Después que el Perú quedó en reposo de las guerras civi-
les que siguieron á la conquista, era consiguiente que, en su
territorio, se cono*ciesen los títulos ó dignidades qiie, en Es-
paña, aparecieron bajo el reinado de Recaredo, que posterior-
mente se renovaron, imitando á otras naciones, y qiie más tar-
de se concedieron á muchos ilustres caballeros.
Se habían trasladado y avencidado en el Perú no j>ocos
sujetas de noble ascendencia, relacionados con familias dis-
thiguidas de la metrópoli, y que poseían bienes más ó menos
vinculados ó libres. Contábanse entre éstos varios funciona-
rios y empleados de la corona, cuya sangre y jerarquía les
daba preferente lugar en la sociedad; y otros individuos que
descendían de conquistadores, entre los cuales muchos habían
contraído posteriormente, en la pacificación del reino, méri-
tos bastantes por sí solos para engrandecerlos.
Reunida así una clase, superior, pK)r la diferencia antide-
mocrática que establecen la cuna, el talento y la riqueza (cla-
se que con el tiempo tuvo mucho aumento) natural fué que
asomasen las aspiraciones á elevados títulos y dignidad. Veían-
se entre los vecinos del Perú (españoles y americanos) caba-
lleros de las órdenes militares que vinieron cruzados de Es-
paña, ó las obtuvieron aquí gracia de los reyes.
Crecí i ya el número de mayorazgos por fundaciones que
se hacían con autorización y requisitos competentes ; y el po-
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262 RICARDO PALMA
der y fortuna de los encomenderos colocaba á éslos en po-
sición ventajosa para pretender, con éxito, honores durade-
ros y hereditarios. Y si en cualquier país está siempre visible
la gente que se considera de alta esfera, en el Perú había
superior razón para que así sucediese; porque no era grande
el número de personas á quienes favorecían felices excepcio-
nes; porque éstas, necesariamente, tenían que hacerse nota-
bles entre la muchedumbre de españoles del estado llano; por-
que la masa de indígenas era mirada como muchedumbre de
idiotas; y por último, porque había negros esclavos y otras
castas que, consiguientemente, componían lo que se llamó úl-
tima plebe.
Casi hasta mediados del siglo xvii puede decirse que no
se conocieron en el Perú otros títulos de Castilla (fuera del
de marqués, dado por el rey á don Francisco Pizarro) que
los 'de algunos virreyes, como los marqueses de Cañete, de
Salinas, de Montesclaros, de Guadalcázar y~de Mansera, y los
condes de Nieva, del Villar-don-Pardo y de Monte Rey. Los
más de estos virreyes suscribían muchos de sus actos poniendo
sólo El Conde 6 El Marqués^ sin expresar en sus firmas cuál
era el dictado de sus títulos, cosa que, entonces, pudo usarse
así, pero que parece se hiciera por no haber en el reino otro
conde ó marqués; y á manera de los grandes señores que,
escribiendo para dentro de sus dominios y á sus propios va-
sallos, no necesitaban, en España, firmarse de otra suerte.
El Cabildo de Lima, que se componía de los hombres más
ilustres del país, tuvo un registro fiel de los caballeros hijos-
dalgo, que existían en el vecindario; y de esa lista se sacaban
anualmente, por elección, los que habían de servir el alto y
distinguido cargo de Alcalde ordin^io. Así era en los anti-
guas tiempos: probándose que, desde la fundación de Lima,
habitaron en su recinto personas ilustres, sin que pueda de-
cirse que el rey ennobleció á algunas; porque, aunque sea evi-
dente, hubo muchas otras jque no necesitaron de esa gracia.
Encuéntranse, aun en los conquistadores conocidos por los
Trece de la Gorgona^ hombres de limpia ascendencia; entre ellos
Nicolás de Rivera, el Viejo, primer alcalde de Lima en 1535.
Y esto se acredita con haber dicho la reina en la capitulación
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 263
de Toledo, el 26 de Julio de 1529, que hacía hidalgos á los
que no lo eran, y á los hidalgos los hacía caballeros de espuela
dorada.
Ahora, en cuanto á los títulos de Castilla que se conocie-
ron en el Perú, diremos que el de Cazares, conferido á la
casa de Pastrana, fué el primero de marqués que se conce-
dió, siguiéndose el de Santiago, creado en 1660, en favor del
oidor don Dionisio Pérez de Manrique, primer título de Cas-
tilla que hubo en la Audiencia de Lima. Aunque antes del
de Santiago eran el marqués de Villarrubia de Langre, nom-
brado desde 1649, y el marqués de Castellón, desde 1657, los
poseedores de ambos estaban en España, y no vinieron á fa-
milias y vecinos del Perú, sino en años posteriores, y cuando
ya existia, en Lima, el título de Santiago. El de marqués de
Guadalcázar que trajo, en 1622, el virrey don Diego Fernán-
dez de Córdova, recayó años después en un pariente suyo,
vecino del Perú, establecido según creo en Moquegua, des-
pués de cuyos días no lo invistió aquí ninguna otra persona.
El primer conde que hubo, de familia radicada en el Perú,
fué el del Puerto, título que se confirió, en 1632, á don Juan
de Vargas y Carbajal, cuarto señor de la villa del Puerto de
Santa Cruz de la Sierra. Siguióse el de conde del Portillo,
el cual lo obtuvo como vizconde, en 1642, don Agustín Sar-
miento de Sotomayor, vecino de Lima, y quedó erigido en
condado en 1670.
Fueron 58 los títulos de marqués que, durante la domi-
nación de España, se conocieron como pertenecientes á fami-
lias y vecinos del Perú, según datos que hemos consultado,
sin contar algunos de otros lugares de Sud-América que de-
penóieroij en un tiempo de este virreinato. El número de los
conde.» llegó á 44, excluido el de San Donas que fué sólo viz-
conde, el único que había en el Perú, y á quien la vulgari-
dad denominaba conde. Este título era de la nobleza de Flan-
des, y no de la de Castilla.
Grandeza de España, no enumerando, como no debemos
hacerlo, la que varios virreyes investían, como el conde de
Alba de Liste (que fué el primero que trajo esa jerai-quía
en 1655), el de Lemos, el de la Monclova, el marqués de Cas-
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264 RICARDO PALMA
lell-dos-rius y el príncipe de Santo Buono (que fué el último
en 1716) diremos que sólo hubo una, conferida á familia pe-
ruana, y fué la que obtuvo en 1779, con el título de duque
de Sai» Carlas, el correo mayor de las Indias don Fermín
de Garba jal y Vargas, natural de Lima; y recayó en él des-
pués de tener la grandeza honoraria, desde 1768. Era el favo-
rito de Carlos III, quien, para más honrarlo, le dio su pro-
pio nombre por título del ducado.
Concediéronse siempre los títulos en favor de familias ilus-
tres y con antecedentes honrosos, aunque en algunas no hu-
biese tan antigua nobleza; y previos requisitos, informaciones,
documentos y pruebas, que jamás se dispensaron, aunque mu-
chos de dichos títulos se alcanzasen mediante erogaciones de
dinero, directas ó indirectas, en favor de la corona. Hubo un
caso que merece citarse, pwr extraordinario, en cuanto á dis-
pensa de esenciales condiciones: este fué el del marquesado
de Villarrica de Salcedo, otorgado por Felipe V, en 1703, al
capitán don José Salcedo, siendo hijo de letra gótica (es decir,
hijo natural) del célebre minero de Laycacota, porque cedió
al rey ciento cuarenta mil pesos, y por considerable suma que
debía la real Hacienda á su padre y abuelo, fuera de présta-
mos y donativos. Entre los títulos radicados en el Perú, no
pocos se libraron por pura recompensa á señalados servicios
hechos por los que los obtuvieron ó por sus ascendientes en
España ó América, en los ejércitos, ó de otras maneras. De
esta clase fueron los marquesados de Villarrubia de Langre,
de Valle-umbroso, de Montemira, de Lara, de Castellón, de
Corpa, de Feria, de Otero, de Casa Boza, de Fuente Hermosa,
de Tabalosos, etc., y los condados de Montemar, del Puerto,
de Castell Blanco, de las Lagunas y otros.
Los hubo también adquiridos por sólo el lustre de algu-
nas casas, como las de los marqueses de Moscoso, de Casa
Calderón, de Casa Concha, de Valdelirios, etc.; y las de los
condes del Puerto, de Monteblanco, de las Torres, de Sierra
Bella, de Valle Oscile y muchos otros.
Loá títulos eran gravados con el derecho llamado de lan-
zas y con el de media anata, que se i>agaban al recibir la
concesión, y después anualmente. Podían redimirse ambos gra-
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 265
vámenes ó uno de ellos, como varios lo hicieron. No falta-
ron títulos á los cuales los reyes dispensaron uno de esos de-
rechos ó los dos, para siempre ó para durante la vida de los
agiaciados, por servicios notables ó por otras causas.
Podían los interesados consignar juros para la satisfacción
de lanzas, y quedaban así relevados de este cargo cuando los
productos llenaban el objeto. Así lo hicieron el conde de Mon-
temar, eJ marqués de Lara, el conde del Portillo y otros.
II
Hubo en el Perú títulos de procedencia extranjera, y por
eso no pagaban lanzas. Era esto conforme á las antiguas re-
glas de Castilla, y se comprendía entre ellos á los que habían
tenido principio en Navarra. Estaban en esa línea los mar-
quesado.- de Castellón, que fué de Ñápeles; el de San Miguel,
cuyo origen fué en Sicilia; el de Feria y el de Fuente Her-
mosa, salidos de Navarra; y el de vizconde de San Donas, que
procedía de Flandes.
El virrey duque de la Patata debió traer autorización del
rey para otorgar unos pocos títulos; aunque motivos tenemos
para creer que procedió por sí y ante sí, al crear el condado
de Torre Blanca, conferido en 1683 á la casa de Ibáfiez y
Orellana Al virrey conde de Superunda se le dio también
autoridad para hacer esa clase de nombramientos, con las con-
diciones y limitaciones contenidas en reales cédulas de 30 de
Abril y 14 de Septiembre de 1743, y 19 de Junio de 1748.
Fueroi: grandes los atrasos de la real Hacienda en esa épo-
ca, reagravados con las pérdidas y destrucción causadas, en
Lima, por el terremoto de 28 de Octubre de 1746: y es evi-
dente que los títulos de Castilla, que dicho virrey confirió,
fueron, como se dice, beneficiados; ó lo que es lo mismo, con-
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260 RICARDO PALMA
seguidos en virtud de donativos pecuniarios, y de la entrega
de las sumas correspondientes á los derechos de lanzas y me-
dia anata: porque todos ellos se expidieron libres perpetua-
mente de tales gravámenes. Pero recayeron en familias de rango
y mérito notorio, como las de los marqueses de Campo
Ameno, San Felipe el Real y Torre Hermosa, y las de los
condes de San Javier, de Torre Velarde, de Valle Hermoso,
de Castañeda de los Lamos y de Vista Florida, previos los
requisitos y pruebas legales acostumbradas.
También al virrey don Manuel Amat se le enviaron cua-
tro títulos que el rey concedió al Perú, para que se llenasen
con los nombres de personas dignas de llevarlos; y así se
verificó, en 1771, la creación y nombramiento de los condes
de Sai\ Pascual Bailón y San Antonio de Vista Alegre, etcétera,
confirmados por Carlos JH en 1774. No consta ni aparece noti-
cia de que otros virreyes, además de los antes citados, hubiesen
recibido autorización para hacer esas altas concesiones.
Felipe IV dispuso que á nadie se le invistiese de la dig-
nidad de conde ó marqués, sin haber sido antes vizconde. El
cumplimiento de esta disposición se reducía á nombrar al agra-
ciado vizconde, y en la misma fecha cancelarle el despacho,
otorgándole otro del título de conde. Prescindiendo de si era
ó no inútil ese trámite, sólo diremos que fué oneroso, porque
ocasionaba gastos excusables á los que alcanzaban dicha je-
rarquía
Después de expedirse en forma los reales despachos para
los títulos de Castilla, quedaban éstos inscritos y reconocidos
en España, entre los de su clase. Pero se otorgaban, en se-
guida, por la Cámara de Indias, las que se llamaban cartas
auxiliatorias. Dábanse éstas, en favor de los agraciados, con
el objeto de que hiciesen fe en los dominios de América, y
se les tuviese en ellos por tales condes ó marqueses.
El primer título de Castilla que hubo en el Cabildo de
Lima fué el marqués de Guadalcázar, alcalde ordinario en el
año de 1673, siguiéndole el marqués de Villafuerte, alcalde en
1712, el conde del Portillo en 1714, etc.
El último á quien se concedió el título de marqués fué el
regidor don Tomás Muñoz y Lobatón, que recibió el de Casa
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 267
Muñoz, eu 1817; y el último conde, el de Casa Saavedra, por
despacho del año 1820: ambos fueron naturales de Lima.
Los títulos de Castilla caducaban pK)r insolvencia, caso en
que, no pudiendo los poseedores sostener su rango ni pagar
lanzas ni medias anatas, hacían renuncia y abandonaban la
investidura. De éstos fueron los condes de Olmos y marque-
ses de Casa Montijo, Sotohermoso, Casafuerte, Villar del Tajo,
Torre Bermeja y Casa Torres. También se suspendía el ejer-
cicio de los títulos por deudas crecidas en aquellos gravá-
menes, ó porqiie se litigiaba entre partes el derecho á suce-
sión. No era prohibido hacer dejación del título por atrasos,
conservando facultad para reasimiirlo en mejor oportunidad.
De esto ocurrieron ejemplares.
Olroo títulos se extinguieron porqiie faltó heredero directo,
y no hubo parientes del último poseedor, ó si los hubo, no
prelendió ninguno que recayese en él la sucesión.
Todo sucesor tenía obligación de pedir al rey carta de su-
cesión para que le permitiesen usar de su título y honores,
antes de lo cual no podía firmar con la denominación respec-
tiva. Lo mismo pasó y pasa hoy, en España, reservándose los
monarcas la facultad de permitir la continuación de aquellos,
aunque hubiesen sido concedidos para todos sus descendien-
tes. Exceptuábanse de estas reglas los Grandes de España, que
entraban en la sucesión sin otro deber qiie el de participarlo
al rey.
Las herederos ó sucesores ocurrían al trono por conducto
de los virreyes, y éstos proveían entre tanto la prosecución
del título, previo el pago de la media anata, con lo que des-
de luego entraban en posesión, sin exigírseles otros derechos,
ni bajo el carácter de voluntarios. Después el rey libraba,
por la Cámara de Indias, la carta correspondiente.
Tenían pena de mil pesos, los que usaban de los honores
y firma del título sin los requisitos ya dichos. Y cuando algu-
nos, por no satisfacer la media anata, tardaban en pedir la
carta, creyendo qiie podían aceptar ó renunciar cuando les
acomodase, el juzgado de lanzas los estrechaba á que oum-
plicseí! con imo ú otro extremo, dentro del plazo que les es-
taba dado.
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268 RICARDO PALMA
Sólo cuando los títulos no tenían mayorazgo ó territorio
anexo, podían los que lo gozaban renunciarlos y hacer libre
dimisión de ellos. De lo contrario, aun cuando fuese en favor
de suo inmediatos, no les era dado verificarlo sin renunciar
también el mayorazgo inseparable del título. Para las renun-
cias y acciones, era preciso ocurrir al rey y alcanzar su li-
cencia y aprobación; porque los títulos, siendo dignidades rea-
les, eran intrasmisibles sin este trámite, qiie si no se llenaba,
caducaban y tenían reversión á la corona. Los que una vez
llegaban á obtenerlo, aun después de hecha renuncia en fa-
vor de otra persona, siempre quedaban con el derecho de
disfrulai* las mismas honras y distinciones.
Tampoco podían los títulos ni sus primogénitos contraer
matrimonio sin real permiso, expedido por la Cámara de Cas-
lilla. Este providencia se extendió á la América, por real cé-
dula de 8 de Marzo de 1787, autorizándose á los virreyes para
otorgar aquél, en razón á la distancia, y sin necesidad de voto
consultivo de las Audiencias.
Esta, como las demás disposiciones sobre la sucesión, bien
se vé que tenía por objeto conservar el brillo y estimación
de dichas dignidades.
A los títulos de América podía expedírseles sus despachos
por la Cámara de Castilla y por la de Indias, según real re-
soluciói. de 24 de Mayo de 1776. Guardábanseles las mismas
honras y preminencias que en España, y la ley 13, título 15,
libro 4.Q mandó se les diese asiento en las Audiencias, como
en las chancillerías de Valladolid y Granada. Disfrutaban del
tratamiento de Señoría. En sus carruajes usaban cuatro caba-
iros, y tenían asiento, en las funciones de Catedral, en el coro,
y con loe canónigos.
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HIS ULTIMAS TRADICIONES 269
III
Para concluir, insertamos por orden de antigüedad, los titu-
las de Castilla que hubo en el Perú; y en cuanto á la historia
particular de cada uno de ellos, véase ésta en los respectivos
artículos del Diccionario Histórico Biográfico de Mendiburu, en
la Esiadíaiica de Córdova y Urrutia ó en el Nobiliario de Re-
zabal titulado Lanzas y Anatas del Perú,
Duques
El de San Carlos (con grandeza de España).
Marqueses
De Guadalcázar.
—Cazares.
— Villarrubia de Langre.
—Castellón.
—Santiago.
—San Juan de Buenavista.
— Villafuerte.
—Corpa.
— Maenza.
—Santa Lucía de Conchan.
—Feria.
—Mon térrico.
—San Lorenzo de Valleumbroso,
— Zelada de la Fuente.
— Casafuerte.
—Otero.
— Villablanca.
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270 KICARDO PALMA
— -Villahermosa de San José.
—Torre Bermeja.
— Sotoflorido.
— Moscoso.
—Villar del Tajo.
—La Puente y Sotomayor.
— Valdelirios.
— Villarrica de Salcedo.
— Salinas.
— Sotohermoso.
—Santa María de Pacoyán.
— Negreiros.
—Torre Tagle.
—Casa Calderón.
— Mozobamba del Pozo.
—Casa Boza.
—Monte Alegre de Aulestia.
— Casa Torres.
— Lara.
— Bellavista.
—Casa Jara.
—San Felipe el Real.
—Casa Montijo.
— Rocafuerte.
—San Miguel de Hijar.
—Campo Ameno.
—Torre Hermosa.
—Casa Flores.
—Casa Castillo.
—Fuente Hermosa.
— Tabalosos.
—Herrera.
—la Real Confianza.
—Casa Hermosa.
— Montemira.
—Casa Dávila.
—San Juan Nepomuceno.
— Castell Bravo.
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 271
—Casa Concha.
— Casa Muñoz.
Condes
Del Puerto.
Del Portíllo,
Del Castillejo.
De Torreblanca,
— Santa Ana de las Torres.
—La Vega del Rén.
— Villanueva del Soto.
— Cartago.
—Laguna de Chancocaye.
—Olmos.
— Montemar.
—Sierra Bella.
—San Juan de Lurigancho.
— Castell Blanco.
—La Dehesa de Velayos.
— Polentinos.
—Las Lagunas.
—Fuente Roja.
—Casa Dávalos.
—Casa Tagle.
—San Isidro.
—Torre Velarde.
—Valle Hermoso.
—San Javier y Casa Laredo.
—Valle Oselle.
— Monteblanco.
— Vistaflorida.
—Villar de Fuentes.
— Montesclaros de Sapán.
—La Unión.
—Montes de Oro.
— Alastaya.
— San Antonio de Vista Alegre.
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272 RICARDO PALMA
—San Pascual Bailón.
— Valdemar de Bracamonte.
—Castañeda de los Lamos.
—San Carlos.
—Premio Real.
—Fuente González.
— Guaqui.
—Torre antigua de Ore.
—Casa Saavedra.
Vizconde de San Donas.
El título de marqués de Santa Rosa, aunque es razonable
prc&umir qiie fuera acordado á peruano, sólo una vez, y de
un modo incidental, lo hemos visto citado. Hay también quie-
ne.s afirman que no existió tal título en el Perú, fundándose
en que no figura en ninguno de los nobiliarios americanos;
pero es hecho comprobado que personaje de tal título fué
casado, en Lima, con una ilustre dama que, en segundas nupr
cias, contrajo matrimonio nada menos que con un virrey
(Aviles). Quizá fué uno de los títulos que, á pK)co tiempo de
creados, se extinguieron pK)r alguna de las causales que de~
jamos apuntadas.
En cuanto al título de conde de la Granja, que disfruta
un gobernador de Potosí, poeta notabilísimo de su época, pa-
rece que no fué título del Perú sino de España. Lo misma
decimos sobre el marquesado de Casa Guisla.
Aunque la Capitanía General de Chile estuvo siempre baja
la jurisdicción de los virreyes del Perú, los títulos que en esa
región se crearon, y que no excedieron de diez, no se con-
sideraron en los registros de la Audiencia de Lima ni en el
Nobiliaric del Perú. El temor de incurrir en inexactitudes,^
por la deficiencia de nuestros datos, nos obliga á no desig-
narlos.
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Sir^UE^^A.®
En lo creado hay cosas más fuertes i as
unas que las otras.
Las montañas.
El fierro que las allana.
El fuego que funde el fierro.
El agua que apaga el fuego.
La nube que absorbe el agua.
El viento que arrastra la nube.
El hombre que desafía al viento.
La embriaguez que aturde el hombre.
El sueño c]ue disipa la embriaguez.
La ambición que quita el sueño.
La muerte que mata la ambición.
Mahoma.— -E/ Koran.
I
Hernando de Soto
Animoso, prudente y liberal, es Hernando de Soto la figu-
ra más simpática entre los hombres que acompañaron á Fi-
za rro para la captura de Atahualpa.
Hernando de Soto, que había sido uno de los conquistadores
de Nicaragua y que disfrutaba de fortuna y honores, como
primer regidor de la ciudad de León, acogió á Nicolás de Rivera
el Viejo, que fué á proponerle, en nombre de don Francisco
Pizarro, que tomase parte en la conquista del Perú. Soto se
unió á Pizarro, en Panamá, con dos buques, en los que traía
sesenta hombres aguerridos y diez caballos. El jefe de la con-
quista, reconociendo la importancia de Hernando, lo nombró
por su segundo, no sin oposición de los hermanos Pizarro.
Soto fué el primer español que habló con Atahualpa, en
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274 RICARDO PALMA
SU carácter de embajador, mandado por don Francisco al cam-
pamento de Inca, y logró de éste que aceptase la invitación
de pasai' á Cajamarca.
Atahualpa, en su prisión, tomó gran cariño por Hernando
de Soto, en el cual vio siempre un defensor. Hernando de Soto
era verdaderamente caballero, y tal vez el único corazón noble
entre los ciento setenta españoles que apresaron al hijo del Sol.
—Aun es fama que este conquistador pasaba horas acompa-
ñando en su prisión al desventurado monarca, y enseñándole
á jugar al ajedrez. El discípulo llegó á aventajar al maestro.
Cuando regresó de una exploración, á que lo había enviado
Pizarro, se encontró con que el Inca acababa de ser decapitado.
Gran enojo manifestó Soto por el crimen de sus compañe-
ros, y disgustándose cada día más con la conducta de los Pi-
zarro, se regresó á España en 1536, llevándose diecisiete mil
setecientas onzas de oro que le correspondieron en el rescate
del Inca.
El rey le dio el título de Adelantado, le concedió muchas mer-
cedes y honores, y lo autorizó para sacar de España mil hom-
bres y emprender con ellos la conquista de la Florida. En
ésta no fué menos heroico y prudente que en el Perú, y falleció,
en medio de los bosques, atacado de una fiebre maligna.
La historia es injusta. Toda la gloria, en la conquista del Pe-
rú, refleja sobre Pizarro, y apenas hace mención del valiente
y caballeroso Hernando de Soto.
Era hidalgo de nacimiento, natural de Villanueva de Barca-
rrota, buen mozo, moreno de Color, sufridor de trabajos y el
primero en los peligros, con lo que daba ejemplo á los solda-
dos, desprendido de la riqueza, clemente en i>erdonar, y de
gran juicio y cautela. Tal es el retrato que de Hernando de
Soto hace mi cronista.
Murió, muy llorado de los suyos, á la edad de cuarenta y
dos años.
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 275
II
Pedro de Candía
Cuando Francisco Pizarro se vio, en la isla del Gallo, aban-
donado por sus compañeros de aventura, sólo trece hombres
se resolvieron á permanecer con él y sufrir todas las penali-
dades anexas á lo desesperado de la situación. Esos trece hom-
bres eran almas verdaderamente heroicas. Llamábanse Nico-
lás do Rivera el Viejo, Bartolomé Ruiz, Juan de La Torre, Fran-
cisco do Cuellar, Alonso Briceño, Cristóbal de Peralta, Alonso
de Molina, Pedro Alcón, Domingo de Sorialuce, Antonio de
Carrión, García de Jerez, Martín Paz y Pedro de Candía.
Tres de ellos debían morir sin ver realizada la conquista.
Alonso de Molina se quedó en Tumbes, enamorado de una india,
y fué asesinado por los naturales; Pedro Alcón murió loco;
Martín Paz falleció en la Gorgona, víctima de la fiebre; Alonso
de Molina es el héroe de una novela de Marmontel; y Fran-
cisco de Cuellar murió á manos del v^erdugo, ignorándose por
completo si Carrión y Sorialuce militaron después en el Perú.
Estos dos nombres no son recordados por ningún cronista,
ni en los combates con los indios, ni en las guerras civiles de
los conquistadores. Sólo Alonso Briceño regresó á España, donde
vivió holgadamente con la piarte que le cupo del tesoro de
Atahualpa.
En cuanto á Juan de La Torre, murió muy tranquilamente
en su lecho, y siendo uno de los fundadores y más acaudalados
vecinos de Arequipa.
Luego que Pizarro, transcurridos muchos meses, recibió re-
fuerzos y salvó de la crítica situación en que se 'había hallado
en las islas del Gallo y de la Gorgona, se dirigió á Tumbes,
en cuyo puerto hizo desembarcar á Pedro de Candía en calidad
de emDajador. Todos los cí'onistas están conformes en que Pe-
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276 RICARDO PALMA
dro, natural de la isla de Candía, en el archipiélago griego, era
un mancebo de arrogantísimo porte. Se presentó en Tumbes
ante los indios, armado de coraza y casco relucientes, espada,
rodela y una cruz; y su sola figura ejerció influencia mágica
sobre los sencillos habitantes.
A propósito de su embajada, muchos historiadores refieren
con gran seriedad la fábula siguiente:-— Los habitantes de Tum-
bes aceptaron la amistad de los españoles, convencidos de que
eran seres divinos; pues habiéndole echado un tigre al embaja-
dor Pedro de Candia para que lo devorase, éste amansó á la
fiera presentándole la cruz que llevaba en la mano. En tiempo
del virrey Toledo, se levantó una información minuciosa que
vino á destruir el prestigio de tal fábula.
Después de esta expedición, Pizarro se dirigió á España para
entenderse directamente con el emperador y alcanzar mercedes
y facilidades para realizar la conquista. Su compañero de viaje
fué Pedro de Candia, á quien la reina doña Juana acordó el
uso del Don, declarándolo hidalgo, por mucho que en sus
primerOvS años hubiera sido marinrro, y luego pirata. Además.
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 277
lo nombró regidor i>erpetuo ele Tumbes y artillero mayor *de
Pizarro.
£n la captura del inca'Atahualpa, fué Pedro de Candía quien,
disparando ima bombarda ó pequeña pieza de artillería, dio
la sefial para que comenzase la matanza de los indios.
Del rescate del inca le tocaron á Pedro de Candía cuatro-
cientos siete marcos de plata y nueve mil novecientas onzas
de oro.
Ya que incidentalmente hemos hablado del rescate de Ata-
hualpa, es oportuno consignar que lo repartido entre los ciento
setenta audaces aventureros que apresaron al Inca, subió á
treinta y cinco mil cuatrocientos ochenta y seis marcos de plata
y novecientas cincuenta y un mil novecientas treinta y dos on-
zas de oro.
Además, la parte del emperador fué la litera de oro macizo
sobre la que era conducido Atahualpa.
Quimérica parecería tanta riqueza, acumulada en la pri-
sión de Cajamarca en reducido espacio de tiempo, si no exis-
tiera en forma el documento que comprueba la repartición
hecha del tesoro.
Después de Francisco, Juan y Gonzalo Pizarro y de los ca-
pitanes Benalcázar y Hernando de Soto, fué Pedro de Candía
el que alcanzó mayor suma del rescate.
Pizarro comisionó á Candía para que explorase el valle «de
Jauja, y más tarde le dio igual encargo en las montañas. Pedro
de Candía escaló los Andes con increíble trabajo y, en algunos
sitios, tuvo que hacer subir los caballos por medio de maromas,
y poniendo en ejercicio su práctica é industrias de marinero.
Fatigada la gente por todo género de miserias, se dirigió al Ca-
llao, y obtuvo en el Cuzco, de Hernando Pizarro, que lo au-
torizase para reclutar gente y emprender la conquista de Ca-
rabaya, aventtira en la que también fué desgraciado.
Uno de los capitanes, Alonso Mesa el Canario, conspiraba
contra Hernando. Este, creyendo que Candía no era extraño
al proyecto revolucionario, lo hizo arrestar y quitó el mando
de la conquista. Candía logró probar su inocencia, y Hernando
Pizarro mandó decapitar á Mesa.
Alonso Mesa, natural de las islas Canarias, era soldado de
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278 RICARDO PALMA
infantería en la traición de Cajamarca y fué el que, en unión
de Miguel de Astete, tomó prisionero á Atahualpa; y le hubiera
dado muerte á no imi>edirlo Pizarro. Del reparto del tesoro
le tocaron ciento treinta y cinco marcos de plata, y tres mil
trescientas treinta onzas de oro. Hombre vulgarísimo, pero muy
valiente, tenía á veces arranques hidalgos; y cuando, en la en-
trevista de Mala se propusieron los pizarristas apoderarse por
traición de la i>ersona de Almagro el Viejo, Alonso de Mesa
fué de los pocos que protestaron indignados contra esa felonía,
y cuéntase que al pasar junto al Mariscal, lo hizo cantando
esta popular copla del romancero español:
Tiempo es el caballero,
tiempo es de huir de aquí,
que me crece la barriga
y se me acorta el vestir.
Con lo que Almagro se dio por avisado y escapó á la celada
que tan indignamente le tendían.
Desde entonces Pedro de Candía vivió resentido con los
Pizarro; y cuando, muerto el marqués, Almagro el Mozo se
proclamó gobernador del Perú, aceptó sin vacilar el mando de
la artillería. En esta época desplegó Candía toda su actividad
é inteligencia, y en breve tiempo fabricó mosquetes y cañones.
El yerno de Pedro de Candía, que militaba en las filas de
Vaca de Castro, le escribió pidiéndole que falsease la artillería,
arma en que los almagristas cifraban toda su sui>erioridad sobre
el enemigo. Candía mostró inmediatamente la carta á su caudi-
llo, dándole así una prueba de lealtad. Esto sucedía en los
momentos en que Vaca de Castro enviaba á Almagro proposi-
ciones de paz. Almagro desconfió, y con justicia, del negocia-
dor, que á la vez que proponía un arreglo, estaba minándole
el ejército.
En el acto el campo almagrista se puso en movimiento
sobre Chupas para presentar la batalla. Esta fué reñidísima.
El grito en ambos ejércitos era:— i Santiago! ¡Viva el Rey y
Almagro! ó ¡Santiago! ¡Viva el Rey y Vaca de Castro!— Allí
murió Perálvarez Holguín, el más distinguido de los capitanes
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 279
realistas, que entró al combate con sobreveste blanca, y salió
herido Garcilaso de la Vega, padre del historiador.
Ya Almagro recorría el camp>o gritando:— j Victoria! ¡Pren-
der y no matar!— El desorden cundía en las tropas de Vaca de
Castro, y sólo Francisco de Carbajal sostenía la lucha. A este
tiempo, el capitán Saucedo, uno de los mejores amigos de Al-
magro y que acababa de derrotar la vanguaixlia realista, comu-
nicó á Pedro de Candía orden de que variase la situación de
la artillería. Candía obedeció á su sui>erior, y colocó en otro
lugar las piezas; pero los tiros no producían ya mortífero efecto
sobre el enemigo, y rehaciéndose los realistas, entró el pánico
entre los que fwcos minutos antes entonaban el himno de
triunfo.
Almagro, sin averiguar nada, pues los momentos no lo per-
mitían, se dirigió al nuevo sitio que ocupaba la artillería, y
lanzando el caballo sobre Candía, le dijo:— ¡Traidor! Has se-
guido el consejo de tu yerno— y lo atravesó con la lanza.
Así murió, tenido por infame en el concepto de su caudillo,
un soldado que había sido siempre leal para con la causa
que abrazara.
Era hombre de bien, generoso, valiente, de bella figura,
alto y fornido, de pablada barba, con pocas cualidades de man-
do, y el más inteligente, hasta entonces, en la arma de artille-
ría. Murió á la edad de cincuenta y dos años.
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280 RICARDO PALMA
III
Alonso de Toro
Hombre fiero, áspero, vengativo, cruel é indigesto llama un
cronista á este conquistador, que obtuvo en el botín de Caja-
marca la misma porción, en oro y plata, que Mesa el Canario.
Su hermano, Hernando de Toro, fué, jwco después de la muerte
del Inca, asesinado por los indios de Tumbes, y es fama que
con su cadáver celebraron un festín de antropófagos.
Puesto en capilla el Mariscal Almagro, Toro, que era su
enemigo personal, se constituyó de guardia en el calabozo,
y el desgraciado anciano se desahogó diciéndole:
—Por fin vas á beber mi sangre hasta hartarte.
—Y esa es la mayor fortuna que Dios me concede— contestó
el cínico guardián.
Alonso de Toro fué uno de los que más azuzaron á Gonzalo
Pizarro para su rebeldía, y mereció ser nombrado maese de
campo. Pero Toro era generalmente aborrecido, y su nombra-
miento tuvo mala acogida en el ejército. Entonces Gonzalo lo
hizo gobernador del Cuzco, y en ese puesto, lejos de propiciarse
los ánimos, dio rienda suelta á su perverso carácter y aumentó
el número de los desafectos. Por una querella personal mandó
cortar la mano á Hernando Díaz, y recelando siempre una re-
volución, que su mal gobierno provocaba, hizo degollar á los
que le fueron denunciados como cabecillas.
Su lealtad para con Gonzalo no fué de las más probadas, y
mucho se murmuraba de que mantenía correspondencia se-
creta con los parciales de La Gasea. En esta época, habiendo
un día tenido un altercado con su suegra y dádola de bofetones,
Diego González, marido de la ultrajada señora, fué á buscarlo
á su casa, y sin pronunciar una palabra, le dio muerte á pu-
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 281
ñaladas, con gran contentamiento del vecindario del Cuzco,
que celebró el suceso con repiques y luminarias.
Paula de Silva, la viuda de Toro, casó en segundas nupcias
con el licenciado Pedro López de Cazalla, famoso por su ta-
lento y por haber sido el primero que elaboró vinos en el
Peni.
IV
Francisco de Almendras
Perteneció también á los ciento setenta que capturaron al
Inca, y obtuvo una buena partí ja en el rescate.
Hecho algunos años después regidor del Cuzco, tomó parti-
do con Almagro; y en breve lo traicionó, uniéndose á los Pi-
zarro.
En la revolución de Pizarro se hizo Almendras notable por
sus crueldades, y parecía querer rivalizar en ferocidad con el
Demonio de los Andes.
Hallándose una noche acostado en la cama, entró á visitarlo
Diego Centeno, su compadre y amigo íntimo. Después de un
rato de conversación, Centeno le declaró que era partidario
de La Gasea y que venía á tomarlo preso. Francisco de Almen-
dras no podía resisürse, y rogó á Centeno que le perdonase
la vida, teniendo en cuenta sus antiguos vínculos y que era
padre de doce hijos.
Los hombres de ese siglo tenían el corazón tan duro como
la cota de fierro bajo la cual palpitaba.
Centeno mandó degollar á su compadre Francisco de Al-
mendras.
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2S2 RICAKDO PALMA
V
Diego Centeno
Vino al Perú, dos años después del asesinato de Atahual-
pa, en la exi>edición de Pedro Al varado; y Pizarro le dispensó
de^dc el primer día su poderoso amparo. Por eso, en las bata-
llas de Salinas y de Chupas, lo hallamos combatiendo biza-
rramente contra los almagristas.
Comprometido al principio en la revolución de Gonzalo,
cambió pronto de bandera, ajusticiando, como hemos referido,
á Francisco de Almendras. La Gasea dio á Centeno el mando
de una división, la que en diversos encuentros fué siempre
vencida por Francisco de Carbajal. En la batalla de Huarina,
las tropas de Centeno pasaban de mil hombres, y las de Car-
bajal, que no llegaban á quinientos, alcanzaron la victoria. Por
eso, cuando estando para morir el Demonio de los Andes, le
preguntó Centeno si le conocía, le contestó Carbajal que no,
porque siempre le había visto de espaldas.
En sus desgraciadas empresas contra Carbajal, que había ju-
rado darle garrote cuando lo hubiese á mano, tuvo Alarias ve-
ces que caminar por muchos días, solo y á pie, entre riscos
y precipicios; y una ocasión vivió más de seis meses escondido
en una cueva, y debiendo el sustento á la caridad de una in-
dia y de Cornejo el Bueno.
Por fin, en la batalla de Saxsahuaman, La Gasea le confió
el mando de la reserva, y pacificado el país, lo nombró go-
bernador del Río de la Plata. Mas la víspera del día en que
iba á marchar para su destino, murió en un banquete, envene-
nado por uno de los deudos de Francisco de Almendras.
Diego Centeno fué un capitán organizador y activo, de ca-
rácter sanguinario á la vez que cauteloso. Poseía minas muy
ricas en Potosí, y era hombre dadivoso y cortesano.
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 283
VI
Pedro Fuelles
Vino al Perú en 1534 con el Adelantado don Pedro de Al-
varado. Era un joven hidalgo de Castilla, muy pagado de sus
pergaminos. Un cronista dice de él que era avariento, feroz,
y de ánimo inquieto y novelero.
A poco de haber tomado servicio en el Perú, tuvo una insu-
bordinación con Benalcázar, y éste le impuso arresto. Por eso,
cuando en la batalla de Iflaquito se vio Benalcázar herido y
prisionero, el hidalgo Puelles tuvo la cobardía de insultarlo. Xo
es hidalgo quien nace hidalgo, sino quien sabe serlo.
Cuando Gonzalo Pizarro marchó al descubrimiento de la
Canela, dejó en Quito á Puelles i>or su teniente gobernador; y
Vaca de Castro, después de la batalla de las Salinas, lo nombró
para que acabase de fundar y poblar la ciudad de León de
Huánuco.
Sublevado Gonzalo contra el virrey Blasco Núñez de Vela,
Puelles principió por servir la causa de éste; mas pronto se
unió á Gonzalo, traición que inclinó por completo la balanza
en favor de los revolucionarios. Puelles fué el inaese de campo
de Pizarro en la batalla de Iñaquito.
Después del triunfo, Gonzalo le dejó en Quito por su tenien-
te gobernador. A este propósito dice un cronista: «Encargado
» Puelles del gobierno, se vieron en el cielo algunas lumbres
» extraordinarias y dos leones que peleaban, uno en la parte
»del oriente y otro en la parte del poniente, y el sol se obscure-
»ció, con otros fenómenos que fueron tenidos por los habitan-
»tes de Quito como augurios de grandes sucesos y de terribles
5» desastres.»
Al arribo de La Gasea, empezó á palidecer la buena estrella
de Gonzalo; y Puelles, á la vez que enviaba un emisario cerca
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284 RICARDO PALMA
del licenciado, ofreciéndole alzar bandera por el rey si se le acor-
daban ciertas gracias, se preparó á marchar con tropas sobre
Guayaquil, que se había pronunciado contra la revolución. Pero
la víspera de la marcha, y con pretexto de acompañarlo á misa,
entraron varios oficiales al cuarto de Fuelles, que aun no se
había levantado de la cama, le dieron de puñaladas, le corta-
ron la cabeza y la pusieron en el mismo sitio público donde
él había hecho colocar antes la del virrey Blasco Núñez de
Vela.
VII
Hernando Machicao
He aquí un tipo de ferocidad y cobardía, un aventurero
sin Dios y sin ley. Parece que vino al Perú en 1531 y que fué
á establecerse en el Cuzco, donde era regidor cuando el Ca-
bildo reconoció la autoridad de Almagro el Viejo. Machicao
principió por aceptar al caudillo; mas, no alcanzando de éste
grandes provechos, se escapó una noche del Cuzco y pasó á
Lima, donde tomó servicio con los Pizarro.
En la batalla de las Salinas, Machicao encontró en el cam-
¡K), cubierto de heridas, al noble y valiente capitán almagrista
Pedro de Lerma, de quien era enemigo personal, y tuvo la
vileza de teñir su espada en la sangre del moribundo.
Después de haber entrado en acuerdos con los partidarios
de Almagro el Mozo, en el Cuzco, los traicionó también como
lo había hecho con el padre.
En la rebelión de Gonzalo, siguió la bandera de éste; mas lue-
go solicitó el perdón del virrey. El enérgico Blasco Núñez con-
testó que Machicao y Francisco de Almendras eran dos in-
fames tales, que no merecían sino la horca, y que para vencer
no necesitaba de traidores.
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 285
Despechado Machicao, aceptó la comisión de ir á Tumbes
con treinta hombres y asesinar al virrey; pero, frustrada su
empresa, se apoderó de algunos buques, entregándose á mons-
truosas piraterías en la costa. Llegó á Panamá é intimó al ve-
cindario que si no reconocía á Gonzalo i>or gobernador del
Perú, saquearía la ciudad y degollaría á los recalcitrantes. Ate-
morizados los panameños le dieron buques, armas, dinero y
nueve piezas de artillería.
La conducta de Machicao en Panamá fué asaz infame. Robó
mujeres; mandó que sus soldados entrasen á las tiendas y se
vistiesen de paño, sin pagarlo; y llevaba en la mano un rosa-
rio, no por devoción, sino para contar el número de mosquetes
que Ic entregaban los vecinos.
Sus atrocidades no podían dejar de sublevar los ánimos,
y se armó una conspiración; mas, descubierta por Machicao,
hizo dar garrote á los cabecillas.
Salió al fin de Panamá con veintidós buques y quinientos
hombres, y en la travesía apresó un bajel que le llevaba al
virrey im refuerzo de armas, caballos y tropas. Entonces Blas-
co Núñez le hizo proposiciones para atraerlo á su bandera,
y Machicao le contestó:— Tarde piaste. Cuando quise no qui-
siste.
En Tumbes se imaginó que algunos de los tripulantes de
los buques trataban de insurreccionerse, y sin más fórmula
ni proceso, los hizo colgar de las entenas.
Machicao tenía el proyecto de batir primero al virrey, y
luego sorprender á Gonzalo, alzarse con el gobierno y procla-
marse emperador del Perú. Mas, traicionado fK)r uno de sus
confidentes, Gonzalo tuvo conocimiento del pérfido plan y, á
marchas forzadas, vino á unirse con Machicao en Latacunga.
Esto logró calmar los recelos de Pizarro, y lo acompañó á la
batalla de Iñaquito.
Machicao secundaba á Francisco de Carbajal en aconsejar
á Gonzalo que se alzase con el poder, desconociendo al rey
de España, y su bandera fué la única que, en la batalla de
Iñaquito, llevaba i>or lema— Ptzarro— con una corona real en-
cima.
Después de Iñaquito, Gonzalo le regaló algunos millares de
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28G RICARDO PALMA
onzas y le dio á mandar un regimiento de picas, compuesto
de ciento cuarenta hombres.
En la batalla de Huarina, el ejército de Gonzalo no excedía
de quinientos hombres, y el mando de una piarte de la infan-
tería fué confiado á Machicao. Como hemos dicho, esta batalla
contra doble fuerza, sólo pudo ganarla un soldado tan entendi-
do como el maese de campo Francisco de Carbajal, quien
manchó sus laureles haciendo ahorcar en el mismo campo
á un sacerdote dominico, el padre González, junto con treinta
de los principales prisioneros.
Pero en Huarina hizo Carbajal una acción muy meritoria.
Machicao, que dudaba del triunfo, abandonó cobardemente su
puesto apenas se rompieron los fuegos. AI otro día regresó
al campamento, y Carbajal lo mandó arcabucear. Bien merecido
se tenía tan desastroso fin.
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 287
VIII
Martín de Robles
Sin cfue se pueda determinar con fijeza la época en que
Martín de Robles vino al Perú, hallamos que en 1541 era al-
férez real ó abanderado de Perálvarez Holguín, y que, tres años
después, el virrey Blasco Núñez lo distinguió mucho y le dio
el mando de una compañía. Martín de Robles contaba enton-
ces cerca de sesenta años, había militado en Europa, y se le
reputaba como hombre de gran valor y experiencia.
Fué de los primeros en traicionar al virrey, tomando partido
por la Audiencia, y mereció en pago de su defección que aqué-
lla lo nombrara capitán general. Mas reconocida la autoridad
de Gonzalo Pizarro, renunció Robles el nombramiento de los
oidores, confiriéndole Gonzalo el mando de los piqueros y re-
galándole, después de la batalla de Iñaquito, la misma suma
en oro que á Machicao.
Los hombres de ese siglo se habían avezado á la traición.
Cuando Robles vio que la buena estrella de Gonzalo princi-
piaba á desmayar, aconsejó á Diego Maldonado el Rico que se
desertase con una compañía; y luego, con el pretexto de per-
seguirlo, se le unió con los piqueros de su mando y alzaron
bandera por Gasea. La traición de Robles fué contagiosa, y
muchos caballeros notables siguieron el pérfido ejemplo.
Muerto Gonzalo en el cadalso, Martín de Robles salió pre-
cipitadamente de Lima con algunos hombres en dirección á
Potosí. Díjose en el primer momento que Robles era el caudillo
de ima conspiración que debía estallar contra la Audiencia,
tan luego como falleciese el virrey marqués de Mondeja r. Pero
la verdad es que la marcha repentina de Robles fué motivada
porque Vasco Godines y Egas de Guzmán le habían escrito
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288 RICARDO PALMA
que su esposa doña Juana de los Ríos tenía relaciones de amor
con Pablo Meneses, corregidor de Potosí, íntimo amigo de Ro-
bles y tan anciano como él. Todo ello era una calumnia.
Desde Arequipa fué Robles reclutando gente; pero el gene-
ral don Pedro de Hinojosa, que acababa de ser nombrado Jus-
ticia Mayor de Potosí, apaciguó á Robles, y éste se fué á Cha-
yanta, residencia de doña Juana.
Vasco Godines, que era el azuzador de los celos de Robles,
se presentó un día en Potosí y clavó en la puerta de Meneses
un cartel en que don Martín exigía que, si don Pablo no que-
ría batirse en duelo, declarase en presencia de Pedro Portu-
gal, de Hernando Panlagua y de otros caballeros, que él no
era hombre para haber requerido de amores á doña Juana
de los Ríos; porque si lo hiciera, ella era persona tal que le
pelara las barbas y diera de chapinazos; y que, para satisfa-
cer á Robles, estaba pronto á rendirle la daga que llevaba al
cinto.
Meneses, que aun era corregidor de la villa por no haber
llegado el Justicia Mayor, quiso mandar prender á Robles y
cortarle la cabeza por el desacato. Pero, mejor aconsejado,
temió que Hinojosa desaprobase su proceder, creyendo que
la pasión y la venganza habían torcido en sus manos la vara
de juez.
Tres días después se hizo cargo Hinojosa del gobierno; y Me-
neses, recelando un ataque de Robles, se echó á reunir gpnte,
y la villa imperial quedó dividida en dos bandos rivales. En-
tonces contestó al cartel de Robles diciéndole que estaba pron-
to á salir al campo y darle la satisfacción que fuese justa y
que, si oyéndolo no se daba por satisfecho del supuesto agra-
vio, se batirían en camisa, con espada y daga. Aceptó Robles,
y cuando ya iban á ensangrentar los aceros, se presentó el
Justicia Mayor y condujo preso á don Martín.
Hinojosa tomó á empeño reconciliar á los adversarios, y al
fin consiguió que celebrasen un pacto por el que María de
Robles, niña de ocho años, debía casarse, al cumplir los doce,
con Pablo Meneses, anciano de más de sesenta diciembres,
ítem, se estipuló que la niña llevaría una dote de dos mil onzas
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 289
de oro. Como es de suponerse, el acuerdo se celebró con gran-
des festejos.
Pero Vasco Godines y los revoltosos, que veían con esto
aplazada la revolución, quedaron descontentos, y comprome-
tieron para caudillo á don Sebastián de Castilla, huésped y
amigo de Hinojosa.
Aunque el Justicia Mayor tenía aviso de que su huésped cons-
piraba contra él, no quiso darle crédito: y un día contestó al
guardián de San Francisco, que le participaba haber descubier-
to, bajo secreto de confesión, lo que se tramaba:— No me hable
de eso su paternidad, que teniendo yo lugar para echar mano
de mi toledana, me río de todos los revoltosos del mundo.
Concertada, en fin, la revolución, entraron una noche los
conjurados en casa de Hinojosa. Al ruido salió éste al patio,
y uno de los traidores le dijo:
—Señor, estos caballeros quieren á vuesa merced por caudillo
y padre.
—Vean vuesamercedes lo que me mandan— contestó el Jus-
ticia adelantándose hacia el grupo, y por la espalda le dieron una
estocada mortal. Hinojosa cayó sobre unas barras de p^ata,
y los conjurados le remataron, diciéndole:
—Muere sobre lo que tanto amaste.
Después de saquear la casa, salieron los rebeldes á tomar
presos á Robles y á Meneses. Este, afortunadamente para él,
se había quedado á dormir en una de sus haciendas; y Robles
pudo escapar en camisa por una ventana.
Larga tarea sería historiar esta guerra civil, en la que, á
poco, Vasco Godines asesinó á don Sebastián, reemplazándo-
lo como caudillo. Baste decir, en compendio, que el cadalso
fué permanente y las atrocidades sin número.
Revolucionado Girón, en 1553, escribió á Robles solicitan-
do su apoyo; mas don Martín se puso á órdenes del mariscal
Alvarado. En la batalla de Chuquinga, fué Robles encargado
de pasar el río con treinta mosquetes y treinta partesanas,
con prevención de que, después de situarse en un cerrillo,
no comprometiese choque hasta una señal dada. Robles cre-
yó que él solo podía vencer á Girón, y desobedeciendo las
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290 BIGARDO PALMA
instrucciones, cayó sobre el enemigo. Martín de Robles salió
herido, escapando milagrosamente; la mortandad fué gran-
de entre los realistas, y el mariscal culpó siempre al insubor-
dinado teniente de la derrota de Chuquínga.
Cuando, en 1555, llegó á Lima el virrey primer marqués
de Cañete, Martín de Robles era ya tan viejo y achacoso, que
para ir á misa ó á Cabildo, lo hacía apoyándose en un (fsclavo
y llevándole otro la espada. Como el nuevo virrey había subs-
tituido el tratamiento de muy nobles señores que hasta entonces
se daba á los cabildantes, con el de nobles señores^ dijo riéndose
don Martín, en pleno Cabildo de Potosí:— Ya le enseñaremos
á tener crianza á ese virrey de mojiganga, que viene asaz des-
comedido en el escribir.— El vejete, que había sido siempre
revoltoso, creía conservar aún los bríos de su mocedad y vol-
ver á armar la gorda.
Súpolo el marqués de Cañete, y se propuso castigar tanto
la burla á su persona cuanto la traición de Robles al virrey
Blasco Núñez. Con tal fin salió de Lima el oidor Altamirano
con el encargo de hacerle dar garrote. El octogenario Martín
de Robles, que investía la clase de general, fué sin ningún mi-
ramiento ni proceso ejecutado en secreto, lo que produjo un
serio tumulto en Potosí.
Fehpe II desaprobó la conducta del virrey, relevándolo in-
mediatamente con el conde de Nieva, y colmando de honores
y gracias á doña María de Robles y á su hijo Pablo Meneses.
Martín de Robles fué tío del famoso padre Calancha, autor
de la curiosa crónica agustina del Perú.
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 291
IX
Lope de Agnirre el traidor
Asusta y da temblor de nervios asomarse al abismo de la
conciencia de algunos hombres. El sólo nombre de Lope de
Aguirrc aterroriza.
Fecundísimo en crímenes y en malvados fué i>ara el Perú
el siglo XVI. No parece sino que España hubiera abierto las
puertas de los presidios y que, escapados sus moradores, se
dieron cita para estas regiones. Los horrores de la conquista,
las guerras de pizarristas y almagristas, y las vilezas de Godi-
ncs, en las revueltas de Potosí, reflejan, sobre los tres siglos
que han pasado, como creaciones de una fantasía calenturienta.
El espíritu se resiste á aceptar el testimonio de la historia.
Entre los aventureros que can el capitán Perálvarez llegaron
al Perú en 1544, hallábase Lope de Aguirre, mancebo de veinti-
trés años, y reputado por uno de los mejores jinetes. Aunque
oriundo de Oñate, en Guipúzcoa, y de noble familia, que lucía
por mote en su escudo de armas esta leyenda:— Piérdale todor
sálvese la /lowm,— había pasado gran parte de su juventud en
Andalucía, donde su destreza en domar caballos, y su carác-
ter pendenciero y emprendedor le habían conquistado poco
envidiable fama.
En la rebelión de Gonzalo Pizarro, tomó partido por éste;
y cuando, al arribo del licenciado La Gasea se vio en 1549, for-
zada Gonzalo á alejarse de Lima, encomendó á Aguirre, como
uno de los capitanes de más confianza, que con cuarenta hom-
bres de caballería cubriese la retirada.
Apenas emprendido el movimiento, Lope de Aguirre retro-
cedió con su fuerza y entró en Lima gritando:— ¡Viva el rey!
; muera Pizarro, que es tirano!
Y alzando bandera por La Gasea, asesinó en la ciudad á
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292 RICARDO TALMA
dos partidarios de Gonzalo, y en toda la campaña hizo os-
tentación de ferocidad. Lope de Aguirre se entusiasmaba como
el tigre con la vista de la sangre; y sus camaradas, que lo
veían entonces poseído de la fiebre de la destrucción, lo lla-
maban caritativamente:— ÍJZ loco Aguirre,
Cuando, terminada la guerra, llegó la hora de recompensar
á los realistas. La Gasea el Justiciero estimó en poco los ser-
vicios de Aguirre. Resentido éste, se retiró á Potosí, y en 1553,
después del asesinato del corregidor Hiño josa, se alzó con Egas
de Guzmán, y fué uno de los jefes de aquel destacamento que,
en una semana, cambió tres veces de bandera:— por el rey,
contra el rey y por el rey. El mariscal don Alonso de Alva-
rado, pacificador de esos pueblos, á quien se unió Aguirre,
tomó á empyeño ahorcar al traidor; pero como los picaros hallan
siempre valedores, el mariscal tuvo que guardarse en el pecho
la intención.
Combatió después contra Francisco Girón, y recibió una heri-
da en la pierna, de la cual quedó un tanto lisiado.
El marqués de Caftete vino al fin, en 1555, como virrey del
Perú, á estirpar abusos, ahogando todo germen de revuelta.
El buscó ocupación á los espíritus inquietos, destinando á unos
á la empresa de desaguar la laguna en que, según la tradición,
existe la gran cadena de oro de los Incas, y empleando á otros
en la exploración del estrecho de Magallanes.
En Moyobamba, y con aquiescencia del virrey, preparaba
el bravo capitán Pedro de Urzua, natural de Navarra, una
expedición á las riberas del Marañón, en busca de una tierra
que, según noticias, era tan abundante en oro, que sus pobladores
se acostaban sobre lechos del precioso metal. Grande fué el
número de codiciosos que se alistaron bajo la bandera de
Urzua, capitán cuyas dotes como soldado y hazañas en el nuevo
reino de Granada le habían granjeado positiva popularidad.
La curiosa crónica titulada Carnero de Bogotá^ escrita por
un contemporáneo de Urzua, nos pinta la heroicidad de este
caudillo, á la par que la nobleza de su corazón. Pedro de Ur-
zua fué el fundador de Pamplona, una de las más importantes
ciudades de Colombia.
Lope de Aguirre se presentó á Urzua, acompañado de una
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MIS ULTIMAS TKADICIONES 293
hija, niña de once años de edad. A Urzua seguía también en
la expedición la bellísima doña Inés de Atienza, limeña é hija
del conquistador Blas de Atienza, favorito del marqués Piza-
rro, y algunas otras mujeres, entre las que se encontraba una
aragonesa llamada la Torralba, manceba de Aguirre.
Las fatigas de los expedicionarios aiunentaban sin encontrar
el país del oro. Vino luego la desmoralización propia de gente
allegadiza, y una noche estalló un motín encabezado por Agui-
rre. Pedro de Urzua y su querida doña Inés fueron asesinados.
Los revoltosos proclamaron por general á don Fernando de
Guzmán, hidalgo sevillano, y por maese de campo á. Lope de
Aguirre. Extendida el acta revolucionaria, firmó con el mayor
cinismo— Xoí)e de Aguirre el Traidor.— Un historiador añade que
dijo Aguirre que firmaba con este mote de infamia, porque,
después de asesinado el gobernador Urzua, habían de pasar
siempre por traidores , que el cuervo no podía ya ser más
negro que sus alas, y que en vez de justificaciones y penosos
descubrimientos , lo que debían hacer era apoderarse del Perú,
el mejor Dorado del mundo, que el cielo lo hizo Dios para
quien lo merezca, y la tierra para quien la gane.
Los expedicionarios, arrastrados por Aguirre y por las bár-
baras ejecuciones que éste realizara con los que le eran sospe-
chosos, reconocieron, no ya sólo por general, sino por príncipe
del Perú á don Femando de Guzmán. Un día reconvino éste
á su maese de campo, por el inútil lujo de crueldad que
desplegaba con sus subordinados; y no pasó mucho tiempo
sin que el vengativo Aguirre asesinase también á su príncipe.
Y seguido de doscientos ochenta bandoleros, que él llamaba
sus maratones (1), cometió inauditos crímenes en la isla de Mar-
garita, en Valencia y otros pueblos de Venezuela, que entregó
al incendio y al saqueo de los desalmados que lo acompañaban.
La bandera de Lope de Aguirre era de tafetán negro con dos
espadas rojas en cruz.
Una mañana levantóse el caudillo fuerte^ título con que lo en-
galanaron sus marañones, algo aterrorizado, y llamó á un fraile
(1) En 1881 tenía el autor escrita gran parte de una larga novela histórica titulada Los Mara^
ñones f cuyo manusciito desapareció en el incendio de Miraflores.
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294 RICARDO PALMA
dominico. Oyólo éste en confesión, y tal sería ella, que se negó
á absolverlo. Lope de Aguirre se alzó del suelo, llamó al ver-
dugo, y le dijo con mucha flema:— Ahora mismo, ahórcame
á este fraile marrullero.
Por fin, desamparado de los suyos, y acorralado como fiera
montaraz, se metió en un rancho con su hija, y la dijo:
—Encomiéndate á Dios, que no quiero que, muerto yo, ven-
gas á ser una mala mujer, ni que te llamen la hija del traidor.
Y aquel infame, que fingía creer en Dios, rechazando á la
Torralba, que se le interponía, hundió su puñal en el pecho
de la triste niña.
Un soldado llamado Ledesma intimó entonces rendición á
Lope, y éste contestó:— No me rindo á tan grande bellaco como
vos- y volviéndose al jefe de los realistas, pidió le acordase
algunas horas de vida, porque tenía que hacer declaraciones
importantes al buen servicio de Su Majestad; mas el jefe, re-
celando un ardid, ordenó á Cristóbal Galindo, que era uno
de los que habían desertado del campo de Aguirre, que hiciese
fuego. Disparó éste su arcabuz, y sintiéndose Aguirre herido
en un brazo, dijo:— ¡Mal tiro! ¿no sabes apuntar, malandrín?
Hiciéronle un segundo disparo, que lo hirió en el pecho,
y Lope cayó diciendo:— ¡Este sí es en regla!— Fué también \mo
de sus marañones el que ultimó al tirano.
Luego le cortaron la cabeza, descuartizaron el tronco, y du-
rante muchos años se conservó su calavera en una jaula de
hierro, en uno de los pueblos de Venezuela.
Dice un cronista que Lope de Aguirre tomó por modelo, no
sólo en la crueldad, sino en el sarcasmo impío, á Francisco
de Carbajal, y que habiendo sorjM'endido rezando á uno de
sus soldados, lo castigó severamente, diciendo:— Yo no quiero
á los míos tan cristianos, sino de tal condición, que jueguen
el alma á los dados con el mismo Satanás.
Detenido en una de sus excursiones por un fuerte chapa-
rrón, exclamó furioso:— ¿Piensa Dios que porque llueve no
tengo de hacer temblar el mundo? Pues muy engañado está
su merced. Ya verá Dios con quién se las há, y que no soy
ningún bachillerejo de caperuza á quien agua y truenos dan
espanto.
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MIS CLTIMAS TRADICIONES 295
La caria que dirigió á Felipe II es curiosísimo documento
que basta para formarse cabal idea del personaje.
Lope de Aguirre murió en Diciembre de 1561, á los cincuenta
años de edad. Era feo de rostro, pequeño de cuerpo, flaco de
carnes, lisiado de una pierna y sesgo de mirada, muy bullicioso
y charlatán.
Tal es la historia de uno de esos monstruos que aparecen so-
bre la tierra como una protesta contra el origen divino de la
raza humana. Oviedo y Baños, en su curiosa crónica, y Pedro
Simón en sus Historiales, son verdaderamente minuciosos en el
relato de las atrocidades realizadas por el traidor Lope de
Aguirre.
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v^^-'M-'i^'y^-c^A^ :'^y--}:^y,vy7\- y>.K' "^^-ry/iH^'-z-yT^y^^^py^ /.-r"
LAS POETISAS ANÓNIMAS
En literatura, como en religión, como en política y como
en todo, haj mixtificaciones ó supercherías; y para mí entra en
el número de ellas la epístola en silva que, con el seudónimo
de Amarilis^ dirigió á Lope de Vega, en 1620, una dama huanu-
queña. Menéndez y Pelayo cree á pie juntillas en la existen-
cia real de la poetisa, y forzando, con el admirable talento
que le es propio, la disquisición, llega hasta á bautizarla con
el nombre de doña María de Alvarado.— En Huánuco, agre-
go yo, no ha faltado vecino que, estimándola como ascen-
diente suya, la llamó doña María de Figueroa; y hasta hay
quien lü supone hija de don Diego de Aguilar, autor de un
poema titulado El Marañón^ que no debe valer gran cosa, pues
aun se conserva inédito en un archivo de España. El poeta
fué un español avencidado en Huánuco.
También la limeña Clarinda (que escribió en 1507), á quien
Cervantes nos presenta no como madre de gallardos infan-
tes sino de unos robustos tercetos En loor de la poesía^ antó-
Jaseme que es otra mixtificación, y tan clara como la luz del
medio día.
No es esto decir que niegue yo, en la mujer americana de
aquellos siglos, ingenio para el cultivo del Arte; y ciertamen-
te, que halagaría mticho nuestro amor propio ú orgullo na-
cional el que fuese verdad tanta belleza.
La educación de la mujer, en el siglo xvii, era tan desaten-
dida que ni en la capital del virreinato abundaban las damas
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298 RICAHDO PALMA
que hubiesen aprendido á leer correctamente; y aun á éslas na
se las consentía más lectura que la de libros devotos, autori-
zados pwr el gobierno eclesiástico y por la Inquisición, ene-
raiga acérrima de que la mujer adquiriese una ilustración que
se consideraba como ajena á su sexo. Aun dando de barato
que, substrayéndose la mujer al rigorismo de los padres y
al medio social ó ambiente prosaico en que vivía, se desper-
tasen en ella aficiones p>oéticas, mal podía cultivarlas por ca-
rencia de libros, que rara vez nos venían de España; amén
de que muchos sólo de contrabando podían llegamos, por no
consentir el gobierno de la metrópoli que circulasen en el
Nuevo Mundo. Las bibliotecas de los conventos abundaban,
es verdad, en infolios latinos, lengua que siempre fué pro-
blemático alcanzasen, ni medianamente, á traducir las monjas
de nuestros monasterios. Todavía otra cortapisa. No bastaba
con que un libro estuviera excomulgado ó puesto en el Index
expurgatorio, por contener frases mal sonantes ó doctrinas ca-
lificada;^ de heréticas, sino que, hasta para la lectura de cier-
tos clásicos, necesitaba un hombre proveerse de licencia ecle-
siástica. Y si á esta severidad estaba estrictamente sometido
el sexo fuerte, mal puede aceptarse que en manos de mujer
anduvieran Ovidio, Marcial ó Tíbulo. Ni la Biblia podía vul-
garizarse.
Como no hemos de acordar ciencia infusa á nuestras com-
patriotas de pasados, presentes y venideros siglos, está dicho
que noü resistimos á creer que las dos imaginadas poetisas
hubieran, sin muchos años de lectura y de estudio, alcanzado
á versificar con la corrección y buen gusto que en la silva
y, más que en ella, eñ los tercetos de Clarinda^ nos cautivan.
Hay primores ó exquisiteces rítmicas que no se conocen ni ad-
quieren, sino después de mucha costumbre de rimar y de estar
uno familiarizado con las producciones de los más aventaja-
dos ingenios; y en esas gallardías son pródigas ambas poetisas.
Clarinda pudo sustentar cátedra de Historia griega y de Mi-
tología. Nos habla, sin femeniles escrúpulos, como mujer su-
perior á su siglo, de los dioses y diosas del Olimpo y de Ho-
mero y la Ilíada^ y de Virgilio y la Eneida nos dice maravillas;
manosea con desenfado á los personajes bíblicos, y casi trata
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MIS CLTIMAS TRADICIONES 299
tú por tú, como quien ha vivido ea larga intimidad con ellos,
á Horacio, Marcial, Lucrecio, Juvenal, Persio, Séneca y Ca lu-
lo. Véase algo de lo que de ellos dice:
Conocido es Virgilio, que á su Dido
rindió el amor con falso disimulo,
y el tálamo afeó de su marido.
Pomponio, Horacio, Itálico, Catulo,
Marcial, Valerio, Séneca Avieno,
Lucrecio, Juvenal, Persio, Tibulo,
y tú ¡oh Ovidio de sentencias lleno!
que aborreciste el foro y la oratoria
por seguir de las nueve el coro ameno etcétera.
El» tercetos anteriores, y como para relatai^nos que ha leí-
do á Sófocles, á Aristóteles, á Ennio, á Estrabón y á Plinio,
nos exhibe á Cicerón, al cual indudablemente no ha conocido
sólo de nombre, pues traduce uno de sus conceptos:
Oid á Cicerón cómo resuena
con elocuente trompa, en alabanza
de la gran dignidad de la Camena;
el buen poeta (dice Tulio) alcanza
espíritu divino, y lo que asombra
es darle con los dioses semejanza.
Dice que el nombre del poeta es sombra
y tipo de deidad santa y secreta,
y que Ennio á los poetas santos nombra.
Aristóteles diga qué es poeta,
Plinio, Estrabón, y díganoslo Roma
que dio al poeta nombre de profeta etcétera.
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300 RICARDO PALMA
En los tercetos En loor de la poesía hay lo que puede 11a-
juaisc derroche de ilustración y gran conocimiento de los clá-
sicos griegos y latinos, cuyo estudio, en 1607, apenas si se
iniciaba en la Universidad de San Marcos, á cuyas aulas no
era aún lícito penetrar á la mujer. Si la anónima poetisa vi-
viera en las postrimerías de este nuestro siglo xix, de fijo
que podría decir con vanagloria: —Ya no hay en el mundo más
que dos personas que saben latín á las derechas: el papa
León XIII y yo.
La mujer sabia no fué hija del siglo xvii, en América, como
tampoco lo fué la mujer librepensadora ó racionalista. Para
la mujer, en el Perú, no había siquiera un colegio de instruc-
ción media, sino humildísimas escuelas en las que se ense-
ñaba á las ñiflas algo de lectura, poco de escritura, lo sufi-
ciente para hacer el apunte del lavado, las cuatro reglas arit-
méticas, el catecismo cristiano, y mucho de costura, bordado
y demás labores de aguja. Hasta después de 1830 no hubo
escuela en la que adquiriesen las niñas nociones de Geografía
é Historia. No siempre había de subsistir lo de misa, misar,
y casa guardar.
La verdad es que, en la primera mitad del siglo xvii, Mé-
xico se enorgullecía con ser patria de una gran poetisa— Sor
Junna Inés de la Cruz— nacida en 1614, la que mantenía co-
rrespondencia poética con laureados ingenios de Madrid, y aun
con vates españoles residentes en el Perú. No era una poetisa
anónima, sino un espíritu que sentía y se expresaba con la
delicadeza propia de su sexo, de un talento claro y de una
inteligencia, cultivada hasta donde era posible que en América
alcanzase la mujer. No fué una sabia, no fué un portento
de erudición como la pseudo-autora de los tercetos; fué sen-
cillamente una poetisa que transparentó siempre, en sus ver-
sos, femeniles exquisiteces.— Si México posee una hija mimada
de Apolo, el Perú la tuvo antes, se dijeron nuestros antepasa-
dos: y por esta razón de pueril vanidad patriótica no hubo,
en los tiempos de la colonia, quien, sin prejuicios y con áni-
mo sereno, acometiera la investigación. Y así la mixtificación
se perpetuaba, y podíamos exhibir una competidora á la bien
y legítimamente conquistada fama de la mexicana monja.
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/:
MIS ULTIMAS TRADICIONES 301
Indudablemente, el autor de la composición En loor de la
poesía era buen poeta y hombre de vastísima ilustración, que
se propuso halagar á su amigo Diego Mexía, el sevillano, en-
viándole, para proemio de su Parnaso antartico, los magníficos
tercetos. Y que Mexía se hizo cómplice en la mixtificación,
no cabe dudarlo; pues, aparte de que mucho debió engreírlo
el ser objeto del encomio de una dama, estampa socarrona-
mente que la autora de los tercetos es una señora principal
de Lima, muy versada en las lenguas toscana y portuguesa,
cuyo nombre calla por justos respetos. ¡Connu! que diría un
francés.
Nuncí los resplandores del sol pasaron inadvertidos, y sol
esplendoroso en nuestro mundo americano habría sido la mu-
jer que tan alto descollara en las letras. Ni el mismo Diego
Mexía se habría obstinado en guardar secreto sacramental, no
porque con ello defraudaba gloria ajena usufructuándola casi
en su provecho, sino porque el aplauso anónimo parece aplau-
so mendigado, y no brinda garantía de ser sincero y merecido.
Sospecho que, aun en los tiempos de Diego Mexía, hubo
de ser generalizada la creencia en que los rotundos tercetos
eran liijo: de varonil inspiración; pues, de otra manera, la
excitada curiosidad se habría puesto en acción para conocer
el nombre de la sabia y misteriosa Clarinda. En literatura no
hay secreto impenetrable cuando hay firme empeño en cono-
cerlo; y menos éste, pues se trataba sólo de investigar entre
cien limeñas, que supieran leer y escribir con regular correc-
ción, cuál era la que mantenía comercio con las musas, investi-
gación no muy trabajosa en una ciudad cuya masa total de
población era, en muy poco, mayor de cuarenta mil almas.
Sólo la piedra preciosa puede esconder su brillantez en la
impenetrabilidad de la mina; pero el talento es como el sol,
cuyos rayos deslumbradores, si alguna vez se esconden entre
la niebla, no por eso dejan nuestras pupilas de adivinarlos.
Tiene sobrada* razón, como dice Menéndez y Pelayo, el poe-
ta colombiano Rafael Pombo cuando, en el prólogo de las
poesías de Agripina Montes del Valle, escribe que, en verso
castellano, no se ha discurrido tan alta y poéticamente sobre
la poesía, como en la composición de la anónima limeña.
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302 KICAKDO PALMA
Estas mixtificaciones, marrullerías ó chanchullos poéticos,
han sido moneda corriente en América, y quiero comprobarlo
cilüudo algunos de nuestros días. Durante más de dos años
fué unánime el coro de elogios tributado á varias delicadas
composiciones que, con la firma Edda la bogotana^ reprodujo la
prensa de nuestras repúblicas. Al fin, se desvaneció el miste-
rio, y llegó á ser de público dominio que esa firma fué un
seudónimo que ocultaba el nombre de uno de los más escla-
recidos poetas contemporáneos de nuestro continente, el cual
encontró complacencia en avivar la curiosidad de los lecto-
res manteniendo en pie, mientras le fué posible contar con
la discreción del impresor, la que él estimaba como inocente
travesura.
Y para hablar sólo del Perú, recordemos que ha casi im
cuarto de siglo nos traía intrigados la firma Leonor Manrique^
que con frecuencia se leía en uno de nuestros diarios, al pie
de versos muy galanos, así como las de Lncüa Monroy y Adriu-
na Buendía suscribiendo poesías, si bien menos correctas que
las de aquélla, no por eso menos agradables. Pues bien, todo
ello, con el correr de los meses, se supo que fué puro en-
tretenimiento y pura broma de dos poetas de buen humor.
No sería de maravillar que un futuro historiógrafo de las le-
tras peruanas, ateniéndose á la prensa periódica, obsequiase
al Perú un cardumen de poetisas qfue existieron sólo en la
fantasía de escritores traviesos, y que hoy se están embobados
y sin acordarse de la travesura, como diz que se está san Gi-
lando en el cielo, donde Dios no hace caso de san Gilando
ni san Gilando de Dios.
Trece años después de la aparición de Clarinda^ que no
volvió á inspirarse ni á dar señales de vida, se nos presenta,
en 1620j la Amarilis de Huánuco, con su epístola en silva,
dirigida á Lope de Vega. Nueva mixtificación.
Lo artificioso de las imágenes en el platonicismo amoroso,
más aun que la estructura de los versos, propia de pluma
muy ejercitada en la métrica, nos están revelando á gritos á
un hijo, y no de los peores, del dios Apolo. Ese mismo em-
peño en hacer su autobiografía nos es sospechoso por lo im-
propio y rebuscado, pues ninguna mujer románticamente ena-
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 303
morada de un hombre, á quien no conoce más que por sus
comedias, es capaz de imaginar que, para obtener correspon-
dencia de afectos, la sea preciso contar, de buenas á prime-
ras, ai hombre de su amor, que los abuelos de ella fueron de
los conquistadores del Perú y de los que fundaron la ciudad
de los caballeros del León de Huánuco; que, niña aun, quedó
huérfana y confiada á la tutela de una tía; que tiene una her-
mana, un tanto devota^ llamada Belisa, cuyo marido es muy
buen muchacho; y por fin que ella vive contenta en su celi-
bato, consagrada sólo al amor espiritual que la inspira Be-
lardo, nombre con que bautiza á Lope de Vega. ¿A qué venía
esa confesión, no de culpas, sino de boberías? ¿Quién sabe
si el malicioso vate madrileño, después de leer las noticias
autobiográficas, no exclamaría:
— y á mi, señora, ¿qué me cuenta usted?
Xo siempre tiene uno interés en imponerse de vidas ajenas.
Quede eso para los ociosos, y Lope no lo era.
ti inventor de Amarilis contrasta con el inventor de Cía-
rinda. Esta, en sus tercetos, apenas si, por incidencia, habla
de su femenil persona, y aun en eso anda un tanto gazmoña.
La de la epístola á Lope, más que una dama culta y de buen
tono, es una comadre cotorrera.
Cierto que en la silva de Amarilis abundan trozos de verda-
dero estro poético y que no hay pretensión de lucir sabiduría,
como en los versos de Clarinda: ésta aspira á ser hombre, y
aquélla se conforma con pertenecer al sexo bello y débil. Sin
embargo, para que haya de todo en la viña del Señor, uvas
pámpanos y agraz, véase este fragmento con vistas a la eru-
dición .
Dente el cielo favores,
las dos Arabias bálsamos y olores,
Cambaya sus diamantes, Tíbar oro,
marfil Sofalia, Persia su tesoro,
perlas los orientales,
el Rojo Mar purísimos corales,
hatajes los Ceylanes,
áloes preciosos Sámaos y Campanes,
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304
RICARDO TALMA
rubíes Pegugamba y Nubia algalia,
amatistas Karsin^,
y prósperos sucesos Acidalia.
Este lujo de erudición palabrera ó catálogo de productos
locales, me trae á la memoria unos versos que dicen:
En cierta obra de química leía
el índice mi hijo:—
Nitrato de potasio y de magnesio,
nitrato de rubidio,
nitrato de barita y de zirconio,
nitrato de aluminio
Pues si de nada trata, papá, díme
¿de qué trata este libro?
Tengo para mí que el viejo Lope de Vega no tragó el an-
zuelo; porque contestó á Amarilis, llevándola el amén y deján-
dose querer, en tercetos muy desmayados para ser suyos. Ade-
más, Lope, que, á pesar de la sotana que vestía^ fué siempre
muy galante, y muy cumplido, y muy obsequioso para con
las damas, se negó á complacer á la incógnita huanuquefta que
le había pedido escribiese un poema sobre la vida y mila-
gros de Santa Dorotea, lo que era un juguete para el ingenia
y facilidad del gran poeta.
No se diría sino que en el siglo xvii, en que la educación
de la mujer estuvo descuidadísima, porque tal era la condi-
ción sociológica de nuestros pueblos todos, tuvimos, en Amé-
rica, epidemia de pM>etisas anónimas. Húbolas entre nosotros^
en Bogotá, y en Quito y en fin, las poetisas anónimas bro-
taban espontáneamente, como los hongos. Y lo curioso, y que
hasta reglamentario parece, es que toda poetisa anónima, des-
pués de dar á luz una composición magistral, rompía la
pluma y se daba por difunta, como diciendo á la posteridad:
para muestra de mi quincallería intelectual y poética, te dejo
un solo botón.
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SOBRE EL QUIJOTE EN AMERICA
A DON MIGUEL DE ÜNAMüNO
I
Minucias bibliográficas
En 1877 la Biblioteca de Lima estaba cerrada para el pú-
blico, por hallarse en construcción la estantería de cedro del
espacioso salón Europa, No obstante, el bibliotecario, coro-
nel don Manuel Odriozola, sucesor del ilustre Vigil, daba facili-
dades para consultar libros á sus amigos aficionados á estu-
dios históricos, y después de las tres de la tarde nos congregá-
bamos en amena é ilustrativa charla, alrededor de su poltrona.
Una tarde, llevado por el general Mendiburu, que era de
vez en cuando uno de los concurrentes á la tertulia, nos fué
presentado un caballero inglés, Mr. Saint Jhon, Ministro de
la Gran Bretaña en el Perú. Traía á este señor la curiosidad
de conocer dos libros ingleses de que Mendiburu le hablara,
rarezas bibliográficas que, como oro en paño, guardaba el
bibliotecario, bajo de llave, en un cajón de su escritorio.
Era el uno el famosísimo libro que escribiera Enrique VIII,
haciendo gala de ultramontanismo, y por el cual lo declaró
el Papa defensor de la fe, autorizándolo para que, en las ar-
mas de su reino, se pusiera este lema: Fidei defensa. Era un
tomito de poco más de doscientas páginas, en octavo menor
y que Odriozola encerraba en una cajita de latón. Cuando
Enrique VIII cambió de casaca, rompiendo lanzas con el Pa-
20
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306 RICARDO PALMA
pado, mandó recoger y quemar los ejemplares del libro, im-
poniendo durísimas penas á sus subditos remisos en obede-
cer el regio mandato. No recuerdo en qué Enciclopedia mo-
derna he leído que no excedieron de cuarenta los ejemplares
que libraron de la hoguera, y eso porque el monarca los ha-
bía obsequiado á embajadores y á cardenales de su devoción.
Cuando la destrucción de la Biblioteca de Lima por los chi-
lenos, en 1881, desapareció el ejemplar que poseía el Perú, y
que perteneció á la librería de los jesuítas, la cual sirvió de
base á la Nacional fundada por el general San Martín en
1821. El ejemplar no llegó á la Biblioteca de Santiago, ni hay
noticia de que lo hubiera adquirido bibliófilo alguno de Eu-
ropa ó América, pues bien se sabe que los hombres domina-
dos por la manía de acaparar libros jamás guardan secreto
sobre los ejemplares raros que adquieren, y gozan con echar
la nueva á los cuatro vientos. Como muchas de las obras fue-
ron vendidas, á vil precio por la soldadesca en los bodego-
nes, utilizándose el papel para envoltorios de sal molida ó de
pimienta, no es aventurado recelar que tan indigna suerte haya
cabido al curiosísimo librito.
En muy lujosa edición, profusamente ilustrada con lámi-
nas sobre acero, hecha en Londres en 1707, admiró Mr. Saint
Jhon un volumen, en folio menor, titulado Perspectiva picto-
rum et architedorum^ por Andrés Putei, de la Compañía de Je-
sús. Nuestro ejemplar (felizmente devuelto, en 1884, por un
caballero italiano que lo adquirió por dos pesos ó soles, de
un soldado) tiene ima preciosa miniatura de la reina Ana, y
fué regalado por ella al embajador de España en Londres.
Más tarde lo poseyó un virrey, quien lo obsequió á la librería
de los jesuítas.
Después de discurrir largo y menudo sobre bibliografía in-
glesa, ramo en que el ministro británico me pareció algo en-
tendido, recayó la conversación sobre cuál era el libro de
más pequeño formato conocido hasta el día. Enrique Torres
Saldamando y el clérigo La Rosa hablaron de un libro fran-
cés que no recuerdo; pero don José Dávila Condemarín nos
dijo que él había tenido en sus manos, en Roma, un ejemplar
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 307
de la Divina Comedia^ impreso en Italia, cuyas páginas no ex-
cedían de pulgada y media. (1)
II
El primer ejemplar del Quijote
Era el doctor don José Dávila Condemarín un cervantó-
filo fervoroso.
Había sido (en dos ocasiones) ministro de Estado, diputado
á Congi-eso y representante del Períi en Italia; pero su em-
pleo en propiedad era el de Director General de Correos. En
su bufete, y como para entretener los ratos de ocio oficines-
co, se veían, empastados en terciopelo rojo, dos volúmenes
conteniendo los cuatro tomos del Quijote, edición de Ibarra.
Era en Lima (y acaso en todo el Perú) la persona que más
había leído sobre Cervantes y su inmortal novela.
He olvidado á propósito de qué vino á cuento el Quijote,
y nos dijo Saint Jhon que apenas se encontraría inglés edu-
cado que no hubiese leído y releído los hechos y aventuras
del hidalgo manchego, y las obras de Walter Scott. La prue-
ba la tienen ustedes, nos agregó, en que es Inglaterra, des-
pués de España ciertamente, el país en que más ediciones
se han hecho del Quijote. Pasan de doscientas.
Ocurrióle entonces preguntar si sabíamos cuántas ediciones
se habían hecho en el Perú y en las demás repúblicas, y en
qué año se había conocido el libro en Lima. A ninguno de
los tertulios competía dar respuesta estando presente Dávila
Condemarín, indiscutible autoridad en el asunto. Lo que él
Jl) Rl libro de mis pequefio formato que conozco existe en la Biblioteca de Lima, y lleva por
lo Gáltleo á Madama Crittina de Lorena, 1615. Es un tomito de 206 páginas, d^ mm. 10 por 6,
con nueve reglonritos por página. Los editores, bemanos Salmini, de Padua, lo Hamnn Uvero piu
piecoh libro del mondo, y el precio de venta era cuatro libras por ejemplar. Me fué obsequiado
en 1896, año en que apareció, por mi amigo Carlos Sebastián Puccio, Cónsul del Perú en Chiavari.
Se conserva, como joya, en una cajita de tafilete de las que sirven á los vendedores de alhajas
para guardar un anillo.
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308 BIGARDO PALMA
no supiera, de seguro que pai'a todos nosotros era ignorado,
Don José dijo que sólo tenía noticia de una edición, con
láminas, hecha en México en el decenio de 1840 á 1850, y
que estaba en lo cierto afirmando que en república algima
se hubiera pensado en la reimpresión.
En cuanto á la época en que se recibió en Lima el pri-
mer ejemplar de la novela, que á principios de Mayo de 1605
apareció en Madrid, nos hizo este muy curioso relato.
Llevaba poco menos de catorce meses en el desempeño
del cargo de virrey del Perú don Gaspar de Zúñiga Acevedo
y Fonseca, conde de Monterrey, cuando á fines de Diciembre
de 1605 llegó al Callao el galeón de Acapulco, y por él recibió
su excelencia un libro que un su amigo le remitía de México
con carta en que le recomendaba, como lectura muy entretenida,
esa nóvela que acababa de publicarse en Madrid y que esta-
ba siendo, en la coronada villa, tema fecundo de conversación
en los salones más cultos, y dando pábulo á la murmuración
callejera en las gradas de San Felipe el Real. Desgraciada-
mente, el virrey se encontraba enfermo en cama, y con do-
lencia de tal gravedad, que lo arrastró al hoyo dos meses
más tarde.
A visitar al doliente compatriota y amigo estuvo fray Die-
go de Ojeda, religioso de muchas campanillas en la Recoleta
dominica, y al que la posteridad admira como autor del poe-
ma La Cristiada. Encontrando al enfermo un tanto aliviado,
conversaron sobre las noticias y cosas de México, de cuyo
virreinato había sido el conde de Monterrey trasladado al
del Perú. Su excelencia habló del libro recibido y de la re-
comendación del amigo, para que se deleitase con su lectura.
El padre Ojeda ojeó y hojeó el libro, y algo debió picarle
la ciuiosidad cuando se decidió á pedirlo prestado por pocos
días, á lo que el virrey, que en puridad de verdad* no estaba
para leer novelas, accedió de buen grado, no prestándole sino
obsequiándole el libro.
En el mes de Marzo, y á pocos días del fallecimiento de
su excelencia, llegó el cajón de España, como si dijéramos
hoy la valija de Europa, trayendo seis ejemplares del Quijote;
uno para el virrey ya difunto, otro para el santo arzobispo
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inS ULTIMAS TRADICIONES 309
Toribio de Mogrovejo, que también había pasado á mejor vida,
en el pueblo de Saña, siete ú ocho días después que su exce-
lencia; y los cuatro ejemplares restantes para aristocráticos
personajes de Lima.
El padre Ojeda colocó en la librería de su convento el
primer ejemplar del Quijote. Esa librería, en los primeros
años de la Independencia, pasó al convento de Santo Domingo,
y en el inventario ó catálogo que el señor Condemarín leye-
ra, figuraba el libro. Aseguraba nuestro contertulio que él lo
tuvo varias veces en sus manos; pero que después de la ba-
talla de la Palma (1855) había desaparecido junto con otras
obras y manuscritos, entre los que se hallaba una especie de
diario ó crónica conventual de la Recoleta dominica, en la cual,
de letra del padre Ojeda, estaba consignado lo que él nos co-
municaba sobre el primer ejemplar del Quijote llegado á Lima.
En 1862 ocupábame yo en acopiar materiales para escri-
bir níi libro Anales de la Inquisición de Lima, y con tal motivo
fui un día al convento á visitar á mis amigos los padres Cueto
y Calzado, para que me permitiesen hojear los pocos procesos
inquisitoriales y dos crónicas conventuales inéditas, que yo
tenía noticia se conservaban en el archivo del convento. Am-
bos sacerdotes me informaron de que realmente existió todo
lo que yo buscaba, pero que hacía pocos años el padre Semi-
nario, fraile de mucho fuste, había hecho auto de fe en des-
comunal hoguera con procesos, crónicas y otros documentos.
Hablé de esto en la tertulia de aquella tarde, y Dávila Con-
demarín nos dijo que era positivo el hecho á que yo me re-
fería, y que en la prefectura de Lima debería encontrarse
una información, mandada hacer por el Ministro de Gobierno,
sobre el atentado que realizó el padre Seminario, hablando
del cual nos refirió que fué un sacerdote tan prestigioso, res-
petable é ilustrado, que mereció ejercer, en varias épocas, la
prelacia del convento; pero que ya, bastante anciano, adoleció
de ataques cerebrales que degeneraban en locura furiosa.
Fué en uno de ellos cuando entregó á la hoguera viejos
mamotretos.
Acaso, en su fanatismo, imaginara realizar acto meritorio
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310 RICARDO PALMA
privando á la posteridad de noticias que en algo amenguaran
el renombre de la comunidad dominica.
No es, pues, desacertado presumir que la crónica en que
colaboró el insigne fraile poeta, sería devorada por las llamas.
III
Otro ejemplar curioso del Quijote
Lo que el señor Dávila Condemarín ignoraba, y que yo
conocía, era que existió en Lima un ejemplar del primer tomo
del Quijote, con dedicatoria de Cervantes á im caballero es-
pañol avecindado en el Perú.
Llamóse éste don Juan de Avendaño, quien vino desde Es-
paña con nombramiento del Rey, expedido en 1603, á servir
un empleo en las Cajas reales, y que en 1610 pasó con ascen-
so á Trujillo. Avendaño había sido, en la Universidad de Sa-
lamanca, amicísimo de Cervantes, amistad que no se enfrió
con la distancia, pues, aunque de tarde en tarde, cambiaban
cartas. Sabido es que el inmortal manco de Lepanto solicitó
del monarca, en 1590, un destino en el Perú, y que en 6 de
junio del mismo año proveyó el Rey.— Busque por acá el soli-
citante en qué se le haga merced, — Así, cuando, en 1606, tenía ya
el Quijote lectores en Lima, Avendaño daba noticias personales
sobre el autor, agregando que no le sorprendería verlo de
repente por acá, pues lo animaba para que viniese á América
en pos de fortuna más propicia que la que lograba en la ma-
dre patria.
Corriendo los años, ó, mejor dicho, en el transcurso de dos
siglos, el ejemplar del autógrafo lo poseyó la marquesa de
Casa-Calderón, literata limeña, de la que en otra ocasión me
he ocupado, cuya librería, no sé si por compra ó regalo, pasó
al doctor don Agustín García, notable abogado de nuestros
tribunales de justicia, allá por los años de 1850, quien á Ni-
colás Corpancho, á Arnaldo Márquez y á mí, muchachos que
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MIS últimas' TRADICIONES 311
empezábamos á cultivar la literatura, tenía la generosidad de
franquearnos su copiosa y selecta librería. La primera lec-
tura que hice del Quijote, dígolo hoy con íntimo y senil goce,
fué en el ejemplar de Avendaño. (1)
IV
Ediciones del Quijote en América
Muy devotos de Cervantes debieron de ser los mexicanos
cuando, en el siglo xix, dieron á la estampa nada menos que
seis ediciones de la renombrada novela.
La primera se hizo en 1833, por la imprenta de don Ma-
riano Arévalo, cinco volúmenes en octavo. Entiendo que fué
edición pobrísima.
La segunda, que es á la que se refería Dávila Comlemarín,
salió á luz en 1842 por la imprenta de don Ignacio Cumplido,
dos volúmenes en octavo, con ciento veinticuatro láminas y
el retrato del autor. Es una edición preciosa y muy solicitada
por los bibliófilos.
En 1853 el impresor Blanquel publicó la tercera edición,
dos tomos en cuarto.
La cuarta edición fué de cuatro volúmenes en dozavo, y
se hizo en los años de 1868 á 69 por la imprenta de la viuda
de Segura.
En 1877 don Ireneo Paz, actualmente director y j)ropie-
tario del diario La Patria, dio á luz la quinta edición, cuatro
volúmenes en cuarto. La novela apareció primero como folle-
tín de aquel periódico/, y fue esa la base para la edición econó-
mica en tomos.
(1) Con motivo del reciente centenario ha publicado el académico de la espafiola don Emilio
Cotkrelo y Morí, un entretenido libríto titulado Efemérides cervatUinaa, en el que no sólo habla
de la intimidad entre Cervantes y Avendaflo, sino de que aquel hizo de éste uno de lo» principa-
Jes personajes de su novela La más iJwttre fregona. Cotarelo da por cierto que Avendaflo man-
tuvo conversación amorosa (discreta fra<e ae equrllos tiemptos,) con dofia Constanza de Ovando,
hija de dofta Andrea, hermana de Cervantes, á la que no olvidó en América, pues desde TruXiDo
la envió dinero en 1614.
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312 RICARDO PALMA
Concluyó el siglo con la aparición en 1900, de una lujosa
edición, en folio, con espléndidos grabados.
La única edición del Quijote impresa en Sud América es
la que. conmemorando el tercer centenario, acaba de hacerse
en La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, con muy
erudito y concienzudo prólogo del bibliotecario don Luis Ri-
cardo Fors. Dos volúmenes en cuarto, con reproducción del
busto de Cervantes, que se exhibe en uno de los salones de
aquella biblioteca, y seis láminas coloreadas. La edición fué
de mil quinientos ejemplares, y quedó agotada en menos de
dos meses.
En las Antillas, á fines de 1905, en edición económica, se
ha reimpreso (en la Habana) el Quijote por la tipografía del
Diario de la Marina.
V
Noticia final
Parece que en España se ignora que en Tokio, y en 1896,
se ha hecho una edición del Quijote traducido al japonés.
Dígolo. porque según la interesante Iconografía publicada re-
cientemente en Barcelona, los hechos y aventuras del hidal-
go manchego sólo pueden encontrarse relatados en los idio-
mas siguientes: Francés, inglés, alemán, italiano, portugués, ca-
talán, ruso, polaco, holandés, húngaro, sueco, danés, finlan-
dés, turco, griego, croato y servio. Cervantófilos muy com-
petentes opinan que las modernas traducciones inglesas de Orms-
by y de Wats son las más concienzuda y literariamente hechas.
Y pongo punto, pues sobre el Quijote no tengo más de
curioso que apuntar.
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vítores
cuadro tradicional de costumbres limeñas
AL Sr. General 1). Mantel de Mendibirc
Vítores.— He aquí una palalira que encontramos consignada
en el primer Diccionario de la lengua y en las ediciones su-
cesivas. Calderón y Lope de Vega la usaron en sus comedias,
poniéndola en boca de los estudiantes de Salamanca y Alcalá
de Henares, así como la palabra cola aplicada á los vencidos
en im certamen. Domínguez afirma que, para suavizar la pro-
nunciación, se dice vítores^ en vez de Víctores^ y no acepta la voz
en singular.
La palabra vítores (cuide usted, señor cajista, de esdruju-
lizarla) estuvo de moda en el Perií, allá i^or los tiempos en
que los virreyes consignaban en la Memoria ó Relación de mando
el temor de (jue Lima se convirtiera en un gran claustro, tan
crecido era el número de sacerdotes y monjas.
Mal hacían en alarmarse desde que la misma España era
en los tiempos de Felipe II un vasto convento. Cuatrocientos
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314 RICARDO PALMA
mil frailes, y número poco mayor de clérigos, albergaba la
madre patria.
En una sociedad que carecía de novedades y distracciones
y en la cual ni la política era, como hoy, manjar de todos los
paladares, cada capítulo ó elección de superior ó abadesa de
convento era motivo de pública agitación. Las familias ponían
en juego mil recursos para conseguir votos en favor del can-
didato de sus simpatías, ni más ni menos que ogaño cuando,
en los republicanos colegios de provincia, se trata de nombrar
presidente para el gobierno ó desgobierno (cpie da lo mismo)
de la patria. Rara familia había en Lima que, además del se-
gundón, destinado desde el limbo materno para vestir hábitos,
no contase entre sus miembros im par de frailes, por lo me-
nos, y número igual de monjas. No teniendo los americanos
carreras á que consagrarse con honra y provecho, optaban por
la del claustro, en la que, aparte la consideración social anexa
al prestigio y majestad del sacerdocio, tenían segura una exis-
tencia holgada y regalona, si se quiere, pues los bienes de la
Iglesia eran cuantiosos. En los virreinatos de México y el Perú,
la Iglesia era tanto ó más rica que el Estado. Los conquista-
dores acaparaban colosales fortunas, no siempre por medios
lícitos, y en el trance del morir, creían quedar en pmz con la
conciencia y comprarse un cachito de heredad en la gloría
eterna, cediendo la mitad de sus tesoros á los conventos, fun-
dando capellanías y haciendo otros devotos legados. El lecho
del moribundo era rodeado por cuatro ó cinco frailes de órde-
nes distintas, que se disputaban partija en el testamento. Cada
cual arrimaba la brasa á su sardina, ó tiraba, como se dice,
para su santo; esto es, para el acrecentamiento de los bienes
de su comunidad.
Con tales antecedentes, el cargo de prelado de convento
tenía que ser ai>etitoso y suculento bocado.
Llenas están las crónicas conventuales con relatos de los
reñidos capítulos habidos entre los frailes; y con frecuencia,
el virrey, los oidores y hasta la fuerza pública, tuvieron que
intervenir para poner término á los desórdenes. Tema de mu-
chas de mis tradiciones han sido esas zagalardas frailunas.
No debe nadie maravillarse de que en aquellos siglos, to-
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 315
mase la sociedad muy á pecho los enjuagues de un capítulo
frailesco: pues, si no miente el duque de Frías, hasta los san-
tos en cierne se empeñaban con Dios para el triunfo del candi-
dato de sus simpatías. Y el chiste está en que, capítulo hubo
del cual Dios, con ser Dios, salió cola. Compruébolo con este
parrafito que al pie de la letra copio del Deleité de la discreción.
—«Pidióle á Dios Santa Teresa, que el provinclalato carmelita
» recayese en el padre Gracián, su confesor. Verificóse el ca-
»pítulo, y fué otro fraile el elegido. Entonces la santa rogó á
Dios que la perdonase si había errado, y el Señor la contestó:
»— Cierto es, Teresa mía, que me i>ediste lo que convenía; pero
?»los frailes no siempre quieren lo que conviene.»— Y Ja cosa,
de ser verdad tiene; porque el libro del señor duque seí impri-
mió en Madrid, en 1764, con permiso de la Inquisición qrte,
á ser embustera la historieta, no la habría dejado correr en
letra de molde.
En los conventos de monjas eran más rettídos, si cabe,
los capítulos, y húbolos en que las mansas ovejitas del Señor se
arañaron de lo lindo y sin misericordia. En la Encamación,
por ejemplo, vióse una monja, la madre Frías, que mató á
otra á puñaladas. '
Cada monasterio tenía, entre profesas, novicias, educandas,
seglares y criadas, crecidísima población. Baste saber que hubo
época en que, sólo en el convento de Santa Clara, se encerra-
ban trescientas religiosas y otras tantas criadas, devotas ó ve-
cinas.
Y para que no se diga que hablamos de paporreta ó que cal-
culamos á ojo de buen cubero, véase el cuadro que, en 1665, for-
mó el cronista de Indias, Gil González Dávila:
Convento de la Encarnación:— 150 religiosas de velo negro
—50 novicias— 40 donadas— 270 seglares y criadas.
Convento de la Concepción:— 190 religiosas de velo negro
—24 novicias — 15 donadas— 250 seglares y criadas.
Convento de la Trinidad:— 100 religiosas de velo negro—
50 de velo blanco --10 novicias— 10 donadas— 160 seglares y
criadas.
Convento de las Descalzas :~55 de velo negro— 10 de velo
Dlanco— 10 novicias— 20 criadas.
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316 RICARDO PALMA
Convento de Santa Clara:— 160 de velo negro— 37 de velo
blanco— 36 novicias— 18 donadas— 130 seglares.
Convento de Santa Catalina:— 40 de velo negro— 6 de velo
blanco— 38 seglares.
Resulta, pues, que de las veinticinco mil mujeres con que,
según el censo de aquel año, contaba Lima, cerca de dos mil
vestían hábito, sin incluir las beatas callejeras que también
lo usaban.
Gobernar una republiqueta de mujeres era empresa, y gran-
de. Las aspiraciones eran infinitas, y tenaz la oposición para
con la abadesa, que no podía satisfacer los inniunerables ca-
prichos de sus subditas, doblemente caprichosas por ser mujeres
y monjas, que es otro item más. La anarquía era, pues, plato
diario en los monasterios.
La numerosa servidumbre, si bien carecía de voto, era por
lo mismo tan bullanguera y exaltada como en nuestras demo-
cracias, aquellos á quienes la ley no concede carta de ciuda-
danía. Los (jue no tienen derecho á votar, han sido, son y
serán, los que levanten más polvareda.
Las muchachas dividíanse en bandos, siguiendo cada una el
de la monja de quien dependía; y terminado el capítulo, las
del partido vencedor concurrían á los claustros armadas de
matracas encintadas, marimbas, panderos con cascabeles y otros
instrumentos, cantando coplas en loor de la monja electa, y
aun satirizando á la derrotada y á sus secuaces. A esas coplas
y á esc barullo se dio el nombre de vítores.
En ese día, . las seglares tenían licencia para salir hasta la
puerta ó plazuela del convento y alborotar el vecindario con el
desapacible matraqueo.
No puede determinarse con fijeza la época en que nacieron
en Lima los vítores; pero consta que, en el monasterio de las
bernardas de la Trinidad, se cantaba en 1617:
i Vítor la madre abadesa,
modelo de santidad!
¡Vítor la lega y profesa I
i Vítor la comunidad!
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 317
Por real orden de 31 de Diciembre de 1786, comunicada al
virrey Croix, se prohibieron los vítores en la elección de abadesa ;
pero maldito el caso qae de la regia prohibición hicieron las
monjitas de Lima.
Las coplas de los monasterios son notables por la agudeza
y sal criolla. Sentimos haber olvidado muchos vítores, muy
graciosos que, hace ya fecha, oímos recitar á una vieja.
Sin embargo, no (jueremos dejar en el tintero un par de vi-
llancicos que en ciertas fiestas se cantaban en los claustros.
Las clarisas tenían éste:
Vítor, vítor las llagas
de nuestro padre San Francisco!
I una, dos, tres, cuatro y cinco !
Y las muchachas contestaban en coro:
Alegrémonos, alegrémonos,
porqpie es bien que nos alegremos.
El de las monjas trinitarias no era menos original. Decía así:
San Bernardo no come escabeche,
ni bebe Campeche,
porque es amigo de la leche.
A lo que contestaba el coro:
Al glorioso mamón
digámosle todas Kyrieleysón.
De los conventos de monjas pasaron los vítores á los con-
ventos de frailes. En éstos se albergaba también gran población
masculina. Abundancia de redondillas y décimas, escritas con
añil ó almagre, aparecían en las paredes inmediatas á la celda
del nuevo prelado; y los devotos, cuyo número aumentaba con
el de la gente de la ciudad que traspasaba los umbrales de la
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318 RICARDO PALMA
|)ortería, formaban laberinto no menor que el de los monas-
terios en ocasión idéntica.
, En 1709, el capítulo de los agustinos fué harto borrascoso.
Disputábanse el triunfo entre fray Alejandro Paz, sevillano,
y fray Pedro Zavala, vizcaíno. Tal fué el cúmulo de incidentes
que la real Audiencia, viendo que después de muchas horas
de estar reunidos los padres en la sala capitular no ponían
término al acto, resolvió, á media noche, trasladarse al convento.
A las dos de la mañana hízose un escrutinio, y entre los que
esperaban á la puerta, corrió la voz de que el padre Paz había
salido vencedor. Sus partidarios atronaron el claustro can-
tando :
De Sevilla fué el olivo
primero que vino acá.
¡Vítor, por Sevilla! ¡Vítor!
¡Vítor por el padre Paz!
Uno de los oidores tuvo que salir de la sala capitular para
hacer que cesase el alboroto. Había resultado empate, é iba á
repetirse la votación. La muchitanga (juedó en impaciente es-
pectativa.
Con el alba las campanas se echaron á vuelo, y los coheles
y camaretas anunciaron á los vecinos de Lima la derrota del
padre Paz. Su contrario había triunfado por mayoría de dos
votos, éxito que fué celebrado con un vítor, ingenioso en verdad,
pues en él se les vuelve la oración por pasiva á los partidarios
del sevillano.
De Vizcaya la muy noble
nunca vino cosa mala.
¡Vítor por Vizcaya! ¡Vítor!
¡Vítor el padre Zavala!
Como se ve, en estas luchas entraba por mucho el espíritu
de provincialismo, lo que hemos tenido oportunidad de pro-
bar en una tradición titulada:— E/ Virrey capiiulero.
En los primeros años del presente siglo empezó á germinar
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 319
entre los frailes el sentimiento de la nacionalidad peruana.
Deducírnoslo del siguiente vítor con que los mercenarios fes-
tejaron, en 1804, la elección de comendador que recayó en jel
limefko fray Cipriano Jerónimo Calatayud.
i Vítor el padre
Calatayud,
faro de ciencia,
sol de virtud!
¡Vítor el padre
Calatayud !
{Vítor, hermanos,
por el Perú!
No hemos encontrado comprobante alguno que garantice
la autenticidad de lo que vamos á referir; pero es tradición
popularísima en Lima, y como tal la apuntamos. Algo de verdad
habrá en el fondo, y sobre todo ai noni é vero e hen tróvalo.
Diz que los padres cruciferos de San Camilo andaban abu-
rridos con el prelado que, á mañana y tarde, les hacía servir
en el refectorio un guisote conocido con el nombre de chanfaina.
Fama tiene, hoy mismo, la chanfaina de la Buenamuerte. Llegó
la époco de elecciones, y uno de los aspirantes ganó capítulo
sólo por haber dicho:— Si triunfo, la chanfaina se quita. A esto
se refiere el vítor :
Dios con su próvida mano
nos remedió en nuestra cuita,
i Vítor el padre Otiniano,
que la chanfaina nos quita!
Y cumplió al pie de la letra su paternidad con el com-
promiso; pues si el antecesor suministraba la chanfaina con
caldo, el nuevo prelado eliminó éste, dando por descargo, á
los que lo reconvenían, que él no había ofrecido suprimir la
vianda, sino darla aequitay esto es, sin caldo. Y digan que el
castellano no admite calembourg.
Las recreaciones 6 fiestas, i)or elección de abadesa, duraban
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320 RICARDO PALMA
ocho días, en los cuáles las devotas representífban eutremesies,
organizaban cuadrillas ele danzas, quemaban árboles de fue-
go, y conventos hubo, como el de la Concepción, donde se ca-
pearon becerros, funcionando las muchachas de toreros. En
días tales, solían conseguir permiso para visitar los claustros
algunas damas de la aristocracia, deudas de las monjas y pro-
tectoras del monasterio. También había puerta Tranca para
los frailes de cami>anillas. Cuchipanda en regla.
De igual manera festejaban los frailes el éxito de un capí-
tulo. A veces la corrida de novillos se efectuaba en la plazuela,
con gran contentamiento del pueblo. Entonces sacaban, como
en la procesión del Corpus, á la Gigantilla y los Gigantes, y
á la famosa Tarasca. No me parece fuera de oportunidad hacer
la descripción de ésta.
La Tarasca, según la pinta Monreal, era un monstruo de
cartón, símbolo del demonio Leviathán, con lal artificio dispues-
to, que alargaba de improviso él ensortijado cuello y les quitaba
el sombrero á las gentes descuidadas, tragándoselo, con no poca
algazara popular. Caballera en la horripilante serpiente iba
una figura de mujer, representando á la meretriz de Babilo-
nia, vestida con lujosas galas y según la última moda.
Al abrir el monstruo la desmesurada boca solían los mu-
chachos, desde algunas varas de distancia, arrojar en ella guin-
das, y según don Diego de Clemencin, en sus notas al Quijote,
nació de aquí la frase proverbial:— Echar guindas á la Ta-
rasca.
La Gigantilla era una muñeca de tarfiaño natural, pero de
extrema obesidad, que, en la procesión del Corpus, recitaba
la loa de Lope de Vega que empieza con esta redondilla:
Padre, ¿no me diréis vos
aquello blanco qué sea,
que á mí me parece oblea
y el cura dice que es Dios?
En cuanto á los gigantes y papa-huevos ó enanos, excuso
describirlos, que hartas ocasiones habrán tenido mis lectores
para verlos y apreciar la exactitud de aquel refrán limeflo que
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 321
se aplica á los que discurren sobre tema que ignoran:— Este
habla como los gigantes, por la bragueta; — pues realmente, ese era
el sitio por donde salía la voz del hombre que iba dentro del
embeleco de cartón.
La costumbre de los vítores pasó, en breve, de los claustros
á la ciudad. Así, cuando se elegía Rector de la Real y Pontificia
Universidad de San Marcos, elección disputada á veces con ca-
lor, ó se confería por oposición alguna cátedra, echábanse á
pasear por las calles con banda de música, quemando cohetes
y gritando:— /Ví^or el doctor fulano I—grupws de hombres y mu-
jeres de la hez. Por supuesto, que esta zinguizarra era preparada
con anticipación por los deudos y amigos del vencedor. Di-
rigíanse á casa de éste, invadían el patio y corredores, le re-
citaban loas en chabacanos versos, infamemente declamados,
y el bochinche se prolongaba hasta media noche. Tenemos á
la vista é impresas, algunas loas, desnudas de mérito literario,
y en las que compite el gongorismo más extravagante con
las más ridiculas y exageradas lisonjas.
El dueño de casa tiraba plata por alto^ distribuíanse con prp-
fusión licores, dulces y viandas; y en ocasiones, para solem-
nizar más los vítores, acudían cuadrillas de payas, gibaros,
y danzantes. En una palabra, los vítores eran el complemento
del triunfo. Elección sin vítores, habría sido como sainete sin
bobo ó sermón sin Agustín.
Casos hubo, y era natural, en que uno de los contendientes^
juzgando segura su victoria, hizo grandes gastos y preparativos
para que lo vitoreasen, quedándose, como se dice, con los cres-
pos hechos y sin bailar.
No era extraño tampoco que grupws de pueblo se detuvie-
sen en la calle donde habitaba el derrotado, quemando cohe-
tes, y mortificándolo con vítores á su afortunado rival.
También al conferirse un grado de doctor, los amigos del
agraciado lo festejaban con vítores, y aun con corrida de toros.
Época hubo, y no remota, en que al aspirante á doctorado
le costaba un ojo de la cara la satisfacción de ceñirse el capelo.
Más que de ciencia y de suficiencia, tenía necesidad de dinero,
para obsequiar á cada miembro del claustro lo que se llama-
21
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322 RICARDO PALMA
ba la propina de ave y confitura. Muy pobre diablo era el que
salía del apuro con un gasto de mil duretes. Así, cuentan
que un Rector de la Universidad solía decir i—Accipiamus pecunia
et mitamua asintis in patria sua.
A propósito de este distintivo universitario, referiremos que
en 1788, siendo Rector de la Universidad de Lima el conde del
Portillo, consiguió, por influencia de éste, graduarse de doctor
el teniente coronel de los reales ejércitos don Jorgje Escobedo,
hombre de escasos estudios y de más escaso meollo.
Advierto que este don Jorge Escobedo no debió ser el ca-
ballero del mismo nombre y apellido que reemplazó á Areche
como Visitador regio, que fué Intendente de Lima y Oidor de
su real Audiencia.
Por lo mismo que muchos miembros del claustro se habían
opuesto á la concesión del doctoral capelo, el protector y los
del círculo de don Jorge creyeron conveniente festjejarlo con
un vítor estrepitoso, llevándolo desde la Universidad hasta su
casa pisando flores, que cuatro lacayos con librea iban arro-
jando en el camino.
La tradición no ha hecho llegar hasta nuestros días los
loores que se tributaron al novel doctor; pero sí la siguiente
décima que, impresa, se distribuyó por los del partido de opo-
sición.
Si en Roma el emperador
Calígula, por su mano,
declaró cónsul romano
á su caballo andador,
no se admiren que el Rector,
por su sola autoridad,
ultrajando á la ciudad,
como quien se tira un...
haya hecho miembro á Escobedo
de aquesta Universidad.
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 323
Sácase, pues, en limpio, que también había manera de aciba-
rar los vítores, que amargo dejo debió quedarle á don Jorge
Escobedo si algún oficioso de esos que, so capa de devoción
y lealtad abundan siempre, le hizo saborear la cáustíca es-
pinela.
Parece que, en el otro siglo, no era moneda tan corriente,
como hogaño, encaramarse sin merecimiento. Difícil era que una
sabandija llegase á las alturas. No es esto decir que picaros
no escalasen elevados puestos, ni qu^ jumentos dejasen d<e
lucir distinciones reservadas para los hombres de saber; pero
cuando esto acontecía, y por humildísima que fuese, se levan-
taba siempre una voz para protestar.
A esos los bautizó el pueblo con el nombre de doctores del
tibiqttoquc.
No recuerdo si leí ó me contaron que un clérigo molondro,
y á quien el pueblo, aludiendo á que usaba peluquín rubio,
llamaba el abate Citcaracha^ consiguió á fuerza de trapacerías
y bajezas, la protección de im virrey, el cual, á pesar de la
tenaz resistencia del Cabildo eclesiástico, logró, á la larga, que
su ahijado se calzase una canongía. De misacantano á canónigo,
¡volar era más que el águila!
—;í¡ Cuánto ha subido Cucaracha!!!— exclamó escandalizado
el campanero.
—Escupa, hijo, esa herejía— le contestó el sacristán.— Diga,
y dirá bien:— ¡n Cuánto ha bajado la Catedral de Lima!!!
Y sí esta no es protesta elocuentísima, digo que no entien-
do de protestas.
Yo he visto (y no hace treinta mil años) á la republicana
Universidad de San Marcos, aceptar como moneda de buena
ley un doctorado manufacturado en Roma, en obsequio de un
grandísimo camueso que ni siquiera estuvo en Roma. Después
de esto... ¡nía mar!!! Me explico el consulado del caballo de
Calígula.
Tiempos alcanzamos en que los muchachos, al dejar el claus-
tro materno, lo hacen trayendo sobre la cabeza el capelo doc-
toral ó sobre los hombros las charreteras de coronel, siqíiiera
sea de cachimbos. De mí sé decir que si epitafio merezco sobre
mi losa, ha de ser éste, y no otro:
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324 BIGARDO PALMA
Aquí yace un peruano escribidor
Que ni fué coronel, ni fué doctor. (1)
Volviendo á los vítores, y para concluir, diré que hace más
de treinta años que no están en uso, ni aun entre las monjas.
Tengo para mí que poca falta hacen, y que en la desaparición
de ellos han ganado las costumbres y la moral. Hoy, el derro-
tado en una elección, no se halla tan expuesto, como antes,
á ser ludibrio de su adversario ó de la muchedumbre incons-
ciente. Quedar cola ó salir cola era la frase consagrada por el
vulgacho para expresar que un aspirante había sido vencido ó
reprobado un colegial en sus exámenes.
Hogaño, á Dios gracias, podemos arrastrar más cola que
un pavo real, sin miedo de que nos la pise un zarramplín.
(1) Probablemente la Universidad de Lima estimó este epitafio como una pretensión, pues á
poco tuvo la espontaneidad, que agradezco, de obsequinrme con dos doctoraaos: uno de Juris-
prudencia y otro de letras. ¡Ahítate, glotón!
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TAUROMAQUIA
(apuntes para la historia del toreo)
Grande fué siempre la afición del pueblo limeño á las fun-
ciones taurómacas y Lima ha presenciado corridas de aquellas
que, como generalmente se dice, forman época. Viejos ha cono-
cido el que estos apuntes acopia, que no sabían hablar sino de
los toroó que, en la Plaza Mayor, se lidiaron para las fiestas
reales con que el vecindario solemnizó el advenimiento de
Carlos IV al trono español, ó la entrada al mando de los virre-
yes O'Higgins, Aviles, Abascal y Pezuela, que lo que fué La-
Sema no disfrutó de tal agasajo, pues las cosas políticas anda-
ban, á la sazón, más que turbias.
Desde los días del marqués Pizarro, diestrísimo picador y
muy aficionado á la caza, hubo en Lima gusto por las lidias;
pero la escasez de ganado las hacía imposibles.
La primera corrida que presenciaron los limeños fué en 1540,
hmes 29 de Marzo, segimdo día de Pascua de Resurrección, ce-
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326 RICARDO PALMA
lebrando la consagración de óleos hecha pwr el obispo fray
Vicente Valverde. La función fué en la Plaza Mayor; principió
á la una de la tarde, y se lidiaron tres toretes de la ganadería
de Maranga. Don Francisco Pizarro, á caballo, mató el se-
gundo toro á rejonazos.
Desde 1559, el Cabildo destinó cuatro días en el año para
esta diversión: —Pascua de Reyes, San Juan, Santiago y la Asun-
ción. El empresario que contrataba las funciones con el Cabildo
construía tablados y galerías alrededor de la Plaza, sacando
gran provecho en el alquiler de los asientos. En aquellos tiem-
pos el mercado público estaba situado en la Plaza Mayor, y en
los días de corrida se trasladaba á las plazuelas de San Fran-
cisco, Santa Ana y otras.
En las fiestas reales, las lidias se hacían con el ceremonial
siguiente:
Por la mañana tenía lugar lo que se llamaba encierro del ga-
nado, y soltaban á la plaza dos ó tres toretes, con las astas
recortadas. El pueblo se solazaba con ellos, y no pocos aficio-
nados salían contusos. Esta diversión duraba hasta las diez;
y el pueblo se retiraba, augurando, por los incidentes del en-
cierro, el mérito del. ganado que iba á lidiarse.
A las dos de la tarde salía de Palacio el virrey, con gran
comitiva de notables, todos en soberbios caballos lujosamente
enjaezados. Mientras recorría la Plaza, las damas, desde los
balcones y azoteas, arrojaban flores sobre ellos; y el pueblo,
que ocupaba andamios en el atrio de la Catedral y portales,
victoreaba frenéticamente.
El arzobispo y su cabildo, así como las órdenes religiosas,
concurrían á la función.
l-n cuarto de hora después, el virrey ocupaba asiento, bajo
dosel, en la galería de Palacio, y arrojaba á la plaza la llave
del toril, gritando: ¡Viva el rey! Recogíala un caballero, á
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 327
quien anticipadamente se había conferido tal honor, eligién-
dolo entre los muchos aspirantes, y á media rienda se dirigía
á la esquina de Judíos, donde estaba situado el toril, cuya puerta
fingía abrir con la dorada llave.
*
Sólo bajo el gobierno de los Pizarro y de los virreyes conde
de Nieva y segundo marqués de Cañete, se vio en Lima rom-
per cañas á los caballeros, divididos en dos bandos.
Después de ellos, fué cuando se Introdujo en la corrida cua-
drillas de parlampanes, papa-huevos, cofradías de africanos y
payas.
No es exacto, como un escritor contemporáneo lo dice, que
en la corrida que se dio el 3 de Noviembre de 1760, para
celebrar la exaltación de Carlos III, fué cuando se empezó á
dar nombre á cada toro é imprimir listines.
En 1701, fué cuando, por primera vez, se imprimieron cuar-
tillas de papel con los nombres de los toros y de las ganade^-
rías 6 haciendas. En esta época, las corridas que no entraban
en la categoría de fiestas reales, se efectuaban eíi la plaza de
Otero.
Como una curiosidad histórica, quiero consignar aquí el
listín.
Razón individual de los toros qne, en dos tardes, se han de
lidiar en esta Plaza Mayor, en obsequio á la augusta procla-
mación de Su Majestad don Felipe V. nuestro señor.
Encierro, — Primera mañana.
El Rompe-ponchos, azaharito, de Oquendo.
El Zoquete, rabón colorado, de Bujama.
El Gallareta, overo, de Huando.
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I
328 RICARDO PALMA
Segunda mañana.
El Patuleco, barriga blanca, de Casablanca
El Cara sucia, gateado, de Pasamayo.
El Potroso, lúciuno, de Contador.
Tarde primera.
El Flor de cuenta, capirote, de Palpa.
El Diafanito, oseo, de Larán.
El Pichón, blanco, de Gómez.
El Lagartija, gateado, de Hilarión.
El Floripondio, barroso, de Chincha.
El Deseado, alazán tostado, del Naranjal.
El Chivillo, prieto, de Corral Redondo.
El Leche migada, de Vilcahuaura.
El Partero aparejado, blanco y prieto, de Retes.
El Come gente, overo pintado, de Quipico.
; Tarde segunda.
El Rasca moño, blanco, de Lurinchincha.
El Pucho á la oreja, frazada, de Chancaillo.
El Saca candela, frontino, de Esquivel.
El Gato, gateado, del Pacallar.
El Anteojito, brocato, de Mala.
El Corre bailando, culimosqueado, de Sayán.
El Longaniza, prieto desparramado, de Chuquitanta.
El Diablito cojo, pintado, de Hervay.
El Sacristán, ajiseco, de Limatambo.
El Invencible, retinto, de Bujama.
Parece que, para estas corridas, el Cabildo comprometió
á cada hacendado de los valles inmediatos á Lima para que ob-
seqmasen un toro, y natural es suponer que el espíritu de
competencia los obligaba á enviar lo mejor de su ganadería.
En los libros en que corren consignadas las descripciones
de fiestas reales, se encuentran abundantes pormenores sobre
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 329
las corridas. En mi opinión, el libro de Terralla titulado El
Sol en el Mec^io día^ escrito en 1790 para las fiestas reales de
Carlos IV, trae la más curiosa de las pinturas que, hasta en-
tonces se hubieran escrito sobre corridas de toros^.^
Por real cédula de 6 de Octubre de 1798, se mandó que las
corridas fuesen en lunes, pues la autoridad eclesiástica creía
que, por celebrarlas en domingo, dejaba mucha jgente de oir
misa.
En 1768, don Agustín Hipólito Landáburu, terminó como
empresario la fábrica de una plaza para las lidias de toros,
en los terrenos denominados de Hacho y que, andando los
años, perdieron una letra, convirtiéndose en Acho.
En la construcción de la plaza empleó tres aflos, é invirtió
cerca de cien mil pesos, debiendo, después de llenadas ciertas
cláusulas del contrato, las que especifica Fuentes en su Esta-
dística de Lima, pasar el edificio á ser propiedad de la Benefi-
cencia, que desde 1827 lo administra.
La plaza de Acho ocupa más espacio que el mejor circo
de España, y puede admitir cómodamente 10,000 espectado-
res. Es un polígono de 15 lados, con un diámetro que mide
noventa y cinco varas castellanas.
Al principio se acordó licencia sólo para ocho corridas al
año, concesión que lentamente fué adquiriendo elasticidad. Ha-
bía además una función llamada de encierro^ y con la cual ter-
minaba la temporada. Los toros que se lidiaban en Ja corrida
de encierro no eran estoqueados.
Hasta 1845, las corridas se efectuaban los lunes; de modo
que, con el pretexto de los toros, disfrutaba el pueblo de dos
días seguidos de huelga.
Aunque se estableció el Circo de Acho, no por eso dejaban
de lidiarse toros en la Plaza Mayor, en las fiestas reales y re-
cepción de virreyes. La última corrida que se efectuó en (¿se
lugar fut en obsequio del virrey Pezuela, en 1816.
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330 WCAEDO PALMA
Hasta 1750, en que se puso á la nwÉa ^ea España la es-
cuela de Ronda, de matar á los toros recibiendo, esto t!s, mmm
do el diestro bandola y estoque, no hubo en Lima sino rejo-
neadores para ultimar á los comúpetas. Pocos años después,
vino la escuela de Sevilla, en oposición á la de Ronda, con
las estocadas á volapié y la invención de las banderillas. Los
progresos del arte, en la metrópoli, llegaban pronto á la co-
lonia.
En 1770 empezaron á aparecer los listines con una octava
ó un par de décimas. La cuadrilla, en ese año, la formaban
como matadores Manuel Romero el jerezano, y Antonio López
de Medina Sidonia; José Padilla, Faustino Estacio, José Ra-
món y Prudencio Rosales, como rejoneadores ó picadores de
vara corta; y como capeadores y banderilleros José Lagos,
Toribio Mújica, Alejo Pacheco y Bemardino Landáburu. Ha-
bía además cacheteros, dos garrocheros y doce parlampancs.
Los parlampanes eran unos pobres diablos que se presen-
taban vestidos de mojiganga. Uno de ellos llamábase doña Ma-
ría, otro el Monigote, y los restantes tenían nombres que no re-
cordamos.
Había también seis indios llamados mojarreroa, que salían al
circo casi siempre beodos y que, armados de rejoncillos ó moha-
rras, punzaban al toro hasta matarlo.
Los garrocheros eran los encargados de azuzar al toro arro-
jando desde alguna distancia jaras y flechas que iban á cla-
varse en los costados del animal.
La bárbara suerte de la lanzada consistía en colocarse un
hombre frente al toril con una gruesa lanza que apoyaba en
una tabla. El bicho se precipitaba ciego sobre la lanza, y caía
traspasado; pero casos hubo, pues para esta suerte se elegía
un toro bravo y limpio, en que el animal, burlándose de la
lanza, acometió al hombre indefenso y le dio muerte.
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3nS ULTIMAS TRADICIONES 331
Fué en 1785 cuando empezó á ponerse en boga la galana
suerte de capear á caballo, desconocida entonces aún en Es-
paña, y en la que fué tan eximio el marqués de Valle Umbroso,
don Pedro Zavala, autor de un libro que se publicó en Madrid
por los años de 1831, con el título .—Escuela de caballería, con-
forme á la práctica observada en Lima. — El capeo á caballo, dice
el señor de Mendibnru, no se hizo al principio por toreros
pagados, sino por individuos que tenían afición á ese ejerci-
cio; y aun las personas de clase no se desdeñaban de ir á
buscar lances que los acreditasen de jinetes y de valientes.
Sólo desde fines del siglo pasado los capeadores de á caballo
fueron asalariados.
Los matadores y banderilleros españoles de esa época eran
Alonso Jurado, Miguel Utrilla, Juan Venegas, Norberto En-
calada y José Lagos (a) Barreta.
Los mejores capeadores de á caballo que han entrado al re-
dondel de Lima, fueron Casimiro Cajapaico, Juana Breña (mu-
lata) y Esteban An-edondo.
En elogio de Casimiro Cajapaico, dice el marqués de Valle
Umbroso en su ya citado libro:— -Era muy jinete, y el mejor
enfrenador que he conocido: siempre que lo veía á caballo me daban
ganas de levantarle estatua. Después de esto de la estatua, no
hay más que añadir: apaga, y vamonos.
El 22 de Abril de 1792 se dio en Acho una corrida á bene-
ficio de las benditas almas del Purgatorio. No lo tomen ustedes
á risa, que allí está el listín.
Cogido por un toro el banderillero español José Alvarez
fué á hacer compañía á las beneficiadas, que no tuvieron poder
bastante para librarlo de las astas de un berrendo de Bujama.
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332 RICARDO PALMA
Alejo Quintín, á quien el pueblo conocía con el apodo de
Pollollo tenía setenta y cuatro años y usaba antiparras. Era
picador de vara corta ó rejoneador, como el Santiago Pereira
de nuestros tiempos. En 1805 figuraba todavía en primera lí-
nea, como lo prueban estos versos de un listín de ese año:
No falten los guapos;
pongan atención,
que esta vez Pollollo
vibrará el rejón.
Mariquita mía,
vamos de mañana,
que Quintín Pollollo
sale á la campaña.
Pollollo no es viejo,
que es un jovencico
á quien faltan muelas
y le sobra pico.
Murió en su oficio, por consecuencia de golpes que le dio
un toro, en 1807.
La lucha de un oso con un toro no es, como se ha querido
sostener, novedad de nuestros días.
El 9 de Febrero de 1807 se efectuó por primera vez éste com-
bate en el circo de Acho.
Cuando un torero desobedecía al juez ó faltaba en algo al
público, se le penaba arrestándolo en el templador durante
el tiempo que aun hubiera lidia. Sólo por falta muy grave se
le enviaba á la cárcel.
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 333
Menos tolerancia había con los cómicos, pues original existe
en la Biblioteca de Lima la causa seguida en 1810 contra Luisa
Valverdc (alias la Ytica) natural de Piura, y de veinte años de
edad, moza de mucho trueno que desempeñaba papeles s,je-
cundarios. Copiamos de esa causa este auto:— «Póngase presa
»en el cuarto de reclusión del teatro de comedias á Luisa Val-
» verde, la cual sólo saldrá para desempeñar sus papeles en
»la escena; y entregúese la llave de dicho cuarto á los asentis-
»tas para que la confíen únicamente al portero encargado de
» suministrarla la comida que la lleven de su casa.»— Rubrica
este auto el marqués de San Juan Nepomuceno, regente d|e
la Real Audiencia.
Consta, pues, q[ue para la gente de bastidores había hasta
cárcel especial, de la que se les sacaba en la noche durantie
las horas de representación escénica. A los toreros no se les
sacaba de la cárcel para que fuesen á divertir al público.
Hasta 1860 era costumbre, en Acho, que antes del paseo de
la cuadrilla, saliese una compañía de soldados con un escri-
bano que, en dos sitios del redondel, daba lectura al bando
en que la autoridad imponía penas á los que promoviesen des-
órdenes durante la Udia. El escribano recibía cuatro pesos en
pago de su fatiga y de la rechifla con qae lo acogía el pueblo.
Desde 1810, los listines de toros empiezan á traer largas
tiradas de versos, y los sucesos iK)líticos ele la Metrópoli dan
alimento á la inspiración de nuestros vates. Las listas de esas
épocas traen, por encabezamiento. Viva Fernando FZ/, y con-
tienen versos contra Napoleón y los franceses.
He aquí una muestra de ellos:
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334 BIGARDO PALMA
£1 toro maestro
Hoy, á toda fortuna preparado,
saldrás feroz al coso y ¡ojo alerta!
que al enemigo osado
acompaña cuadrilla muy experta.
Antes de entrar medita reposado
en que te invaden para muerte cierta,
y pues todos conspiran á engaflarte,
mira en cada torero un Bonaparte.
Confiado en su suerte
solicita el tirano darte muerte.
El, presumido, astuto,
quiere de tu ignorancia sacar fruto
y, en creerte salvaje,
añade á la agresión mayor ultraje.
Dile:— ¡Tirano ingrato!
¿piensas lograr un triunfo tan barato?
¿crees que el toro de España
no es capaz de buscarte en la campaña?
Ponte, ponte á mi frente,
probarás si soy sabio y soy valiente.
De ese modo, engañado
y engañando, los toros has sacado
de las verdes dehesas
donde el veneno entró de tus jM'omesas.
No ya, pérfido, en vano
te empeñas tanto contra el toro hispano
que, venciendo á Morfeo,
despierta para hacerte su trofeo.
Si has leído la historia
de Nimianda y Sagunto, la memoria
imprime en tu vil pecho
la opinión, la justicia y el derecho,
con que á todo viviente
natura lo conserva, y libremente
lo conduce al empeño
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i
MIS Cltimas tradiciones 335
de defender aquello de que es dueño.
Si político fueras,
con el toro español no te metieras;
pero infame, ambicioso,
pudiendo ser amado, y con reposo
recordando tu infancia,
disfrutar el honor que te dio Francia,
te metes á torero
y saqueando rediles, bandolero,
sangriento, abominable,
á los pueblos te tomas detestable.
Hasta hoy de Meroveo,
de Cario Magno y grande Clodoveo,
y de otros justos reyes,
que dieron á la Galia santas leyes,
el tiempo majestuoso
conserva la memoria y fin dichoso.
Pero tú, fementido,
echando sus virtudes al olvido,
profanas el sagrado
de aquellos reyes, tu mejor dechado,
y al pueblo esclarecido
que con gendarmes tienes oprimido,
la libertad amada,
por tus bajas intrigas usurpada,
hollará el despotismo;
y llevándote de uno en otro abismo,
cual im vil toricida,
entre mis cuernos perderás la vida.
Dudamos que en la misma España se hubieran prodigado
más dicterios al invasor. Decididamente, en América pecamos
por exagerados.
Hablemos de los renombrados toros de la Concordia.
Para poner dique ó retardar siquiera la tormenta revolu-
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336 RICARDO PALMA
cionaria, el virrey Abascal organizó en Lima un regimiento-
compuesto de lo más distinguido entre la juventud criolla y
españoles acaudalados. Llamóse regimiento de la Concordia,
y tenía por coronel al virrey.
Anualmente, desde 1812 hasta 1815, daba el regimiento una
corrida, en la que los toros salían con enjalmas cubiertas de
monedas de oro y plata. Criollos y i>eninsulares competían en
esplendidez.
Entonces se vio que una compañía de soldados entrase al
circo á hacer las evoluciones militares conocidas, sólo desde
1812, con el nombre de despejo.
Desde los primeros toros de la Concordia hubo cuadrilla
peruana. En la española figuraban el picador Francisco Domín-
guez, el matador Esteban Corujo y los banderilleros, que más
tarde fueron también de espada, José Cantoral y Vicente Ti-
rado. En la cuadrilla del país, los más notables eran Casimiro
Cajapaico, el famoso capeador, Juana Breña y José Morel; el
puntillero José Beque, negro á quien sacaban de la cárcel para
cada función, Lorenzo Pizí, un tal Muchos pañuelos y el espada
Pedro Villanueva.
Estos matadores eran eclécticos; pues así se ceñían á las
reglas de la escuela de Ronda, como á las de la escuela de
Sevilla. Estoqueaban á la criolla; es decir, como el diablo que-
ría ayudarlos. Para ellos, cerviguillo ó rabo, todo era toro.
Sobre todos ellos dice cosas muy graciosas el poeta don
Manuel Segura, en su comedia El sargento Canuto.
A la cuadrilla española pertenecía también el diestro ban-
derillero Juan Franco, quien, en 1818, murió en Acho, cogido
por un toro mientras conversaba descuidado con su querida,,
que estaba en uno de los cuartos próximos á la barrera.
El picador ó rejoneador Francisco Domínguez era una nota-^
bilidad como Cajapaico. Cuando San Martín estableció su cuar-
tel general en Huaura, salió de Lima Domínguez con el com-
promiso de asesinarlo. Descubierto el plan, y confesado el
propósito por Domínguez, San Martín lo puso en libertad.
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MIS ÚLTIMAS TRADICIONES 337
Curioso es consignar que los toreros de esa época eran
hombres dados á la política. Así figuraba Esteban Corujo como
denunciante de una revolución en tiempos de Abascal.
En la corrida que dio el regimiento de la Concordia, en 1812,
se lidió un toro llamado el Misántropo^ que debía once muertes.
Encontrósele en el monte, sin hierro ó marca de dueño, y
acostumbraba salir al camino y embestir á los pasajeros. Con-
siguieron traerlo al encierro en medio de bueyes mansos. En
la lidia hirió el caballo al picador Domínguez, mató al chulo
Guillermo Casasola y estropeó al espada Cecilio Ramírez. En
las suertes de capa, lució con él admirablemente Casimiro Ca-
japaico. No murió este toro en el redondel, sino en el corral,
por consecuencia de las heridas.
Las otras corridas "de la Concordia no excedieron en lujo
á la del año 12, ni ofrecen circimstancia particular. Pasemos
á la última, que se dio en 10 de Abril de 1815; empezando por
copiar del listín estas fáciles seguidillas:
Cantoral y Corujo
llevan á emi>eño
hacer hoy con los toros
un escarmiento;
lo que no es chanza,
porque estos caballeros'
son de palabra.
Una vieja maldita
me ha asegurado
que, en su tiempo, los toros
eran muy bravos;
pero, al presente,
dice que hasta los hombres
son lilas placientes.
22
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338 KICARDO PALMA
La compañía de granaderos del regimiento Concordia, que
fué la nombrada para el desi>ejo, se embarulló en una de las
evoluciones. El capitán recon\ino con aspereza á uno de los
oiíciaks, y la tropa se insubordinó. Agregan que hubo gritos
de ¡viva la patria! El despejo concluyó como el rosario de la
aurora.
Restablecido con gran trabajo el orden, principió la corrida.
Algunos patriotas se habían introducido en el corral, y para
deslucir la función, cegaron con ceniza á los dos primeros
toros. Ello es que sobre todos estos incidentes se levantó su-
maria, y aun se hicieron prisiones.
El cuarto toro llamábase el Abatido Pumacagua^ aludiendo al
desgraciado fin de este caudillo patriota. Recibiólo Juana Bre-
ña, montada en im diestro alazán y fimiando un gran cigarro,
y le sacó nueve suertes de capa, contradiciendo prácticamente
la opinión del marqués de Valle Umbroso, que en su libro
dice: — Difícil es que las suertes pasen de 9iete; 'pues es raro el
toro que las da, y más raro el caballo que las reéiste. — El entusiasmo
del público fué tanto, que no hubo quien no arrojase dinero
á la vaUente cai>eadora, á la que el virrey Abascal obsequió
con seis onzas de oro. Juana Breña recogió esa tarde más de
mil pesos, según afirma un periodiquín de la época.
Desde 1816 á 1820, los hacendados de Cañete dieron mu-
chas corridas en comi>etencia con los de Chancay, sin que
podamos saber á cuál de los dos valles cupo la gloria de exhi-
bir mejor ganado.
Los listines de esta época no contienen sino injurias contra
los patriotas, y en el circo se ponían figurones representan-
do al Porteño (San Martín) y á Cluecón (lord Cochr.ine) para
que fuesen destrozados por los toros.
Ya en 1816, poetas de reputación, como el frauciscano Chue-
cas y los clérigos Larriva y Elchegaray, no desdeñaron escri-
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 339
bir en listines de toros, como lo han hecho, en tiempos de
la república, Pardo, Segura, Juan Vicente Camacho, su herma-
no Simón y otros muchos distinguidos alumnos de las musas.
Listines conocemos de indisputable mérito literario, salpicados
de chiste y agudeza epigramática.
En cuanto á las revistas de toros ó descripciones en que cam-
pea un salado tecnicismo, sólo después de 1850 empezaron á
aparecer en los diarios de Lima. Algunas he leído dignas de la
pluma de Ábetiamar y de los revistadores andaluces y madrile-
ños. Hasta yo, sin entenderlo poco ni mucho, he escrito varias,
por compromiso. ¡Así han salido las pobrecitas!
La mayor parte de los listines que se imprimieron en los
últimos años de la dominación española, llevaban esta intro-
ducción :
Viva Fernando Vn
El querer resistir á la ley justa,
contra el brazo y poder del soberano,
es empresa sin fruto, intento vano.
Pongo fin á estos apuntes, que dedico á" quien tenga volun-
tad, tiempo y humor para utilizarlos, escribiendo la crónica
taurina de Lima. Yo no he hecho más que hacinar datos,
para que otro se encargue de ordenarlos y darles forma lite-
raria.
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GALLISTICA
APUNTES SOBRE LA LIDIA DE GALLOS
Después de los datos tauromáquicos deben entrar los ga-
llísticos Tratándose de espectáculos semibárbaros, el segundo
es complemento del primero. En el uno peligra la vida del
hombre, y en el otro la honra y la fortuna.
El origen de las peleas de gallos es el siguiente:— Tjemís tó-
eles, en la expedición contra los persas, dijo á los soldados
de su ejército que peleasen con el esfuerzo d,e los gallos. Ob-^
tenido el triunfo por los atenienses, para perpetuar la memoria
de él, se dictó una ley estableciendo una lucha anual de gallos,
costumbre que pasó á Roma, donde, á grito de pregonero, se
convocaba al pueblo con estas palabras: pulli pugruint (hay pe-
lea de gallos). Hubo suntuosos túmulos para sepultar en ellos
á los gallos que más se distinguieron en la lucha. De Roma
pasaron las lidias á los demás pueblos de Europa.
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342 RICAKDO PALMA
Sin que pueda determinarse á punto fijo cuándo tuvo lu-
gar la primera lidia de gallos en Lima, sábese de cierto que
medio siglo después de fundada la ciudad era ya general la
afición; y que en las calles, plazuelas, huertas, y aun en los
claustros de los conventos había jugadas de á pico y de á navaja.
Como sucede hoy mismo en los pueblos de la costa, la festivi-
dad de ciertos santos se celebraba con fuegos de artificio, no-
villos y gallos, espectáculos que también tenían lugar en la
elección de prelados ó en conmemoración de sucesos faustos.
En los tiempos de Amat, era la plebe harto entusiasta por
las lidias de gallos, y así los artesanos como los sirvientes,
desatendían sus deberes por jugar gallos en plena calle. Re-
sultaban de aquí graves pendencias y alarmas para el vecin-
dario pacífico.
No atreviéndose el virrey á ponerse en pugna abierta con
el pueblo, prohibiendo el feroz entretenimiento, sie decidió á
reglamentarlo; y para ello empezó por aceptar la propuesta
que hizo don Juan Garial para construir un coliseo en la pla-
zuela de Santa Catalina y en terreno colindante con la mura-
lla. La fábrica se concluyó en 1762, y el empresario Garial se
comprometió á dar anualmente quinientos pesos al Cabildo y
quinientos al hospital de San Andrés, en compensación del
privilegio exclusivo que éste tenía sobre la casa de comedias.
Al principio concedió Amat permiso para que los domingos^
días festivos, martes y jueves, pudiese el empresario lidiar ga-
llos; pero en 1786, y por real cédula que vino de España, se
hizo extensiva la licencia á los sábados.
En 1781 pasó el edificio á ser propiedad del Estado, asignán-
dose al juez del espectáculo el sueldo de quinientos piesos
al año.
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 34S
En 1804 se trasladó el coliseo ó cancha de gallos á la calle
del Mármol de Carbajal, en la parroquia de San Marcelo, edi-
ficio que conocimos en pie hasta 1868, en que fué demolido
pasando á ser propiedad de un particular (jue, sobre el terreno
donde corriera la sangre de innumerables víctimas de la na-
vaja, construyó una espléndida casa.
Proclamada la Independencia, el ministro Monteagudo, por
decreto de 16 de Febrero de 1822, abolió el juego de gallos.
El coliseo permaneció cerrado hasta pocos meses después de
la batalla de Ayacucho, en que los colombianos, que eran
tan aficionados como los limeños á la lucha de animales de
pluma, pasaron por encima de la prohibición. Poco después,
el Consejo de Gobierno restableció las lidias, destinando el
producto del remate para sostenimiento del Seminario.
Continuó funcionando la casa de gallos hasta el 9 de Febre-
ro de 1832. El Ministro de Gobierno don Manuel Lorenzo
Vidaurre pasó en esa fecha un oficio al Prefecto de Lima, en
el que dice: que no podía tolerarse que el producto de una
casa de inmoralidad, patrocinadora del ocio y del fraude, se
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344
RICARDO PALMA
aplicase al Seminario de Santo Toribio, dándose por sustento
á una escuela de virtud el pan producido por el vicio.
Vino la guerra civil, y con ella bastó una disposición pre-
fectural para convertir en letra muerta el decreto supremo,
hasta que, bajo la administración del presidente coronel Balta,
se eliminó de la central calle del Mármol de Carbajal ese foco
de corrupción.
Fuentes, en su Estadística de Lima^ publicada en 1858, trae
la siguiente descripción:
La cancha ó lugar de la lucha, es perfectamente circular,
y tiene de circimferencia cuarenta y dos y media varas. Los
asientos, colocados alrededor, forman nueve gradas que pue-
den alcanzar para ochocientas personas. Tiene doce palcos ba-
jos y treinta y uno altos, además de la galería del juez. La
entrada vale dos reales por persona. Hay doscientas ocho ga-
lleras, que son unos pequeños cuartos sin puertas, separados
unos de otros por quinchas de caña. El juez recibe una grati-
ficación (cuatro pesos*) todas las tardes de lidia. Las jugadas
se hacen, en la actualidad, casi todos los días. Concurren á
ellas, por término medio, cuatrocientas sesenta personas; y
á las de mucho interés, hasta mil doscientas, que son las que
ía casa puede contener. El número medio de corredores els üe
quince. El dinero que, según datos fidedignos se atraviesa en
todo el año, entre caja y apuestas, asciende á noventa y ocho
mil pesos, no incluyéndose las jugadas extraordinarias, en las
cuales toman parte personas de alta posición social, y en las
que han solido apostarse hasta veinte mil pesos en una tarde.
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 345
El gallero es un tipo digno de estudio.
Dejando aparte á los aficionados, cuya fortuna les permi-
tía criar gallos en cómodas casillas ó galleras, y destinar dos
ó más criados para que los cuidasen, exhibamos sólo al gallero
del pueblo bajo.
No había en Lima rapista ó maestro de obra prima que
no fuese insigne gallero. Tras de la puerta de la barbería ó
al pi6 de la mesita de trabajo, y entre el cerote, las hormas
y el tirapié, estaba amarrado el malatobo, el ajiseco^ el cenizo 6
el cazili.
Cuidábanlo como á la niña del ojo, y bien podía faltarles
el pan para su familia antes que el maíz para su engreído.
Una mañana el zapatero apK)caba la pinta ó el espolón del
gallo de su vecino el barbero. Picábase éste, y quedaba amarrada
¡>elea para ima semana después. Desde ese instante se daba
otra alimentación al animal y se le medía el agua.— -Ciencia
se, necesita para preparar im gallo, y cada aficionado tenía
su método especial, fruto de la experiencia.
El día señalado para la lidia apenas si se dejaba probar bo-
cado al animalito, porque recelaban que, con el buche lleno
anduviese pesado en su vuelo y movimientos. Aquel día no
cesaba el dueño de acariciar á su dije.
Por la tarde envolvíase el zapatero en la mugrienta capa y,
llevando bajo sus pliegues escondido al gallo, dirigíase al reñi-
dero, acompañado de sus amigos que, habiendo conocido al ani-
mal desde pollo y vístolo topar, no daban por medio menos su
victoria sobre el lechuza del barbero.
Tal vez de aquí nació el preguntar, en Lima, á todos los
que llevan un bulto bajo la capa:— Amigo, ¿se vende el gallo?
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346 RICARDO PALMA
Acontecía que el lechuza hacía picadillo al aguilucho. Los
perdidos se volvían cariacontecidos, llevando el dueño, bajo
la capa, se entiende, el cuerpo del difunto que, con arroz y
pimientos, hallaba al otro día sepultura digna en el estómago
del zapatero y de sus camaradas.
Así el triunfo, como la derrota, eran pretexto para empinar
el codo. El vencido encontraba siempre manera de defended-
al muerto, culpando al que amarró la navaja ó á un tropezón
con la tapia del circo.— De puro bueno perdió mi gallo; porque,
si el contrario no se rebaja á tiempo, le habría clavado la na-
vaja hasta el sursum corda.
Jamas convenía el f>erdidoso en que su gallo hubiera sido ven-
cido en buena ley, ó en que era chusco y cobardón.
Los corredores de gallos (dice otro escritor) tienen signos
convencionales para entenderse desde lejos. Son los siguientes:
El restregar cuatro dedos de una mano con el pulgar de
la otra, signifíca que se da diez contra ocho.— Juntar los índi-
ces quiere decir f>elo á pelo ó sin ventaja.— La mano puesta so-
bre el hombro equivale á dar diez contra seis.— Hacer un sig-
no en la frente, como dividiéndola, es dar diez contra cinco.
—Y por fin, echar un corte de manga, significáMIiez contra
siete.
Esto de contratar por señas convencionales, nos recuerda
á las meretrices de Grecia, á las que el galán solicitaba alzando
el dedo índice, y la hembra contestaba formando un anillo
con los dedos pulgar y anular. No había para qué gastar, pa-
labras.
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 347
Pocos juegos se han prestado á trampas más que el de
gallos. Para explotar á los incautos, echaban á la arena im
animal rozagante contra otro de enclenque aspecto. Las apues-
tas en favor del primero eran, por supuesto, numerosas, y
tenías(*^ por gran torpeza arriesgar un centavo en pro de su
rival. Pero, ¡oh maravilla! El gallazo, ó no hacía golilla, ó
cacareaba y corría, ó se dejaba matar por su contrario el gallito
tísico.
Los que estaban en autos sabían que al rozagante, ó lo ha-
bían emborrachado con sopas en vino, ó puéstole un pedacito de
plomo en la cola para embarazarle el vuelo, ó apretádole las
entrañas el careador, ó hecho con el infeliz alguna otra dia-
blura.
Gallo hubo reputado por invencible y que contaba por do-
cenas las victorias. ¡Era un diablo el animal! A la postre,
una tarde se descubrió la trampa: era gallo blindado como los
buques de guerra. Su dueño lo armaba con coracita de hoja de
lata, ingeniosamente dispuesta, y contra la que era impotente la
navaja.
«Las personas encargadas de preparar los animales para
»la lucha (dice Fuentes); las que con el nombre de corredores
»se ocupan en arreglar las apuestas; y todos cuantos tienen
^interés ó participación en las jugadas, cometen hechos de la
»más demostrada inmoralidad y del más declarado robo, ter-
» minando casi siempre cada pelea con una algazara en la que,
»no pocas veces, se oyen insultos á la autoridad que preside
»el espectáculo. Las cuestiones sobre equívoca victoria de un
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348 RICARDO PALMA
í gallo se dirimen por careo ó por dictamen, frecuentemente
parcial, de los peritos nombrados ad hoc».
Eso de amarrar la navaja, requiere ciencia, y más que todo,
probidad. Los amarradores^ sujetos á quienes el pueblo bautiza
con algún apodo, son propensos á dejarse cohechar.
Así como la víspera de una corrida de toros y con acom-
pañamiento de banda de música popular, se hacía por las ca-
lles de Lima el paseo de enjalmas, así cuando se trataba de
alguna jugada de importancia recorrían la capital dos negros
tocando una chirimía y un tambor, seguidos de un muchacho
que cargaba una jaula con un gallo.
Tal era el convite de lujo, salvo casos en que circularon
invitaciones impresas.
Si los toros han tenido y tienen su literatura especial— los
listines y las descripciones en que los gacetilleros de los pe-
riódicos agotan el tecnicismo tauromáquico,— las lidias gallís-
ticas no habían alcanzado á tanto hasta 1874, en que se estrenó
el actual circo de Malambito ó portada del Callao. Verdad es
que el general don Ignacio de Escandón, en 1762, escribió
y publicó en Lima un folletito de ocho páginas, á dos colun^-
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 349
ñas, con un largo y pesado romance octosílabo, celebrando
las lidias de gallos y la erección del circo que autorizó el virrey
Amat. Titulábase ese engendro monstruoso Época Galicana^ egh-a
Galilea,
Alguien que yo me sé, intentó crear la revista gallística en
la prensa; pero, afortimadamente para las letras peruanas, no
halló eco su propósito y tuvo que guardar la pluma.
Sin embargo, y para satisfacer curiosidades exigentes, ahí
va una descripción mía de la lidia gallística del domingo 15
de Septiembre de 1874. Conste que no reincidí en el pecado.
A eso de las 3 y 20 salió el Volantuzo á revolver la arena con un pinto,
que se encontró con un carmelo de regular alcance y de mejor l&mina. Ade-
rezados los gallos, con el careo v la navaja, y puestos en el redondel, partió
con presteza el pinto, bajando el cuarto al carmelo, que no quiso darse por
vencido ha»ta que una nueva acometida del contrario, que era de mucho re*
gistro, le quitó el habla.
Después de la chueca principió la jugada. Era ésta de cincuonta y doscien-
tos. Llevaba la voz y la campana el señor X y los contendientes que
eran los señores U . . . . y N . . . . eran los mismos que amarraban. Con»
¡untititi*, k la derecha, y Chuchumeco, k la izquierda, estaban k la puesta y
k la levantada, y á los careos.
Soltó el segundo un ají $eco prieto, cabeza rota, juntón, contra un a/i-seco
claro, cola blanca, de más alcance, pues era de plaza, pero de menos vuelo
que su adversario. Hecha la apuesta, avanzó el prieto y, zafando con malicia
de la acometida en vuelo del cola blanca, levantóse más V, en el aire, : irió
k éste. Luego contestó el cola blanca; pero un tiro de suelo, de oportunidad y
mucho brío del prieto, y dos prendidas, le dieron el triunfo. Duró la pelea
un minuto y dieciséis segundos.
Conjuntioitts se presentó con un aj i-seco, machetón, de tamaño regular,
contra otro idemiaem, de más alcance. Al partir en vuelo el machetón se
hizo atrás el contrario; pero, á su vez, al bajar, pudo herirlo. Después de una
cita algo prolongada, subieron ambos; y superitando el último, por ser de
más ala, venció al contrario que, con tres sacudidas, besó á su madre. Duró
un minuto y diecinueve segundos.
Se sacó en tercera un malatobo, pata amarilla, contra un aji-seco, ala
blanca, golilla anaranjada y de más cuartilla. Partir el pata amarilla y aga-
rrarse á la mecha con el machetón, todo fué uno. Era el último un galio muy
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350 RICARDO PALMA
frío; pues, habiendo salido mejor librado del ataq^ue, se puso á dar vueltas sin
querer definir. Dos careos sucesivos hicieron salir al pata amarilla llorando
k buscar piedra. Duró un minuto y cincuenta segundos.
Un ceniso, pata prieta, guaragüero y cu^tralvo, de C/mc/iumeco,ae encon-
tró con un ají seco, crespo, de más alcance y m^ grande. A la partida falsa
de este último se citaron los gallos, y remontándobe el que partió venció á su
adversario en un solo tiro. Duró once segundos. El vencedor fué amarrado
por Conjuníieitis.
Un carmeltto, de porte regular, se las hubo con un ají-seco, zanqui-largo,
que amarró también Conjuntioiiis. Partió este último con tres ataques de
tanta sustancia, movimiento y prontitud, que hubieran hecho añicos á otro
gallo que no hubiese sido el carmeltto, el que, sorteando sobre la cola, lla-
móse a defensa y pudo escapar; y luego, citando un momento, dióle el car-
meló un navajazo tan terrible al ajt'seco que éste se desparramó. Nos entre-
tuvimos cincuenta y cuatro segundos.
Se careó en seguida un papujoy cenizo, cola blanca con un a/i-seco, prieto,
ñaco, juntón y desplumado, de Chuchumeco, Avanzó el primero, y arran-
cando el segundo en vuelo, le quitó el cuarto 9\ papujo que quedó sin poder
hacer. El prieto era picador; pero se levantaba en el aire sin saber definir,
por lo que duro la pelea un minuto doce segundos, y fué necesario dar un
careo.
Un aji'neco^ pata blanca, de última, se topó con un jiro, plateado, de Con-
junticítu. El ají seco se presentó distraído y parecía no estar preparado.
Súpolo esto el jiro y se lanzó con tres tiros, logrando solo el último. Cogido á
su vez sufrió una cernida que hizo esperar & todos el triunfo del ají-seco;
pero no fué así, pues reponiéndose el jiro, que estaba enteróte, pasó sobre el
enemigo varias veces, moviéndole las costillas y haciéndolo bajar el pico.
Duró minuto y medio.
Terminada la jugada que ganó H .... caja, cuarta parte y mejoras, y
que por un tris no fué capote, empezaron las chuscas.
Apareció un cenizo de alcance, enjuto y barrillón, con un Carmelo de me-
jor estampa. Puestos en la arena, partió éste en vuelo contra el cenizo, que
yo no sé cómo pudo evitar una acometida de tanto movimiento y fondo. Re-
petido el mismo atac^ue, al verse superitado en el aire, se ladea el cenizo y,
paralelo al suelo, riiere en su tiro al adversario. Elévanse de nuevo, cambia
otra vez el cenizo, porque á subir no puede con el carmelo y, deteniéndose
un momento, aprovecha del descanso del otro para mondarle la pata. Des-
ciende, y un tiro de suelo de una agitación eléctrica, apenas visible, le dio
una victoria que su malicia nos hace llamar sobresaliente.
Luego vino un ajíscco, pata prieta, con otro más chico, cazili, pata ama-
rilla. El triunfo estaba por este último, ^ue era de más ejecución; pero una
sacudida, oportuna y feliz, dio la victoria al otro. Conjnniicitis, en los careos
del primero, que ya estaba muerto, quiso hacer de las suyas. Que la autoridad
abra el ojo.
A un ají-seco, papujo, lo partió un pinto, en vuelo, y le vació el alma en
cinco segundos.
Salió luego un cazilí, mosqueado, zanqui-tuerto. con un cenizo cola blan-
ca, que le hirió al partir. Cogiéronse á la mecha y apartados. Dióle tres bati-
das en el lomo el primero al segundo. Calmada la rabia, fué menester tres
pruebas; pero el cenizo dijo que tenía que hacer, y se despidió cacareando.
Un barbitas, pata amarilla, se careó con un golilla-naranja, pata prieta,
de tan buena estampa aue hizo dar plata á siete. ¡Vaya un animal bien lami-
nado! Un tiro en vuelo y dos batidas endemoniadas, dieron en tierra con
el barbitas.
Cerró la tarde un aji-aeco, que, por más que lo buscaba, no había encon-
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 351
trado desde algún tiempo rival que le bajase el penacho. Echáronle de tapa-
da un Jiro, aplomado, recio de cuadriles. La bondad del primero no le bastó
para vencer; pues, habiéndosele torcido la navaja, le mató el contrario. Mu-
cho se murmuró por este incidente contra Chuchumeco, y dicen que si hubo
intención ó no hubo intención en amarrar mal la navaja.' El juez ha prometi-
do averiguarlo. Lo que resulte lo sabremos .... el día del juicio.
Resumen: la jugada fué buena y entretenida. El único gallo sobresaliente
fué el cenizo de la primera chusca. Gallos de esa inteligencia para el quite y
el ataque, y para aprovechar el único momento posible de triunfo, no se ven
sino de tarde en tarde: son rara aois. También mencionaremos á su adver-
sario, que hubiera triunfado á no encontrarse con un pillo de tan asombroso
metal.
Aunque la autoridad estuvo sensata, desearíamos que, en adelante, les
meta la mano á Chuchumeco y á Conjuntimtis. Al público se le ha encajado
entre ceja y ceja que, como careadores y amarradoros de navaja, no juegan
limpio, y cuando el río suena, señor juez .... tendrá por qué sonar.
Por esta revista se habrá el lector formado idea de los co-
lores y condiciones de los gallos, de los lances de una lucha, y
de que Conjuntivitis y Chuchumeco^ apK>dos de los amarradores,
eran dos peines de encargo. Réstanos algo por explicar.
Cada jugada se componía de siete parejas. Regularmente los
jefes do los dos partidos interesados apostaban cincuenta pe-
sos á cada gallo, y depositaban doscientos que corresponde-
rían al que ganase cuatro j>eleas.
A veces triimfaba un partido en las siete peleas, y á eso se
llamaba dar capote. Ganar seis era dar mantilla.
Coteja se decía por dos gallos de igual peso y tamaño, y que
antes de salir á la arena habían sido topados por sus dueños.
Tapadu se llamaba la pelea en que cada dueño escondía su ga-
llo, dejándolo ver en el instante mismo de amarrar las navajas.
Las tapadas eran motivo de intriga constante; pues cada inte-
resado procuraba averiguar las cualidades del gallo preparado
por el contrario, para proceder con conocimiento. El amigo
vendía el secreto del amigo.
Tras de las siete jugadas de interés, que eran las dadas
por personas de fuste, venían las chu^casy que eran las de la
plebe, y en las que el gallo del zapatero hacía cecina al del
barbero. En éstas, la caja no pasaba de doce pesos.
Aunque el reglamento limitaba la suma de las apuestas, no
por eso los jugadores estaban impK)sibilitados para arriesgar
mil pesos en cada gallo. Personaje hubo en Lima qiie en una
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352 RICARDO PALMA
tarde perdió quince mil duros. El hecho es reciente y notorio. (1)
El tecnicismo gallístico es casi tan rico como el tauromáqui-
co. A ser yo más entendido en esa^ jerigonza, no dejaría en el
tintero algo que descifrar querría. Baste, por hoy, con estos
desaliñados apuntes, que tal vez otro prójimo ampliará al-
gún día.
(.1) Ya, en 189P, ninguna peraona que en also se estima concurre al circo; y aun entre el po-
pulacho va perdiendo terreno la afición ¿ la lidia de gallos.
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EL POETA DE LA RIBERA
DON JUAN DEL VALLE Y CAVIEDES
En 1859 tuvimos la fortuna de que viniera á nuestro po-
der un manuscrito de enredada y antigua escritura. Era una
copia, hecha en 1693, de los versos que, bajo el mordedor
título de Diente del Parnaso^ escribió, por los años de 1683 á
1691, un limeño nombrado don Juan del Valle y Caviedes.
Caviedes fué hijo de un acaudalado comerciante español,
y hasta la edad de veinte años lo mantuvo el padre á su lado,
empleándolo en ocupaciones mercantiles. A esa edad, envió-
lo á España; pero, á los tres años de residencia en la metró-
poli, regresó el joven á Lima, obligado por el fallecimiento
del autoi de sus días.
A los veinticuatro años, se encontró Caviedes poseedor de
modesta fortuna, y echóse á triunfar y darse vida de calave-
ra, con gran detrimento de la herencia y no poco de la sa-
lud. Hasta entonces no se le había ocurrido nunca escribir
23
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354 RICARDO PALMA
versos; y fué en 1681 cuando vino á darse cuenta de que en
su cerebro ardía el fuego de la inspiración.
Convaleciente de una grave enfermedad, fruto de sus ex-
cesos, resolvió reformar su conducta. Casóse, y con los res-
tos de su fortuna puso, en una de las covachuelas ó tendu-
chos vecinos al palacio de los virreyes, lo que, en esos tiem-
fKXS se llamaba un cajón de ribera^ especie de arca de Noé,
donde se vendían al menudeo mil baratijas.
Pocos años después quedó viudo; y el poeta de la Bibera^
apodo con que era generalmente conocido, por consolar su
pena, se dio al abuso de las bebidas alcohólicas que remata-
ron con él en 1692, antes de cumplir los cuarenta años, como
él mismo lo presentía en uno de sus más galanos romances.
Por entonces, era costosísima la impresión de un libro, y
los versos de Caviedes volaban manuscritos, de mano en ma-
no, dando justa reputación al poeta. Después de su muerte
fueron infinitas las copias que se sacaron de los dos libros
que escribió, titulados Dknte del Famoso y Poesías varias. En
Lima, además del manuscrito que poseíamos, y que nos fu^
sustraído con otros papeles curiosos, hemos visto en biblio-
tecas particulares tres copias de estas obras; y en Valparaí-
so, en 1862, tuvimos ocasión de examinar otra, en la colec-
ción de manuscritos americanos que poseyó el bibliófilo don
Gregorio Beeche.
Caviedes ha sido un poeta bien desgraciado. Muchas ve-
ces hemos encontrado versos suyos en periódicos del Perú
y del extranjero, anónimos ó suscritos jwr algún pelafustán.
En vida, fué Cavides víctima de los empíricos; y en muerte,
vino á serlo de la piratería literaria. Coleccionar hoy sus
obras es practicar un acto de honrada reivindicación. Al Cé-
sar lo que es del César.
El bibliotecario de Lima don Manuel de Odriozola, que tan
útihnentc sirve á la historia y á la literatura patrias, dando
á la estampa documentos poco ó nada conocidos, es poseedor
de una copia de los versos de Caviedes, hecha en 1694. Des-
graciadamente el manuscrito, amén de lo descolorido de la
tinta en el transcurso de dos siglos, tiene tan garrafales des-
cuidos del plumario, que hacen de la lectura de una página
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MIS ULTIMAS TRADICIOJlíES 355
tarea más penosa que la de descifrar logogrifos. Sin embar-
go, á fuerza de empeño y tiempo, haciendo á la vez una nue-
va copia, hemos conseguido ponerla en condición de poder
pasar á manos del cajista. (1).
Habríamos querido corregir también frases, giros poéticos,
faltas gramaticales, y aun eliminar algo; pero, aparte el temor
de que un zoilo nos niegue competencia, hemos pensado que
á un poeta debe juzgársele con sus bellezas y defectos, tal co-
mo Dios lo hizo, y que hay mucho de pretencioso y algo de
profanación, en enmendar la plana al que escribió para otro
siglo y para sociedad distinta.
Caviedes no se contaminó con las extravagancias y el mal gus-
to de su época, en que no hubo alumno de Apolo que no
pagase tributo al gongorismo.
En la regocijada musa de nuestro compatriota no hay ese
alambicamiento culteriano, esa manía de lucir erudición in-
digesta, que afea tanto las producciones de los mejores inge-
nias del siglo XVII. A Caviedes lo salvarán de hundirse en
el osario de las vulgaridades, la sencillez y naturalidad de sus
verbos, y la ninguna pretensión de sentar plaza de sabio. Dé-
cimas y romances tiene Caviedes tan frescos, tan castizos, que
parecen escritos en nuestros días.
A riesgo de que se nos tache de apasionados, vamos á emi-
tir, en síntesis, nuestro juicio sobre el poeta de la Ribera.—
En el género festivo y epigramático, no ha producido hasta
hoy, la América española un poeta que aventaje á Caviedes.
—Tal es nuestra conciencia literaria.
Las galanas espinelas á un médico corcobado, á quien lla-
ma ))iá^ doblado que capa de pobre cuando nueva y
más torcido que una ley
cuando no quieren que sirva;
el sabroso coloquio entre la Muerte y un doctor moribundo;
el repiqueteado romance á la bella Anarda, y otras muchas
(1) Bate articulo fué encríto para servir de prólogo ¿ la oolección de poesías de Caviedes. Esta
se imprimió en Lima, en 1873, y forma el tomo 5.^ de los Documentos IAUrcnrio$ cM Perú oompi-
laeión notable hecha por Odriozola. En 1898 se reimprimió, como apéndice, en la obra titulada
Flor de Academias.
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356 RICARDO PALMA
de sus composiciones, no serían desdeñadas por el inmortal vale
de la sátira contra el matrimonio.
Réstanos aún, como se dice, el rabo por desollar. Este libro
escandalizará oídos susceptibles, sublevará estómagos delica-
dos, y no faltará quien lo califique de desvergonzadamente in-
moral. Vamos á cuentas.
Que más que las ideas son nauseabundas y mal sonantes
las palabras que emplea el poeta en varios de sus roman-
ces, es punto que no controvertimos; aunque pudiera decirse
que el tema forzaba al escritor á no andarse con muchos per-
files ni cultura. ¡Gordo i>ecado es llamar al pan, pan, y al vino,
vino! Pero en esto no vemos razón para que, por los siglos de
los siglos, se conserve inédito y sirviendo de pasto á ratones
y polilla un libro que, dígase lo que se quiera en contrario,
será siempre tenido en gran estima por los que sabemos apre-
ciar los quilates del humano ingenio. Si fuera razón atendible
la de la desnudez de la frase, muchos de los mejores romances
de Quevedo (y entre ellos el que empieza — Yo el menor padre de
todos)—} muchas admirables producciones de otros escritores
antiguos, no habrían alcanzado la gloria de vivir en letras de
molde
Pero por delicados y quisquillosos que seamos, en estos tiem-
pos de oropel y de máscaras; por mucho que pretendamos dis-
frazar las ideas, haciendo para ellas antifaces de las palabras,
hay que reconocer que, en la lengua de Castilla, tiene Caviedes
pocos que lo superen en donaire y travesura.
Tenemos á la vista los tres tomos con que, en 1872, ha
iniciado la casa editorial de Rivadeneira, en Madrid, la publi-
cación de libros raros ó inéditos y, exceptuando el volumen del
Cancionero de Estúñiga^ los otros dos corren i>arejas, si no ex-
ceden, en cuanto á 'pulcritud de voces, con el Diente del Farnuso,
Y téngase muy en cuenta que tal publicación se hace bajo los
auspicios de la Real Academia Española, cuerpo respetable que,
en materia de estilo, limpia^ fija y da esplendor.
El volumen de la Tragicomedia de Lisandro y lloselia, centón
de picantes y obscenos chistes, es juzgado por don Juan Euge-
nio Ilartzenbuch; y el de la Lozana Andaluza, historia en que
se pintan con colores muy verdes y gran desnudez de imáge-
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MIS ULTIMAS TRADICIONES 357
lies, las escandalosas aventuras de una meretriz, ha merecido
ser citado con elogio, en la Biblioteca de autores españoles,
por el culto don Pascual de Gayángos.
La autoridad, por mil títulos respetable, de estos dos ilus-
tres académicos, destierra de nuestra alma todo escrúpulo por
haber descifrado el manuscrito y alentado al señor Odriozola
para su impresión. Para la gente frivola, será éste un libro
gracioso, y nada más. Para los hipócritas, un libro repugnante
y digno de figurar en el índice. Pero para todo hombre de
letras será la obra de un gran poeta peruano, de un poeta
que rivaliza, en agudeza y sal epigramática, con el señor de
la torre de Juan de Abad.
FIN DE MIS ULTIMAS TRADICIONES PERUANAS
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PARRAFITO PROEMIAL
Tratábase de cristianar á un niño, y antes de llevarlo al
bautisterio, el cura apuntaba, en la sacristía, los datos que
consignaría más tarde en el libro parroquial.
—¿Qué nombre le ponemos al chico?
-—Por mí— contestó el padrino,— póngale usted Tigre.
— No puede ser— argüyó secamente el párroco.
—Pues entonces, póngale usted Búfalo ó Rinoceronte.
— Tampoco puede ser. Esos son nombres de animales y no
de cristianos.
—¡No moje, padre! ¿Cómo el Papa se llama León?
Al hombre de sotana y birretillo no se le ocurrió, por el-
momento, otra contestación que ésta:
* —Ya he dicho que no puede ser. Soy camanejo y no cejo.
—Pues j^o soy de Amedo (1), y no cedo.
Y el mamón continuó morito.
Algo parecido me sucede con este libro. Darle por título
Miscelánea, Variedades, Mesa revuelta^ Pandemónium 6 cualquier otro
de los ya muy manoseados, cuando un autor selecciona el
papel que su pluma ha emborronado, me pareció chabacano,
vulgar, cursi.
Cuentan que un curioso le preguntó á una vieja quién era
el padre de su nieto, y que la muy Celestina contestó:
—No lo sé todavía, porque hace un mes que mi hija le
está escogiendo padre al muchacho, y aun no se ha decidido
por ningxmo.
Para no parecerme á la moza regocijada, convoqué en con-
(1) Villa de Amedo, hoy Chancay, á coloree leguas de Lima.
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362 • RICARDO PALMA
sejo á tres de mis amigos (viejos muy discretos) j' ellos, des-
pués de alambicar la consulta, opinaron que el libro se bau-
tizase con el nombre de Cachivachería, ó sea: conjunto, almá-
ciga ó reunión de cachivaches.
Pero aquí fué ella; porque el Diccionario, como el cura
de marras, nos salió con la enflautada de que aquélla no es
palabra castellana.
Los padrinos debieron tener en las venas gotas de sangre
de Amedo, porque no cejaron ante la autoridad de la- Acade-
mia, y yo, el padre ó autor, no había de consentir en que
por tamaña nimiedad quedase mi hijo moro, ó, lo que es lo
mismo, sin tener la vida del libro los cachivaches con que
pongo fin, remate y contera á mi liquidación de cuenta lite-
raria con mi país y con mi siglo.
R. Palma.
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PRIMERA PARTE
EL CORONEL FRAY BRUNO
¿Fraile y coronel?
Líbreme Dios de él.
Entre los españoles del ejército realista, que sucumbió /en
la batalla de Ayacucho, eran muy repetidas, y alcanzaron auto-
ridad de refrán, estas palabras:— ¿.Fraiíc y coronel í TAhreme Dios
de él. — Voy, pues, á emprender un ligero estudio biográfico del
personaje que motivó el dicho, apoyándome en noticias que
contemporáneos suyos me han proporcionado, y en documen-
tos oficiales que á la vista tengo sobre mi mesa de trabajo.
I
Por los años de 1788 nació en el pueblo de Mito, á pocas
leguas de Jauja, un muchacho, hijo de india y de español, á
quien inscribieron en el libro parroquial con el nombre de
Bruno Terreros.
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364 RICARDO PALMA
Despejado era el rapaz, y cobrándole afición uno de los
religiosos de Ocopa, llevóle al convento hízole vestir la jerga
de novicio, y cuando lo vio espedito en el latín de Nebrija
y en la filosofía de Heinecio, enviólo á Lima muy recomendado
al guardián de San Francisco.
En breve Bruno Terreros, en cuya moralidad no hubo pero
que poner, y cuya aplicación era ejemplar, se aprendió de
coro un tratado de teología dogmática, y en 1810 recibió la or-
den del subdiaconado.
Años más tarde, el arzobispo Las-Heras lo nombró coadju-
tor del curato de Chupaca, y en esa condición se hallaba cuando
estalló la guerra de Indei>endencia. Fray Bruno se distinguía
por la austeridad de sus costumbres y por llenar, conforme
al espíritu del Evangelio, los deberes de su sagrado ministerio.
Con esto, dicho está que fué muy querido de sus feligreses.
En la plática dominical, fray Bruno se mostraba más rea-
lista que el rey, y decía que la revolución americana *era cosa
de herejes, fracmasones y gente piervertida por la lectura de
libros excomulgados. Añadía que eso de derechos del hombre,
y de patria y libertad, era pampiroladas sin pies ni cabeza; y
que pues el rey nació para mandar y la grey para obedecer,
lo mejor era no meterse á descomponer el tinglado, ni en ba-
rullos que comprometen la pelleja en este mundo y la vida
eterna en el otro. Y con esto, amados oyentes míos, que viva
el rey, y viva la religión, y viva la gallina, aunque sea con sii
pepita.
Vino el año de 1822, y con él la causa de la monarquía se
echó ádar manotadas de ahogado. Los realistas cometieron
estorsiones parecidas á las que, un año después, ejecutara Ca-
rratalá en Cangallo. Hubo templos incendiados, la soldadesca
se entregó sin freno al pillaje de alhajas y objetos sagrados,
se escarneció á los sacerdotes, hasta el punto de que el jefe
español Barandalla hiciera fusilar al cura Cerda.
Un capitán realista, al mando de sesenta soldados, llegó á
Chupacíi y amenazó á fray Bruno con darle de patadas si no
le entregaba un cáliz de oro. Nuestro humilde franciscano con-
virtióse en irritado león, amotinó á los indios, y la tropa es-
capó á descalza-perros.
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CACHI VACH ERI A 365
Desde ese día fray Bruno colgó los hábitos, se plantó al
cinto sable y pistolas y, trabuco en mano, se puso á la cabeza
de doscientos montoneros, lanzando antes este original docu-
mento, que así puede pasar por proclama como por sermón ó
pastoral.
«Compatriotas y hermanos muy amados:— Penetrado de los
sentimientos naturales y revestido con las sagradas vestiduras
de mi carácter, os anuncié muchas veces, desde la cátedra d\el
Espíritu Santo la felicidad de los peruanos, que ha de resultar
después de las guerras. Y ahora, poseído de dolor, me veo pre-
cisado á tomar el sable desnudo, como defensor de la religión,
sólo con el objeto de derribar esas felicidades lisonjeras con
que los tiranos nos tienen engañados, por saciar sus codiciosas
ambiciones. Testigos los templos sagrados destruidos, violados
los santos Evangelios de Jesucristo, y sus miembros i>ersegui-
dos.— Sacerdotes del Altísimo, llorad con lágrimas de sangre
al ver convertidas en cenizas las casas de oración y los taber-
náculos en astillas, por llevarse los vasos sagrados y las custo-
dias con la Majestad colocada. Esos sacrilegos españoles, ple-
gué á Dios, y hago testigos á los ángeles y á toda la corte ce-
lestial, que á todo trote caminan al extremo de su total ruina.
Jamás levantó el brazo Jesucristo, sino cuando vio su templo
infamado con ventas y comercios. Yo jamás hubiera tomado
el sable, si no hubiera visto los santuarios servir de pesebreras
de caballos. Separaos, verdaderos y fieles patriotas, y dejad so-
los á los contumaces en su desgraciada obstinación.»
Este curioso documento nos revela el temple de alma del
franciscano. Invistióse inmediatamente de un título militar, sin
desdeñar por eso el que le correspondía por su condición re-
ligiosa. Así, sus proclamas y órdenes generales iban encabe-
zadas con estas palabras:— J57Z coronel fray Bruno Terreros.
En el ejército argentino que San Martín condujo al Perú,
vinieron también algunos frailes que colgaron los hábitos para
vestir el uniforme militar. El más notable entre ellos fué fray
Félix Aldao, de la orden de la Merced, capellán de un iiegi-
miento, que, sable en mano, se metía siempre en lo más reñido
del combate. Aldao ganó en el Perú una fuerte suma al juego,
y llevándose, con disfraz de paje, á una linda muchacha á quien
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36() RICARDO PALMA
sedujo, alcanzó durante la época de Rosas la clase de general.
El fraile Aldao se entregó furiosamente á la embriaguez y á
Ja lascivia, no dejó crimen por cometer como seide del tirano
argentino y murió (ejerciendo el cargo de gobernador ó autó-
crata en Mendoza,) devorado por un cáncer en la cara, blasfe-
mando como un poseído.
Como se ve, el fraile Aldao fué un apóstata y su conducta
no admite disculpa. Por el contrario, si el franciscano Terreros
tomó las armas, lo hizo, como lo revela su jM'oclama. impulsado
por un sentimiento religioso, exagerado acaso, pero sincero.
Ni Vidal, ni Guavique, ni Agustín el largo, ni el famoso Cholo-
fuerte, jefes de los guerrilleros, que tanto hostilizaron á las
tropas realistas, igualaron en coraje, actividad y astucia al co-
ronel fray Bruno Terreros. Para él la guerra tenía el carácter
de guerra religiosa, y sabía inflamar el ánimo de sus monto-
neros, arengándoles con el Evangelio en una mano y el trabuco
en la otra, como lo hicieron en Francia los sacerdotes de la
Vendée. Los hombres que le seguían asistían á la misa que
su caudillo celebraba, en los días de precepto, y algunos se
hacían administrar por él el sacramento de la Eucaristía. Aque-
llos guerrilleros, más que por su patria, se batían por su Dios.
Morir en el combate, era para ellos conquistarse la salvación
eterna.
Vive aún (1878) en el convento de San Francisco, un respe-
table sacerdote (el padre Cepeda) que recuerda haber visto
llegar á la plazuela de la iglesia á fray Bruno, seguido de sus
guerrilleros, y que, apocándose con gran agilidad, se dirigió á
la sacristía, de donde salió revestido, y celebró misa en el altar
de la Purísima, con no poca murmuración de beatas y conven-
tuales.
Cuentan que fray Bruno Terreros trataba sin misericordia
á los españoles que tomaba prisioneros después de alguna es-
caramuza, y que su máxima era:— de los enemigos, los menos.
—Pero esta aseveración no la encontramos suficientemente com-
probada en los boletines y gacetas de aquella época.
Lo positivo es que el nombre del franciscano llegó á inspirar
pánico á los realistas, dando origen al refrán que dejamos apun-
tado.
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cachivachería 367
Papel no menos importante que Terreros hizo, en la guerra
de Independencia, otro sacerdote de la orden seráfica. El te-
niente coronel fray Luis Beltrán fué quien fundió los cañones
que trajo San Martín á Chacabuco. En el Perii prestó también
á la causa americana útiles servicios, como jefe de la Maestranza
y parque; pero injustamente desairado un día, en Trujillo, por
el Libertados, fray Luis Beltrán intentó asfixiarse. Aunque sal-
vado á tiempo por un amigo, nuestro franciscano quedó loco.
La figurita, como llamaba el infeliz patriota á Bolívar, era el
tema constante de su locura.
El comandante Beltrán pudo curarse, y regresó á Buenos
Aires, donde volvió á vestir el santo hábito, muriendo poco
tiempo después.
11
Afianzada la Independencia, renunció fray Bruno su clase de
coronel, solicitando de Bolívar, por toda recompensa de sus
servicios á la causa nacional, el permiso de volver á su con-
vento. El guardián de San Francisco vio la pretensión de mal
ojo, recelando sin duda que el ex guerrillero trajese al claus-
tro costumbres belicosas. Informado de ello Bolívar, se diri-
gió al gobernador del arzobispado con los dos oficios siguientes :
Marzo 4 de 1825.— ^Z Gobernador dd Arzobispado,— CwdJiáo por
el feliz estado de las cosas ha creído el coronel don Bruno
Terreros que sus servicios no son de necesidad, ha solicitado
del gobierno permiso para retirarse á sus claustros del con-
vento de San Francisco, de cuya religión es hijo; y Su Exce-
lencia el Libertador, teniendo por esta solicitud toda la con-
sideración que ella se merece, por la conocida piedad que
ella demuestra, se ha servido acceder; y en su consecuencia,
ha quedado el coronel Terreros separado del Sicrvicio y en
estado de restituirse á su convento. Pero como no sería justo
que se echase en olvido ni viese con indiferencia la buena con-
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368 RICARDO PALMA
ducta que el coronel Terreros ha observado, míenti-as ha ps-
tado sirviendo al gobierno, y los muchos é importantísimos ser-
vicios que ha prestado á la causa nacional en críticas circuns-
tancias, Su Excelencia el Jefe Supremo de la República me
manda recomendar á US. al expresado coronel Terreros, con
el doble objeto de que su señoría lo atienda, dándol<e una colo-
cación correspondiente á su distinguido comportamiento y de
que, valiéndose de los respetos de Su Excelencia mismo, tome
las medidas que sean conducentes, á fin de que los prfelados
de San Francisco vean á Terreros con el aprecio y conside-
raciones (fue tan justamente se ha grangeado.— Me suscribo
de Useñoría atento servidor.— Towáí Heres.
Marzo 4 de 1825.— ^í Gobernador del Arzobispado.— Su Excelen-
cia el Libertador encargado del mando supremo de la Repú-
blica, ruega y encarga al Reverendo Gobernador Metropolita-
no que el padre fray Bruno Terreros, por sus grandes servicios
á la patria, por su buena conducta y aptitudes sacerdotales,
sea habilitado para obtener en propiedad cualquier benieficia
con anexa cura de almas, y que, si es posible, se le dé co-
lación del curato de Chupaca, previo el correspondiente exa-
men sinodal. — El ministro que suscribe se ofrece de Us.eñoría
atento servidor. — Tomás Heres.
En 25 de Agosto de 1825 (dice el autor de la Historia del
Perv, Independiente) fué nombrado Terreros cura de Mito, bene-
ficio que prefirió á otros, por ser el lugar de su nacimiento.
En su nueva vida religiosa olvidó sus costumbres de guerrillero;
y fué tan solícito en el cumplimiento del deber sacerdotal, que
en 1827, al atravesar el río de Jauja para ir á confesar á un
moribimdo, desoyendo el ruego de algunos indios que le pe-
dían no se aventurase por estar el río muy crecido, fué arras-
trado por la corriente y pereció ahogado.
Tal fué, á grandes rasgos, el hombre por quien se dijo:—
¿Frailf y coronel? Líbrenos Dios de él.
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EL PRIMER GRAN MAIUSCAL
El nombre del primer peruano que invistió, en la patria, la
alta clase de Gran Mariscal del ejército, es casi desconocido
para la generación actual. Aun los historiadores de la época
de la Independencia apenas si hacen de él mención.
En cuanto á su desgraciado fin, pues concluyó por suicidarse,
es tan ignorado en el Perú, como su hoja de servicios.
No entra en nuestro propósito escribir una biografía, sino
consignar sencillamente los datos personales que sobre nuestro
primei* Gran Mariscal adquirió el escritor l)onaerense don Vi-
cente G. Quezada, datos que ampliamos con los que, en cartas,
nos han comunicado nuestros benévolos amigos los señores
don Ricardo Trelles, don José María Zubiría, don Ángel Juv
tiniano Carranza y el general argentino don Jerónimo Espe-
jo, ayudante de San Martín.
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370 RICARDO PALMA
Don Toribio de Luzuriaga nació en Huaráz el 16 de Abril
de 1782, y fueron sus padres doña María Josefa Mejía Estrada
y Villa vicencio (huarasina) y el vizcaíno don Manuel de Luzu-
riaga y Elgarresta, acaudalado comerciante que se ocupaba en
el rescate de pastas.
A la edad de quince años, en 1797, era don Toribio ama-
nuense del gobernador del Callao, marqués de Aviles, quien te
profesaba tan paternal cariño, que al ser promovido á la presi-
dencia de Chile, lo llevó consigo. Nombrado Aviles virrey de
Buenos Aires, acompañólo también Luzuriaga y allí obtuvo,
en Junio de 1801, el empleo de alférez ¡en un regimiento de
caballería. Sus ascensos, hasta el de capitán, los alcanzó batién-
dose contra los ingleses, en 1806 y 1807.
Al estallar la revolución del 25 de Mayo de 1810, era ya Lu-
zuriaga comandante de artillería, y contribuyó no poco al buen
éxito del movimiento.
Según Vicuña Mackenna, la elegancia y exquisitos modales
de Luzuriaga influyeron mucho en el adelanto de su carrera.
Llevaba en su físico un pasaporte que le conquistaba univer-
sales simpatías. Era del número de los favorecidos por Dios
con varonil belleza, palabra halagüeña y despejada inteligencia.
Así se explica que, después de haber desempeñado en Buenos
Aires el cargo de director de la Academia militar, fuera en 1813,
á los doce años de servicio, coronel del batallón número 7,
encargándosele, aunque interinamente, del despacho del mi-
nisterio de Guerra.
De regreso del Alto Perú, donde estuvo á órdenes de Bel-
grano, Balcárcel y Castelli, batiéndose contra las aguerridas
tropas de España, fué ascendido á general; y en 1816 mereció
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cachivachería 371
ser nombrado gobernador de la p^o^'incia de Cuyo (Mendoza)
En este importantísimo y delicado empleo, auxilió eficazmente
la expedición de San Martín sobre Chile. Y tanto, que debióse
á su actividad y acertados cálculos la memorable hazaña del
paso de los Andes; y el gobierno argentino lo autorizó para
reemplazar á San Martín en el mando del ejército, si ocurría
alguna eventualidad no prevista.
En Febrero de 1821, Chile, que había condecorado á Luzu-
riaga con la Legión de Mérito, le confirió la clase de Mariscal
de campo.
San Martín, que amaba á Luzuriaga como á leal hermano,
y que además era padrino de uno de sus hijos, lo comprometió
para que, renunciando la gobernación de Cuyo, lo acompañase
á acometer más ardua empresa. Luzuriaga no había olvidado
que era nacido en el Perú, y no vaciló un momento. En Lima
fué condecorado con el distintivo de la Orden del Sol; y el 22
de Diciembre de 1821 obtuvo el ascenso á Gran Mariscal del
Perú.
Corta fué la permanencia de Luzuriaga en su patria. Des-
pués de desempeñar satisfactoriamente una misión en Guaya-
quil, sirvió por pocos meses la prefectura ó presidencia de
Huaráz, y luego regresó á Buenos Aires con el encargo, según
Paz Soldán, de influir cerca de Puirredón en el desarrollo
del plan monarquizador que García del Río y Paroissien iban
á iniciar en Europa.
Cuando en 1825 la anarquía empezó á enseñorearse del te-
rritorio argentino, Luzuriaga, que se inclinaba al partido pre-
sidencial, se retiró á la vida privada, no queriendo militar en
bando opuesto al de su hermano don Manuel, entusiasta par-
tidario de Borrego.
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372 RICARDO PALMA
Compró entonces en subido precio, y comprometiendo su
crédito para conseguir los capitales precisos, la estancia de
TontezuelaSj confiando en que pocos años de asiduo trabajo bas-
tarían para libertarlo de acreedores.
Pero la guerra civil qfue en 1829 y 1830 devastó la campa-
ña del norte, puso á nuestro compatriota casi en condición
mendicante.
Comprobando el estado de penuria á que se vio reducido, nos
refiere el señor Trelles:— «Luzuriaga tuvo qu-e vender á don
» Pedro de Angelis todas sus condecoraciones, adquiridas en
»la guerra de la Independencia, entre las cuates figura una
»que es personal, pues le fué decretada por haber descubierto
»y sofocado la conspiración de los prisioneros españoles en
»San Luis (1819). Las condecoraciones del Gran Mariscal fueron
»vendidas por el señor de Angelis, €fn 1852, al doctor Lama,
»quien las conserva hoy en su valiosa colección de medallas
«americanas.»
En 1835 publicó Luzuriaga, en Buenos Aires, un folleto do-
cumentado sobre los motivos que tuvo i>ara hacer dimisión
del mando de la provincia de Cuyo y afiliarse con San Martín
en la expedición libertadora que vino al P^rú. También dio
á luz, por entonces, una exposición relativa á los servicios que
prestara en Guayaquil.
Las decepciones y sufrimientos produjeron en el organismo
de Luzuriaga un principio de reblandecimiento cerebral. Su
palabra se hizo lenta, su paso vacilante, y lo acomelieron ac-
cesos de profundísima melancolía.
«El gran Mariscal del Perú don Toribio Luzuriaga (dice
Quezada) tuvo un momento de debilidad. Acosado por la pér-
):dida de su fortuna, aquel espíritu varonil se amilanó y puso
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J
cachivachería 373
término á su larga y ti-abajada existencia. La desgracia pro-
jduce un vértigo, que no disculpa, pero que explica ciertos
desastres.»
Fué el 4 de Mayo de 1842, y á los sesenta años de edad,
cuando el cañón de una pistola puso tristísimo fin á la angus-
tiosa existencia de nuestro desventurado compatriota.
La clase de Gran Mariscal, equivalente á la de Capitán Ge-
neral en España, era, en la jerarqfuía militar, el summum de
las aspiraciones de nuestros hombres de espada. ¡Cuántos mo-
tines de cuartel y cuánta sangre ha costado á mi patria ese
tan codiciado ascenso! Felizmente, la Constitución política de
1860 se encargó de proscribirlo.
En ese año, investían el mariscalato don Miguel San Román
don Ramón Castilla y don Antonio Gutiérrez de La Fuente,
tres soldados de la éix)ca de la Independencia que llegaron
á ceñir la banda presidencial. Para un Gran Mariscal, el man-
do supremo de la República era un accesorio. A un Gran Ma-
riscal no le era lícito morir sin haber sido gobierno.
Con La Fuente, que falleció en 1878, murió el último (irán
Mariscal del Perú. En el desprestigio que pesa sobre el cesa-
rismo con imiforme; cuando los pueblos empiezan á acatar
como dogma evangélico el principio de que las glorias alcanza-
das por la pluma son más consistentes que las obtenidas por
el sable, no hay que temer la resurrección de los grandes ma-
riscalatos. ¡Dios mío! Haz que, como i>asó para el mundo
la época del predominio frailesco, acabe de pasar para la Amé-
rica la de las charreteras y entorchados.
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W9wmwwmmmwmm0mmm0!9m^m^wmw'¥mmm^wm09mwmwmwmwwm0mm
LAS CORTINAS
(Costumbres)
No lo puedo remediar, no está en mi mano, como dicen
las viejas; pero la risa me retoza en el cuerpo cuando palpo
costumbres (pie, no por rancias sino por ridiculas, debían pros-
cribirse de esta capital, emporio de la civilización peruana.
Y ya que en Domingo de Cuasimodo no tiene el diablo
permiso para dar un verde por el mundo, bien puedo echar
una cami al aire pidiéndole á mi péñola un artículo de carác-
ter entre religioso y humorístico.
Y no digan que soy como aquel picaro santero que pedia
limosna para una estampa de Jesús Nazareno, y que después
de hacer buena colecta de reales entre los devotos, sacaba
mía baraja y le decía al buen Jesús:
— En la cara te conozco que tú quieres que echemos una
partidita de treintaiuna, ¿A cómo va á ser el juego? ¿A pé-
sela? Bueno, como, tú quieras. Te doy cartas: un seis de oros,
un tres de copas y una sota de espadas. ¡Hombre! tienes die-
cinueve. ¿Pides carta? Claro está... jZas! El caballo de bas-
tos. ¿Te plantas? Buen punto es veintinueve. Ahora me toca
á mí. Seis de bastos, cinco de oros y caballo de copas. Pido
carta. Rey de espadas. Hombre ¡qué casualidad! Treintaiuna.
Y de partida en partida concluía por ganarle al Cristo toda
la colecta, diciéndole para mayor burla: — A ver si escarmien-
tas, y te dejas de vicios que no son para ti.
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370 KICAKDO PALMA
Eso de adornar puertas y balcones con cortinas, cuando
ha de pasai* procesión por una calle, es costumbre que... i va-
mos! se me atraganta é indigesta.
Convengo en que se gaste el oro y el moro para levantar
arcos triunfales, bajo los cuales deba pasar el Santísimo. En
ello hay lujo y arte, á la vez que el sentimiento religioso paga
tributo á la divinidad.
Nada digo de alfombrar las calles con flores, con tapices de
los gobelinos, ó con barras de plata; como diz que se vio en
los bienaventurados tiempos del virrey conde de Lemus. Eso
revela opulencia, y bien se puede echar la casa por la ven-
tana para dar lucimiento á la procesión.
Santo y bueno que nubes de incienso encapoten la atmós-
fera y nos asfixien; y hasta tolero que un cohete de arranque
deje tuerto á un sacristán ó monaguillo.
Encintar las calles y hacer que flameen en ellas banderi-
tas de madapolán ó de papel picado, tiene siquiera su lado
pastoril y patriarcal, capaz de inspirar églogas é idilios á va-
tes que yo me sé.
Pero con las cortinas, ya lo he dicho, no transijo, aunque
me asper. como á san Bartolomé ó achicharren como á san
Lorenzo.
En la época colonial, ciertas casas aristocráticas de Lima
ostentaban cortinaje de terciopelo de Flandes recamado de oro.
Pero y<i se sabía que este adorno no tenía otro uso y que,
concluida la fiesta, se guardaba hasta la inmediata. No es,
pues, esta cortina la de mi crítica.
Conforme fuimos avanzando camino en la vida democrá-
tica, discurrimos que siendo Dios el primero de los republi-
canos (por mucho que el catecismo lo llame Rey, y no Presi-
dente, de cielos y tierra) le cuadraban mal resabios y humi-
llos aristocráticos, que eso y no otra cosa significaban los cor-
tiiinjes ad hoc de terciopelo y brocato.
Y pensado y hecho, sin otra discusión, pobres y ricos, sa-
caron á lucir colchas y sobrecamas, más ó menos historiadas.
Y cata resuelto el gran problema de la igualdad social.
La sola palabra cortina nos trae á las mientes algo de encu-
bridora ó tapadora; pues no á humo de pajas, sino con mucho
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cachivachería 377
reliiilín, dicen las limeñas esta frase:— Niña, yo no soy cor-
tina de nadie.— Y corte ested el vuelo á la imaginación que
se siente asaltada por un tropel de pensamientos pecaminosos'.
Dóime de calabazadas por explicarme el simbolismo de
las cortinas como signo extemo de devoción, y en puridad
de verdad que, mientras más luz busco, más se me obscurece
él horizonte. Será (y es lo seguro) que soy un gaznápiro y
no sé de la misa la media.
Pero no me digan que colchas y sobrecamas, siquiera sean
de crochet ó de raso de China, son muestra de cristiano res-
peto: porque á esa chilindrina respondo muy suelto de hue-
sos, que la prenda precisamente es de lo más irrespetuoso
que cabe, porque trae consigo recuerdos de dormitorio que
no siempre son pulcros ni castos. Mía la cuenta si hay algo
de más prosaico y churrigueresco.
Y prueba de esta verdad es que, un minuto después de
pasada la procesión, las cortinas han desaparecido, como por
enccinto, y vuelto á la habitación de donde nunca debieron ha-
ber salido. Sin darse cuenta de ello, instintivamente, conoce
la dueña de una casa que esa prenda ha estado fuera de su
sitio } destino.
Prendas hay que no se hicieron para lucidas como cara
de buena moza pegada á cuerpo de sílfide. En la úllima pro-
cesión, vimos cortinas tan abigarradas y zurcidas que, á gri-
tos, se quejaban de que las hubiesen sacado á vergüenza pú-
blica, haciéndolas comidilla de epigi'amas y murmuraciones.
Francamente, que en buena ordenanza municipal debería
empezarse decretando la jubilación ó cesantía de cortinas va-
letudinarias, para concluir más tarde en la abolición del ador-
no, que maldito si adorna, y que hace tanta falta en las proce-
siones como, los gatos en misa.
A DioG lo que es digno de Dios... y á la cama la sobrecama.
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^^wm0mmmm0mM^m0m00mmmm^^W0m^m^m^0^mmmwmwmmm^ww9^
DE COMO DESHANQUE A UX RIVAL
ARTICULO QUE HEMOS ESCRITO ENTRE CaMPOAMOR Y YO, Y QUE DEDICO
Á MI AMIGO Lauro Carral
Como ya voy teniendo, y es notorio,
bastante edad para morir mañana^
según dijo con chispa castellana
Ramón de Campoamor y Campoosorio
que, en lo desmemoriado,
es un segundo yo pintipintado,
quiero dejar escrita cierta historia
de un amor, como mío,
extravagante y digno de memoria
perpetua en bronce, ó alabastro frío.
¿La he leído en francés, ó la he soñado?
¿Mía es la narración, ó lo es de un loco?
¿He traducido el lance, ó me ha pasado?
Lectora, en puridad:— de todo un poco.
Ella era una muchacha más linda que el arco iris, y me
quería hasta la pared del frente. Eso sí, por mi parte estaba
correspondida, y con usura de un ciento por ciento. ¡Vaya
si fué la niña de mis ojos!
Ha pasado un cuarto de siglo, y el recuerdo de ella des-
pierta todavía un eco en mi apergaminado organismo.
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380 RICARDO PALMA
Veinte años que, en la mujer, son la edad en que la san-
gre de las venas arde y bulle como lava de volcán en ignición;
morenita sonrosada como la Magdalena: cutis de raso liso;
ojos negros y misteriosos como la tentación y el caos; una
boquita más roja y agridulce que la guinda; y un lodo más
subvei-sivo que la libertad de imprenta, tal era mi amor, mi
embeleso, mi delicia, la musa de mis tiempos de poeta. Me
parece que he escrito lo suficiente para probar que la quise.
Para colmo de dichas, tenía editor responsable, y ese... á
mil leguas de distancia.
La chica se llamaba... se llamaba... ¡Vaya una memoria fla-
ca la mía I Después de haberla querido tanto, salgo ahora con
que ni del santo de su nombre me acuerdo, y lo peor es, como
diría Campoamor:
que no encuentro manera,
por más que la conciencia me remuerde,
de recordar su nombre, que era... que era...
ya lo diré después cuando me acuerde.
II
Ella había sido educada en un convento de monjas— pienso
que en el de Santa Clara— con lo que está dicho que tenía sus ri-
betes de supersticiosa, que creía en visiones, y que se enco-
mendaba á las benditas ánimas del purgatorio.
Para ella, moral y físicamente, era yo, como amante, el
tipo soñado por su fantasía soñadora.— Eres el feo más sim-
pático que ha parido madre— solía repetirme,— y yo, franca-
mente, como que llegué á i>ersuadirme de que no me lison-
jeaba.
;Pobrecita! ¡Si me amaría cuando en<!onlraba mis versos su-
periores á los de Zorrilla y Espronceda, que eran, por enton-
ces, los poetas á la moda! Por supuesto que no entraban
en su reino las poesías de los otros mozalbetes de mi tierra,
hilvanadores de palabras bonitas con las que traíamos á las
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CACHIVACHKRIA 381
musas al retortero, haciendo mangas y capirotes de la estética.
Aunque no sea más que por gratitud literaria, he de consig-
nar aquí el nombre del amor mío.
Esperad que me acuerde... se llamaba...
diera un millón por recordar ahora
su nombre, que acababa... que acababa...
no sé bien si era en ira ó era en om.
III
Sin embargo, mis versos y yo teníamos un rival en Mickt-
tOy que era un gato color de azabache, muy pizpireto y re-
monono. Después de perfumarlo con esencias, adornábalo su
preciosa dueña con un collarincito de terciopelo con Ires cas-
cabeles de oro, y teníalo siempre sobre sus rodillas. El gatito
era un dije, la verdad sea dicha.
Lo confieso, llegó á inspirarme celos, fué mi pesadilla. Su
ama lo acariciaba y lo mimaba demasiado, y maldita la gra-
cia que me hacía eso de un beso al gato y otro á mí.
El demonche del animalito parece que conoció la tirria que
me inspiraba; y más de una vez en que, fastidiándome su
roncador ro ró ró, quise apartarlo de las rodillas de ella, me
plantó un arañazo de padre y muy señor mío.
Un día le arrimé un soberbio puntapié. ¡Nunca tal hicie-
ra! Aquel día se nubló el cielo de mis amores, y en vez de ca-
ricias, hubo tormenta deshecha. Llanto, amago de pataleta, y
en vez de llamarme ¡bruto! me llamó ¡masón! palabra que,
cu su boquita de repicapunto, era el summum de la cólera y
del insulto.
¡Alma mía! Para desenojarla tuve que obsequiar, no rejal-
gar sino bizcochuelos á Michito, pasarle la mano por el sedoso
lomo, y... ¡Apolo me perdone el pecado gordo! escribirle un
soneto con estrambote.
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382 RICARDO PALMA
Decididamente, Michito era un rival difícil de ser expulsado
del corazón de mi amada... de mi amada ¿qué?
Me quisiera morir, joh rabia! ¡oh mengua!
No hay tormento más grande para un hombre
que el no poder articular un nombre
que se tiene en la punta de la lengua.
IV
Pero hay un dios protector de los amores, y van ustedes
á ver cómo ese dios me ayudó con pautas torcidas á hacer
un renglón derecho: digo, á eliminar á mi rival.
Una noche leía ella, en El Comercio ^ la sección de avisos
del día.
—Dime— exclamó de pronto marcándome un renglón con
el punterillo de nácar y rosa, vulgo, dedo,— ¿qué significa €sle
aviso ?
—Veamos, sultana mía.
Cabalgué mis quevedos, y leí:
Adelaida OmhLASQVi.—Adivifia y profesora.
— No sabré decirte, palomita de ojos negros, lo que adi-
vina ni lo que profesa la tal madama: pero tengo para mí, que
ha de ser una de tantas embaucadoras que, á visla y pacien-
cia de la autoridad, sacan el vientre de mal aflo, á expensas
de la ignorancia y tonterías humanas. Esta ha de ser una Ce-
lestina, forrada en comadrona y bruja.
— ^Una bruja! ¡Ay, hijo!... Yo quiero conocer una bruja...
llévame donde la bruja...
Un pensamiento mefistofélico cruzó rápidamente por mi ce-
rebro. ¿No podría una bruja ayudarme á destronar al gato?
—No tengo inconveniente, ángel mío, para llevarte el do-
mingo, no precisamente donde esa Adelaida, que ha de ser
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cachivachería 383
bruja carera^ y mis finanzas andan como las de la patria, sino
donde otra prójima del oficio que, por cuatro ó cinco duros,
te leerá el porvenir en las rayas de las manos, y el pasado,
en el librito de las cuarenta.
Ella, la muy toquilla, brincando con infantil alborozo, echó
á mi cuello sus torneados brazos, y rozando mi frente con sus
labios coralinos, me dijo:
— ¡Qué bueno eres... con tu...! y pronunció su nombre, que,
i cosa del diablo! hace una hora estoy bregando por recordarlo,
¿Echarán nuestros nombres en olvido
lo mismo que los hombres, las mujeres?
Si olvidan, como yo, los demás seres,
este mundo, lectora, está perdido.
Y amaneció Dios el domingo, como dicen las viejas.
Y antes de la hora del almuerzo, mi amada prenda y yo
enderezamos camino á casa de la bruja.
No estoy de humor para gastar tinta describiendo minucio-
samente el domicilio. La mise en scéne fórjesela el lector.
La María Pipí ó barragana del enemigo malo nos jugó la
barajita, nos hizo la brujería de las tijeras, la sortija y el
cedazo, el ensalmo de la piedra imán y la cebolla albarrana
y, en fin, todas las habilidades que ejecuta cualquiera bruja
de tres al cuarto.
Luego nos pusimos á examinar el laboratorio ó salita de
aparato.
Había sapos y culebras en espíritu de vino, pájaros y sa-
bandijas disecados, frascos con aguas de colores, ampolleta,
y esqueleto; en fin, todos los cachivaches de la profesión.
La lechuza, el gato y el perro empajados no podían faltar:
son de reglamento, como el murciélago sobre un espejo y
la lagartija dentro de una olla.
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38i RICARDO PALMA
Ella, fijándose en el michimorrongo, me dijo:
—Mira, mira, ¡qué parecido á Michito!
Aquí la esperaba la bruja para dar el concertado golpe
de gracia.
El corazón me palpitaba con violencia y parecía quererse
escapar del pecho. De la habilidad con que la bruja alcan-
zara á dominar la imaginación de la joven, dependía la vic-
toria ó la derrota de mi rival.
— jüCómo, señorita!!!— exclamó la bruja asumiendo ima ad-
mirable actitud de sibila ó pitonisa, y dando á su voz una infle-
xión severa.— ¿Usted tiene un gato? Si ama usted á este ca-
ballero, despréndase de ese animal maldito. ¡Ay! por un gata
me vino la desgracia de toda mi vida. 0;ga usted mi historia.
Yo era joven, y este gato que ve usted empajado era mi com-
pañero y mi idolatría. Casi todo el santo día lo pasaba sobre
mis faldas, y la noche sobre mi almohada. Por entonces llegué
á apasionarme como loca de un cadete de artillería, arrogante
muchacho, que sin descanso me persiguió seis meses para que
lo admitiera de visita en mi cuarto. Yo me negaba tenazmente;
pero al cabo, que eso nos pasa á todas cuando el galán es
militar y porfiado, consentí. Al principio estuvo muy mode-
rado y diciéndome palabritas que me hacían en el alma más
efecto que el redoble de un tambor. Poquito á poquito se
fué entusiasmando y me dio un beso, lanzando á la vez un
grito horrible, grito que nimca olvidaré. Mi gato le había sal-
tado encima, clavándole las uñas en el rostro. Desprendí al
animal y lo arrojé por el balcón. Cuando comencé á lavar la
cara á mi pobre amigo, vi que tenía un ojo reventado. Lo
condujeron al hospital, y como quedó lisiado, lo separaron
de la milicia. Cada vez que nos encontrábamos en la calle,
me hartaba de injurias y maldiciones. El gato murió del gol-
pe, y yo lo hice disecar. ¡El pobrecito me tenía afecto! Si
dejó tuerto á mi novio, fué porque estaba celoso de mi cariño
por un hombre... ¿No cree usted, señorita, que éste me quería de
veras V
Y la condenada vieja acariciaba con la mano al inanimado
animal, cuyo esqueleto temblaba sobre su armazón de alambres.
Me acerqué á mi querida y la vi pálida como un cadáver..
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cachivachería 385
Se apoyó en mi brazo, temblorosa, sobrexcitada; miróme con
infinita ternura, y murmuró dulcemente:— -Vamonos.
Saqué media onza de oro y la puse, sonriendo de felici-
dad, en manos de la bruja.
¡Ella me amaba! En su mirada acababa de leerlo. Ella
sacrificaría á mi amor lo único que le quedaba aún por sacri-
ficar—el gato,— ella, cuyo nombre se ha borrado de la memoria
de este mortal pérfido y desagradecido.
jAh! i malvado I ¡malvado!
Pero yo, ¿qué he de hacer si lo he olvidado?
No seré el primer hombre
que se olvidó de una mujer querida...
¡Ah! ¡yo bien sé que el olvidar su nombre
es la eterna vergüenza de mi vida!
¡Dejad que, á gritos, al verdugo llame!
¡Que me arranque, á puñados, el cabello!
¡Soy un infame, sí, soy un infame!
¡Ahórcame, lectora: este es mi cuello!
VI
Aquella noche, cuando fui á casa de mi adorado tormento,
me sorprendí al no encontrar al gato sobre sus rodillas.
—¿Qué es de Michito?— la pregunté.
Y ella, con una encantadora, indescriptible, celestial son-
risa, me contestó:
—Lo he regalado.
La di un beso entusiasta, ella me abrazó con pasión y mur-
muró á mi oído:
—He tenido miedo por tus ojos.
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mmmm^m^mmwmmm^wmmmwmwmmmmmmm^wwwmmmmwm^wmmwwwwm
LOS VERSOS DE CABO ROTO
(Tradición española)
Cuando (y ya hace fecha) éramos, en el colegio, estudian-
tes de literatura castellana, cascabeleábanos, no poco, la es-
tructura de esta y otras espinelas que se encuentran en el
QuTJOTK del gran Cervantes:
Advierte que es desati-
siendo de vidrio el teja-,
tomar piedras en la ma-
para tirar al veci-.
Deja que el hombre de jui-,
en las obras que compo-,
se vaya con pies de pío-,
que el que saca á luz pape-
para entretener donce-
escribe á tontas y á lo-.
En ese siglo, en que los poetas derrochaban ingenio, escri-
biendo acrósticos, abusando de las paronamasias, ó inventan-
do combinaciones rítmicas, más ó menos estrafalarias, cupo
á Cervantes poner á la moda los versos llamados de caho rotOy
y de los que la décima que acabamos de copiar es una muestra.
Pero no fué el príncipe de los ingenios españoles, como
generalmente se cree, el primero en escribir espinelas de esa
especie. Fué á principios de 1605 cuando apareció en Madrid el
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388 RICARDO PALMA
Ingenioso hidalgo^ y ya en el año anterior, habían profusamente
circulado, en Sevilla, coplas de cabo roto.
Fundador de ese género singular de metriftcación truanes-
ca, fué un poeta calavera, que tuvo trágico fin. He aquí su
historia, que extractamos de un antiguo periódico madrileña.
Vivía en Sevilla, en los comienzos del siglo xvir, un mozo
inquieto y de lucido ingenio, llamado Alonso Alvarez de So-
ria, hijo de un jurado del mismo nombre. Burlón y maleante,
gustábale el trato de la gente perdida, y había contraído el
hábito de mofarse de todos. Para extremar sus burlas y dar-
las mayor escozor, inventó una jamás oída manera de versos,
los de caho roto^ hecha observación de que los brabucones y
ternejales de Triana solían comerse las últimas sílabas de un
período, para hacer más huecas sus fanfarronerías.
En 1603, y en una décima de cnbo roto, ridiculizó Alonso
Alvarez el haber sometido Lope de Vega su libro El Peregrino
á la censura del poeta Arguijo, buscando mentidos elogios, antes
que advertencia y enseñanza.
Como el 25 de Septiembre de 1604 hubiesen disparado un
pistoletazo á don Rodrigo Calderón que, juntamente con don
Pedro Franqueza y don Alonso Ramírez del Prado, hacían trá-
fico infame de los destinos públicos, y Prado y Franqueza
fuesen reducidos á prisión, conservándose don Rodrigo en la
plenitud de su valimiento con el monarca, Alvarez no se jmdo
contener, y le envió al poderoso ministro una décima de caho
roto, aconsejándole pusiese la barba en remojo y se dispusiera
para un funesto término, i Qué ajeno estaba el aconsejante
de que él precedería á don Rodrigo en muerte ignominiosa!
Andaba por Sevilla un pobre ó bellaco, pidiendo limosna
para San Zoilo, abogado de los ríñones. Habíanle puesto los
muchachos un feo nombre ó apodo: llamábanlo el Tío C.al-
zones. El pobrete se enfurecía, y los chicos le tiraban pelotas
de lodo y aun peladillas de San Pedro. Algún vecino de bue-
na alma, á fin de aplacarlo, le daba unos maravedises de limos-
na, y entonces el pedigüeño colocaba en el suelo la imagen del
santo, bailaba alrededor de ella, y decía:— «Yo me llamo Juan
Ajenjos, natural de Córdoba, y no soy el Tío C...alzonefi que
decís.»
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cachivachería 389
Pues Alonso Alvarez tuvo la fatal ocurrencia de poner ese
propio mal nombre, nada menos que al Asistente de Sevilla
don Bernardino de Avellaneda, señor de Casti'illo. Cimde entre
el vulgo, llega á oídos del Asistente, y jura su señoría que el
malandrín poeta le ha de pagar caro la injuria. Promuévele
un altercado en la calle; ordena á los alguaciles que lo lleven
á la cárcel, por desacato á la autoridad; pono, el amenazado
pies en polvorosa; le sacan de Santa Ana, donde había tomado
iglesia; enciérranle en un calabozo, y tras darle el Asistente
tres horas para encomendarse á Dios, le cuelga, sin más pro-
ceso, de la horca. Justicia expeditiva.
En vano fué que, en la capilla, escribiese Alvarez el cris-
tiano romance que así termina:
Muera el cuerpo que pecó,
pues bien la pena merece,
y vaya el alma inmortal
á vivir eternamente.
En vano todos los poetas sevillanos se arremolinaron pi-
diendo gracia para su camarada, llevando la voz el noble y
famosísimo dramático don Juan de la Cueva, quien presentó
al Asistente, por \ia de memorial, este soneto, menos bueno
que bien intencionado:
No des al febeo Alvarez la muerte
i oh gran don Bernardino! Así te veas
conseguir todo aquello que deseas,
en aumento y mejora de tu suerte.
El odio estéril en piedad convierte,
que en usar de él tu calidad afeas;
cierra el oído, ciérralo, no creas
al vano adulador que te divierte.
De ese que tienes preso, el dios Apolo
es el juez, no es sufragáneo tuyo;
ponió en su libertad, dalo á su foro.
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390 BIGARDO PALMA
Vé que, de hacerla así, de polo á polo
irá tu insigne nombre, y en el suyo
Hispalis te pondrá una estatua de oro.
El orgulloso resentimiento, la vanidad herida, son impla-
cables. El Asistente se mantuvo inflexible, y el poeta Alvarez
pereció en público y afrentoso cadalso. ¡Homo, humus; farnay
fumus; finiSj cinisi
En cuanto á los versos de cabo roto, de que él fué el inven-
tor, á pesar del empeño de Cervantes por popularizarlos, puede
decirse que no han hecho ni harán fortuna. Nacieron cojí des-
gracia.
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wn^wímmfmmmmw^miímmmwmm^mmmmm^mwmwiitmmwmntwmmmm^
ALGO DE CRÓNICA JUDICIAL ESPAÑOLA
A Manuel N. Arizaga
Con el título Documentos^ hay en la Biblioteca Nacional va-
rios gruesos volúmenes, en folio, conteniendo alegatos jurí-
dicos en causas criminales. Todos los alegatos se hallan im-
presos en folletos, y pertenecen al siglo xvii. Las alegaciones
sobre robos y asesinatos, poco de singular ofrecen; pero las
que se relacionan con el sexto mandamiento del Decálogo son
divertidísimas. Más que en castellano, estos últimos alegatos
están en latín, lengua en que las obscenidades parecen me-
nos crudas. Como yo no quiero escandalizar á nadie, haré
caso omiso de cuanto se relacione con el pecado de la man-
zana, y sólo me ocuparé en extractar dos exposiciones que
me han parecido muy originales y aun graciosas.
Causa contra Antonio Rodríguez por un carbcxc ulo
Esta causa es de lo más original que se ha visto en los tri-
bunales del mundo. Se trata de un hombre acusado criminal-
mente, preso, secuestrados sus bienes, consumidos más de mil
ducados de ellos, y atormentado cuatro veces en el potro, sien-
do el cuerpo del delito una fábula de la Mitología.
Un Pedro Lamier se querelló contra Antonio Rodríguez,
acusándolo de haberle quitado mañosamente, sin querer de-
volvérsela, una piedra que él valoraba en un millón, piedra
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392 RICARDO PALMA
Única sobre la tierra, pues de noche alumbraba más que una
vela. Los testigos que presentó difieren en cuanto al color y
sus cualidades. Unos dicen que era jaspeada, otros azul y
otros color de brasa. Uno declara que echaba rayos como el
sol; oti'o que no hacía más que unos visos; otro que era mitad
resplandeciente y mitad obscura; otro que tenía unas centellas
separadas: y el más juicioso dijo que, en su concepto, la pie-
dra de la cuestión no pasaba de ser un bonito rubí.
Rodríguez confiesa que, realmente, Lamier le había vendi-
do una piedra, y que él la estimó en tan poco, que se la re-
galó á una moza.
El abogado de Rodríguez, en su alegato, niega, por supues-
to, la existencia de esa piedra fantástica bautizada por los
poetas con el nombre de carbúnculo^ y conviene en que se trata
sólo de un rubí, piedra muy conocida y cuyo precio su defen-
dido está llano á pagar, á juicio de peritos lapidarios.
Parece que los jueces se inclinaban á creer en la existencia
del carbúnculo ó piedra luminosa. Deducímoslo así de ciertas
reticencias que hay en el alegato.
II
Causa contra don Alonso de Torres sobre si dijo cornudo
o DIJO CABRÓN
De todos los tiempos ha sido el que los apasionados de las
cómicas se afanen por penetrar en el vestuario, durante los
entreactos. El alcalde don Pedro de Olaverría se propuso des-
terrar esta costumbre, y al efecto se constituyó entre bastido-
res, acompañado de los alguaciles Matías de Baro y Diego
Hurtado.
Don Alonso de Torres, que era un alfeñique, currutaco ó
mancebito de la hoja, y que bebía los vientos no sé si por una
actriz ó una suripanta^ se propuso entrar. Detúvolo uno de
los alguaciles, diciéndole cortésmente:
—Téngase vuesamerced, caballero.
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cachivachería 393
—Voto á Cristo, que he de entrar, que soy don Alonso de
Torres—contestó el mancebo, empujando al corchete.
—Téngase el señor don Alonso y acate el mandamiento del
señor alcalde, que no mío, y no se empeñe en pasar— insistió
el alguacil.
—Pues por encima del alcalde tengo de entrar.
Al alboroto acudió el alcalde, armado de vara, y encarándo-
se con el galán, le dijo:
—Téngase el caballero que por aquí no ha de pasar, que para
estorbarlo estoy yo aquí.
—¿Conóceme vuesamerced?
— ¿Conóceme á mí el insolente?
—¿Y para qué le tengo de conocer, cuerpo de Cristo?
—¿Cómo me habla de esa manera? ¡Favor á la justicia y
prendan á este picaro!— gritó exasperado el alcalde.
—Picaro será el muy cabrón— contestó don Alonso, desen-
vainando la espada y arremetiendo al alcalde. Este, ante lo
brusco de la embestida, retrocedió y cayó al suelo, y en la
caída se le rompió la vara.
Por supuesto, que los circunstantes se echaron sobre To-
rres, y lo aprehendieron.
Lo gracioso de la causa es que siete testigos declararon que
don Alonso dijo:— Picaro será el muy cornudo; y otros siete
afirmaron que lo dicho por el reo fué:— Picaro será el muy
cabrón.
La verdad es que de palabra á palabra no va más filo
de la uña, sino el de que el uno lo es sin saberlo,y el otro
lo es por su gusto.
También hay de curioso en el alegato que el abogado tacha
el testimonio de un testigo «por ser hermafrodita, y no guardar
»sexo, como está probado, andando unas veces vestido de hom-
»bre y otras de mujer, y á esto se junta el haber parido, como
>lo deponen algunos testigos.» Esto es típico. Las anchas tra-
gaderas del letrado eran muy propias de todos los que comían
pan en ese siglo de brujas y sortilegios.
¿Cuál fué el fallo recaído sobre estas dos causas? Eso no
hemos podido averiguar, ni hace falta.
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ENTRE SI JURO O xNO JURO
(Sucedido de actualidad y que con el correr del tiempo dará
tela para una tradición.)
Há más de un cuarto de siglo que, por malos de mis pe-
cados, que deben ser muchos y gordos, tuve un litigio judi-
cial con el que, á pesar de haber alcanzado, tras no pocos
meses de brega, sentencia favorable, quedé escarmentado pnra
no meterme en otro. Tengo j>ara mí que es peor que maldi-
ción de gitano eso de andar á tornas y vueltas con el papel
sellado. No en mis días, que ya no serán largos; una, y na
más. Por eso, en mis tarjetas de año nuevo, deseo á mis ami-
gos como colmo de la felicidad humana,— salud, pesetas y que
Dios los libre del papel sellado.
Pero un hombre propone, un juez dispone y un escribano
descompone, y gracias si no toma también carta en este tre-
sillo un abogado. Cuentan apolilladas crónicas, complementa-
rias del Añalejo, que á san Ibo, patrón en el cielo de los abo-
gados, lo pintan con un gato á los pies, y que, cuando se
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39tJ RICARDO PALMA
Iraló do la canonización, el pueblo protestó, hasta cierto pun-
to, coa esta antífona:
¿Advocatus et sanctus ?
¡Res miranda populo!
Es el caso que, hace quince días, cuando muy quieto me
estaba en el sillón oficinesco, ensimismado en compulsar unas
papeletas bibliográficas, se me presentó un caballerito que, por
lo acicalado y cumplido, y por la buena caída de ojos, no
Icnía estampa de cartulario, y con toda cortesía me notificó
auto para presentarme á prestar una declaración ante mi ami-
go el juez de primera instancia doctor B Aquello fué como
una puñalada traicionera. ¡Qué iba yo á imaginarme que tan
correctas y simpáticas apariencias eran las de un escribano
á la moderna? En mis mocedades no se usaban escribanos con
camisa limpia, levita negra bien cepillada, y corbata fin du
siéch.
Firmal* la notificación y entrarme escalofríos de terciana,
fué todo uno. Póngase cualquiera en mi situación, que se la
doy al más guapo. Yo, que de mío soy iK)quito, y que viendo
caitapacio de papel sellado se me atraganta la saliva y me
podrían ahorcar con una hebra de pelo, verme obligado á
comparecer ante la justicia!!! La cosa era para atortolarse,
¿no es verdad? Digan ustedes que sí.
Sea todo pwr Dios, me dije; y al otro día cogí bastón y
sombrero y, paso entre paso, á las dos en punto de la tarde,
ni minuto más ni minuto menos, me presenté á cumplimen-
tar el mandato.
El señor juez me dijo que estaba citado para reconocer con-
tenido y firma de carta escrita hace años, y de la que me
acordaba yo tanto como del chupón y mamadera de la ni-
ñez, y me preguntó si estaba llano á declarar.
—Sí, señor juez. Firma y contenido son míos, y muy míos.
S\» señoría se levantó del asiento, y me dijo:
—Tenga usted la bondad, señor don Ricardo, de ponerse
eu pie para prestar juramento.
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cachivachería 397
¿juramento conmigo? Aquí se me volvió la carne de ga-
llina, y contesté:
—Perdone su señoría que me niegue á jurar; porque mi
religión me lo prohibe. En esto de juramento soy cuáquero
y puritano.
— -Fero la ley le manda á usted jurai\
— La ley, seflor juez, en el siglo que vivimoSj no alcanza,
como en los tiempos de la Inquisición, al santuario de la con-
ciencia humana. Cristo, en cuya doctrina creo^ me ha prohi-
bido, terminantemente, jurar, salvo que el Congreso haya de-
clarado apócrifo y abolido un Evangelio.
—Yo respeto las ideas religiosas de usted; pero, en mi pues-
to de juez, no me cumple discutir sino hacer acatar la ley.
/;Juia usted ó no jura?
—Yo no me repito como bendición de obispo: ya he di-
cho aue no juro, señor juez.
Casi, casi me acordé en ese instante del borracho á quien
dijo el alcalde:— Alce usted la mano para que preste jura-
mento.—¡Córchohs! preferiría alzar el codo.
Y el doctor B ordenó al escribano poner constancia de
mi negativa, y que la declaración quedara en suspenso hasta
que él proveyera lo conveniente, en derecho ó en torcido. Fir-
mé, y me retiré meditabundo ante el conflicto de deberes que
para m\ surgía.
Yo debo acatar, buenas ó malas, las leyes de mi patría-
me decía,— pero también debo acatar las leyes divinas que mi
religión me impone. El Código me ordena jurar; pero Cristo,
de una manera rotunda^ que no admite recancanillas de chi-
cana ni distingos casuísticos, y con palabras más claras que
el agua limpia de un pv^uio^ me prohibe jurar. ¿A quién obe-
dezco? ¿A quién sigo?
lie aquí, al pie de la letra, según san Mateo, las palabras
del Redentor en el Sermón de la montaña:
Y os DIGO QUE DE NiNGüN MODO juKEis. (De lüngím modo ¿es-
tamos?)
Ni pok el cielo, porque es el trono de Dios: ni por la
TIERRA, PORQUE ES LA PEANA DE SUS PIES; NI POR JeRUSALÉM, POR-
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398 RICARDO PALMA
QUE ES LA CIUDAD DEL GraNDE ReY ; NI POR Tü CABEZA, PORQUE
NO PUEDES HACER UN CABELLO, BLANCO O NEGRO.
Que vuestro hablar sea si, si; no, no; porque lo que ex-
ceda DE ESTO, DE MAL PROCEDE.
Si estos conceptos del Salvador, que tau alto colocan la
dignidad del hombre, no son concluyentes, sino ponipa de ja-
bón; si de ellos no se desprende que el juramento no es lícito
en quien precie de tener convicciones adquiridas en la lectura
de la Biblia, el libro ¡wr excelencia como lo llama la Iglesia,
digo que no lo entiendo. Yo no tengo por qué ni para qué
echarme, á averiguar quién inventó el juramento, ni á qué pro-
pósito moral ó social obedece su práctica en nuestra patria,
á despecho de una Constitución que garantiza la libertad de
pensamiento, y contra la corriente de la civilización que, en
los países más cultos del globo, ha abolido el juramento. A
mi me basta y me sobra, como buen creyente, con saber que
el Hijo de Dios, al prohibir el juramento, no se reveló contra
la voluntad del Eterno padre.
Y como á veces es preciso que también la poesía hable
al espíritu, y poesía, y muy sublime, hay en el Sermón de la
moiüaña^ no creo fuera de oportunidad recordar el fragmento
pertinente de la clásica traducción en verso, que los niños
repiten de coro en las aulas municipales de Venezuela. En
las postrimerías de nuestro siglo se encuentra uno versos has-
ta en la cucharada de sopa. La memoria conserva con fa-
cilidad las máximas expresadas en el lenguaje de las musas:
Y si de mal castigo
puede tu ojo derecho ser pretexto,
sácale, que tal ojo es tu enemigo.
Y la ley os manda esto:
Cumplid lo que juréis— pero yo os mando
qv^ no juréis jamás, por ningún texto;
y ni al cielo invocando,
I>orque allí reina Dios en su grandeza;
ni por la tierra, que es su asiento blando;
y ni por tu cabeza.
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OAOHIVACHERU 399
porque tú mismo hacer no lograrías
de un cabello el tamaño ó la belleza.
Oid las voces mías;
y cuando habléis hacedlo llanamente:
sí, sí; no, no; que en lo otro hay ya falsías.
Aquí caigo en la cuenta de que predico en desierto al apo-
yarme en la autoridad del Nuevo Testamento, sabiendo como
sé que nada es menos acatado que un testamento. Del mis-
mo Dios se conocen dos testamentos: el Antiguo y el Nuevo.
Y hasta el Papa, cuando á la Curia romana conviene, pasa
sobre ellos, como sucede con esto del juramento.
1 anto se ha abusado del juramento, y básele revestido de
carácter tan rutinario empleándolo á roso y belloso, hasta
l-iira trivialidades, que por tal tengo el reconocimiento de una
caria en asunto sin importancia real, que ha llegado á pasar
con él lo que con las excomuniones: que ya á nadie preocu-
pan y desvelan, ni hay quien niegue al excomulgado la sal,
el agua y un cigarrillo. Casi es título á la consideración pú-
blica el llevar á cuestas siquiera un par de excomuniones.
Entiendo que hasta ha llegado á ser profesión ú oficio el
de juradores á precio de tarifa; por jurar ante un juez de paz,
dos soles, y por jurar ante un juez de derecho, cuatro so-
les. En ocasiones abarata la tarifa, como la de los responsos
en el día de finados. Verdad que el oficio, como todo oficio,
suele tener sus mermas y percances; pero rara vez manda
el juez á la cárcel á uno de esos prójimos, por el delito de
haberse ingeniado una manera de ganar el pan de cada día.
Testigo habrá que jure haber visto persignarse á las hormi-
gas: cuestión de peseta más ó menos.
Los mismos tribunales sólo acatan la prueba testimonial
cuando no encuentran otras para el fallo. Así me lo han di-
cho quienes tienen obligación de saberlo, que yo no soy de
la carrera, por mucho que la Universidad de mi tierra me
haya honrado con el obsequio del diploma de Doctor en Ju-
rispinidencia. En asimtos jurídicos, no entro ni salgo. Juro que
no he leído los Códigos, ni me hace maldita de Dios la falta.
Volviendo al conflicto de deberes en que me estoy ocu«
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400 RICARDO PALMA
paJiáo, solicité la opinión de dos magistrados amigos mios,
uno liberal á machamartillo, y el otro conservador de tuerca
y tornillo y, á pesar de la diversidad de escuela, ambos, como
si se hubieran puesto de acuerdo, me contestaron : -— Amigo
mío, dura Zea?, sed lex. Que usted jura, no tiene que darle vuel-
ta. Los magistrados no derogamos la ley sino, tuerta ó de-
recha, la aplicamos al pie de la letra. Quizá, como ciudadanos,
estemos de acuerdo con usted en que el juramento es un ul-
traje á la dignidad del hombre, y sobre irreverente para con
la divinidad da motivo á inmoralidades; pero, como jueces,
decimos cartuchera al cañón. Como en el caso de usted no
cabe apelación sino queja ante el Tribunal Superior le ad-
vertimos, cristiana y caritativamente, que tendrá que enredar-
se y desenredarse en ese papel sellado que es su cócora ó
pesadilla, amén de que, en estos tiempos de pobreza francis-
cana, tendrá que gastar muchos realejos en escriba y fariseos;
y por fin de fines tendrá usted que jurar, conducido al juz-
gado i>or un gendarme; y si aun persistiere en resistir irá á
chirona, por desacato á la magistratura.
¡Caracolines! ¡¡Hasta vejámenes en perspectiva por ser buen
cristiano, y por haber leído en la Biblia el Sermón á^ la mon-
taña ! .
Res-ulta de todo lo borroneado que la conciencia no es,
en nue&tro Perú, un santuario inviolable, y que una ley ab-
surda, monstruosa, hace mangas y capirotes de los ideales y
creencias del ciudadano.
Como el papel de mártir, en defensa de una doctrina ó de
un principio, pasó de moda, y los que se obstinan en des-
empeflarlo alcanzan reputación de necios ó extravagantes, yo,
que no aspiro á gloria de mártir, ni á fama de tonto, he te-
nido que arriar bandera, amordazar mi conciencia y Dios
me lo perdone, que sí me lo perdonará, teniendo en cuenta
que he cedido ante fuerza mayor, ante la presión de la ley
civil y de los encargados de administrar justicia.
Rindiendo homenaje á mis convicciones radicales me aten-
go á l«i ley segunda, título doce del Fuero ReaL. ^ue dice:—
«Olrd sí mandamos que ningún juramento que home ficiere
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cachivachería 401
isoLie cualquier cosa, quier por fuerza ó pouer miedo á su
icuerpo, mandamos que non vale I!»
Lo único que yo no me habría perdonado sería el con-
sentir, con mi silencio, en que lo absurdo y monstruoso se
justifique. Por eso protesto (en pleno y libre ejercicio del im-
prescriptible derecho de pataleo) dando publicidad á estos ren-
glones, para que, cuando llegue la ocasión, que con el tiempo
y las aguas llegará, sean atendidas mis geremiadas en defen-
sa de los fueros de mi conciencia.
26
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iM A N U M I S I O N
Habiendo en 1888 solicitado el gobierno del Brasil que el
ízobierno peruano le enviase los datos relativos á la manumi-
sión de esclavos, en nuestra república, me fué oficialmente en-
comendado este compendioso trabajo histórico.
La introducción de negros africanos en el Perú se esta-
bleció desde los primeros tiempos de la conquista, fundándose
en que los indios mitayos no eran á propósito para tareas
muy rudas. Así, en 1555, pocos meses antes de su abdicación
y retiro al monasterio de Yuste, el emperador ('arlos V acordó
al ex gobernador Vaca de Castro, en premio de sus servicios
á la corona y como vencedor de la facción almagrista, licencia
para introducir en el Perú hasta 500 piezas de ébano (negros), li-
bres de todo derecho fiscal. En ese año el número de esclavos
esparcidos en toda la costa peruana llegaba ya á 1,200.— El ne-
gro casi no se aclimató en la frígida serranía.
Según reales cédulas de 1713 y 1773, el derecho fiscal se fijó
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404 RICAKDO PALMA
en 40 pesos por cabeza, en lugar de los 80 ducados que se
pagaban en los tiempos de Carlos I de España y de sus suce-
sores los Felipes hasta Carlos el Hechizado. Cada negro venía
además aforado en 160 pesos, y el real Tesoro percibía tam-
bién sobre este aforo el 6 por ciento.— Como se ve, el comercio
de esclavos producía una gorda partida de ingreso á la Ha-
cienda española.
Para resarcirse de ambas gabelas, el pirata comerciante ven-
día su mercancía en un precio que fluctuaba, en el Perú, entre
300 y 400 pesos, según fuese la abundancia ó escasez de piezas
de ébano.
No entra en nuestro propósito ocuparnos del feroz tratamiento
que daban los amos á sus siervos. Bástenos decir que, en 1718,
recibió el virrey, Príncipe de Santo Buono, una real cédula
por la que se le ordenaba prohibir la carimba en el Perú.— Lla-
mábase carimbar al acto de poner á los negros, con un hierro
hecho ascua, una marca sobre la piel, como hacen hoy los ha-
cendados con el ganado vacuno y caballar. Por otra real cé-
dula de 4 de Noviembre de 1784, insistió el monarca en la
abolición de la carimba, lo que nos prueba que la de 1718 no
fué estrictamente obedecida por los amos.
El tráfico de esclavos no estaba del todo exento de peli-
gros; pues las marinas inglesa y holandesa, de vez en cuando
apresaban naves españolas y portuguesas. Los tripulantes ne-
greros eran tratados como piratas, colgados de una entena
y arrojados al agua para alimento de tiburones.
Según la memoria del virrey Aviles, en los doce años corridos
desde 1790 á 1802, en que se hizo cargo del gobierno, se impor-
taron en el Perú 65,747 negros africanos, que al precio mínimo
do 300 pesos por cabeza, hacen la no despreciable suma de
19.724,000 pesos. Aviles gobernó hasta 1806, y en sus cuatro
años de mando no llegaron más que tres buques con carga-
mento de carne humana, porque los sucesos políticos de Es-
paña paralizaban ese comercio infame.
La última partida de esclavos que vino al Perú fué por los
años de 1814, bajo el gobierno del virrey Abascal, y se vendie-
ron al subidísimo precio de 600 pesos. Había, como era natu-
ral, gran demanda del artículo; pues la invasión francesa y
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cachivachería 405
la alianza británica con España eran remoras para el tráfico
regularizado de los buques negreros.
Por fin, restablecido Fernando VII en el trono, se vio obli-
gado á acceder á las humanitarias exigencias de la Inglaterra,
y en 1817 expidió real decreto prohibiendo la trata de negros
y la introducción de ellos en las colonias de América.
Iniciada la guerra de Independencia, el general San Martín,
en decreto de 12 de Agosto de 1821, dijo:— «Una porción de
» nuestra especie ha estado durante tres siglos sujeta á los
»cálculos de un tráfico criminal. Los hombres han comprado
ȇ los hombres, y no se han avergonzado de degradar la fa-
»milia á que pertenecen. Yo no trato de matar de un golpe
»este antiguo abuso. Es preciso que el tiemjK) mismo que lo
»ha sancionado, lo destruya; pero yo sería responsable á mi
«conciencia piiblica y á mis sentimientos privados, si no pre-
» parase para lo sucesivo esta piadosa reforma, conciliando,
»por ahora, el interés de los propietarios con el voto de la
>razón y de la humanidad. Por tanto, declaro lo siguiente:
»— -Todos los hijos de esclavos que hayan nacido y nacieren
»en el territorio del Perú, desde el 28 de Julio del presente
»año, serán libres, y gozarán de los mismos derechos que el
» resto de los ciudadanos.»
Complementario de este magnánimo decreto dictó el Pro-
tector San Martín, con fecha 24 de Noviembre, otro i>or el que
concedía á los antiguos amos el patronato ó tutela, hasta la
edad de veinticuatro años los varones y de veinte las mujeres,
obligando á los patrones, en cambio del servicio que los li-
bertos les prestaran, á enseñarlos á leer y escribir, y hacer-
los aprender algún oficio ó industria. Por ese decreto se de-
claró también libre á todo esclavo que del extranjero viniese
á nuestro territorio, así como á los nacionales que, por tres
años, sirviesen en el ejército ó se distinguieran en una acción
de gi;erra
De suyo se comprende que los hacendados acogieron con
disgusto los liberales decretos de San Martín, y que la mayor
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106 TlICARDO PALMA
parta de aquéllos hostilizaron la causa patriota favoreciendo
A los realistas. El número de esclavos de todo el país ascendía
á 41.228, de los que cerca de 33.000 estaban ocupados en las
faenas agrícolas. Pobre hacienda era aquella en que la cifra
de negios llegaba á 50. Lo general era que las haciendas ron-
laian con 150 ó 200 esclavos, y hubo no pocas en que il luunero
de éstos excedía de 300.
San Martín calculaba (y calculaba muy juiciosamente) que
para 1850, esto es, en la mitad del siglo xix, la existencia de
esclavos estaría reducida á la cuarta parte de los 41.228; es de-
cir, á diez ú once mil, y que bastaría un tercio de millón de
pesos, sobre ik)co más ó menos, para indemnizar á los pro-
pietarios.
Los Congresos Constituyentes de 1823 y 1828, ratificaron
los decretos dictatoriales de San Martín.
Los esclavócratas esperaron oportunidad propicia para in-
terpretar, conforme á sus conveniencias, las leyes, á fin de con-
vertir en título de señorío la tutela que éstas les acordaron. La
vocinglería interesada se empeñó en probar que, suprimida
la esclavatura, sucumbiría la industria agrícola por falta de
brazos; y un simple decreto presidencial de 19 de Noviembre
de 1830, transformó á los libertos de pupilos en esclavos. Y
para remachar la cadena, vino la ley de 27 de Agosto* de 1831.
El azote, tratándose de los negros, continuó siendo la norma
del derecho.
En 1833, y como para ponerse en guardia contra la frac-
ción liberal que formaría parle de la Convención Nacional,
convocada para ese año, los hacendados, por artículos de pe-
riódicos y i>or folletos, se esforzaron en demostrar la incom-
petencia de San Martín y de los Congresos del 23 y 28 para
haber legislado sobre la materia. En concepto de aquellos,
no había potestad sobre la tierra con facultad para manumitir
á los esclavos. Añadían que en doce años más, esto es, en 1845,
los libertos principiarían á emanciparse si se accedía á la pre-
tensión de los liberales, que era declarar en todo su vigor
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CAOIUVACHKRIA 407
y fuerza los decretos de San Martín; y que entonces, con la
muerte de la agricultura, vendría gran ruina para la nación.
Y como si el derecho pudiera probarse por el hecho, alegaron
que desde las edades más remotas del mundo habían existido
esclavos y señores.
La Convención no tuvo tiempo ó no quiso ocuparse de ta-
les sofisterías; pero vino la guerra civil, y uno de los caudi-
los, el general Salaverry, para propiciarse el apoyo de las
acaudalados, los complació á medias, restableciendo el comercio
ó tráfico de esclavos traídos del extranjero.
El Congreso Constituyente de Huancayo, para eterno bal-
dón de su memoria, sancionó la ley de No\iembre de 1839, por
la que el patronato de los amos sobre los libertos se alargaba
hasta los cincuenta años de edad. En ese Congreso triunfaron
los partidarios de la esclavatura (1) más allá de lo que se prome-
tieron. Aceptaron la obligación de pagar á los libertos el sa-
lario de un i>eso semanal, en el campo; y en las ciudades,
la mitad de lo que ganara un peón ó sirviente libre. Además se
libertaban de mantener gente inútil ya para el trabajo, pues
á los cincuenta años de edad la mayoría de los esclavos lle-
gaba casi á la decrepitud.
Ese funesto Congreso de Huancayo, al suprimir en la Cons-
titución que dictara esta frase consignada en las Constitucio-
nes de 1828 y 1834 — nadie entra en el Ferú sin qtiedar libre — parece
que, de una manera solapada, se propuso la vigencia del de-
creto de Salaverry. Así se introdujeron cerca de 800 esclavos
traídos de las costas del Chocó.
La Comisión Codificadora, creada por el Congreso de 1846,
empezó á minar por su base la ley del Congreso de Huancayo;
y la Excelentísima Corte Suprema de Justicia, en los pocos
juicios que sobre libertad de libertos se presentaron ante ella,
falló declarando la incompetencia del Congreso de Huanca-
yo para legislar contra los principios eternos de justicia. La
buena causa emi>ezaba á ganar terreno.
(1) El Diccionario sólo admite la palabra esclavitud, y no acepta los vocablos esclarntuta
(cQDjanto de esclavos)» ni esdavócraia (partidario de la esclavitad de los nefrros )
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408
RICARDO PALMA
*
El siglo XIX llegaba á la mitad de su vida, y en todas las
repúblicas de la América española, donde aun existía la ig-
nominia de la esclavatura, se hacía sentir la reacción que pro-
testaba contra todo lo que, como la esclavitud del hombre por
el hombre, simbolizara despotismo y barbarie.
El 20 de Mayo de 1851 el Congreso de Nueva Granada (hoy
Colombia) dio una ley de manumisión, pagándose (en vales
que se cotizaron al 46 por 100) 160 pesos por cada varón y
120 por cada esclava. Los manimiisos fueron 8.000.
La República del Ecuador, en Julio de 1852, dio una ley
idéntica. En esta nación la cifra de esclavos era reducida.
Entiendo que no alcanzaba, á 3.000.
En Venezuela, la ley de manumisión de esclavos se expidió
el 23 de Mayo de 1854. Su número llegó á poco más de 4.000.
En la comimión de las Repúblicas americanas, él Perú que-
daba como un lunar. Alortunadamente, un año después, se
libertaba de tamaña deshonra. Veamos la manera.
En 1854 el Gran Mariscal don Ramón Castilla, caudillo de
la revolución contra el Presidente constitucional, general don
José Rufino Echenique, dictó el 3 de Diciembre (y precisa-
mente en Huancayo) un decreto de inmensa importancia social
y política, declarando abolida la esclavitud, decreto que contri-
buyó, en no poco, á la victoria de la revolución en la batalla
de la Palma. Este decreto dictatorial fué motivado por uno
que en Noviembre había expedido el general Echefnique, de-
clarando libres á los negros que se afiliaran en el ejército
constitucional, decreto á todas luces mezquino.
El de Castilla disponía el pago en cinco años, en billetes
al portador, con el 6 i>or 100 de interés anual, asignando para
fondo de amortización la quinta parle de las rentas públicas;
y admitiendo, en pago de toda deuda al fisco, la cuarta parte
en vales de manumisión. ítem, los amos de uno ó dos esclavos
serían satisfechos al contado.
Prescindiendo de la injusticia é incompetencia del Congreso
de 1839 p>ara hacer esclavos á los nacidos después del 27 de
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CACHIVACHERÍA 409
Noviembre de ese año, y de que los amos no tenían der¡echo
para reclamar indemnización por los que, nacidos después del
28 de Julio de 1821, eran libertos según la dispK)sición de San
Martín, aceptada por dos Congresos, parécenos que el decreto
de Castilla encarnaba el absurdo de señalar el mismo precio
á los esclavos que á los libertos, absiu'do que disculpamos sólo
teniendo en cuenta las especialísimas circunstancias políticas
en que fué dictado. Ese decreto fué un arma de guerra, á la
vez que la expresión de humanitarios sentimientos.
Triunfante la revolución, por decretos de 9 de Marzo del 55
y 19 de Febrero del 57, se aplicó im millón (por sorteo) al
pago inmediato de vales, y se redujo á tres años el plazo de
cinco que determinaba el decreto de Huancayo. Una Junta
ad hoo fué nombrada para el examen de expedientes.
El Mariscal Castilla ordenó que se valorase en 300 pesos
cada esclavo de los nacidos desde Agosto de ese año hasta el
27 de Noviembre del 39. En cuanto á los nacidos después
de esa fecha, entre los que el mayor apenas llegaría á la ^ad
de quince años, serían valorados en 100 pesos.
Según cálculos aproximativos que tuvo á la vista el Dic-
tador Castilla, en Huancayo, la cifra total de esclavos podía re-
sumirse así:
De los nacidos antes de 1821 1.000
j> » » de 1821 á 1839 6.000
> :> ^ « 1839 á 1854 7.000
La manumisión era, pues, para él, hacedera con gasto fiscal
de cuatro millones máximum. El patrióla Mariscal no pudo
presentir que habría falsificación de partidas bautismales, y
que se forjarían expedientes en los que la mitad de los esclavos
fueran antiguos moradores del cementerio. Se eslima en 9.000
la cifra de estos resucitados.
En JuHo de 1860 no había ya expediente por despachar.
El número de esclavos y libertos manumitidos fué de 25.505,
que representaron una suma total de 7.651,500 pesos. De esta
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410 RICAKÜO PALMA
suma se habían pagado 2.217.600 pesos, en dinero efectivo, y
emitídose vales por 5.033.900 pesos.
De estos se habían amortizado, por propuestas cerradas,
3.128.158 pesos por la suma efectiva de 2.839.647 pesos.
Quedaban por pagarse vales ascendentes á 1.905.741 pesos,
habiéndose gastado además en pago de intereses 1.284.674 pesos.
En 1867 sólo quedaban por amortizar vales que represen-
taban 427.575 pesos, deuda que terminó de pagarse en la ad-
ministración del presidente don José Balta, (1868 á 1872.)
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JUSTICIA Y ESCUELAS
No son leyes las que en el Perú faltan en protección de
la raza indígena, sino decisión de las autoridades para cumpli-
mentar las que existen.
En los primeros tiempos de la colonia, el monarca, inspi-
rándose en sentimientos justicieros, dictó sus reales ordenan-
zas creando y organizando las encomiendas. El encomendero
español resultaba investido, no con un poder ó dominio se-
ñorial sobre los indios, sino con una autoridad casi paterna,
pues se obligaba á civilizarlos y ampararlos.
La ley fué para los encomenderos letra muerta; y para
que lo fuese estallaron rebeldías escandalosas que ensangreai-
taron el país. Las ordenanzas subsistieron; pero el gobierno
fué siempre impotente para hacerlas prácticas.
En la ley xxi, título 10, de la Recopilación de Indias, se
mandó que fuesen castigados con mayor rigor que si el delito
fuese cometido contra peninsulares, los que maltratasen ó agra-
viasen á los indios. Según Solórzano, en su Política Indiana,
sólo una vez se vio acatada esta justiciera prescripción, y fué
cuando, en el Cuzco, y en público cadalso, se cortó la mano
á un español que abofeteara á un cacique.
Perdían su tiempo los reyes de España insistiendo en reco-
mendar á sus representantes en América que tratasen á los
indios, no sólo con espíritu justiciero, sino con benignidad.
F'elipe IV, por ejemplo, al pie de un rescripto dirigido a xma
Real Audiencia agregó, de su puño y letra, estas enérgicas
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412 RICARDO PALMA
frases:— «Quiero que me deis satisfacción, á mí y al mundo,
»del modo de tratar á estos mis vasallos indios. Y de no hacerlo,
»y de que no vea yo ejecutados ejemplares castigos en los que
jse excedieren contra éstos, me daré por deservido. Y asegú-
»roos que, aunque no lo remediéis, lo tengo yo de remediar
»y mandaros hacer gran cargo por las leves omisiones en esto,
»por ser contra Dios y contra mí, y en total destrucción de esos
» reinos á cuyos naturales estimo, y quiero sean tratados como
»lo merecen vasallos que tanto sirven á la monarquía y que
:> tanto la han engrandecido.»
Vino la República; y quien hojee nuestras compilaciones
de leyes patrias encontrará que abundan también las expedidas
en favor y protección de la raza aborigen. Fatalmente, como
en los tiempos de la dominación española, también nuestras
leyes son letra muerta, y el indio continúa siendo rico filón
explotable para el jamonal acaudalado y para el cura simo-
niaco. Por desgracia no abundan autoridades que luchen para
poner barreras al torrente de los depresivos abusos.
Las sociedades indiófilas ó protectoras de los indígenas nin-
gún fruto benéfico han producido hasta ahora, pues más que
humanitarias, han sido asociaciones de cascabel y relumbrón.
Su objetivo más ha sido de política de campanario que de
regeneración social para la raza.
Hay que extirpar en nuestras masas populares de la Sierra
el alcoholismo embrutecedor que nos trajo la España conquis-
tadora, y ese bien no se alcanza por medio de leyes. Hay que
crear en nuestros indios necesidades que los alejen del ocio,
y hagan nacer en ellos hábitos de trabajo^ Hay, por fin, que
ilustrarlos, y eso únicamente se obtiene multiplicando las es-
cuelas.
No llevéis al indio á las algaradas políticas, sino cuando,
civilizado en la escuela, lo hayáis hecho ciudadano capaz de
discurrir sobre sus derechos de tal.
¿Cuál debe ser la actitud del gobierno y de sus autoridades
subalternas para con los indios? Ella es sencillamente clara
y fácil. Basta con hacerles siempre justicia, sin moratorias ni
humillaciones. Húndase para siempre en el panteón del pa-
sado todo lo que trascienda á prerrogativas de raza. Ante nues-
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cachivachería 413
tro credo democrático la igualdad humana es absoluta. No
cabe otra superioridad en la vida republicana que la que crean
la honradez, la inteligencia y el trabajo.
Los factores eficaces para levantar la condición social de
dos millones de seres que constituyen la masa de nuestra po-
blación de indios, están sintetizados en dos palabras: Justicia
y escuelas. Sólo en posesión de estos dos bienes no seguirá
el indio siendo en las horas de paz rebaño esquilmable, y en
las horas de guerra, carne de cañón.
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]
fruslerías
I
Mi amigo don Ruperto Vomipiirga es, entre los médicos
de mi tierra, todo lo que se entiende por un sabio en bacterio-
logía. Conoce íntimamente á todos los bacilos, sabe al dedillo
sus mañas y picardías, y los trata tú por tú, con menos respeto
que al arzobispo, por aquello de
A Dios se le habla de tú,
de tú á la Virgen María,
y al obispo se le dice
su señoría ilustrísima.
Ayer nos encontramos en la Casa de Correos, frente á una
de las niñas estafeteras, chica que, al mirarla, se le hace á
un cristiano la boca agua y los ojos despiden chiribitas.
—i Bonita muchacha!— me dijo don Ruperto.
— Ya lo veo, doctor— le contesté. — Es un lindo microbio como
para que lo estudie y clasifique usted, que hasta en cl suspiro
los persigue.
—¿Y por qué me la endilga y no la aprovecha usted para
sus disquisiciones tradicionales? Yo, mi amigo, soy como el
usurero aquel á quien fué un pobre diablo á empeñarle un
bonito cuadro.— ¿Es de usted? le preguntó el agiotista.- No.
señor, es de Rubens, contestó el necesitado.— ¡Ah, bribón! Lar-
gúese ahorita mismo antes que lo mande á la comisaría. ¿Con-
fiesa usted que no es suyo el cuadro, y tiene la desvergiien-
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416 RICARDO PALMA
za de traérmelo, como si yo fuera ocultador de lo ajeno?—
Apliqúese el cuento.
Entretanto, don Ruperto no tenía cuándo entregar su carta
á la empleada. Recelando que la goma de la estampilla fuera
almáciga de bacterias, no se atrevía á humedecer aquélla para
pegarla en el sobre, y mirando á la simpática estafetera la
dijo-
—Me parece, señorita, que anda usted algo delicada de salud.
—No, doctor; me siento bastante bien.
—A ver; dígnese usted sacar la lengua.
La joven obedeció im tanto alarmada. El médico pasó con
delicadeza la estampilla por la lengua de la presunta enferma,
y después de adherir aquélla al sobre, dijo:
—La felicito, niña; goza usted de cabal salud, y que sea por
muchos años. Adiosito, y gracias por el servicio que acaba
de prestarme.
Y echó la carta en el buzón, retirándose con más seriedad
que pleito perdido.
No pude contener la risa al fijarme en el alelamiento del
rostro de la joven, é inmediatamente fui con el chisme donde
mi camarada el Director de Correos.
Al día siguiente se colocó en las estafetas una esponja hume-
decida en agua de goma.
Débenme, pues, las empleadas del Correo el servicio (que
tal vez no me agradecen las muy ingratonas) de que nadie les
pedirá ya la lengua para humedecer estampillas.
II
Merceditas es una preciosa coqueta, de esas que prome-
meten, con el tiempo y las aguas, dorarle los cuernos al mis-
mo diablo.
Sin duda tiene imán para que los poetas la persigan y la
espeten á quemarropa, por lo menos, un soneto de aquellos
que parecen una puñalada en el hígado. La sonetorrea es epide-
mia que compite con la p^te bubónica, y acaso la aventaja.
Contáronme que Merceditas hasta en la sopa, en vez de
fideos, encontraba versos ramplones.
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cachivachería 417
Formaban en cierta noche su tertulia un romántico, que
se jactaba de ser por entonces el enamorado á quien ella tenía
en candelero de plata; imo de esos que se llaman decadentes,
la cual decadencia no es chicha ni limonada, y que esperaba
tumo para reemplazar al anterior en el corazón voluble de
la joven; .y un clásico, que hacía ya meses estaba borrado
en el escalafón de los pretendientes, y que concurría á la casa
sólo por divertirse con la rivalidad amatoria de sus otros dos
cofrades en Apolo.
A propósito de no sé qué tema de conversación, ocurrió-
selc á Mercedes preguntar á sus poetas:
—Si uno pudiera escoger día en que morir, ¿cuál esco-
gería usted?
El decadente, que fué el primer interrogado, creyó poner
una pica en Flandes respondiendo:
Curiosidad te aqueja muy sombría:
en muriendo en tus brazos, cualquier día.
El romántico, como para dar berrinche á su rival, alar-
deando de ser actualmente el preferido, contestó:
La víspera del día
en que de amarme dejes, vida mía.
Tocóle turno al clásico que, en puridad de verdad, habló
muy á las derechas. Clásico, desencantado, prosaico había de
ser, porque dijo... lo que dice todo hombre que no tiene flojos
los tornillos del caletre:
¿Para morirme el día que prefiero
quieres saber? El treinta de Febrero.
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SEGUNDA PARTE
CARTAS LITERARIAS
A José Antonio de Layalle.
Mi muy amado colega:
Dos gratísimas horas he pasado con la lectura de su novela,
y con toda franqueza voy á darle mi acaso desautorizada, pero
muy sincera, opinión.
En La hija del contador, el argumento carece de novedad, y
casi podría decir que es hasta manoseado. Un padre ó una madre
que, engreídos con sus pergaminos, obstaculizan el matrimonio
de un hijo, á quien la mocedad y el inherente calorcillo de
la sangre traen encalabrinado por una chica que no luce otras
dotes que las de virtud y hermosura, j>ero cuyo primer sueño
no fué arrullado en cuna dorada, son tipos que abundan en el
teatro de Lope y de Calderón. Que la muchacha vaya á pudrirse
en un claustro y el galancete á correr cortes, era cosa corriente
y hasta lógica. Un padre como su merced el Contador, es, sobre
poco mas ó menos, carácter idéntico al del Rico-home de
Alcalá. Que el mancebo llegue para impedir la profesión, minuto
y medio más tarde, es recurso de cajón en el teatro y en la
novela. Siempre trop tard^ como acontecía á los cai-abineros
de la opereta. Convengamos, pues, en que el argumento es trivial,
y en que tampoco hay episodios románticos, pues ni el escri-
bano don Estado, con su carta noticiera, deja de ser pura
prosa.
Pero esa misma trivialidad de argumento es, para mí, uno de
los grandes méritos de la obrita. No es más gordo el hilo de
que se ha servido Pedro Antonio de Alarcón para tejer su Sombre-
ro de tres picos 6 Historia de los amores de la Molinera y el Co-
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420 BIGARDO PALMA
rregidor^ la más linda novela de contemporáneo autor que ha caí-
do bajo mis lentes. Son los detalles, y no el fondo, lo que en
ella me cautiva, é idéntica impresión ha producido en mí La
Hija del Contador.
Yo he conocido la. casa de don Melchor Orozco en cada calle
de Lima, hasta 1845; he bebido agua de la tinajera; de im co-
cazo lompí el cristal del farol, remendándose la avería con
medio pliego de papel San Lorenzo; me he acercado alas jaulas
de caña, para dar alpiste y maíz molido á la cuculí^ y capulíes
silvestres al piche; á pesar de que á mujer bigotuda de lejos
se saluda, he proporcionado más de un sofocón á la vieja To-
masa, obligándola á ponerse parches de papa en las sienes,
sujetándolos con el vendón ó pañuelo de cuadros blancos y
negros: he conocido á Lucía rebozada en el paño de Lam-
bayeque: y mis primeros palotes los hice á presencia del San-
tocristo de talla que había sobre la mesa del cuarto de estudio
de don Melchor, engulléndome medio bizcochuelo que sobrara
del matinal chocolate. ¡ Cuántas veces repasé mi lección de cate-
cismo del padre Astete, sentado en una de las dos sillctitas
de paja vecinas á la ventana de la sala! ¿Qué limeño que bar-
bee, como nosotros, con medio siglo de fecha, no se sentirá
remozado, y más que eso, vuelto á los días infantiles, leyen-
do la descripción tan viva, tan animada, que la pluma de usted
nos hace de la casa y costumbres del viejo jubilado del Tri-
bunal de Cuentas? Para mí el cuadro es de exactitud fotográ-
fica: no ha dejado usted olvidado en el fondo del tintero el
menor detalle... ¡Ah!... sí... falta el fanal de la sala. Necesito
ese fanal, y poco, muy poco le costaría á usted complacerme.
De tapadillo, como se dice, aüsbé una noche la tertulia del
Regente; recuerdo los azulejos del salón; los sillones de cuero
de Córdoba tachonados de clavos de bronce; que allí el piso
no era de gastados, pero muy limpios ladrillos, como en la
casa del honrado don Melchor, sino de rica alfombra del Cuz-
co; todo, en fin, como usted con magistral ligereza lo describe.
Pero también recuerdo que en la mesa de revesino vi una bu-
jía de cera color rosa, cubierta por ima guardabrisa de cristal.
¿No la vio usted? Pues véala, amigo, véala.
Hay en el manuscrito de usted muchas páginas que me
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cachivachería 421
han quitado algunas canas. Son las que usted consagra á descri-
bir la Alameda vieja. ¡Quién la vio y quién la ve! Me parece
que fué ayer, cuando retozando por ella con otros arrapiezos de
mi edad, recogía las bolitas negras de que estaban cargados unos
árboles que, en el Norte, llaman chorolques. Hoy la Alameda
con sus estatuas y sus verjas, y su jardín y su fuente, será más
artística, pero no más poética que la Alameda de nuestra in-
fancia. Hoy es algo que hemos visto en Europa y en otros
pueblos de América; pero no es típica, no es limeña. Hoy la
Alameda no vale un pueho de cigarro. Es una Alameda con
pretensiones de civilizada, y nada más. i Quién me diera es-
paciarme por la Alameda semisalvaje de esos días^ en los jque
era aforismo doméstico lo de marido^ vino y bretaña, de Es-
paña!
Muy bien traída es por usted la anti^a costumbre de hacer
pasear tres días, por el mundo^ á las desventuradas doncellas
destinadas á sepultarse en im claustro. Ogaño no se estila eso.
Los monjíos se hacen de sopetón, y muy á Dios que te la de-
pare feliz.
En una novelita de corto aliento nos ha puesto usted de
relieve á nuestra Lima tan querida de los tiempos coloniales.
No sea usted egoísta, y haga gozar á los demás de las bellezas
con que yo acabo de engolosinarme. Publique usted su no-
vela, que es muy digna de vivir en letras de molde.
No he querido acostarme sin borronear antes, muy á la
ligera, mi juicio sobre La Hija del Contador, y felicitar á usted
por el buen desempeño literario. Con pobre argumento, ha
hecho usted un libro precioso por los detalles. Haga usted
conocer á los limeños que viven, el Lima que conocimos los
limeños de la generación que se va.
Buenas noches, my dear dearest friend.
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122 RICARDO PALMA
Alberto Navarro Viola.
(Carta A su hermano Enrique)
Sil carta del 7 de Febrero ha traído á mi corazón y á mi
memoria el recuerdo de un antiguo compromiso:— juzgar -á
Alberto Navarro Viola como poeta, siquiera sea lacónicamente,
ya que el recargo de ocupaciones no me deja tiempo para
discurrir largo y menudo, como mi cariño desearía, al ocu-
parme del merecimiento literario de un joven á quien traté
siempre con paternal cariño. Quede para otro disertar sobre
el inteligente y estudioso bibliófilo que, con criterio de admi-
rable rectitud, alcanzó, con la fundación del Anuario^ á ser
en su patria, el aniquilador de la conjuración del silencio, con-
juración que pesaba sobre los libros de los escritores noveles.
La juventud necesita de estímulos delicados y consejos sanos,
y tal fué la noble tarea que el malogrado Alberto se impusiera
y de la que usted, con plausible éxito, y no menos levantado
propósito, es continuador entusiasta.
Allá, por los años de 1876, llegó á mis manos un periódico
bonaerense, que, en sus columnas de preferencia, traía unos
versos con el título: — A mi hermana, en la primera 'página de
las Armonías de Ricardo Palma.
Aunque la confesión auricular no entra en el reino de mis
creencias, á riesgo de que los lectores argentinos me califiquen
de inmodesto, voy á espontanearme con ellos, que de seguro
han de ser para conmigo confesores de manga ancha. Y esta
confianza mía en su benevolencia, nace de la fe que tengo
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CACmVACHEBlA * 423
en el personal aprecio, de que abrumadoras pruebas me han
dado siempre los hijos de la patria de San Martín. Entremos,
pues, de lleno en el capítulo de las confidencias.
Cuando por primera vez, y al pie de los citados versos,
leí la firma de Alberto Navarro Viola, me dije:— He aquí un
niño que será, para las letras de su patria, no de los llamados,
sino de los escogidos.— Y dóime la enhorabuena por haber
acertado en mi pronóstico, yo que, en augurios de esta natu-
raleza, me he chasqueado muy á menudo.
Desde su apellido me fué simpático Alberto. En mis días
juveniles de marino, de proscrito y de viajero, había tenido
ocasión de intimar amistad, en Guayaquil, con un distinguido
abogado y hombre de letras. Habrá usted adivinado que me
refiero á su excelente tío el doctor Navarro Viola, á quien su
caballerosidad condujo á temprana muerte.
Cuando el presidente del Ecuador don Gabriel García Mo-
reno realizó, en Jambelí, la horrible matanza de los jóvenes
que contra su autoridad se rebelaron, encontró en la cartera
del caudillo fusilado un billete sin firma, que así decía:
«Compadre: Acepto, y queda amarrada la pelea; pero le
» advierto que mis gallos 5, 7 y 10 no son de á pico, sino
»de navaja.»
—;Ah!— exclamó García Moreno.— Esto sólo Navarro Viola
lo descifra
Muy pocas horas después estuvo el presidente de regreso (en
Guayaquil, y su primera medida fué ordenar la prisión del
hombre á quien, no sabemos con qué fundamento, atribuía
la paternidad del billete.
García Moreno le exigió que rebelase los nombres á que
correspondían las cifras 5, 7 y 10. Mi caballeresco amigo re-
chazó indignado la ultrajante exigencia y prefirió, á conser-
var una vida sin honra, un patíbulo honroso. Pocas horas des-
pués fué fusilado el hidalgo argentino. Quince días antes, re-
gresando yo de Nueva York, estuve por pocas horas en Gua-
yaquil y había estrechado su mano. Volvamos á Alberto.
El niño empezó á hacerse hombre, y en 1880, con una ama-
ble dedicatoria, recibí un precioso librito, edición aulográfica,
bautizado con el modesto título de Versos.
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424 , RICARDO PALMA
Aunque en esos primeros versos de Alberto abundaba la
incorrección de forma, propia del principiante, encontré en
ellos un poeta en germen. Sus rimas tenían todo el atractivo
de la adolescencia, todo el tibio perfume de la juventud que
aún no ha sido combatida por el huracán de las pasiones ni
apurado la hiél de los desengaños y del infortunio.
Desde entonces principió nuestra amistad y corresponden-
cia. Se estableció entre los dos constante cambio de ¡deas y
sentimientos, y al través de la distancia, me acostumbré á leer
en lo íntimo de su alma, como en libro abierto. Yo lo trataba
con la llaneza un tanto socarrona de los viejos cuando se
intiman con los jóvenes. Así lo alentaba en sus confidencias,
y le daba los consejos sinceros que la experiencia y el afecto
me dictaban.
Recuerdo con íntima tristeza que, en una de mis cartas,
dos años antes de su muerte, le decía, á propósito de ciertas
juveniles y legítimas aspiraciones políticas de que me hablaba:
—Calma, amigo mío; la política es manjar para gente gastada.
Viva usted todavía con la vida del espíritu, y no envenene
su alma tan temprano. No olvide usted que los jóvenes pre-
coces viven poco.— Fatídico, tristísimo augurio de mi pluma.
Yo no sé si Alberto se lanzó ó no en esa candente arena de
la política, matadora de las ilusiones y del entusiasmo, vida
en que, á la postre, se ostenta
joven la faz y anciano el corazón;
vida de prosa y materialismo, vida de ideales, absurdos casi
siempre, y en la que, como el médico que armado de escalpelo
intenta adueñarse de los misterios del organismo humano, sólo
se cosechan decepciones. En política, lo que nos imaginábamos
oro, es oropel.
Los poetas no han nacido para la política. Dios no quiso ha-
cer de ellos seres contradictorios. Son harto soñadores; y la
política es, como la tumba, la más desconsoladora de las rea-
lidades. Lamartine, el gran poeta de las melancolías y dul-
zuras, fué el más infeliz de los políticos. Los pueblos no son
el arpa de marfil que, pulsada por el bardo, produce melodías.
Quizá dirá usted, don Enrique, que se me Jia ido el santo
al cielo, y dirá bien. Esto tiene la condenada política, que al
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CACHIVACHERÍA 425
hablai* de ella, siquiera sea por incidencia, nos trabuca el seso,
y la pluma corre como corcel sin freno.
Para mí, Alberto supo fotografiar su adolescencia en un so-
neto que mereció, por entonces, crítica amarga, y que estimo
infundada. El zoilo atendió más á lo convencional de la forma
que á la espontaneidad de la expresión y á lo conceptuoso
del fondo.
Voy á darme el gusto barato de copiarlo:
¿Cuál es su gusto, su afición, Alberto?
una mujer me preguntaba un 'día,
con ese tono de interés incierto
que puede ser cariño ó cortesía.
Y yo, con mi lenguaje siempre abierto,
llano como yo soy, la respondía:—
Me gusta mucho amar, soñar despierto,
comer arroz, sentir la poesía.
Me gusta alguna vez la buetia copa
de Oporto, y más que todo la cerveza,
se entiende si es del norte de la tluropa;
Me gusta toda clase de impresiones,
me gustan el durazno y la cereza...
V usted me gusta más que los bombones.
Todos los hombres hemos sido así, de los dieciséis á los
veinte años, en esos risueños días que marcan la transición
de la existencia del muchacho á la existencia del joven cir-
cunspecto. Alberto nos retrató con magistral ligereza á todos
en ese soneto; y si algo hay en él exclusivamente suyo es ipl
último verso, por lo culto de la galantería que expresa. Quizá
no á todos los muchachos se les habría venido á la pluma
el delicado piropo.
Posteriormente me envió All>erto un pequeño poema titu-
lado Eduardo^ sobre el cual emití nada favorable juicio en
carta que dirigí al autor, y que él dio á luz en la prensa bo-
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426 RICARDO PALMA
naerense. Para mí, escribir poemas como el Edunrdo es hacer
un gasto estéril de fuerza intelectual, un derroche de senti-
miento poético, es falsear la misión del poeta en las nacientes
sociedades americanas. Quede á la Francia y á los pueblos
viejos la literatura del escándalo. Hay sociedades que, como
los hombres gastados, se ahmentan, á imitación de los mag-
nates romanos, en los días de corrupción y decadencia del
gran imperio de los Césares, con manjares cargados de es-
pecias y salsas nauseabundas. La escuela literaria de Zola no
puede ni debe aclimatarse en la América republicana. Nues-
tra manera de ser y nuestras aspiraciones son más ideales.
Decimos, como los enemigos de ía cerveza, que hartas amar-
guras hay en la vida para saborear una más. Zola nos exhibe,
en toda su desnudez repugnante, las debilidades, los errores,
las miserias, las torpezas, las abominaciones todas de socie-
dades decrépitas, cacochlmes, anémicas, por consecuencia del vi-
cio. Las sociedades americanas, á Dios gracias, distan todavía
mucho de familiarizarse con ese prosaico y execrable pande-
mónium. Aun tenemos el derecho de mirarlo todo por un
prisma poético. Por eso reprobé, en Alberto, que empleara
su claro talento en pintar escenas de pura fantasía, y para
él completamente ignoradas por extrañas al centro social en
que vivió. Afortunadamente para la gloria y renombre del poe-
ta, no reincidió en el pecado.
En el tomito que publicó en 1882 es donde el poeta se
exhibe ya con faz propia, sin amaneramiento ni timidez. Hay
entonación robusta en los tercetos, de caprichosa estructura,
con que dedica el libro:
A la memoria de mi madre santa—
jamás las peripecias del combate
que el ardimiento nubil agiganta,
te anuncien que mi espíritu se abate.
Juguete de la duda, el hombre canta
cuan.do su corazón, á cada embate,
con más viril aliento se levanta.
Pues hombre me educaste, á ti refluya.
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cachivachería 427
si triunfo, el galardón de mi energía;
i porque es la gloria de mis sueños tuya!
Yo no amo á los poetas que, olvidándose de su sexo, llenen
pusilanimidades de mujer nerviosa y asustadiza, ó vacilacio-
nes de coqueta. Yo quiero al poeta que, en los albores de la
\ida, es ante todo, hombre, y que, como Alberto, dice:
Permítame la suerte que merezca
■batirme i>or mi patria y por mi dama,
lo mismo que en la edad caballeresca.
¡A meditar de pie! Por las colinas
vagando ó ascendiendo la montaña,
pensar al mismo tiempo que caminas.
Si marchas, el progreso te acompaña;
si te detienes, quedas atrasado,
y el muerto mar tu inteligencia baña.
Poeta, y poeta trascendental como Olegario Andrade. como
Carlos Guido, como Rafael Obligado, como Ricardo Gutiérrez,
como Palacio (Almafuerte), como Lugones, como Leopoldo Díaz
y como Martín García Mérou, es, sin duda, el autor de los,
por muchos conceptos, admirables cantos á Giordano Bruno
y Dante Alighieri, que de paso sea dicho, son, en la forma,
las más cuidadas y correctas de las poesías de Alberto. jEsos
son versos! ¡Eso es poesía! ¡Así se escribe!— diría yo á mis
discípulos si tuviera competencia para catedrático de litera-
tura En esos dos cantos ha transparentado el poeta sus idea-
les políticos, sociales y religiosos. En nuestra joven América,
el poeta está obligado á ser, ante todo, el cantor de la libertad
y del derecho. Aunque pague tributo al amor y al ensueño,
aunque se pierda en las áureas nebulosidades del infinito, su
objetivo de combate ha de ser estigmatizar toda tiranía y todo
abuso. Otra poesía es dublé y piedras falsas, y no riquísima
joya del espíritu: es, como dijo un crítico, imitar en migajón
de pan los mármoles y bronces de los grandes escultores.
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428 RICARDO PALMA
A Juan Zorrilla de San Martín.
Mi querido poeta y amigo:
Fiebre epidémica hay ahora, en mi tierra, por escribir y pu-
blicar cartas políticas. Todos politiquean, así el sacristán como
el monago, y cada cual arrima el ascua á su sardina.
Yo, que ni quito ni pongo rey, ni entro ni salgo en sanhe-
drín de candidaturas, y que presencio la algarada politiquera
tranquilamente arrellanado en mi poltrona, sin inquietarme por
tirios ni troyanos, moros ni cristianos, gutibambas ni muzife-
rrenas, siéntome hoy también atacado de la influenza episto-
tolar; sólo que mientras la mayoría de escritores mis paisa-
nos esgrime la péñola sobre eleccionario asunto, á mí antó-
jaseme discurrir, y disparatar acaso, en la tranquila región
de las letras.
Manténgame Dios la devoción.
Confieso á usted ingenuamente que nada es tan satisfactorio
para mi espíritu como leer producción literaria de americano
autor, y encontrar en ella asidero para concienzudo y entu-
siasta aplauso. No soy de los que se afligen ante el espectácu-
lo de la gloria ajena, y nunca dejo de quemar mi granito de in-
ciensa á talentos que, como el de usted, saben y alcanzan á
imponerse á la admiración de los que merodeamos en el ex-
tenso, si bien con frecuencia ingrato, campo de las letras. Y
créame usted que mi americanismo se siente engreído y hasta
orgulloso, cuando encuentro en la prensa española, que emi-
nencias como Castelar, Emilia Pardo Bazán y don Juan Va-
lera coinciden conmigo en el elogio.
A Juan Montalvo, egregio prosador, gran artista de la pa-
labra, diestro en utilizar los primores de la lengua, cervan-
tesco hasta cuando abusa del arcaísmo, lo calificaba yo, há
quince años, de ser el más correcto y castizo de los escritores
de nuestro siglo. La Pardo Bazán, esa portentosa literata ma-
ravilla de su sexo, vino recientemente á robustecer mi juicio.
—Tendrá hoy España (dice la ilustre hija de Galicia) hasta
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cachivachería 429
seis escritores que igualen á Montalvo en el conocimienta y
manejo del idioma; pero ninguno que lo aventaje.— Y Caste-
lar, según la feliz expresión de un crítico distinguido, (1) se
arroja en brazos de Montalvo como si viera en él á Cervantes
resucitado.
Cuando comparo entre los historiadores contemporáneos á
Ferrer del Río, por ejemplo, historiador de Carlos IV, alam-
bicado en la frase, de un purismo amanerado, y con criterio
propenso siempre á apreciaciones inexactas, con don Bartolomé
Mitre, historiador de San Martín y de los magnos días de lu-
cha por la autonomía de un mundo, con su estilo llano y ele-
gente, con su envidiable tino para compulsar documentos sa-
cando de ellos el jugo animador de la narración, y con su
ningún apasionamiento para deducir lo que se entiende por
filosofía de la historia, siéntome como hijo de esta gran patria
americana, íntimamente satisfecho y gozoso.
Cuando leo poetas como Eduardo de la Barra, Rubén Da-
río, Guillermo Prieto, Rafael Pombo ó Rafael Obligado, poetas
con fisonomía propia, digámoslo así, se fortifica mi fe en que
el dominio del porvenir literario está reservado para nuestra
joven América. Y note usted que, estudiosamente, no nom-
bro á ningún poeta compatriota mío, para que no pueda de-
cirse que sentimientos de nacionalismo ó de personal cariño
me hacen tratar con predilección la fruta del cercado propio.
Aleccionádome han los conceptos con que mi erudito amigo
el académico don Vicente Barrantes, en la España Moderna^ ava-
lora mi entusiasmo por las que, en mis Confidencias de bohemio^
llamé admirables quintillas del malogrado vate peruano Adol-
fo García.— Quand méme, siendo sigue, para mí. García un poeta
de estro arrebatador.
El poema de usted que he leído con cordial deleite, vi^ene
á poner de nuevo sobre el tapete de la discusión el eterno
tema del americanismo en literatura. Con lengua, religión, cos-
tumbres y hasta instituciones genuinamente españolas, con ur-
dimbre que no es de nuestra propiedad exclusiva, mal po-
demos aspirai á una originalidad absoluta. Pero si por ame-
ricanismo en literatura queremos significar lo especial del co-
tí) Raíael M. Merchán.
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430 RICARDO PALMA
lorido para pintar fielmente la exuberancia vital de nuestra
naluralezi», que en poco ó en nada se asemeja á la de los
viejos pueblos europeos y asiáticos; las aspiraciones de razas
y sociedades nacientes, y las idealidades, no diré si patrióti-
cas ó patrioteras, que nuestra condición democrática encarna,
el problema queda resuelto, y á usted corresponde parte jen
la solución.
Desde este punto de visla, la Araucana de Ercilla, O Guesa
errante de Souza Andrade y Tabaré, son los poemas que, en
mi concepto, satisfacen más cumplidamente el ideal del ame-
ricanismo literario. Ercilla no escribió como español, sino como
araucano, ha dicho Rafael Merchán. Su pluma no interpretó
la arrogancia y despotismo del conquistador castellano, sino
el orgullo y virilidad, los dolores y las esperanzas de las tri-
bus conquistadas. Sintió y se expresó, como siente y se ex-
presa el vencido.
La modestia de usted no le ha permitido reconocer que,
en las páginas de Tabaré, palpitan y se respiran las auras uru-
guayas, que los árboles, rumores, alboradas y siestas que us-
ted describe, son propios de la región que habitaran el guaraní
y el charrúa,
héroes sin redención y sin historia,
sin tiunbas y sin lágrimas;
que el ave que canta, y la enredadera que trepa, y la loma
que se arropa en su neblina, y la estrella que tiembla en su luz.
tal como usted nos las presenta en versos ricos de perfume
poético y de armonía eólica, no son sino copias al natural
de accidentes, en el gran cuadro de la vida salvaje y primi-
tiva de una nacionalidad americana.
Pincel de eximio paisajista, que no galana pluma de escritor,
ha empleado usted en las descripciones. Tiene razón mi exc<e-
lenle amigo don Juan Valera cuando, al juzgar á usted como
poeta, lo califica de muy original, y sobre todo, de muy ame-
ricano, sin dejar por eso de ser muy español.
En cuanto al argumento de su libro y á Tabaré, el prota-
gonista del poema, el charrúa de ojos azules, trait d' unión en-
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cachivachería 431
tre dos razas, dice usted muj' áticamente, y dice bien: que
las historias de los poetas son á veces más historia que la
de los historiadores graves: los criterios se imponen, es cierto,
á la humanidad; pero la inspiración se impone á los criterios,
y vaya lo uno por lo otro.
No es una crítica, sino ima opinión, la que voy á expre-
sarle. Quien como usted versifica tan gallardamente; poeta para
quien la rima, asonante ó consonante, no es tirana despótica
sino vasalla humilde, ¿por qué ha escrito en un metro inva-
riable y monótono, hasta cierto punto, dada la extensión del
poema ?
No es que yo desdeñe, por completo, la forma por usted adop-
tada: lejos de eso, la aplaudo y encuentro apropiada en varios
de los cantos. Pero tiene usted en el poema escrcnas descripti-
vas que habrían ganado no poco en soltura y naturalidad, em-
pleando el octosílabo. El diálogo de los soldados, por ejemplo,
en el canto segimdo, carece de animación y ligereza enqerrado
en la cárcel majestuosa de los endecasílabos y eptasílabos. Es
probable que esta opinión mía sea desacertada (cuestión de
estética y de gusto) y por lo tanto, le repito, que no eslime mis
palabras como crítica.
Mi viejo camarada Guillermo Prielo, el infatigable decano
de los poetas de la América latina que, á los setenta años
conserva aún en el alma la frescura de sus juveniles tiempos,
ha dicho, á propósito de Tabaré, que en este poema no deben
señalarse incorrecciones ni pecados contra Horacio ni Ilermo-
silla. Los policías literarios, sea cual fuere su mérito, no son
ni los amigos ni los proceres de las letras.
Sintetizando mi juicio, que ya es tiempK) de poner remate á
esta desaliñada carta, diré á usted, con su ilustre crítico de
México, que Tabaré^ me ha encantado: porque es im poema tí-
pico, lleno de grandeza, de ternura y de verdad.
Mil cordialidades. Muy de usted amigo afectísimo.
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432 RICARDO PALMA
A Marietta de Veintemilla.
Queridísima amiga:
Me ha honrado usted con el obsequio de un ejemplar de su
libro Faginas del Ecuador^ y manifestádome deseo de conocer
mi juicio sobre su producción literaria, deseo que complacido
satisfago, no por galantería de hombre social para con la be-
lleza, sino por el entusiasta cariño que á la inteligente é ilus-
trada amiga profeso. Perdone usted, pues, que con mi habitual
llaneza exprese en esta carta las variadas impresiones que la
lectura de su libro ha despertado en mi espíritu.
Líbreme Dios de entrar en el campo de apreciaciones his-
tóricas y políticas sobre un país cuyos sucesos contemporáneos
conozco sólo en síntesis general, y no con amplitud de por-
menores. Aparta lo resbaladizo del terreno, tengo para mí que
los contemporáneos somos siempre malos juzgadores, por mu-
chos que sean los alardes de imparcialidad y buena fe que
ostentemos.
Ha escrito usted, Marietta amiga, un verdadero libro de par-
tido y de polémica. Ha hecho usted de la pasión política su
musa inspiradora, y armada de todas armas se lanza, íunazo-
na sin miedo y sin mancilla, en el ardoroso palenque, hiriendo
sin compasión á los enemigos de su causa. Yo no diré, repito,
si tiene usted ó no tiene razón; si son ó no veraces ó apasiona-
dos sus juicios sobre hombres públicos y acontecimientos re-
volucionarios de su patria. En su libro no quiero ver más
que la obra de arte, y estimarlo sólo por su lado literario, des-
deñando la urdimbre ó material sobre que ha escrito.
La aspiración natural de todo el que maneja una pluma
es la de imponerse al lector, obligándolo á que, una vez prin-
cipiada la lectura, no deje el libro de la mano y sienta avidez
por llegar al término. De mí sé decir que he devorado con
deleito las Faginas del Ecuador. El estilo de usted es claro y
elegante, y narra usted los hechos con lógica y con encanta-
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cachivachería 433
dora sobriedad, sin que la sobriedad perjudique en lo menor
á la animación del relato. ¿Por qué no decirlo también? En
lo porvenir, el libro de usted será de provechosa consulta
paiM los cultivadores de la Historia americana, lo que no quita
que, en la actualidad, revista los caracteres todos de libro apa-
sionado.
Cuando exhibe usted el retrato moral de algunos de los
personajes culminantes en su obra, paréceme estar leyendo
páginas dictadas por Tácito ó *Gervinus. La personalidad de
García Moreno, por ejemplo, personalidad universalmente dis-
cutidci, para quien sus admiradores reclaman de Roma hasta
la santidad que se reverencia en los altares, y quien es trata-
do 'por los que no lo amaron, en vida ni en muerte, como uno
de esos monstruos que envilecen á la especie humana, nué-
rcce do usted frases que, á pesar de todo, subliman al hom-
bre, así en el mal como en el bien. Para usted García Moreno
se destaca^ en la vida política del Ecuador, como una eminen-
cia asontadí» entre el fango de la hipocresía, pero bañada con
los resplandores del genio. «Mezcla absurda de Catón y de
»Calígula (dice usted), extraño ingerto de las virtudes romanas
i^con las prostituciones helénicas; amante ciego de la civiliza-
»ción en negro concubinato con la barbarie; serio, económico
»y desprendido, no manchó sus manos con los dineros de la
» nación No hay bestia más limpia ni que conserve su piel
)>más lustrosa que el tigre.»— Si el retrato que usted pinta con tan
vivo colorido es copia fiel, como á mí me parece, enorgulléz-
case de él la literata. Esas son plumadas magistrales.
Llámame también la atención en el libro de usted el que, apar-
tándose de las preocupaciones propias de su sexo, no abrigue,
en punto á creencias religiosas, la fe del carbonero, exhibién-
dose, no como creyente ciega, sino como racionalista osada.
Hoy que en Colombia, Ecuador y hasta en el Perú, hay
reacción favorable al fanatismo y adversa á la libertad de con-
ciencia, ¿se atreve usted á decir las verdades del barqupro
á los simoniacos de sacristía? ¿Aspira usted acaso á que en
su patria la excomulguen, ya que en las postrimerías del si-
glo XIX las excomuniones andan bobas? También usted, cria-
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434 RICARDO PALMA
tura ideal y vaporosa, se convierte en execradora de las aves
negi'as de Loyola, que aspiran á establecer sus cuarteles de
invierno en los pueblos de la América republicana? Decidida-
mente, Marietta, hay en, usted muy varoniles bríos, y quien
no la conozca, ni por retrato, la supondrá físicamente mujer
robusta, vieja, hombruna y hasta con pelos en la barba, y
no la joven de palidez romántica, de aire risueño siempre,
y que en la vida social tiene todas las graciosas y espirituales
delicadezas de ñifla mimada.
Escriba usted, Marietta, se lo aconsejo, que en su estilo
hay conceptuosa galanura y su fantasía es rica en imágenes apro-
piadas; pero apártese de la política militante, amiga mía, que
la política es una hoguera en la que quien no se quema, se
tuesta. No me gusta ver sus alas de mariposa gentil en vecindad
con el humo caliente de las llamas.
¡Cuánto deploro que libro tan bien hecho, tan bien escrito
como el de usted, sea libro de combate! Yo la querría á usted
más mujer y menos batalladora!
Con afecto de viejo, besa la linda mano de usted su sincero
apreciador y amigo.
A José Santos Chocauo.
Mi joven amigo:
Ha tenido usted la amabilidad de solicitar, por su atenta
carta de ayer, el juicio que á este jubilado de las letras haya
sugerido la lectura de su elegante libro AZAHARES. Pide us-
ted con tan delicadas formas, que no hallo manera de esquivar
el compromiso. Va usted, pues, á sacarme de mis cuarteles
de imierno, obligándome á limpiar el moho de la ya casi
abandonada pluma.
Literato del pasado, sin hiél ni resabios en el alma, sin
desdén por los que empiezan ni envidia por los que terminaron
conquistándose renombre, crea usted que me siento complacido
cuando encuentro motivo para encomio en las producciones
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CACHIVACHERÍA 435
de la nueva generación de escritores. No hago cuestión bata-
llona del modernismo en boga con sus ramas de parnasianos,
decadentes, simbolistas, etc., etc., por mucho que el modernis-
mo no sea ángel de mi coro. Para mí, y ya en otra oportunidad
lo he dicho, la mejor estética es la de Boileau:
Tous les genres sont bons hora le genre ennuyeux.
Lo de poner consonantes al fin de cada renglón es tarea
facilísima. Lo que tiene bemoles es poner talento.
Así, cuando leí las primeras composiciones, hijas de la fe-
cunda musa de usted, me dije:— En este alumno de Apolo
hay tela de poeta. ¿Quedará como tantos otros, que principia-
ron prometiendo opimos frutos, rezagado á mitad de camino?
El porvenir dirá.
Corriendo breves años, y há pocas tardes, leí en un perió-
dico literario, una soberbia poesía titulada El Sermón de la
Montaña, He ahí un poeta, exclamé, á media lectura, volteando
la página para conocer el nombre del inspirado autor. El
porvenir había hablado: era usted el poeta. Sin dar tregua
á la espontaneidad del aplauso, envié á usted ese día mi felici-
tación muy cordial, y como palabra de aliento á su juventud.
Tengo para mí que si se convocara un certamen ó concurso
de poetas americanos, bastaríale á usted, para alcanzar la rosa
do oro en los juegos florales, concurrir sin otro caudal poé-
tico que su Sermón de la Montaña. No lime usted esos versos,
no cambie una palabra en ellos, no agregue estrofa alguna, no
zurza ni remiende. Deje vivir tan admirable poesía tal como
brotó de su espíritu en horas de felicísima inspiración. Los
retoques artísticos, por diestro que sea el pincel y por mucho
que los colores abimden en la paleta, suelen desmejorar un
cuadro.
Y ya que he dicho á usted todo lo que de bueno sobre su
numen me retozaba en el alma decirle, ruégole me tolere lo
que de agridulce pudiera encontrar en mi opinión sobre
AZAHABES.
Los leí anoche, mejor dicho, los devoré. La musa enamo-
rada, el ideal del femenino eterno, rimas que semjejan lluvias
de flores, estrofas que despiden cascadas de luz ó que se rp-
J)ujan entre nieblas, mucho de subjetivo, de íntimo, de personal.
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43G RICARDO PALMA
y poco Ó nada que á la humanidad le interese saber. Tal e^
mi concepto sobre el librito. Desborda en él la poesía, y, ¿cómo
no? si el autor es poeta, y poeta con toda la amplitud del vo-
cablo, poeta exuberante de vida, de fuego en la fantasía, de
frescura en el sentimiento y que, en la forma, acierta casi siem-
pre con exquisiteces de expresión. Byron en Grecia, combatien-
do por el derecho y cantando á la libertad, me cautiva más
que Byron, cantor de sus pasiones íntimas, individuales. Siem-
pre que leo versos de vale enamoradizo, qué echa á. los cuatro
vientos los desdenes ó las sonrisas de una dulcinea, me digo:
—¿Y á mí qué me cuenta usted? Cuéntesela á ella. — Hasta
más arriba de la coronilla me tienen esos nenes.
Casi apostaría que si un vate de esos pregunta á su ado
rado tormento si ha soñado con sus versos amorosos, la chica
^:o vacilará en contestarle:— Claro que no, porque nunca tengo
pesadilla.
Yo sé bien, señor Chocano, que hombre que tiene por oficio
ó afición escribir versos, no puede libertarse de caer en ese
ridículo . ¡ Y bastante pecador que yo fui allá en mis moce -
dades! Por lo mismo que yo pequé, no quiero que otros pe-
quen pintando mujeres, como dijo un poeta rancio, con
barba esdrújula, boca seguidilla,
nariz romance, cara redondilla,
pecho hermoso en plural, ojos sonetos,
y, en fin, un todo de los más perfetos.
Por eso en la edad de la experiencia y del arrepentimiento,
aconsejo, en cabeza de usted, á la juventud, que no malgaste
su talento y sus horas en naderías frivolas, sino que america-
nice su estro empleándolo en más levantados ideales^ y que
revistan siquiera novedad. Huele á rancio eso de estai- siem-
pre á vueltas y tornas con los labios de coral, y los ojos de
gacela, y el cabello de ébano, y la frente de plaza de toros.
Quede todo eso para poetas chirles.
¡El amor! El amor es un poema cuyo primer verso lo escri-
bió Dios en el Paraíso con la sugestión de la serpiente. Por
millones y millones de siglos que la humanidad esté destinada
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cachivachería 437
á vivir, nadie alcanzará á formular el último verso del poema.
Alpha y Omega. Sólo á EL, que escribió el primer verso, está
reservado el verso final.
Los versos de usted en AZAHARES son muy bonitos, muy
armoniosos, muy ricos en imágenes... pero son lectura para
damiselas soñadoras y nerviosas. A mí nada me dicen que no
me tenga por muy sabido; son para mí chachara celestial,
música de organito callejero. ¿Que ama usted? Que sea muy
en hora buena, como se lo diría á cualquier prójimo qufe me
detuviera en plena calle para comunicarme la nueva de encon-
trarse chiflado por unos ojos negros, azules ó verdes, que hom-
bre enamorado no atina á diferenciar colores. ¿Que es usted
amado? Me alegro por usted, y que sea por muchos años.
¿Que se casa y apechuga con ese gran divisor que se llama
suegra? Hombre, ya eso es grave, muy grave. Sin embargo,
le repetiré lo que un mi amigo, poeta de Bogotá, dijo á otro
mi amigo, poeta de Buenos Aires, que le pedía órdenes para
Espafla;
¡Oh distinguido vate!
Si en España se cruza
con alguna bellísima andaluza,
no vaya á cometer un disparate;
mas si quieren del Hado los decretos
que con ella claudique,
cuando lo verifique,
sírvase presentarla mis respetos.
Hallará usted, mi joven amigo, mucho de prosaísmo en esta
mi manera de estimar la poesía, (no diré si espiritualmente
amatoria ó sensualmente erótica), sembrada de besos, como
los que prodiga usted en AZAHARES. Son besos al aire, y
sin consecuencias. Bese usted mucho así, mientras Dios lo man-
tenga en estado de crisálida ó soltería.
En síntesis. Prefiero en usted el poeta objetivo, trascend)en-
tal, razonador, filosófico, que se inspira en ideales que á la
humanidad toda interesan, el poeta del Sermón de la Montaña,
por ejemplo, deslumbrador, varonil, impetuoso, al poeta de
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438 RICAKDO PALMA
las veleidades y afeminamientos amorosos. Soporto á Heine y
á Becquer por la singularidad de la ironía, y porque cantan
amores que en nada se parecen á los de la comunidad de la
especie humana. No son dos plañideras, sino dos leones exacer-
bados por la pasión.
La Verdad y la quinina se parecen en que ambas son amar-
gas, pero provechosas.
Mil perdones por mi llaneza un tanto patriarcal, y créame
su admirador y amigo.
A Julio J. Sandoval.
Buenoa Aires.
Mi querido Julio: El libro que, en capillas, tuvo usted la
amabilidad de enviarme, ha producido en mi espíritu el mismo
efecto que el refrigerador rocío sobre la planta próxima á
agostarse por el calor tropical. Indescriptibles recuerdos de
tiempos ya idos, palpitan para mí en las páginas del precioso
libro, y por ello convendrá usted conmigo en que soy el juez
más desautorizado y menos competente para hablar de su mé-
rito literario, con tranquilo é imparcial criterio. Como ([ue yo
mismo tendría, en no raras ocasiones, que ser tribunal y sujeto
justiciable.
Además, el corazón no es literato, ni sabe letra de estética:
no raciocina ni discute: siente y ama...* porque sí... quand meme...
y ésta, con frecuencia caprichosa frase, es para él la razón de
las razones, ante la cual no pesan argumentos sólidos. Por eso
me declaro inhábil, hasta estúpido, para escribir sobre este
volumen el prólogo literario que, de mi buena voluntad por
complacerlo, ha solicitado usted.
Pero si está excusado el hombre de letras (y no de cambio,
por mi mal) de manejar el escalpelo de la crítica para aquilatar
bellezas que, incuestionablemente, las hay y en buena cifra,
en el libro VELADAS^ nada me impide llevar la flor del re-
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cachivachería 439
cuerdo á la tumba de las nobles amigas que, fraternizando
en ideales con la digna madre de usted, fueron el encanto
de aquellas deliciosas noches, de cordiales, de íntimas expan-
siones, gozadas en el modesto, á la vez que elegante, salón d^
la ilustre literata argentina.
i Ni cómo olvidar á Cristina Bustamante, la hada gentil de
rizos cabellos y ojos fascinadores, que tan melódicos trinos
arrancaba de su garganta de iruiseñor; á Rosa Mercedes Ri-
glos de Orbegoso, la aristocrática dama, cuya pluma nos em-
belesaba con escritos de académica corrección; á Rosa Ortiz
de Cevallos, la magistral pianista; á Victoria Domínguez, la
risueña joven, que cambió en breve su corona de azahares
por las amarillentas flores del sepulcro; á Manuelita V. de Pla-
sencia, la dulce poetisa de las sencillas frases,, corazón de án-
gel encarnado en la más simpática de las mujeres!
¡ Cómo olvidar á Adolfo García, el poeta de calderoniana en-
tonación, sobre quien tan cruelmente pesaron las desventu-
ras, ni al chispeante crítico español don Juan Martínez Viller-
gas, ni al decidor Murciélago^ ni á tantos otrosa asiduos con-
currentes á las Veladas, verdaderas lides, en que las armas
del talento y del ingenio se disputaban el lauro! Pocos queda-
mos en pie de aquella pléyade entusiasta de luchadores que
hicieron de las amenas tertulias de Juana Manuela Gorriti,
animado palenque de literarias contiendas.
Después... en el reloj del tiempo sonó la hora de los gran-
des infortunios para el Perú... y á los días de pa.sión febril
por las letras, han sucedido los de amargura y desaliento.
Triste, tristísima cosa es encanecer y vivir de recuerdos do-
lorosos, que la memoria, en los viejos, no es sino vasto cemen-
terio en el cual las lápidas son los nombres de seres que
nos fueron queridos.
Por eso, el libro que á la vista tengo melancoliza mi ánimo
con la tristeza de las tumbas, y no veo ni quiero ver en él
más que la corona de siemprevivas funerarias, que el cariño
de usted y el de Juana Manuela colocan sobre la losa de los
muertos, pero no olvidados amigos y compañeros de labor li-
teraria.
Muy cordialmente de usted afectísimo amigo.
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440 \ BIGARDO PALMA
A Rafael Altamira.
Universidad de Oviedo.
(España)
Mi buen amigo: Al fin recibí ejemplar del drama realista
y sensacional que tanto ha alborotado en la patria de usted.
¿Quiere usted conocer mi modesto juicio? Pues ahí va sin más
preámbulos, á riesgo de que me salga usted después con lo
de que al colchón le falta lana. Contentaríame con que esta mi
carta fuese para su criterio
como la hija de María Ignacia,
que, de puro fea, caía en gracia.
Me explico los arrebatos entusiastas del éxito. Don Benito
Pérez Galdós tuvo el talento y la fortuna de acertar con el
momento sociológico para el estreno de Electra. Recrudecida
con el secuestro de una joven, en un monasterio de Madrid,
la lucha contra la reacción ultramontana y contra los jesuí-
tas, el drama tenía que producir el efecto de una granada
de lydita que hace explosión.
Juicios diversos sobre el merecimiento literario de Electra
habían llegado hasta mí antes de la lectura. Para unos, sin
desconocer lo correcto é intencionado del diálogo, que pluma
de maestro es la que entinta Galdós, resultan largos, pesados
y hasta soporíferos los dos primeros actos. Para otros, huelga
en el drama un i>ersonaje, Cuestas, que reclama su partija
de paternidad en la joven, que no extrema oposición al monjío,
siquiera para contrastar con la tenaz insistencia y mojigate-
ría do Pantoja, y, que por fin, exclama:— Ahí queda eso.—Y
hace la morisqueta del camero muriéndose rei>entinamente,
previo testamento en el que deja á la chica por heredek-a de sus
bienes. Para no pocos, la Electra de los dos primeros actos es
una muchacha más ó menos extravagante, con vistas al his-
terismo, pues ya en el tercer acto, es decir, en horas, cambia
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CACHIVACHERÍA 441
por completo la niña traviesa y, en el laboratorio de Máximo,
exhala multo adore di femúia que dicen los italianos. Yo no
entro ni salgo en estas ni otras críticas. Para mí el gran lunar
de Electra está en el desenlace, que estimo de lo más absurdo
é ilógico que á un escritor de probado talento pudo ocurrírsele.
Yo creía, antes de leer Electra^ ser, en literatura, como un co-
ronel de mi tierra á quien le preguntó una buena moza, dis-
cípula de piano de mi contemporáneo y camarada el maestro
Cadenas, si le gustaba la música, y él la contestó:— 'Señorita,
toque usted sin recelo, que un veterano como yo no se asusta
de nada.— Pues, amigo Altamira, la última escena del drama
me hizo dar diente con diente de puro susto. La verdad es
que me pilló el parto sin alhucema, que es como decir á usted
que no estaba en mis libros ni sospechaba posible ese desenla-
ce. No cabe en mí dudar de que faltóle esfuerzo al autor para
crear un desenlace que cupiese en la esftera de la vida social,
de lo humano, de la actualidad, de lo posible, y recurrió á
lo sobrenatural, al milagro, á la aparición de una ánima ben-
dita del Purgatorio. Quizá se dijo el señor Galdós:
Si algunas veces dormitaba Homero,
¿por qué yo no he de echar un sueño enlero?
Pasaron, y sin duda para nunca volver, los tiempos en que
venían espíritus del otro mundo á arreglar en éste asuntillos
que dejaran pendientes al emprender el viaj.e! eterno. Al ver
la última escena, eché de menos la fórmula de cajón ó de ru-
tina que usaron, en clías ya remotos, nuestras abuelas, para
hacer charlar hasta por los cotíos á las penas 6 difuntos impalpa-
bles que diz que se les aparecían á media noche:— Anima ben-
dita, en nombre de Dios te ruego que me digas lo que se
te ha perdido en mi casa.— Después de tal súplica, el espíritu
del otro mundo no se hacía el remolón, y se espontaneaba
y desembuchaba el entripado.
El ánima de la madre de Electra (la cual madre fué so-
bre la tierra una madamita gran devota de Venus, y hembra de
mucho cascabel y mucho escándalo) para sacar á su hija de
atrenzos (y al autor también) emprende viaje desde el otro ba-
iTío, no en tortuga-coche, sino en tren rápido, se le aparece
á la jovenzuela y la dice:— Déjate de pensar en monjío, y no
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442 KICARDO PALMA
seas Cándida, niflita. Puedes sin escrúpulo casarte con Máximo,
que no es tu hermano, ni por la sábana de arriba, ni por
la sábana de abajo. Yo te lo aseguro, y súfkit.—Elecira. se
echa entonces en brazos del novio; exclama éste, por vía de
mor 2ile]Si :— Besurrexit ; cae el telón,., y á multiplicar se ha dicho.
¿Puede ser bello un desenlace tan rebuscado, tan exótico,
tan inverosímil, tan falso, en los días que vivimos? ¡Ahí ¡Pa-
dre y maestro Boileau! ¿por qué cuando Galdós escribía esa
escena, tu espíritu no murmuró á su oído aquel tu precepto
inmortal: — Bien n'est beau que le vraie?
(,A qué buscar belleza en la mentira,
si en campo de verdad crece espontánea?
ha escrito un i>oeta catalán, amigóte de usted y también mío,
Melchor de Palau, como si hubiera presentido á Eleclra.
Y no se arguya que el recurso empleado por Galdós 'que
debe de tener aficiones espiritistas) lo ha usado, entre otras
eminencias de las letras, el gran Shakes¡>eare ; y que el inol-
vidable Zorrilla llevó también á la escena la sombra de doña
Inés, en su Don Juan Tenorio; mas tuvo el buen sentido de
bautizar su drama con el calificativo de drama fantástico, y
bien se sabe que en el terreno de la fantasía y dfc la leyenda
rancia, caben los milagros y todas las ánimas benditas del Pur-
gatorio, y hasta las del Limbo. Pero exhibirlas en el drama
social, íntimo, contemporáneo, en que campean tipos, costum-
bres y hasta personas que nos son más conocidas y familia-
res que el agujero de la oreja... vamos, eso es, en un hombne
de reconocido ingenio, aberración que no alcanzo á explicarme.
Si Electro^ <;omo ideal del autor, es un arma de combate
contra los abusivos avances de la clerecía jesuítica, contra el
fanatismo y contra la superstición, mal se comprende que, como
regalado manjar contra la última, se le ofrezca al espectador
una supersticiosa aparición. Las apariciones, como los milagros,
en el siglo xx, están mandadas recoger por la policía.
Francamente, amigo don Rafael, y sintetizando mi opinión,
concluyo diciendo á usled que Electra me ha parecido poquita
cosa para el exitazo que ha alcanzado.
Sabe usted que soy muy suyo admirador y amigo que le
besa la mano.
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CACHIVACHERÍA 443
A Julio Hernández.
Aunque no está el alcocer para zamponas ni la madena
para hacer cucharas, pues todas las potencias de mi alma se
hallan absor.idas por la descifración y comentario de rancio
manuscrito, de carácter histórico y literario, no debo, á fuer
de cortés, dejar sin respuesta, siquiera sea ella rapidísima,
la fina esquela que usted me dirige en El País del sábado úl-
timo.
Empezaré por el principio, y el principio es dejar establecida
la significación y origen de la palabra levantisco.
De saber nuevas
non vos enredes,
que hacerse han viejas
y las sabredes.
Entiendo que en las guerras sustentadas por Carlos I de
España, fueron enrolados, así en los tercios militares como en
la flota, muchos naturales de Levante, ó sea de los pueblos
que caen á la parte oriental del Mediterráneo. Eran esos hom-
bres refractarios á la rigidez de la disciplina en (¡uarteles y
naos, y, por ende, promovían no pocas turbulencias, haciéndose
merecedores de rigurosos castigos. Vino de aquí el bautizar
á los levantinos con el mote de levantiscos^ y i>or generalización
se llamó y^ llama levantisco al sujeto de ánimo alborotador,
quisquilloso y tumultuario.
Levantinos venidos á América, en el primer siglo del descu-
brimiento y conquista, apenas si los hubo; pero lo que es levan-
tiscos, amotinadores de buena y legítima cepa española, vaya
si abundaron. Que los descendientes de ellos, en América, seamos
también por excelencia levantiscos, cualidades (y no del caso de-
cir si buena ó mala) que traemos en la masa de la sangre. Si
bien se hace la cuenta, los peruanos por ejemplo, resultaríamos
á motín por barba. Siempre estamos listos para el barullo. Des-
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444 BIGARDO PALMA
prevenidos nos cogerá un terremoto; pero un bochinche... ¡cuán-
do! Siempre nos encuentra apercibidos.
Y basta. No diga usted que busco pan de trastrigo.
Para hacer pendant con él relato que usted reproduce del
levantisco de Belmonte Bermúdez, vea lo que de otros dos le-
vantiscos refiere un historiador:— «Cuéntase del segundo virrey
del Perú, don Antonio de Mendoza, marqués de Mondéjar, que
í gobernó desde Septiembre de 1551 hasta Julio de 1552 en que
> falleció, que habiendo un capitán acusado á dos españoles
^de levantiscos^ por vivir entre indios, alimentándose de la caza y
elaborando pólvora, dijo el virrey:— Esos delitos merecen más
í bien gratificación que castigo ; porque vivir dos españoles entre
'indios y hacer i>ólvora para comer de lo que con sus arcabuces
matan, no sé qué delito sea, sino mucha virtud y ejemplo dig-
no de imitarse. Id con Dios, y que nadie me venga otro día
con semejantes chismes, que no gusto de oirlos.»
Ya ve usted, mi don Julio, que si en 1605 un levantisco pagó
con la pelleja el pecado de elaborar pólvora, viviendo entre
indios, ese mismo i>ecado, medio siglo antes, había merecido
loa de un virrey, y hasta absolución plenaria.
Y no va más adelante todo lo que sobre levantiscos de antaño
he alcanzado á saber; que, en cuanto á los de hogaño, tela, y
no escasa, tendría en que ocupar las tijeras. Pero yo, de mío
soy ya pacífico, tengo la pólvora mojada y no quiero camorra
ni con mi vecino el campanero de San Pedro, que bastante
me mortifica en ocasiones.
Perdone usted la cortedad, y créame su atento servidor que
le besa la mano.
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CACHIVACHERÍA 445
A Pastor S. Obligado .
Biie?ios Aires.
Yíi ha llovido, y recio, mi querido don Pastor, desde la
época en que amigablemente departíamos en Lima, y en que yo
barruntaba en usted algo así como tendencia á dejarse soli-
viantai' por el demonio de la Tradición, demonio que ya de mí
se había adueñado, y que me hacía dar ripio á la mano, bo-
rroneando cuartillas de papel.
Eso de comer pan de trastrigo, ó de meterse uno donde
no lo llaman ni han menester, por sólo el gusto de averiguar
vidas y cosas de difuntos, es vicio á que todos los humanos
pagamos obligado tributo y del que, por más enaltecer su ape-
llido, se ha hecho usted reo convicto y confeso, dando á la
estampa los tres volúmenes de Tradiciones que, al alcance de
mis ojos, tengo hoy sobre mi mesa de trabajo.
Aunque en materia de bella literatura me he llamado al
goce de jubilación, y en esto de tradicionar (páseme el verbo
soy ya como el herrero aquel á quien machacando se le olvidó
el oficio, los libros de usted han conseguido que se me suba
San Telmo á la gavia y, como no soy río, atrás me vuelvo en
mi propósito de cesantía, y ahí va, como dice la leyenda del
caballo de copas, ésta mi carta, quje, á guisa de prólogo, estimare
á usted publique cuando le venga en gana echar á correr corles
un cuarto tomo, que de buena tinta sé está usted condimentando
y puliendo. Por lo menos, así ha teniílo la amable indiscreción
de noticiármelo mi buen camarada el doctor Ángel Justiniano
Carranza.
Cuenta el entretenido Padre Isla, de un loco más flaco y es-
piritado que el espíritu de la golosina, que andaba por las calles
de Sevilla, gritando :
—«La persona que quiera saber cómo se cala un melón,
acuda por la respuesta al tío Antón.»
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440 RICARDO PALMA
Rodeábanlo los curiosos, hacíanle la pregunta, y el loco con-
testaba:
—«¿Conque se empeñan ustedes, señores míos, en saber cómo
se cala un melón?... Pues un melón se cala... (y esto lo decía con
énfasis de magister) sabiendo rezar el Credo».
Háme venido- á los puntos de la pluma el cuento del gracioso
fraile, como pretexto para consignar en esta carta todo lo que
sé y pienso, que es y debe ser el género literario, deí modernísima
aclimatación en la literatura castellana, bautizado con el nombre
de Tradición, género que es romance y que no es romance, que
es historia y que no es historia. Y seguir apuntando lo que es
y lo que no es la Tradición, sería el cuento de la buena pipa ó
de nunca acabar.
Como usted, amigo Pastor, es de los que le sacan púa al
trompo y saben rezar el Credo... según me lo comprueban
sus tres notabilísimos volúmenes, resultando por ellos un buen
calador de melones, va á permitirme hablarle de mis remi-
niscencias que con la Tradición tienen concomitancia; y si de
esas mis reminiscencias no sacare usted jugo, diga caritativa-
mente de mí lo que reza un refrán sobre un tal Diego Moreno,
que habló largo y menudo, y que nada dijo de malo ni de
bueno.
Allá en los remotos días de mi juventud, há más de un
tercio de siglo, ocurrióme pensar que era hasta obra de pa-
triotismo popularizar los recuerdos del pasado, y que tal fruto
no podía obtenerse empleando el estilo severo del historiador,
estilo que hace bostezar á los indoctos. Yo era, por entonces,
socio activo de la muy antigua y acreditada casa de Ocio, Bausa
y Compañía; y esta circunstancia abonará ante usted el em-
peño con que consagré la poca ó mucha actividad de mi cere-
bro á discurrir sobre el tema. Verdad que ello no era merito-
rio para aficionado á las letras, á quien, por esos días, venía
el tiempo más holgado que los calzones del cura de Puquina,
que medían tres varas de. pretina. El pueblo es como los niños,
que tragan, y hasta con deleite, la pildora plateada.
Recordé que, en la infancia, los granujillas y mocosuelas
de mi casa y de la vecindad, nos agrupábamos, en las noches
de clarísima luna, en torno de alguna vieja, gran cuentista,
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cachivachería 447
cuentera ó contadora de cuentos, (que de los tres modos sabíamos
decirlo, sin cuidamos del Diccionario,) y se nos pasaban las
horas muertas oyéndola narrar consejas que, si ahora las cali-
ficamos de ñoñerías sin entripado, á la chiquillería parecie-
ron verdades como el puño, y con más intención que un toro
bravo. Sonaban en un reloj de cuco las diez de la noche, y
los muchachos distábamos mucho de p)estañear embelesados
con cuentos que, aunque la anciana nos los relatara por centé-
sima vez, para nosotros revestían siempre el hechizo de lo
nuevo. La infancia es de suyo desmemoriada, y la vieja sabía
rezar el Credo.
— jA dormir, niños!— gritaban impacientes las madres que
en nuestras repúblicas americanas han sido, son y serán siem-
pre muy madrazas; y la muchachería se insurreccionaba y
había lo de:
—í Ahora á la cama te vas.
—Si me cuentan otro cuento.
—Pero, hijo, si ya van ciento...
— jUnito más!»
Y no había vuelta de hoja. Como la paloma en los árboles
de fuego, venía el unito más.
¿Y qué es el pueblo? El pueblo no es más que una colecli-
vidad de niños grandullones.
Resultado de mis lucubraciones sobre la mejor manera de
popularizar los sucesos históricos, fué la convicción íntima de
que, más que al hecho mismo, debía el escritor dar importancia
á la forma, que ésta es el Credo del tío Antón. La forma ha
de ser ligera y regocijada como unas castañuelas, y cuando
un relato le sepa á poco al lector, se habrá conseguido avivar
su curiosidad, obligándolo á buscar en concienzudos libros de
Historia lo poco ó mucho que anhele conocer, como comple-
mentario de la dedada de miel que, con una narración rápida y
más ó menos humorística, le diéramos á saborear. El estilo
severo en una tradición, cuadraría como magnificat en maitüíes;
es decir, que no vendría á pelo.
Tal fué el origen de mis Tradiciones, y bien haya la hora
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448 BIGARDO PALMA
en que, impulsado por un sentimiento de americanismo, me
eché á discurrir sobre la forma, entre artística y palabrera,
que á aquéllas convenía. Bien haya, repito, la hora en que
me vino en mientes el platear pildoras, y dárselas á tragar
al pueblo, sin andarme en chupaderitos ni con escriipulos de
monja boba. Algo, y aun algos, de mentira, y tal cual dosis
de verdad, por infinitesimal ú homeopática que ella sea, muchí-
simo de esmero y pulimento en el lenguaje, y cata la receta
para escribir Tradiciones. Tengo conciencia de que lío he pro-
pinado veneno, sino pócima saludable para ilustración y en-
tretenimiento del pueblo, amén de que es emin-entemente su-
gestiva la índole literaria de esa clase de escritos.
¿No opina usted como yo, doctor Obligado? Pues dos cuar-
tos voy á mi gallo.
Y de que no estuve del todo desacertado en predicar, como
predicando sigo, que eso y no más es la Tradición, y que su
atractivo y poder de sugestión sobre el alma están más en
la forma que en el fondo, dame prueba palmaria la circuns-
tancia de que ese género literario, por mí puesto á la moda
há más de treinta años, encontró devotos en todas las Repú-
blicas americanas, y devotos que, como usted, cultivan la Tra-
dición con espiritual humorismo y no escasa corrección en
la frase. El suceso aislado, por interesante y singular que sea,
se parece á una joven bonita vestida de trapillo. La belleza
cobra realce y valimiento con traje de seda ó terciopelo. Has-
ta la fea, (aunque, entre las cuatro paredes de su cuarto, lo sea
más que una excomunión) da gatazo cuando se exhibe vestida
con arte.
Sucedo que muchas veces el lector encuentra frivola y san-
dia una Tradición. Para mí la frivolidad ó tontería, no está
en el asunto mismo, sino en que al Iradicionista le faltaron in-
genio y arte para dar interés á su relato; mejor dicho, se ol-
vidó de rezar el consabido Credo. Es el caso de la fea mal aci-
calada y que, por su desgreño, le da un susto mayúsculo al
mismo miedo. Quien consagra sus ratos á borronear Tradicio-
nes, debe tener lo que se llama la gracia del barbero, gracia
que estriba en sacar patilla de donde no hay pelo.
Un escritor meritísimo, compatriota de usted, don Joaquín
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CACmVAOHERU 449
V. González, muy señor mío y mi dueño, ha dicho que la
Tradición es la Historia de los pueblos que no tienen Historia, La
frase es bonita, y nueva. Aquí sea mi hora, si no es verdad
que, cuando leí ese concepto, me sentí como sin faja de om-
bligo, que dice el refrán, y por mucho que en el terreno d^^
mi consideración literaria tenga al señor González bajo toldo
y sobre peana, como reza otro refrán, no quiero que se me
moje la pólvora, sin decir al muy galano escritor argentino,
que su aforismo no tiene para mí valor de tal. Siempre he
reconocido que la Tradición puede ser una de las fuentes au-
xiliares de la Historia, pero se me atraganta lo de que ella
alcance á ser la Historia misma. Cuatro siglos cuenta ya la
América de vida civilizada, y su Historia está muy lejos de
basarse en Tradiciones. El historiador tiene en mucho los do-
cumentos, y en poco ó nada los decires del pueblo. Hasta
para la Historia de los tiempos precolombinos, á falta de es-
critura cuneiforme, de geroglíficos como los de los códices
maya y mexicano, y de los quipus peruanos, están los monu-
mentos de piedra, convidando al investigador á severo estu-
dio sobre la vida y civilización de pueblos, cuyo origen sigue
envuelto en la noche del misterio. Para el que sepa ó alcance
á leer en la piedra como en un documento, no es la Tradición
la que le habrá servido de gran cosa para reconstruir la His-
toria.
Usted dirá acaso que al hilvanar esta carta he llevado le-
chuzas á Atenas, ó aguas al mar, hablándole de teorías que
usted se tiene por sabidas, y tanto, que las ha llevado á la
práctica, como lo prueban sus interesantes libros; y lo mismo
dirá mi bondadoso y viejo amigo Isidoro De María, autor de
las Tradiciones Uruguayas^ en las que la llaneza del estilo y lo
conceptuoso de la frase, armonizan sin esfuerzo. Pero, amigo
mío, nunca por mucho llover fué mal año, y no es dar puñalada
en el cielo ó pretender realizar lo imposible, el insistir eli la
repetición de lo mismo que, "hasta en lono serio, he predicado
cuantas veces me he visto en el compromiso de subir al pul-
pito, para expresar mis ideas sobre lo que, á mi modesto juicio,
es ó debe ser la Tradición.
29
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45() RICARDO PALMA
Repito que esta mi opinión hiunildísínia no es lección de
catedrático, y es usted mu}^ dueño de no acatarla.
—Baila usted como la misma Terpsícore, dijo en un salón
un galancete almibarado á una preciosa niña, la que le con-
testó:—No, señor, yo bailo como me da la gana y sin imitar á
nadie, y menos á esa señora Terpsícore, á la que ni en misa
he conocido.
Y basta de parlerías, y que Dios siga dando á usted, como
hasta aquí, buena mano derecha. Adelante, mi querido doc-
tor Obligado. No desmaye usted en la labor, y que venga pron-
to su cuarto volumen de Tradiciones á proporcionar horas
de delicioso solaz á este su apreciador sincero y amigo afec-
tísimo.
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i?«?íí^íi:'ííJ«J$2$ñ^.^2^{;?íi^í?^B^
PARTE TERCERA
PARRAFADAS DE CRITICA
Dos libros de versos.
Confieso que, con los años y el estudio, he llegado á con-
vencerme de que es muy fácil criticar y muy difícil produ-
cir; y de esta íntima convicción mía nace que, al juzgar obras
literarias, esté siempre mi espíritu más dispuesto á la bene-
volencia que á la censura amarga. Cómoda tarea es la de
buscar sólo los defectos, haciendo gala de delicadeza de gusto.
Líbreme el cielo de sentar plaza de intransigente zoilo. Ni
en literatura ni en política, soy de los que dicen que de cada
mil almas una va con Dios y las demás con el diablo.
En países como el nuestro, donde la literatura no es una ca-
rrera, y en donde ni siquiera encuentra estímulos dignos quien
consagra sus ocios al cultivo de las letras, creo que, los que,
por justos ó verenjustos, hemos alcanzado á crearnos una mo-
desta fama, llenamos deber de patriotismo alentando con una
palabra de aplauso á los jóvenes que, con destellos de talento
y sobra de entusiasmo, acometen la ardua empresa de dar á
la estampa sus producciones. Y tanto es asíj que prefiero ca-
llar cuando no encuentro en un libro pretexto para el elo-
gio. No escribió, ciertamente, para mí el gran Víctor Hugo
estas palabras:
—La boca de un poeta, encomiando á otro poeta, es un
vaso de hiél azucarada.
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452 RICAKDO PALMA
Anles, pues, que desalentar á la juventud estudiosa con crí-
ticas virulentas que, á Dios gracias, ajeno soy á mezquindades
y pasioncillas, consiento en aceptar este reproche que alguna
vez se me ha dirigido:— Que Dios me echó al mundo para
halagai* vanidades.
Afortunadamente no se hallan en este caso los dos libritos
do versos, sobre los que el director del Correo del Perú me ha
impuesto hoy el compromiso de emitir ligero juicio. Los auto-
res me son desconocidos.
Poniendo punto al introito^ un si es no es personal, pasemos
á ocuparnos del prójimo en Cristo y hermano en Apolo.
Que en don José María Chaves, autor de las Melodías relir
giosaSy hay dotes de poeta lírico, no es para mí cuestión. En
efecto, poeta es el que escribe versos como los siguientes:
jAy! en el vicio estéril
el corazón del hombre se marchita,
sin savia que lo aliente,
cual un árbol mordido de serpiente.
Y el manzano agostado,
¿qué fruto puede dar? Y si su dueño
lo abandona al olvido,
¿podrá ostentarse fresco y florecido?
Vése, sin gran esfuerzo, que el autor ha leído, y con pro-
vecho, al divino Herrera, á Rioja y Luis de León, pues ha
acertada á imitarlos en giros y locuciones. No desdeñe el jo-
ven poeta tan excelentes maestros que, andando los tiempos,
ellos lo conducirán á figurar en el moderno Parnaso ame-
ricano.
En la silva, principalmente, hallo felices reminiscencias de
esos ilustres ingenios que tanto esplendor dieron á las letras
castellanas. Véase la pintura que del poeta hace el señor Cha-
ves, pintura llena dé vigor en la expresión y de lozanía en las
imágenes.
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cachivachería 453
Corazón con latidos de armenia,
alma de amor que nunca á odiar aprende,
relámpago divino
que sólo en Dios y para el bien se enciende,
acaso cual la tímida violeta,
desde un retiro le convida al mundo
su delicioso aroma,
y aunque sufra cual Job, su mismo llanto
es un himno, un perfume, un riego santo.
Sucesor de Moisés y de Isaías,
su función es un gran pontificado;
y cuando imperios grandes han caído
y reyes yacen en profimdo olvido,
suá santas armonías, '
al través de los siglos, aun deleitan
á miles de millones
de entusiastas y nobles corazones.
Una de las buenas cualidades del vate á quien juzgamos,
es la sinceridad de creencia que respiran sus versos. En él, el
sentimiento religioso se halla muy lejos de ser amanerado ó
fruto convencional ó de cálculo. Sin penetrar en las nebulosas
regiones de la filosofía, el señor Chaves siente y se ¡expresa
con claridad, y por mucho que el espíritu del siglo sea un
tanto volteriano y descreído, nuestro poeta se encastilla en
la fe de sus padres, en los recuerdos de la infancia y en la
severidad de los buenos ejemplos que, como semilla bendita,
han fructificado en su alma.
En cuanto á la forma, mucho habría donde hincar el dien-
te. Abundancia de ripios; abuso de adjetivos y sinónimos; ver-
sos que pecan mortalmente contra las leyes de la armonía,
y... pero el poeta confiesa, hasta cierto punto, su pecado, cuando
dice:— t Yo no soy hijo del arte: yo soy. como la fuentecilla
»de la pradera, que á veces se seca, y otras veces rompe' su
» cauce y se dilata hasta el pie de los árboles que acompañan
»sus quejas con su susurro.»
Quien así se conoce y así se expresa, quien así es mo-
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-154 RICARDO PALMA
desto, se halla en camino de adelantar mucho y de escribir,
en breve, algo menos desaliñado que las Melodiaft religwsas.
Ego Polibio es la firma bajo la cual se esconde un poeta
que acaba de coleccionar cien picarescos sonetos, á los que
llama Zanahorias y Remolachas, El librito es una panacea con-
tra la tristeza, y como tal lo recomendamos á los caracteres
melancólicos. Sonetos tiene, como el titulado Zamamtea. que
convidan á echar ima cana al aire.
La idea que constituye el fondo, el jugo diremos mejor,
de las zanahorias y remolachas, es en sí trivialísima ó mano
seada; pero lo magistral de la ejecución, la reviste de mérito
y novedad. Las incorrecciones, y complacémosnos en recono-
cer que no son muchas, no valen la pena de tomarse en cuenta.
Ensáñense en ellas los alguaciles del Diccionario, que no otra
cosa son los critiquizantes que andan á la pesca de) casticismo
palabrero.
Lo que más cautiva en los versos de Ego Potíbio es la ri-
queza de rima. Parece, á primera vista, que el poeta se hubiera
propuesto escribir con pies forzados, y sacrificar la idea á la
robustez y gracia del consonante; i>ero esta presunción queda
destruida ante la soltura y facilidad de los versos. Esas rimas
difíciles han brotado, i>or entre los puntos de la pluma, con
la naturalidad del arroyo.
Pero no todos los sonetos son legumbres de la huerta; no
todos son chiste y travesura. Dos hay que no son zanahorias
ni remolachas. El uno es flor perfumada del ramillete de ima
dama, y el otro espinoso cardo. Gran intención filosófica, aun-
que ligeramente amarga, hay en ellos, y verdadero aroma
poético. Me refiero al titulado .4 una bella y al que voy á darme
el gusto barato de copiar:
A VS INGRATO
Triste llegaste de la culta Europa,
sin un rasgo siquiera de cultura,
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CACHIVACHEBIA 455
ú mendigar humilde la basura,
<lc mi tierra feraz, en baja tropa.
Sin un realillo de vellón, sin ropa,
con la grasicnta faja en la cintura,
conservando tu estólida gordura
con la olla podrida y mala sopa.
Pronto vestiste como Adán decente;
que cariñoso, liberal, clemente,
de la escoria te alzó noble peruano.
Olvidaste tu ayer, nada halagable,
¡y muerdes hoy, imbécil miserable,
la bella, fiel y generosa mano!
Kn conclusión : Ego Polihio no ha nacido para poeta lacrimoso.
No es romántica lira de cuerdas de oro la que él maneja, sino
alegre, encintada castañuela y bullicioso tamboril. Hartas lá-
grimas hay sobre la tierra y escasísimas risas (se ha dicho),
y por eso aspira á prolongar las fiestas carnavalescas tomando
la vida por su lado risueño. Que las decepciones no envenenen
un día su espíritu, aleje Dios de sus labios la hiél del sarcasmo
y, los que amamos los versos graciosos y ligeros, nos prome-
temos que la juguetona musa de Ego Polibio nos regalará con
producciones más limadas y de mayor aliento que las Zanaho-
rias y Remolachas.
Algo sobre una ley de Instrnceión.
En ningún ramo se ha hecho sentir tanto la instabilidad
de nuestra manera de ser, social y i>olítica, como en el ramo
de Instrucción pública. Nuestros presupuestos consignan ingen-
tes sumas para el sostenimiento de infinitas escuelas: y la ver-
dad es que nos damos el lujo de gastar en la enseñanza, sin
haber cuidado antes de crear maestros que enseñen. A la falta
de pedagogos instruidos hay que añadir un pecado capital,
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456 RICARDO PALMA
fruto exclusivo de la condición atrasada de nuestros pueblos
del interior. No sólo no hay maestros, sino que tampoco hay
alumnos. El indígena raciocina que, para cultivar una fanegada
de terreno y aumentar su rebaño de cabras, no ha tenido necesi-
dad de saber leer y escribir, que su hijo debe seguir su ejem-
plo, y que más provecho saca éste ayudándolo en sus labores
agrícolas, que pasándose las horas muertas deletreando el si-
labario y haciendo palotes. Así las escuelas están desiertas, y
la autoridad es imp)otente para compeler á los padres de fa-
milia
Por otro lado, se ha reglamentado tanto, en materia de ins-
trucción, que ya no hay cómo entenderse. Cada Ministro del
ramo, por hacer que hacemos, sin gran meditación ni estudio,
ha implantado un sistema, que luego el sucesor ha reemplazado
con otro. Y de esta volubilidad ha resultado un pan como unas
hostias, y así anda la instrucción universitaria más revuelta
que costura de beata y
más torcida que una ley
cuando no quieren que sirva,
como dijo el regocijado poeta limeño Juan de Caviedes.
La manía de imitar irreflexiblemente lo que se hace en
otros países, ha hecho que se trate de implantar, entre nosotros,
el sistema universitario de Francia; olvidando que la prudencia
aconseja dar tiempo al tiempo, y aguardar á que se reúnan
ciertas condiciones y circunstancias que hagan provechoso, en
Lima, lo que aún es discutible si es bueno en París.
Do todos estos puntos y de otros más que nos dejamos
en el tintero por no ser difusos, se ocupa el interesantísimo
libro que bajo el seudónimo T. L. S. acaba de publicar uno de
nuestros más distinguidos y correctos escritores. (1) En Algo
para una ley de instrucción, vemos más que un libro de doctrina
una obra de polémica. El autor, con envidiable ligereza y con
un estilo lleno de atractivo combate el actual sistema universi-
tario, y sus argumentos, en muchos casos, como cuando aboga
por la conveniencia de restablecer el internado, son incontes-
tables
Al hablar de la llamada Escuela de Artes y "Oficios, cuya
(t) El doctor don Manuel Santos Pasapera, catedrático en la Universidad de Lima.
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cachivachería 457
actual organizacióu combate, entra el autor en importantísi-
mas consideraciones sobre la gran cuestión que 'hoy trae con-
vulsionada á la Europa.-— «Hay en la Internacional (dice) un
>hecho que no debe despreciarse: la miseria de los obr/e'ros,
»que quieren trabajar para vivir y que no tienen trabajo, y la
»de los que trabajan sin un provecho proporcionado. De ese
•hecho han abusado los ateos, socialistas y comunistas, y los
«demagogos que nada respetan, siempre que se les franqufce
»el camino hacia el poder. No somos partidarios de la Inter-
«nacional; porque, para nosotros, la Biblia es el único código
•completo de moral y de derecho: el culto, necesidad indivi-
»dual y social: la herencia, la salvaguardia de la familia; y
•sin impuestos, sin fuerza pública, sin gobierno, sin religión,
>es imposible la sociedad. Pero la Internacional descansa en
•un hecho, en el que hay, cuando no un fondo de justicia,
• una loable aspiración.»
Perdone el ilustrado señor T. L. S. que no estemos de
acuerdo con su opinión. Creemos que no hay aspiración loable
si, ante todo, no está basada en la justicia. Convenimos en
que el obrero tiene derecho al trabajo; pero no aceptamos
que, para hacer práctico este derecho, le sea, no diremos lí-
cito, sino excusable, recurrir á la violencia y al desquicia-
miento social. Para nosotros, ese desnivel funestísimo en la
cuestión capital del trabajo, no es más que, valiéndonos de
una frase del mismo señor S. una desiguadad racional é inevitable.
y no la obra de la injusticia humana.
Incidentalmente consagra el señor T. L. S. algunos capítu-
los de su libro á la música, la pintura, el teatro, la biblioteca
y museo, y, francamente hablando, son estos capítulos los que
más han llamado nuestra atención. Cada uno de ellos forma
un excelente cuadro de crítica social y administrativa, donde
campean el aticismo literario y el espíritu filosófico y de ob-
servación concienzuda, que tan estimables hacen las produc-
ciones de nuestro modesto amigo.
Completa el libro del señor T. L. S. un proyecto de ley de
instrucción que, en el fondo, es la síntesis de las ideas que for-
man el cuerpo de la obra. Extraños á la carrera del profesora-
do, reconocemos nuestra incompetencia para juzgar este tra-
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i58 líIC AKDO PALMA
bajo; pero sería de desear que, hallándose hoy reunido el Con-
greso, fuese tomado en consideración el indicado proyecto. Hon-
ra, y grande, será para los legisladores de 1874, dictar una
ley de instrucción que, por imperfecta que salga, siempre sig-
nificará un paso adelante en las regiones del progreso.
Las revolaciones de Arequipa.
El doctor don Juan Gualberto Valdivia, que tan útilníente
ha servido al país en el profesorado, acaba de enriquecer la
bibliografía nacional con una importante obra titulada:— líe-
moria sobre las revoluciones de Arequipa^ desde 1834 hasta 1866,
Ciertamente que nada hay de más comprometido y difícil
que escribir sobre p)olítica contemporánea. Vivos aún muchos
de los personajes que han desempeñado los primeros papeles
en nuestras contiendas civiles, el historiador tiene que atrope-
llar por mil consideraciones para presentar hechos y actores;
y tal es la tarea que, con sobra de audacia, ha acometido el
señor doctor Valdivia.
Con todo el respeto que nos merecen la honorabilidad y
la reputación del señor Deán del coro de Arequipa, y arrostrando
el peligro de que se nos eche en cara nuestra insignificancia
para juzgar un trabajo que lleva por garantía firma tan au-
torizada, vamos á permitirnos consignar someramente las ob-
servaciones que su lectura nos ha sugerido.
Quien busque en el libro del señor Valdivia galas literarias,
pierde lastimosamente su tiempo; pues bajo este aspecto la
obra no está, ni con mucho, á la altura de la reputación
del fogoso redactor del Yanacocha, Vése que los años han debi-
litado el vigor de la pluma, que el lenguaje es por demás
incorrecto, y que su llaneza se confunde, casi siempre, con
lo vulgar El mismo señor Valdivia declara que no aspira á
ser un Tácito ni á lucir primores académicos; y ante tan fran-
ca declaración, no es ya lícito hacer hincapié en la cu^tión
de forma.
El doctor Valdivia, dotado de una felicísima memoria, ha
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cachivachería 459
querido sólo dar á sus recuerdos la forma del libro, y defender
al pueblo arequipeño de atrabiliarios é injustos calificativos.
En la narración que de los sucesos hace, desde la revo-
lucióa contra Orbegoso hasta la caída de Santa Cruz, sucesos
en que el doctor Valdivia tomó tan activa parte, hay páginas
en que el escritor se anima y parece retemplado con un resto
del calor de los días juveniles. Las Memorias son la confesión
sincera, el peccavi con sus respectivos tres golpes de pecho,
que el señor Valdivia hace ante la patria de un error político,
y bien merece absolución plenaria por su ingenuidad. El se-
ñor Valdivia, al ser uno de los más activos auxiliares de la
invasión boliviana, cometió una falta de la que, en verdad,
no puede culparse á su patriotismo sino al imperio de espe-
cialísimas circunstancias del momento. El no vio más que la
necesidad de mantener triunfante el principio constitucional:
no alcanzó á convencerse de que la causa de Salaverry, el re-
volucionario de cuartel, había llegado á convertirse en la causa
nacional; y cuando midió el abismo y quiso retroceder, ya era
tarde. Había avanzado demasiado y la vorágine lo envolvía.
Las figuras políticas que más airoso papel hacen en las
Memorias, son las de los generales Nieto y Castilla. La amis-
tad de Valdivia por el general Nieto es casi un culto, y esta
constancia de afecto que sobrevive á la tumba, en estos tiempos
de fragilidad, en que tan pronto se olvida á los que fueron
para acordarse únicamente de los que son ó pueden ser, hace
elocuente elogio de los sentimientos del hombre. El señor
Valdivia ha probado, con su libro autobiográfico, que tiene
la memoria del corazón.
En cambio, hay en su obra tanta destemplanza y tanto ex-
ceso de bilis para hablar del general Vivanco, que no se puede
menos que negar la imparcialidad al escritor. Cuando se en-
tinta la pluma para borronear páginas de historia que han de
pasar á la posteridad, el hombre tiene que hacer el sacrificio
de sus pasiones de hombre. El señor Valdivia ha olvidado que
su libro, más que para nuestra generación, es para el mañana,
y que por eso estaba obligado á juzgar á sus enemigos políti-
cos 6 personales, con más caridad cristiana, sin amor ni odio.
Pero por apasionadas que sean las Memorias, nos compla-
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y
400 RICARDO PALMA
ceñios en reconocer que, con su publicación, ha prestado el
doctor Valdivia un servicio á la Historia nacional; pues ellas
arrojan luz sobre hombres y sucesos contemporáneos.— La His-
toria tomará algún día en cuenta el libro del señor Valdivia,
y ella, imparcial y justiciera, sabrá escoger el buen grano.
Diccionario histórico.
Asaz culpable ha sido la indiferencia con que, en los pue-
blos hispano-americanos, se ha visto, el estudio de la Histo-
ria que nos es propia. Por eso multitud de documentos curio-
sos se han destruido, y otros existen arrinconados en los archi-
vos, entre espesa capa de polvo, dando sabroso alimento á ra-
tones y polilla. Por fortuna, empieza á despertarse el gusto
por conocer nuestro pasado político y social, y obreros de bue-
na voluntad, como los señores Ribeyro, con su Galería de los
Avales universitarios^ Paz Soldán, con su Historia del Ferú in-
dependiente, y Odriozola, con su curiosa compilación de Docu-
vientos, se han entrado con sobra de fe y de inteligencia en el
rico venero, poco ó nada explotado, de los tiempos que fueron.
Desde hace más de veinte años se liablaba con variedad
en los círculos literarios, de un trabajo que, sobre Historia pa-
tria, traía bajo los puntos de la pluma el señor general don
Manuel de Mendiburu; y los que no alcanzan á darse cuenta
de las dificultades que hay que vencer para ordenar hechos,
compulsar documentos y rectificar datos, dudaban ya de que
el empeño fuese realidad.
Por fin, para sosiego de impacientes y murmuradores, el
primer volumen ha aparecido en la última semana. Es por
decirlo así, la muestra de la obra, y'á fe que su contenido
justifica ampliamente el retardo. Muchos años de consagración
asidua y afanes sin cuento se requieren, para producir un li-
bro de tan palpitante interés como el Diccionario Histórico.
El plan seguido por su ilustrado autor es presentar, en
biografías de hombres notables, no sólo nuestra Historia colo-
nial, sino la de la guerra de Independencia.
Nuestra Historia, desde los tiempos primitivos de los Incas
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CACHIVACHERÍA 461
hasla que sonó la hora de la conquista, se halla en estado
embrionario. Es una especie de mito fabuloso. Pero si no es
aventurado sostener que sea imposible escribirla de una ma-
nera concienzuda, tal imposibilidad no existe tratándose de los
tres siglos en que vivimos rindiendo vasallaje á los monarcas
españoles. Hay crónicas, reales cédulas, gacetas é infinitos do-
cumentos de los que se puede hacer brotar raudales de luz.
La tarca es, sobre todo, de inteligencia, para saber encontrar
la verdad en aquellos incidentes sobre los que han escrito
diversas plumas, variada y aun contradictoriamente.
Desde este punto de vista, el libro del señor de Mendiburu
no puede dar campo para la crítica. Se conoce que el autor
ha tenido á mano muchos cronistas que sobre las cosas de Amé-
rica escribieron, y que, con tino y habilidad, ha sabido huir
del escollo de dar entrada en el santuario de la* Historia á
muchas de las fantasías de Garcilaso, á las exageraciones de
Pedro Sancho el conquistador, á las apasionadas noticias de
Francisco Jerez, á la chispeante mordacidad del Palentino, y
á las candorosas narraciones de Montesinos, que, más que para
historiador, había nacido para escribir cuentos de las Mil y
una noches. Siempre hemos creído que la fábula y la ficción
desnaturalizan la Historia, rebajando en mucho el carácter
de severa majestad con que ella debe presetitarse revestida.
Con acertadísimo criterio, al ocuparse de la conquista y
de las guerras civiles que la siguieron en breve, prefi(e're el
señor de Mendiburu á Antonio de Herrera, cronista de cla-
ro ingenio y de juicio sólido, que tuvo á su disposición los
archivos reales, el apoyo del Consejo de Indias y que, sobre
algunos sucesos, recibió amplísimos informes de los mismos
que en ellos fueron actores.
Las biografías de Atahualpa y de los Almagros nos pin-
tan con superabundancia de pormenores y de hechos, sesuda-
mente apreciados, las peripecias de la conquista, las escenas
de sangre que á ella se mezclaron, y los horrores de las dis-
cordias entre bandos compuestos de gente allegadiza^ ganosa
de riquezas y dominada por las más ruines pasiones. Ante
todo, el autor ha cuidado de no aceptar otros sucesos que
los suficientemente comprobados, desvaneciendo equivocacio-
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462 RICARDO PALMA
ues de autores de nota sobre el lugar donde alguno de aquellos
se realizara.
Las biograiías de Annendaris, Amat y Abascal son, en nues-
tro concepto, las mejores páginas del libro. No es posible dar,
hasta en ciertos ligeros detalles, idea más completa de la ad-
ministración de estos tres \irreyes. La energía del de Castiefl-
fuerte, la astucia del señor de la Quinta del Rincón y la sa-
gacidad del marqués de la Concordia, se desprenden del cua-
dro con natural y admirable relieve. Es pluma de maestro
la que ha escrito esas tres magníficas biografías.
F!n cuanto al estilo, es claro, correcto y sin pretensiones,
cual conviene á la solemne misión de la Historia, y estamos
seguros de que los tomos siguientes, ya que no aventajen en
mérito, pues ello no es posible, no desmayarán en el interés
que inspira *la lectura del primero.
Debe estar persuadido el señor general Mendiburu dé que,
con su inapreciable y monumental obra, ha rendido á la pa-
tria servicio de gran valía; y si el polvo del olvido llega á
cubrir ei nombre del soldado, no sucederá lo mismo con el
nombre del historiador. Aunque incompetente el que estas lí-
neas firma, tributa al autor del Diccionario su más entusiasta
felicitación^ bien que ella no pesa en la balanza, ni da ni quita
glorias, ni encama otro mérito que el de la espontánea síli-
ceridad que la dicta.
Ollantay.
Cuando, hace pocos meses, oí al joven escritor don Cons-
tantino Carrasco leer en el Club Literario su traducción del
Ollantay, confieso que fué tan grata la impresión que esa lectura
me produjo, que al felicitar al poeta por su trabajo, déjeme
arrebatar del entusiasmo, y lo amenacé con que, si algún día
daba la obra á la estampa, tuviese por seguro que mi humilde
pluma borronearía algunas líneas que servir pudieran de pró-
logo ó introducción. Tal amenaza era la espada de Damocles
pendiente de un hilo. Háse éste roto por obra y milagro de
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CACHIVACHERÍA 463 .
lia editor complaciente, y heme en el compromiso de echar
tajos y reveses á riesgo de herirme con mis propias armas.
Hoy, que tengo sobre mi mesa de trabajo las pruebas impre-
sas del Ollantay, helo leído y releído, y mi entusiasmo por la
obra y por su estimable y erudito traductor ha ido en escala
ascendente. Enemigo de esa crítica implacable que fustiga con
crueldad, así como de la que sin examen y á cierra ojos se
encariña por las producciones del amigo, voy á permitirme,
muy á la ligera, expresar mi acaso incompetente, pero muy
sincero juicio.
Incuestionable es que la civilización de los imperios del
Anahuác y Cuzco estuvo bastante avanzada, para que estos
pueblos hubieran tenido una literatura propia, original, verda-
dera expresión de las ideas y sentimientos de sus naturales.
El yaraví, p)or ejemplo, especie de melancólico idilio, refleja
por completo el carácter sombrío y soñador de la raza india.
Nada hay que se le asemeje en la poesía popular y primitiva
de los pueblos europeos.
Uno de los caracteres distintivos de la poesía lírica, entre
los indígenas, fué el tono filosófico y sentencioso de sus con-
ceptos. Garcilaso nos ha transmitido algunas muestras de ella
que justifican esta creencia. Y no sólo fué tal la índole de
la poesía lírica entre los bardos del Perú, sino entre los del
imperio azteca. Así se sabe que Netzahualt, rey de Tezcuco,
príncipe notable pctr su sabiduría, grandeza de alma y empresas
militares, escribió á principios del siglo xv, es decir, medio
siglo antes de la conquista, unos versos de los que ofrezco
esta pálida traducción.
La pompa mundanal se me figura
de los sauces coposos la verdura,
6 el agua del arroyo enrarecida
que no vuelve al caudal que la dio vida.
Lo que fué ayer no es hoy. Sobre el mañana
nada osará afirmar la ciencia humana.
La tumba, vuelto polvo pestilente,
encierra á quien ayer fué omnipotente.
Es la gloria, quimera que el hombre ama,
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464 RICAKDO FALMA
de otro volcán Pocatepelt la llama.
¿Qué fué de las innúmeras legiones
que impusieron la ley á otras naciones V
¿Qué de los tronos? ¿Qué de las famosas
obras de grandes sabios, portentosas?
i Nada sé! ¡Nada sé! Que el cielo esconde
la misteriosa cifra que responde
al enigma fatal, enigma sumo...
¡Todo, sobre la tierra, lodo es humo!
Pero es preciso convenir en que, si bien la poesía es in-
nata y responde á una exigencia del espíritu, entra por mucho
la forma, el arte, mejor dicho, para abrillantar la frase. Por
lo que conocemos de los haravicus ó vates peruanos, que es
muy poco ciertamente, sacamos en claro que, entre ellos, el arte,
la forma, no anduvo muy aventajado.
Si para constituir una literatura nacional bastaran la origi-
nalidad de imágenes, la traducción fiel de costumbres y carac-
teres, y el trasunto del clima y del cielo bajo el cual . se vive,
preciso nos sería confesar que el drama Ollantay simboliza la
poesía indígena del Perú. Mas, cuando se versifica en la lengua
de Cervantes y Calderón, no creo que el poeta alcance á ser
ni más ni menos, que maestro ó alumno del Parnaso español.
Por mucho que en nuestros tiempos, Juan León Mera en su
Virgen del Sol^ José Fornaris en sus Cantos d9l sibonet/j Julio .Ar-
boleda en su Gonzalo de Oyon y otros poetas cuya 'enumera-
ción sería larga, hayan pretendido crear una "literatura indí-
gena, vése en sus obras algo de amanerado, de poco espontáneo,
y traslúcese estudioso empeño para disimular que los buenos
modelo?, de la literatura española han influido en la inspiración
del autor. ¿Quien al leer estos versos, bellísimos por otra par-
te, que se presentan como ejemplo de americanismo poético,
no tiene el Amazonas, en sus orillas,
rosa como la rosa de tus mejillas,
ni, en sus laderas, tienen nuestras montañas
roca como la roca de tus entrañas,
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CACHIVACirKRlA 465
no se imagina estar leyendo una de las armoniosas serenatas
orientales de Zorrilla? Mal que nos pese, y mientras en- Amé-
rica no inventemos para nuestro uso exclusivo un idioma, nues-
tra literatura tiene que ser española, eminentem^eVife españo-
la. El americanismo en literatura no pasa, en mi concepto,
de un lindo tema para borronear papel.
Pero estas reflexiones que, sobre primitiva literatura in-
dígena y sobre americanismo en literatura, se me han escapa-
do al correr de la pluma, eran indispensables para formular
una opinión acerca de la obra en que, con tanta felicidad,
ha lucido el señor Carrasco sus buenas dotes de poela y su
ilustración lingüística.
Historiadores de nota, apoyándose en Garcilaso, dicen que
no fueron desconocidas entre los antiguos peruanos las farsas
escénicas j ó lo que tanto vale, que existió la p)oesía dramática.
Si el Ollantay (y perdónese lo que haya de presuntuoso
en esto juicio) es la prueba testimonial que de esa opinión
se me presenta, tentado estoy de sostener qu^ la obra no fué
compuesta en época de los Incas, sino cuando ya la conquista
española había echado raíces en el Perú.
En efecto. Basta fijarse en la distribución de escenas y
en la introducción de coros, para que se agolpen al espíritu
reminiscencias del teatro griego. Diráse que las unidades de
tiempo y de lugar no están consultadas; pero esto no probarla
más sino que el atitor quiso apartarse de los preceptistas clá-
s'cos, forzado acaso por la imposibilidad de encerrar su ar-
gumento en la estrechez de límites por aquéllos establecida.
La escena del acto primero entre el galán y el gracioso, nos
recuerda la obligada exposición de los poetas dramáticos del
antiguo, original y admirable teatro español. Así en las come-
dias do Lope, Calderón, Moreto, Alarcón, Tirso y demás inge-
nios de la edad de oro de las letras castellanas, vemos siem-
pre aparecer galán y gracioso preparando al espectador, con
una larga tirada de versos, al desarrollo del asunto.
Otra de las circunstancias que me hace presumir que el
OUantay fué escrito en el segundo ó tercer siglo de la con-
quista, y por plimia entendida en la literatura de los pueblos
30
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46f> UlCARDO FALMA
europeos, os la de que ni los antiguos ni los modernos poetas
que han versificado en quichua hicieron uso de la rima, ya
fuese ésta asonante ó consonante. Plumas muy autorizadas han
sostenido que la rima no entra en la índole del quichua, y de
ello dan prueba concluyente los yaravíes^ versos esencialmente
populares.
Acaso esta opinión mía, en abierta discordia con la de los
eruditos filólogos Marckam y Barranca, y con la de hábiles
críticos que, así en el Perú como en Inglaterra, Francia y
Alemania se han ocupado del Ollantay, sea tildada de extrava-
gante. Pero sea de ello lo que fuere, y dejando la cuestión
en tela de juicio para que ingenios más competentes decidan
si es exagerada ó inaceptable mi opinión, no por eso deja de
tener el Ollantay un sello de indisputable mérito.
Servicio, y grande, ha hecho, pues, á la Historia y á las
letras el inteligente señor Carrasco, contribuyendo á popularizar
con el atractivo que brindan los buenos versos de su traduc-
ción, una de las más hermosas leyendas de la época de los
Incas
Copias del natural.
Si no me probaran las canas y otras prebendas legas que
empiezo á envejecer, bastaría para traer á mi espíritu tan do-
loroso convicción, lo descontentadizo que me he vuelto en acha-
que de poesía y de poetas. No prueba ello que mi gusto lite-
rario haya ganado ó perdido, sino, simplemente, que los años
despiadados me hacen ver bajo diverso prisma los renglones
rimados y las lucubraciones de la fantasía. Si las obras del
espíritu han de juzgarse siempre con el espíritu, declaro que
el mío debe haber pasado por alguna extraña metamorfosis.
Lo cierto es que hoy me embelesan poetas que, en la mocedad,
me inspiraban sueño; y no me resigno á leer de seguido aque-
llos que fueron mi constante hechizo.
Por lo mismo que en días ya remotos, en las horas de
las ilusiones juveniles, rendí cullo y vasallaje á las hermanas
del Castalio coro, y que ellas (¡ingratas y tornadizas!) me es-
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cachivachería 467
quivan ahora sus favores, presumo que no se me negará com-
pelí ncia, rúes sostre fui y conozco el paño, para zurcir ó liil-
vanar algo así como juicio crítico, á propósito de an librito
de versos que, con el título Copias del natural, acaba de dar á la
estampa un escritor que oculta su nombre de cristiano y su
apellido de familia bajo el seudónimo de Mérida^ (1) ocultación
que anda un si es no es reñida con el Estatuto. Y á fe, que,
en esto del secreto, no tiene ni pizca de razlón él vate, lla-
mado á conquistarse sólida Tama si prosigue como hasta aquí,
y no se echa á dormir sobre sus laureles, y se infatúa y se
pierde, como tanto y tanto malogrado ingenio de mi tierra.
A los viejos nos queda la afición y el compás, como al mú-
sico de marras, y llenamos un deber de conciencia y de pa-
trioüsmo dirigiendo una palabra de aliento y simpatía á los
jóvenes que, con sobra de fe y de entusiasmo, se aventuran
en el revuelto campo de las letras. De mí sé decir que el libri-
to de Mérida me obliga á echar una cana al aire.
Líbreme Dios de aplaudir esa poesía afeminada, enclenque
y enfermiza de los que sacan á plaza, como si á la humanidad
interesaran un ardite, sus dolores íntimos, reales pocas veces,
y ficticios "ó de contrabando casi siempre. X^ue quien da los
primeros pasos en el palenque de la vida, se nos exhiba más abru-
mado de desengaños y más dolorido que el doliente Job, es
una aberración que hace llorar... de risa. La verdadera des-
ventura es pudorosa, y no se aviene con mostrarse desnuda
como las hetarias de la Roma pagana. El poeta que lagrimea
por una bobería ó sin saber por qué, no es ángel de mi coro.
¿Poeta he dicho? Abrenuncio. Rectifico y retiro la palabra.
Tampoco soy partidario de esa poesía de filigrana y re-
lumbrón, tan á la moda ogaño, cuyo mérito se basa en hacinar
palabras bonitas, rimas agudas y conceptos alambicados. ; Mú-
sica de organito callejero!
¡No! Yo no quiero que el poeta sea un ser egoísta que canta
sus penas y sus alegrías, olvidando las de la humanidad; yo
quiero que el poeta acierte á reflejar, en sus estrofas, las as-
piraciones de su época y del pueblo en que vive; que glorifi-
que todo lo noble y grande y generoso; que nos exhiba en
(1) Auroliuno Víliarán. Esle üislingu ido joven murió en 1882.
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468 RICARDO PALMA
cuadros, palpitantes de verdad é interés, tipos y costumbres
sociales; que deje traslucir siempre un plan filosófico; que crea
y no dude, que ame y no maldiga, que enseñe y nos deleite!
Yo quiero, en fin, que el poeta, antes que todo, sea hombre y
hombre de su siglo, y no ridicula plañidera de duelo antiguo.
Confieso que abrí el libro de Mérida con suma desconfian-
za y ánimo un tanto prevenido.—; Coplltas, me dije, que vivirán
lo que las rosas de que habla Malesherbes!— Pero, después
de leer la primera composición, exclamé entusiasmado r—j Este
es poeta de buena ley!
Descúbrese, sin esfuerzo, que la lectura de los Pequeños poemas
de Campoamor sugiripl á Mérida la idea de sus Copias del tiatural.
Como Campoamor, tiene Mérida sus ribetes de panteísla, punto
en el que no me atreveré á decir si va ó no extraviado,que,
en cuanto á sistemas, por hoy ni entro ni salgo. Natural y
rápido en las descripciones, chispeante de gracia y ligereza,
su filosofía es con frecuencia risueña, y cuando una lágrima
asoma á la pupila del poeta, se apresura á enjugarla, con él
doiso de la mano, es decir, con un chiste espiritual y tra-
vieso.
Mejor que nuestras palabras hablan estos versos de Quince
años ya:
Y vacilante entre el muchacho loco
y el hombre previsor y mesurado,
ni piensas como niño, porque es poco,
ni piensas como el hombre: es demasiado.
Y un cielo crees hallar en tu alegría,
y un infierno encontrar en tu tristeza,
según que tu alma la gobierne un día
ya el loco corazón, ya la cabeza.
Amarga, i>^ro irrefutable filosofía encierran las estrofas co-
piadas; y para nuestro gusto, es Quince años ya la más cuidada
y poética de las composiciones del librito.
La del frente es, en puridad de verdad, una buena escena
de la vida real, y en la que todos acaso hemos sido actores. Es
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CACHIVACHERÍA 469
la historia eterna de la sacerdotisa de Venus caída del pedestal.
Alfredo de Musset no desdeñaría alguna de las pinceladas
con que Mérida nos pinta á la cortesana en sus días, ya de
esplendor, ya de decadencia.
Juayí de Mata^ que así bautiza el poeta su tercera produc-
ción, es la pintura fiel de un tipo criollo, exclusivo de Lima.
'Pluma de observador profundo es la que allí se ha ejercitado.
Gabriela es una lección galante, á la vez que justa, dada
á las mujeres que se encariñan con pergaminos nobiliarios.
Haciendo contraste con la primera composición del librito,
viene la última, titulada La vejez. En ella, el poeta se revela
I)ensador y cristiano.
Pero como hasta la cara
más perfecta y bonita,
si no un lunar, ostenta una pequita,
y como todo no ha de ser almíbar y pan tierno, voy, para
poner remate á este artículo, á fruncir el entrecejo y levantar
la palmeta del pedagogo, que bien merece Mérida un palmetazo,
y recio. Por escribir de prisa, como si lo forzaran con puñal
al pecho, descuida con frecuencia las reglas de la métrica y
de la sintaxis, pecados graves en quien, como el, peca, no
por ignorancia, sino por pereza para corregir y limar. Al que
tiene el estro y demás envidiables dotes poéticas que ha reve-
lado Mérida en sus Copias del natural, hay derecho para exigirle
que no desatienda la forma, que ella es la ropa con que se
atavían los pensamientos. ¿Por qué Mérida^ que tiene faculta-
des para vestir siempre de raso y terciopelo sus ideas, las
ha de envolver á veces en filipichín y zaraza?
Por lo mismo que, entre nosotros, el mejor libro (salvo los
de texto para las escuelas) no produce para el puchero co-
tidiano; por lo mismo que los literatos, en el Perú, no son
más que abnegados obreros del progreso, pienso que el escritor
está más seriamente obligado á ser correcto, hasta donde sus
fuerzas intelectuales y su ilustración se lo permitan, que á
más no poder... ¡paciencia y moler vidrios con los codos!
Ojalá opine como yo el inteligente Mérida, abomine el pe-
cado de incorrección, y haga formal propósito de enmienda.
He dicho. Fecha y firma.
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470 RICARDO PALMA
Tradiciones del Cuzco.
Pocas veces he tomado la pluma con más viva satisfac-
ción que hoy para formular juicio sobre el libro que mi exce-,
lente y muy querida discípula la señora Clorinda Matto de
Turner, se ha decidido á dar á la estampa. Y llamóla discípu-
la, no porque traspiren en mí vanidosos humos de maestro,
sino porque la amable escritora ha tomado á capricho, que
mujer es, y por ende, autorizada para encapricharse, repetir
que la lectura de mis primeros libros de Tradiciones despertó
en ella la tentación de consagrar su tiempo é ingenio á la ruda
tarea de desempolvar rancios pergaminos y extraer de ellos
el posible jugo, para luego presentarlos en la galana forma
de la leyenda nacional. La Historia es manantial inagotable
de inspiración, y de entre las páginas de raídos cartapacios
puede el espíritu investigador, auxiliado por la solidez del cri-
terio, tejer los hilos todos de drama interesante y conmovedor.
Bien sé que habiendo sacado de pila á muchos ahijados li-
terarios, gallardos unos y deformes otros, debe mi firma, cuan-
do aparece en la línea final de un prólogo, inspirar no poca
desconfianza al lector. En España, por ejemplo, se "dice que
la mejor recomendación que puede presentar un libro nuevo,
es la de no traer prólogo de don Manuel Cañete ó de don
Marcelino Menéndez y Pelayo, dos críticos de grandísima ilus-
tración, pero en los que la benevolencia supera en mucho
al talento, y que han escrito, pK)r resmas, prólogos ó cartas
de presentación. Yo amo esos caracteres que se complacen
en alentar con el elogio, y detesto la crítica malévola ó intran-
sigente que, desdeñando las bellezas, goza en rebuscar tunarles
y aquilatar defectos, rebajando siempre la talla del escritor
novel. Sin que ello importe parangonarme con mis dos ilustres
amigos y compañeros en la Real Academia Española, al lado
de los cuales no paso de ser un simple (y tómese este simpVe
hasta en su acepción maligna) borroneador de papel, declaro
que, como ellos, prefiero pecar de indulgente á pecar de severo.
Afortunadamente para mí, en esta ocasión no tengo que far
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CACHIVACHKRIA 471
ligar el cerebro ni entrar en transacciones con mi conciencia
lileraria, para tributar entusiasta aplauso, que es de justicia
y no de obligado compromiso. Dejo á los zoilos de pacotilla
y á los envidiosos de aldehuela en su derecho para amargar
con la ponzoña de una crítica intemperante, toda la miel que
de mi pluma destile.
Eso es digno de crítico villano,
como es digno el cadáver del gusano.
En el fondo, la Tradición no es más que una de las formas
auc puede revestir la Historia; pero sin los escollos de ésta.
Cumple á la Historia narrar los sucesos secamente, sin recu-
rrir á las galas de la fantasía, y apreciarlos, desde el punto
de vista filosófico social, con la imparcialidad de juicio y ele-
vación de propósitos que tanto realza á los historiadores mo-
dernos Macaulay, Thierry y Modesto de Lafuente. La Histo-
ria que desfigura, que omite, ó que aprecia sólo los hechos
que convienen ó como convienen; la Historia que se ajusta
al espíritu de escuela ó de bandería, no merece el nombre de
tal. Menos estrechos y peligrosos son los límites de la Tradición.
A ella, sobre una pequeña base de verdad, la es lícito edificar
un castillo. El tradiclonisra tiene que ser poeta y soñador.
El historiador es el hombre del raciocinio y de las prosaicas
realidades. La Tradición es la fina tela que dio vida á las bellí-
í^imas mentiras de la novela histórica, cultivada por Walter
Scott en Inglaterra, por Alejandro Dumas en Francia, y por
Fernández González en España.
En nuestras convicciones sobre americanismo en literatura,
entra la de que precisamente es la Tradición el género que
mejor lo representa. América es el teatro de los sucesos; cos-
tumbres y tipos americanos son los exhibidos y el que escriba
Tradiciones, no sólo está obligado á darles colorido local, sino
que, hasta en el lenguaje, debe sacrificar, siempre qu^e opor-
tuno lo considere, la pureza clásica del castellano idioma, para
poner en boca de sus personajes frases de riguroso provincia-
lismo, y que ya perderá tiempo y trabajo el que se eche á
buscarlas en los diccionarios. Cuando se pinta, no debe huirse
de la naturalidad, por mucho que á veces sea ella ramplona
y de mal gusto. Estilo ligero, frase redondeada, sobriedad en
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172 RICARDO PALMA
las descripciones, rapidez en el relato, presentación de [:jerso-
najes y caracteres en un rasgo de pluma, diálogo sencillo á
la par que animado, novela en miniatura, novela homeopática,
por decirlo así, eso es lo que, en mi concepto, ha de ser la
Tradición. Así lo ha comprendido también la inteligente au-
tora de este libro.
Como labor histórica, hay que convenir en que la señora
Matto de Turner ha sabido explotar el rico filón de documentos
escondidos en los empolvados archivos de la imperial ciudad
de los Incas, tarea patriótica que hombres han desdeñado aco-
meter, y que, con cumplido éxito, ha conseguido realizar mi
predilecta amiga. ¡Cuántas noticias y fechas históricas, salva-
das para siempre del olvido, va á encontrar el lector en las
preciosas páginas que entre las manos tiene! La autora sabe
hacemos vivir en el pasado, en un pasado embellecido pbr no
sé qué mágico y misterioso hechizo, que adormece en el ánimo
los dolores del presente y cicatriza las heridas de nuestros
recientes é inmerecidos infortunios, haciéndonos alentar la es-
peranza en mejores días, y la fe en que llegarán tiempos de
reparación y desagravio para la honra de nuestra abatida na-
cionalidad. Lo repetimos: el libro de Clorinda es digno íle ser
gustado y saboreado con deleite.
Que la señora Matto dé Turner es una escritora concienzu-
da, nos lo prueba el que rara, rarísima vez, deja de citar la
crónica, el documento, la fuente, en fin, de donde ha bebido,
revelando conocimiento sólido en los anales de la Historia
patria. Desde Garcilaso y Montesinos, hasta Córdova y Men-
diburu, todos los historiágrafos del Perú la son familiares.
No son muchos los hijos de Adán que pueden preciarse de aven-
tajarla en este terreno.
Páginas ha escrito la señora Matto de Turner, que por la
sencillez ingenua del lenguaje, nos recuerdan á Cecilia Bohl
(Fernán Caballero). ¥.n general su estilo es humorístico, su
locución castiza é intencionada, y libre de todo resabio de
afectación ó amaneramiento, tal como cuadra á la índole de
sus narraciones. Viveza de fantasía, aticismo de buen gusto,
delicadeza en las imágenes, expresión natural, á \i\ vez que
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cachivachería 473
correcta y conceptuosa, son las dotes que más sobresalen en
la ilustrada autora de las Tradiciones Cuzqiieñas.
Acuérdela el cielo horas más serenas, para que prosiga em-
belesando á los amantes de la buena literatura nacional con
nuevas producciones de su elegante pluma.
La guerra separatista del Perrt.
El señor don Fernando Valdés, conde de Torala y coronel de
artillería en el ejército español, ha tenido la amabilidad de
"emitirme para la Biblioteca Nacional, acompañado de benévola
carta, un ejemplar del primer tomo de la obra que, sobre nues-
tra guerra de Independencia ha entregado á la publicidad. El
tomo contiene, con el carácter de preliminar, la exposición
que el general don Jerónimo Valdés dirigió desde Vitoria, en
Julio de 1827, el rey don Fernando Vil, documento que, hasta
ahora, permanecía inédito, pero del cual tuve, hace años, opor-
tunidad de leer una copia entre los manuscritos que poseía
mi egregio amigo el general Mendiburu, autor del Dicciona-
rio histórico biográfico del Perú. Gran servicio prestaría la
Real Academia de la Historia compilando las exposiciones ó
manifiestos de Pezuela, La Sema, Rodil. Ramírez y demás pro-
hombres del partido realista, documentos en su mayor parte
inéditos, siendo muy difícil conseguir hoy ejemplar de los pocos
que se imprimieron. Sólo me es conocido el de Rodil.
En tres partes divide el señor general Valdés su exposi-
ción. Consagra la primera á justificar lo injustificable de ese
acto clásico de indisciplina, conocido por revolución de Azna-
puquio, en virtud del cual quedó depuesto el virrey Pezuela.
En la segunda parte se contrae á recriminar la defección de
Olañeta, en el Alto Perú; y en la tercera y última, á probar
que la batalla de Ayacucho no se perdió por traición ni por ig-
norancia, sino por cobardía de la tropa (colecticia y en tres
cuartas partes compuesta de peruanos) y por haberse adelan-
lantado, más de lo que se le previno, el comandante del pri-
mer regimiento de la izquierda. Achaques quiere la muerte.
Sintetiza el general Valdés su exposición, pidiendo al mo-
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474 RICARDO PALMA
narca que. considere en autoridad de cosa juzgada todo lo re-
lativo á la deposición de Pezuela; que declare odiosa la memo-
ria de Olafieta; y que estime merecedores dei nacional aprecio
y de sus reales bondades á los vencidos en Ayacucho. No era
poco pedir.
El afecto filial conquista siempre simpatías, y confieso que
muy cordial me la inspira el señor conde de Torata, al in-
tentar la defensa de los errores y extravíos políticos del que
le legara su nobiliario título y su apellido histórico.
Como peruano, debo y quiero reconocer que la rebelión de
Aznapuquio significó, para la causa patriota, tanlo como una
batalla ganada á España. Todo el elemento civil de la capital,
impresionado por el escándalo que dio el militarismo, se hizo
partidario de la Independencia. Y nada de forzado, sino de
muy lógico y natural, hubo en ello. El motín personalista
de Aznapuquio desmoralizó por completo una sociedad acos-
tumbrada, por cerca de tres siglos de administración colonial,
á mirar con profundo respeto el principio de autoridad civil,
hasta creer la persona del virrey tan sagrada é inviolable cómo
la del monarca.
Pero tratándose de juzgar un hecho histórico, pongo aparte
mi condición de peruano, desciendo del campanario de mi
parroquia, ceso de ver las cosas por el lado egoísta del bene-
ficio reportado, y echóme á discurrir con criterio desapasio-
nado, recto, independiente. Yo no conocí ni traté, como el
general Mendiburu, á los políticos españoles de 1821; los juzgo
sin personales antipatías ni interesados afectos. Ruego, pues,
al señor conde de Torata, que en mi manera de apreciar la
revolución de Aznapuquio (1) tres cuartos de siglo después
de acontecida, no vea más que la opinión individual de uno
de tantos aficionados á estudios sobre el pasado del Perú.
En la página 12 del libro, el señor conde me honra con gratu-
latorias palabras por los conceptos justicieros que dedico al
general Valdés en varias de mis Tradiciones, si bien lamen-
tando que, en una de ellas, al llamar á La Serna virrey de
cuño falso, virrey carnavalesco y de motín, revele, muy á la
(1) Aanapuquio. Vocablo quechua que 8ÍgnilÍoa manantial hediondo.
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cachivachería 475
lij^íera, reprobación por lo de Aznapuquio. Disculpe el señor
<:onde que la justifique en este artículo.
Siempre que á los puntos de mi pluma vino el nombre del
general Valdés, fué para acompañarlo de un adjetivo encomiás-
tico. Como el general Mendiburu, creo sinceramente que Val-
dés fue un distinguido talento; un militar instruido, gran or-
denancista y mejor táctico; soldado valiente, decidido, perse-
verante, desinteresado y severo, sólo cuando la severidad p'ra
oportuna. Poseía, en fin, todas las cualidades necesarias para
encabezar un partido. Precisamente ese conjunto de circuns-
tancias le fué fatal, porque lo arrastró á cometer gravísima falta
que, ante la posteridad imparcial, empaña el brillo de su nom-
bre. Esa falta es la rebelión de Aznapuquio, de la que él fué
el inspirador, el alma.
Es indudable que el general Valdés fué de los pocos hombres
que hacen de la amistad un culto, y que todo lo sacrifican ante
ella. En 1816 vino de España con La Sema, embarcados en
la fragata Venganza, y después de la capitulación de Ayacucho
regresaron juntos á Europa en la Ernestina. Eran dos inse-
parables: estaban ligados por el afecto más que los hermanos
siameses por un cartílago. El cariño de Valdés por La Serna,
unido al resentimiento que contra Pezuela abrigaba, porque
éste pretendió separarlo del Perú, destinándolo al ejército de
Quito, fueron causas que bastaron para acallar en su alma el
sentimiento del deber, arrastrándolo á fraguar la desleal de-
fección de Aznapuquio.
Gran esfuerzo cerebral revela el general Valdés en su expo-
sición, para atenuar el pecado y sus consecuencias; pero la
voz de If. conciencia le grita que todos sus argumentos son
deleznables ante el rigor de las ordenanzas y de las leyes del
honor militar; y por eso, termina solicitando del monarca, i3o
precisamente la absolución, sino que se eche tierra sobre «el
acto de rebeldía. Así en España como en el Perú, han sido
siempre una grandísima calamidad estos generales que hacen
polilica con criterio de cuartel.
La rebelión de Aznapuquio no se defiende con palabras ni
con chicana de abogado. Si defensa cabe, es la del hecho triun-
fante:— la victoria, y no la derrota de Ayacucho. Un hecho
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47(i RIÜAKDO PALMA
quizá se justifica con otro hecho, que es el éxito, suponiendo
moralidad en la máxima jesuítica de que el fin bonifica los
medios.
El militarismo derroco á Pezuela, no por lealtad ni amor
al soberano, sino porque sólo prolongando la guerra había
ancho campo para ascensos y medros:~«Era preciso (1) (dice
Mendiburu en su artículo sobre La Serna) dar soltura á las
ambiciones, recibir ascensos en abundancia, (como sucedió con
García Camba, que en menos de dos años ascendió desde co-
mandante hasta general), volver á España para figurar en ele-
vada escala, jugar el todo por el todo, frase frecuente en boca
de Canterac. Dieciocho jefes, convirtiéndose en cuerpo deli-
berante, destituían al que representaba al soberano, al virrey
Pezuela, que había serxúdo al rey más que todos ellos reuni-
dos. Abusaron de la ignorante tropa que les obedecía, y á la
cual desmoralizaron, dejando al Perú un ejemplo funesto. (2)
Ningún jefe de marina autorizó con su firma el escándalo,
si bien acataron, como era natural, el hecho consumado. Y
en cuanto al vecindario de Lima, á los hombres civiles que
no medran con las turbulencias de cuartel, títulos de Castilla,
clero, comerciantes acaudalados, ricos agricultores, propieta-
rios urbanos, todos negaron su contingente de simpatías al entro-
nizado militarismo.
El vecindario, por intermedio del Cabildo de Lima, había
obligado al virrey Pezuela á las negociaciones de Miraflores,
negociaciones contra las que murmuraron sin embozo esos mi-
litares, á quienes nada importaba la ruina y aniquilamiento
social. Y esos mismos hombres fueron más tarde partidarios
de las negociaciones de Punchauca, sólo porque en ellas se
estipulaba una Regencia de la que sería jefe el virrey La Sema.
Un mes antes de la felonía de Aznapuquio, el general Ra-
mírez que mandaba las fuerzas del Alto Perú, escribió desde
Arequipa al rey de España, manifestándole que la adhesión
de los pueblos á la causa independiente era incontenible, qu^
el espíritu revolucionario había penetrado hasta en los cuarte-
(1) «Diccionario hi»tórico tomo VII, páfrina 218.
(2) Los dieciocho motinistas ó amolinadores fueron los brípadieres Can»«»n»c y Val<*é», lo»
•ornneles Bavona, Toro, marqués de Va i lo- umbroso, I and inri. Bodil. Otero, T»Tr«r, beoana.
Bedoya, Martín, y los comandantes García Camba, Ramírez, Karráez, Ort.z. Tur y García.
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CACHIVACHERÍA 477
les, donde, á fuerza de vigor, había tenido que reprimir va-
rios amagos de motín; y terminaba asegurando que, si de la
metrópoli no se enviaba pronto una poderosa escuadra, el Perú
se perdería para la corona. Ramírez no hizo en este documento
más que repetir lo que Pezuela, en diversos oficios, había co-
municado á la Corte. El mismo La Serna^ á los cuarenta días
de ser ^gobierno, clamaba por buques y refuerzo de tropa, re-
conociéndose ya tan impotente como Pezuela para detener la
ola revolucionaria.
El motín de Aznapuquio no tuvo, pues, más propósito que
el personalísimo de cambiar hombre por hombre. Los jefes
que no imperaban bajo Pezuela, vinieron á ser los omnipo-
tentes con La Serna.
Abundan en la exposición de Valdés cargos que por sí so-
los se refutan, como el de la defección del Numancin, que era
uno de los cuerpos que mandaba el general. Alega este que
ignoraba lo que todos sabían sobre el espíritu dominante en
oficiales y tropa; que no tenía noticia de un reciente plan de
sublevación, conjurada en los momentos de estallar; y hasta
era para él desconocido el hecho de que, en Guayaquil, tres
capitanes del NumancH habían cambiado de bandera alistán-
dose en las filas patriotas. El alegato es pueril. Don Jerónimo
Valdés no era de los hombres que están siempre en Babia para
necesitar que el virrey Pezuela le recomendase vigilancia con
los numan tinos.— Mendiburu dice que en esta ocasión no le
asistió á Valdés su reconocida inteligencia para proceder con
la cautela que pudo y debió emplear.
No desconocemos que Pezuela cometió no pocos desaciertos
políticos y militares. Pero, ¿acaso el que se propuso enmendar-
le la plana no incurrió en ellos, y en mayor escala? ¿No llegó
también La Sema á declarar, en oficio de 7 de Marzo, diri-
gido al Ministerio de Guerra, que los recursos estaban ago-
tados, que nada podía alcanzarse sin marina, que la causa in-
surgente progresaba y que, en habitantes y soldados, había
decisión por la Independencia? Comentando este oficio, dice
Mendiburu (y dice bien) que La Serna vindica con él al anterior
virrey, quien no pudo hacer más de lo mucho que hizo.
En resumen, el gobierno militar y civil en manos de ios
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478 RICARDO PALMA
hombres de Aznapuquio, fué un elefante blanco; pues ni siquiera
amagaron á las fuerzas de San Martín ó las derrotaron, como
creían fácil cuando mandaba Pezuela. Se mantuvieron seis me-
ses á la defensiva, entre los muros de Lima, dando campo
para que los patriotas aumentasen sus fuerzas y ganasen en
prestigio. No es razonable presumir que el objetivo de los
revolucionarios de Aznapuquío hubiera sido entregar la ca-
pital á San Martín sin que éste tuviera para qué gastar pól-
vora.
En la segunda parte de su exposición, el general Valdés
desahoga bilis y fulmina rayos contra el rebelde Olañeta, quien
desconociendo la autoridad del virrey La Serna, virrey de mo-
tín y de farándula, no hizo más que seguir el ejemplo que le
dieran los revoltosos de Aznapuquio. Estos sembraron mala
semilla, y no debían prometerse cosecha de buen grano. La
autoridad de Olañeta nació de la misma fuente que la de La
Serna: del cuartel. Sable por sable, tanto daba el uno como
el otro.
En esta parte de la exposición hay algo que no habla muy
alto en favor de la firmeza de convicciones en el general Acal-
des. Desde 1816, en que llegó al Perú, hasta principios de
1824, era considerado como uno de los jefes del partido que
se bautizó con el nombre de liberal p)eninsular. Que el libera-
lismo del general Valdés no era de purísimos quilates, lo com-
prueba el hecho de que, en la expedición contra Olañeta, pro-
clamó el régimen absoluto, restablecido por el ingrato y des-
leal Fernando Vil, renegando de la liberalísima Constitución
que dictaran las Cortes de Cádiz. Las razones que para justificar
cambio tan radical y repentino exhibe el general Valdés, en
su manifiesto de Vitoria, son razones de momentánea conve-
niencia partidarista, y nada más; pero que no recomiendan
al general como hombre de convicciones y de doctrina. Desde
1824, la consigna para el soldado, que antes se distinguiera
por su liberalismo, fué ésta: ¡vivan las cadenas!
El día de la desgracia llama el general Valdés al de Aya-
cucho. No, el día de la desgracia fué el de Aznapuquio, porque
fué el día del deshonor. La derrota no fué sino el corolario pre-
ciso, inevitable, de la desmoralizadora é injustificable rcbcl-
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CACHIVACHERÍA 479
día. El día de Ayacucho no fué más que el día de la expiación
para el militarismo, ambicioso y corruptor, que sembró en
el Perú semilla cuyo fruto estamos cosechando todavía, en
nuestros tiempos de república. Gamarra, nuestro primer motinis-
ta de cuartel, se educó en' la escuela de Aznapuquío. Gamarra
tuvo discípulos que lo aventajaron.
Fresco aún el recuerdo del suplicio de Atahualpa, princi-
piada apenas la conquista, él sable avasallador del militaris-
mo derribó al primer virrey del Perú, Blasco Núñez de Vela.
El militarismo español no quiso despedirse de América sin
repetir el escándalo. La conquista terminó como empezara.
Principió con la destitución de un virrey, y concluyó con la
destitución de otro virrey. El sombrío Felipe II castigó, como
él sabía castigar, á los que, en la persona de su representante,
ultrajaron la majestad del soberano. El débil Fernando VII,
rey también absoluto y por derecho divino, no quiso ni supo
castigar. Fué el pueblo español, quien se encargó de hacer jus-
ticia, más tremenda que la realizada por el hacha del verdu-
go, bautizando á los rebeldes de Aznapuquio con el oprobioso
y muy significativo epíteto de ayacuchos.
El señor conde de Torata contestó á este artículo con un
folleto personalísimo, al que no estimé digno de mí dar res-
puesta
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^m^^?^::t^:>:r^:>7n^'{t'yir:^';¿^^
BORRASCA EN UN VASO DE AGUA
Tal puede llamarse la que, en tres periódicos de la pre-
sente semana, se pretendió levantar con motivo de una >tesis
sobre la mujer, tesis leída hace un mes en la Facultad de Le-
tras de nuestra Universidad de San Marcos por el joven don
Maximiliano Oyóla, para optar el grado de doctor. Periódico
hay que lleva su intemperancia hasta pedir que se suspenda
por un año al alumno universitario en el derecho de titularse
doctor, ya que no es hacedero cancelarle el diploma. Cosas
leímos contra esa tesis, que hasta á San Pedro, que es calvo,
le ponen los pelos de punta, y que, en punto á exageración,
corren parejas con la liariz de aquel narigudo que, cuando
estornudaba, sólo oía el estornudo cinco minutos después, por
lo largo del trayecto recorrido.
Confesamos que ante alharaca tamaña, se despertó la cu-
riosidad nuestra por leer la monstruosa tesis, el fenómeno de
inmoralidad, irreligión y escándalo; y después de leída no pu-
dimos menos de soltar la carcajada, pensando que los que con-
tra la tesis se encarnizan, no se han tomado el trabajo de
leerla, y que se han hecho eco de apasionadas ó incompetenl^es
referencias. No ha faltado más que pecTír cinco años de pe-
nitenciaría para el subdecano por haber acordado su visto hueno
á la inofensiva disertación, que ciertamente no tiene ni el mé-
rito de estar escrita en galano y seductor estilo, sino en prosa
muy prosaica y ajustada á las leyes de la sintaxis, no obstan-
31
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482 RICABDO PALMA
te que el tema se prestaba á bizarrías de lenguaje. El señor
Oyóla, á quien sólo de vista conocemos, será un joven más ó
menos aplicadito ó aprovechado; pero, á juzgarlo por la forma
'de su tesis, no ñay en él tela de literato. No es de los muchachos
peUgrosos y capaces de hacer daño á la reacción conservado-
ra que, hoy por hoy, gana terreno en el Perú.
Para que los que no conocen la tesis se formen cabal con-
cepto de ella y se convenzan de que no vale el alboroto, va-
mos á extractarla y comentarla párrafo por párrafo.
Ln introducción que, como estilo, parece lo más cuidado
del estudio sociológico, es un ditirambo á la mujer, que, para
nosotros los barbados, es fortaleza en el combate, fe en la
incerlidumbre y consuelo en la desgracia. Continúa el señor
Oyóla enalteciendo la influencia de la mujer en todas las eda-
des de la humanidad, repitiendo, con palabras distintas, con-
ceptos de Castelar; y al hablar de la condición jurídica de la
desterrada del Paraíso, defiende las doctrinas que el señor
Cesáreo Chacal tana enseña á sus alumnos en la Cátedra de
Derecho civil. Pone término á las diez páginas de introducción
declarando que va á ocuparse en estudiar lo que fué la mujer
en el pasado, cuál es su condición actual y lo que presume que
podrá ser en lo porvenir. Esto es, ni más ni menos, lo de
vi yo no sé cuándo, por yo no sé dónde,
no sé qué muchacha con yo no sé quién;
no sé por qué fueron á no sé qué sitio,
y no sé qué hicieron, pues yo no sé qué.
El primer capítulo es un rápido estudio antropológico de
la mujer, estudio que, en su mayor parte, es reproducción
de un artículo que el sabio doctor Letamcndi publicó en un pe-
riódico de Barcelona. Nada de original ó propio nos dice el
joven Oyóla, limitándose á reforzar la exposición con una, tal
vez innecesaria, cita de Ahrens, tratadista de Derecho na-
tural.
En el capítulo segundo, hablando de la condición de la
mujer en los tiempos antiguos, repite el aspirante á docto-
rado lo que todos hemos leído en Cantu, Oncken, Bebel, Mi-
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cachivachería 483
chelet, Tácito, Herodoto, Pomponio Mcla, Aristóteles, Tucídi-
dos, Heinzen y... la mar de historiadores y sociólogos. Capitu-
lito de erudición, y nada más; y como no se ha declarado
que lucir pretensiones de erudito sea un crimen, resulta quye
no es justiciable el señor Oyóla sólo por contarnos que ha leído
mucho de bueno, mucho de mediocre y hasta mucho de malo.
Vamos al tercer capitulo. Acepta el autor de la tesis que
el cristianismo mejoró en mucho la condición de la mujer, á
pesar de que, en los primeros siglos, no fueron muy liberales
para con ella los Padres de la Iglesia; y entre otras citas
exhibe la autoridad de Tertuliano, que llamó á la mujer pmrta
del infierno. Nada inventa Oyóla al historiar la condición de
la mujer en la edad media; nos dice sobre el feudalismo y
las cortes de amor con sus juegos florales y la andante caba-
llería, lo que nos dicen todos los libros viejos. Hablando de
la mujer peruana, estampa que su condición ante la ley es idén-
tica á la de la mujer en Francia, Alemania, España, Italia, et-
cétera, etc., lo que comprueba citando diversos artículos del
Código Civil. Que el autor aspire á que la mujer sea ilustrada
y disfrute de los mismos derechos civiles y políticos que el
varón, no es pretensión que, por inmoral, escandalice y que
merezca que sobre la tesis caiga un varapalo. Hasta aquí no
ha incurrido el sustentante ni en lo que se llama el pecado
de la lenteja, que es de los más veniales. Ese es tema que
está sobre el tapete de la discusión, desde los días de la r^-
volución francesa; es una de tantas fantasías humanas que
no reviste seriedad, á pesar de que, en Estados Unidos, la
mujer va rápidamente haciendo conquistas en el campo iguali-
tario, i Qué mucho si, hasta entre nosotros, ya hay doctoras,
y hay nómina de oficina en que varias hijas de Eva figuran
como empleados públicos!
i Cómo no estimar, como un progreso, el que hoy la mujer
ilustre su inteligencia, y que lea y escriba con corrección! Ya
pasaron los tiempos en que, galanteando nuestros abuelos á
alguna gentil y aristocrática tapada de saya y manto, la de-
cían:
—Dígame usted siquiera por qué letra empieza su nom-
bre.
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484 RICARDO PALMA
—Empieza por U...: adivine usted ahora.
— ¡Ah! ¿Se llama usted Úrsula?
—No, señor; me llamo Usebia.
i Qué horror! Nuestras lindas paisanitas del siglo pasado
ignoraban hasta la ortografía de su nombre de pila.
El autor, apoyándose en relaciones de viajes, nos habla,
en el capítulo cuarto de la actualidad social de la mujer en
Asia, África, Oceanía y tribus salvajes de América. Habrá pe-
queñas discrepancias en el relato de los viajeros; pero, en el
fondo, resaltará siempre la abyección á que, en esos pueblos,
está sometido el bello sexo. Bien pudo el autor suprimir este
capítulo por innecesario. Carece de objeto, y hasta las lige-
rísimas apreciaciones tienen sabor á verdades de PerogruUo.
No toda la misa ha de ser amenes.
El capítulo final, que es la síntesis ó resumen del sociológi-
co estudio,— igualdad absoluta de la humanidad entera— no es
más que ampliación de lo expuesto en el tercer capítulo. Por-
que el señor Oyóla desee que en lo porvenir la mujicr pueda
ejercitar su actividad en el terreno que más le plazca, y que
se coloque frente al hombre con entera independencia; por-
que hable de paz perpetua y porque discurra como Spencer
sobre límites del progreso humano, puntos todos discutibles,
que no atacan la moral pública, ni el dogma, ni las leyes del
Estado, ¿se ha de calificar su tesis de inmoral, de irreligiosa,
de anarquista y disociadora? Y hubo prójimo liberal que lle-
vara la alarma al espíritu del mismo Rector de la Universidad,
pidiéndole que no autorizara con su firma el doctorado de
ese joven irreverente, impío, socialista y sedicioso? Liberalis-
mo de tal estofa, es el liberalismo del Syllabus, el liberalismo
del ciudadano Nerón,
y muera el que no piense
tal como pienso yo.
Felizmente, el recto criterio del Rector se sobrepuso á la
pretensión, leyó la tesis, de seguro que sonrió después de leer-
la, y n3 infirió al autor el desairo que se pretendía. ¡Pues no
faltaba más para que estuviéramos en pleno triunfo reaccio-
nario! Para eso no valía la pena de que nuestros mayores
hubieran combatido en Junin y en Ayacucho. De eso al ín-
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cachivachería 485
dice expurgatorio para las producciones del pensamiento, no
había que andar gran trecho de camino.
Nuestro siglo se distingue por el espíritu de tolerancia. Ya
hoy nadie, persona ó corporación, tiene el monopolio de la
verdad ó el error. Errónea declararon unánimemente los sabios
la doctrina de Galileo; y sin embargo, Galileo tuvo razón con-
tra su siglo. Hoy, en materia filosófica, literaria ó sociológica,
no hay doctrinas erróneas, sino discutibles. Los tiempos son
de libre examen y de discusión libre. Hoy por hoy, el único
hombre que no tiene un sí ni un no con los inquilinos de la
casa... es el portero del cementerio.
En el Perú, la libertad de pensamiento parece que fuera
perdiendo terreno, pues hasta se pretende que los alumnos
sigan ciegamente las enseñanzas del catedrático. Apartarse de
ellas, como en el caso del joven Oyóla, es provocar conflicto
y escándalo.
Decididamente, retrocedemos. Por los años de 1850 se en-
señaba, en San Carlos, la doctrina de la soberanía de la inte-
ligencia, y aunque por entonces era muy prestigioso el aca-
tamiento al principio de autoridad, como que todavía estába-
mos vecinos á los días del magister dixit^ hubo lujo de toleran-
cia con la juventud que defendía el principio de la soberanía
popular. Otro procedimiento habría convertido en juez y par-
te al cuerpo de catedráticos, privilegio del que sólo disfruta
Dios por ser Dios; pues reza el Credo que Jesucristo ha de
venir á juzgamos, por los agravios que le hayamos hecho
sobro la tierra, el día aquel en que San Vicente Ferrer haga
resonar la trompeta.
Ha muy pocos años que el inteligente y malogrado joven
Isidro Burga, leyó, para graduarse de doctor, una tesis en
que abogaba por la monarquía como la mejor forma de gobier-
no. Pues hubo escándalo, y casi se desploma la bóveda ce-
leste sobre el alumno universitario. Por cuatro votos contra
tres se le confirió el grado. De 1850 á 1890, en un lapso de
cuarenta años, habíamos perdido en espíritu de tolerancia para
con las opiniones ajenas.
Francia es república, y abundan en ella, sin que para na-
die sea motivo de alarma, los periódicos que abogan por la
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486
RICARDO PALMA
monarquía. En la España monárquica, la tercera parte, por
lo menos de la prensa, enarbola la bandera republicana.
Nosotros, hoy, nos vamos aferrando al pasado con todas sus
rancias preocupaciones, y poco nos ha faltado para declarar
á Oyóla tan criminal como el socialista asesino de Cánovas.
Y ¿por qué? Porque ese joven tuvo el candor de repetir lo
que muchos, muchísimos reputados escritores han dicho so-
bre el porvenir social de la mujer. Y no entro ni salgo en lo
de si es quimérico y fruto de fantasías soñadoras eso de igua-
lar á la mujer en derechos con el varón; ni en si, alcanzado
el propósito, desaparecerían el hogar con todos sus encantos,
y la familia con todos sus privilegios. Algo más: no me cautiva
el tema; pero no excomulgo á los que lo sustentan, ni me es-
candalizo de que ejerzan propaganda. Se trata de un problema
sociológico como tantos otros, que son incentivo para la in-
teligencia, y todo problema merece los honores de la discu-
sión.
La Facultad de Letras es, precisamente, la obligada á en-
sanchar horizontes para el vuelo del pensamiento. No debe dar
campo para que, hablando de ella, se diga que todo diablo
cuando llega á viejo se hace ermitaño. Lo único que üene de-
recho á imponer es decoro, cultura en la forma. En la Facul-
tad no puede ni debe imperar el dogmatismo estrecho. ¿Por
qué la verdad, el bien y la belleza han de estar solamente
en nuestro cerebro, y no en el del que nos impugna?
Por honra del país, debemos pues felicitarnos de que, la Fa-
cultad de Letras haya dado juiciosa solución al conflicto, echan-
do aceite sobre las encrespadas olas que se agitaban dentro
del vaso de agua. Procedimiento distinto habría equivalido á
poner sobre la puerta de la Facultad de Letras esta inscrip-
ción :-tCerrada POR INÜTIL.
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t¿^^:y^:y.<^^K:ííúí^>z}^^^<y^^^ - :-.z^a^.i^j^s2^:^:!^2$q^i2^
RECUERDOS DE FRANCISCO B. O CONNOR
Coronel de los ejércitos de Colombia, General do brigada de
los del Perú, y General de división de los de Bolivia.
Pocos libros de Historia despiertan más vivo interés en
el espíritu del lector que aquéllos de carácter subjetivo ó au-
tobiográfico, en que los hechos son relatados por quien fué
actor en ellos, y los personajes culminantes apreciados con
el criterio de persona que los trató con familiaridad íntima.
Lectura tal es como amena conversación de sobremesa entre
camaradas, paladeando á sorbos una taza de exquisito ca-
racolillo y siguiendo las caprichosas espirales del hiuno de un
riquísimo habano.
'A solaz de ese género he consagrado los dos últimos días,
y dejo el libro para consignar, palpitantes aún, las variadas
impresiones que su lectura me ha producido, y las observacio-
nes, ligeramente críticas, que á los puntos de mi pluma han
de acudir. El libro se ha publicado en Bolivia, hace cuatro
meses, por el distinguido periodista don Tomás 0*Connor d*Ar-
lach, en. homenaje á la memoria de su ilustre abuelo el ge-
neral.
Mister Francisco Burdett O'Connor nació en Irlandaj por
los años de 1791, y pertenecía á familia rica y aristocrática.
Su padre, sir Rogerio O'Connor, fué uno de los que encabeza-
ron la revolución de 1798, malogrado esfuerzo del pueblo ir-
landés para romper la cadena que, hasta hoy, lo alierroja
á Inglaterra. En 1819 vino el joven O'Connor á defender la
causa de la Independencia ameñcana, acompañándolo en el
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488 RICARDO PALMA
viaje más de doscientos compatriotas, los que, en playas de
Colombia, se organizaron, nombrando, por aclamación, á O'Con-
nor como su comandante. Bolívar aceptó los servicios de la
legión irlandesa, reconociendo al jefe en la clase de teniente
coronel. Con el ascenso inmediato, llegó, cuatro años más tarde,
al Perú, y se encontró en las batallas de Junín y de Ayacucho.
Marchó á Bolivia con Sucre, allí formó su hogar, y allí murió
en 1871, á los ochenta años de edad.
Fué en 1869 cuando principió á escribir sus Memorias, bau-
tizándolas con el nombre de Recuerdos^ y que sólo alcanzan
hasta 1840. La muerte venía de prisa, y no concedió al noble
anciano que historiase los treinta años posteriores.
En estilo llano, extremadamente llano, escribe el general
0*Connor sus Memorias, estilo que cuadra al soldado ajeno á
galas y refinamientos literarios. En la manera como relata los
hechos hay cierta sinceridad que raya en infantil, y de vez en
cuando nos deleita con espirituales añoranzas de la verde Erin
donde se meció su cmia. Aunque el libro no tuviera otras con-
diciones atrayentes, como tiene, bastarían las apuntadas para
que recomendásemos su lectura.
Lo que no podemos aplaudir en la pluma del general 0*Con-
nor es sus prejuicios sobre el Perú, su ninguna simpatía por
el Perú y los peruanos. Así, apenas incorporado, en el Norte,
al ejército libertador, y pocos días antes de la batalla de Junín,
asistió á un banquete que en Huánuco se ofreció a Bolívar,
y el brindis de 0*Connor fué mía injuria á nuestro patriotis-
mo. No fué, pues, para mí una sorpresa encontrar en las pá-
ginas que posteriormente consagra á la época de la confedera-
ción Perú-boliviana, más acentuada su injustificable é injus-
tificada prevención contra nosotros. No necesitaba agraviar-
nos para enaltecer su bolivianismo, que yo aplaudo sinceramen-
te. De espíritu noble y levantado, de corazón agradecido, era
identificarse con el pueblo en donde formó familia y en donde
sus merecimientos, honradez y servicios, fueron recompensa-
dos con distinciones, honores y fortuna. Y á extremos tales
lleva la pasión al general 0*Connor, que, al describir la batalla
de Junín, niega que la victoria se debió á los esfuerzos de los
Coraceros de Lambayeque, y estampa que si Bolívar lo declaró
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CACHIVACHJSKlA 489
así en la orden general, cambiándoles su nombre por el de Hú-
sares de Junín, lo hizo sólo para estimular á los peruanos.
Cuando describe batallas á las que concurrió, tiene 0*Con-
nor la debilidad senil de aspirar á que la Historia lo coloque
sobre Bolívar y sobre Sucre. Sin O^Connor, Junín y Ayacu-
cho habrían sido, no dos victorias, sino dos desastres. En Ju-
nín fué O'Connor quien, viendo la confusión en que se había
envuelto la caballería de Brawn, guió á Miller para que sal-
vase la ciénaga ó mal paso. En Ayacucho, después de no que-
darse corto en críticas sobre las aptitudes estratégicas de Su-
cre y de desconocer el mérito de La Mar y de Gamarra, fue
0*Connor quien designó el sitio en que debía darse la batalla,
costándole mucho trabajo convencer á Sucre y á sus genera-
les. En un arranque de fatuidad suprema, nos refiere el *)ravo
irlandés que Sucre le dijor—No sé qué hacer... ¡estoy loco!
—Entonces fué cuando 0*Connor reforzó sus argumentos para
persuadirlo, como al fin lo consiguió. Por eso los patriotas
esperaron en el llano á que los españoles descendieran de las
alturas del Condorcunca.
Especial complacencia revela el general O'Connor en hacer
resaltar que ningún cuerpo de la división La Mar era manda-
do por jefe peruano; y para poner sello á sus colosales ínfu-
las de estratégico, cuenta que cuando el general don .íerónimo
Valdés vino á rendirse prisionero, su saludo fué:— Nos han
fundido ustedes: sus posiciones habían sido una trampa nú-
mero cuatro.— »Y esto fué justamente (continúa el escritor) lo
mismo que yo dije al general Sucre la tarde en que colocába-
mos el ejército en las posiciones por mí elegidas, y de las
cuales él no se mostró contento.»
Para aceptar á cierraojos la oración pro dama «m^, que no
otra cosa es el relato que de ambas batallas nos hace O'Con-
nor, sería preciso rehacer la Historia, emj>ezando por negar
la veracidad de los partes oficiales, y concluyendo por recha-
zar el testimonio de todos los escritores, así españoles como
americanos, que concurrieron á ambas acciones de guerra. El
general García Camba, español, y el general López, colombia-
no, entre otros historiadores que podríamos citar, quedarían
por dos grandísimos embusteros. Aníbal Galindo, en su prc-
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490 RICARDO PALMA
cioso libro Batallas de la libertad compulsa, con hábil y severo
criterio, los documentos y juicios históricos, haciendo resur-
gir de los campos de Junín y de Ayacucho un nimbo de gloria
para Sucre. También mi queridísimo Aníbal quedaría en mal
predicamento como historiador concienzudo.
Muy leal, honrado y justiciero fué el general Sucre para
haber dejado al coronel irlandés, jefe del Estado Mayor del
ejército colombiano, sin el premio de un ascenso, si los méritos
contraídos por éste hubieran sido de la magnitud decisiva con
que aparecen en su libro Recuerdos. El coronel 0*Connor fué
ascendido á general de brigada del Perú por el presidente
Oibegoso, once años después de la batalla de Ayacucho, en
recompensa á su comportamiento en la acción de Socabaj'a;
otro combate en que, de paso sea dicho, no se debió el triunfo
según el autor de las Memorias, á la dirección de Santa Cruz,
sino á la iniciativa y serenidad de O'Connor, que en las postri-
merías de su existencia, adoleció la neurosis de creerse el Deus
ex mnchina que manejara á los prohombres y á los aconteci-
mientos. Y que los primeros síntomas de dolencia que llegó á
ser crónica, se revelaron en él desde 1836, nos lo comprue-
ban estas palabras de Santa Cruz:— Sepa usted, general O'Con-
nor, que en el campo de batalla no tolero dos capitanes gene-
rales. Para capitán general, basto yo solo.
Para explicar el por qué no fué ascendido en iVyacucho,
nos reliere, con flema de buen inglés, que el mariscal Sucre
le ordenó formase un estado general del ejército, considerando
como presentes á los dispersos de Matará, pues Bolívar se
disgustaría de saber que la mayor parte del batallón Rifles,
cuerpo favorito del Libertador, no había entrado en acción.
Dice O'Connor que le contestó:— Mi general, yo no puedo fir-
mar una falsedad— palabras de rigidez más que catoniana, á
las que Sucre no dio otra respuesta que tomar la pluma y
borrar el nombre de O'Connor, que figuraba, en primer lugar,
on una propuesta para ascenso á generales.
Toda esta es la parte en que el libro del señor O'Connor
se parece (para mi pobre criterio, se entiende) á la carne de
oveja, que ó se comte ó se deja. Lee uno, sonriendo, esos desaho-
gos de la vanidad ó del amor propio, y dobla la hoja.
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cachivachería 491
No cabe en mí por cierto desconocer que el general O'Con-
nor fué un militar culto, inteligente, previsor, rígido, leal y
bravo, ni mucho menos poner en tela de juicio su caballero-
sidad. Lejos de eso: hasta sus excentricidades y sus frecuentes
arranques de insubordinación, nacidos de la altivez cerril de
su carácter, me son simpáticos. Habría deseado encontrar en
el soldado un poco de modestia; y en el escritor menos caus-
ticidad é injusticia; y así mi pluma no habría tenido motivo
para er^presar sino conceptos halagadores sobre el libro y so-
bre su autor. Pero, ¿qué hacer? Ni hombre ni obra humana
se encuentran sin lunarcillos que afean, y sin pequeneces que
obligan á la murmuración.
Y basta; pues para que el volumen de las Memorias de
O'Connor no sea víctima de la conjuración del silencio, sobra
con este articulejo.
£1 nuevo libro del general Mitre.
Con el título Historia de San Martín y de la emancipación
sudamericana^ recibimos, en Agosto del presente año, con des-
tino á la Biblioteca Nacional, tres volúmenes en 4.Q, con más
de 2,000 páginas de texto, edición de gran lujo, hecha en Bue-
nos Aires, en la imprenta de La Nación, El primer tomo trae
la siguiente dedicatoria, manuscrita:
A LA Biblioteca Nacional del Perü fundada por San Mar-
tin, FUNDADOR DE LA LIBERTAD DEL PeRÚ.— -E/ OW/or— BaRTOLOMK
Mitre.
Así por la galantería del autógrafo cuanto por la curiosidad
que en nuestro ánimo despierta todo trabajo sobre Historia
americana, dimos de mano á otras lecturas para engolfarnos
en la de la interesantísima obra de nuestro ya viejo amigo
el erudito y laborioso escritor argentino general don Barto-
lomé Mitre.
El nuevo libro del general Mitre encarna más que el muy
plausible propósito de levantar imperecedero monumento á la
memoria del compatriota, el de historiar, con imparcial y jus-
ticiera pluma, los magnos días de la homérica lucha por la In-
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1
492 RICARDO PALMA
dependencia. Copioso archivo de documentos inéditos ha te-
nida á su disposición el autor, para rectificar no pocos errores
sustanciales en que, desde los pródromos de la revolución sud-
americana hasta su triunfo providencialmente definitivo, han
incurrido los historiadores contemporáneos.
Nuestro fin al borronear este artículo, no es emitir un juicio
autoritario, que nuestra incompetencia no consiente, sino dar
á nuestros lectores una idea sucinta (y clara A la vez) de la
obra: evitando así el que pudiera decirse que, sobre un libro tan
trascendental como el dado á luz por el señor general Mitre,
se ha hecho, en Lima, la conjuración del silencio.
Los tomos primero y segundo son íntegramente consagra-
dos á los móviles y hechos que dieron i>or consecuencia la
libertad de Chile y de la gran República del Plata, al par que
á hacer patente la redentora influencia de San Martín.
— «No era San Martín (dice Mitre) un político en el sentido
técnico de la palabra, ni pretendió nunca serlo. Como hom-
bre de acción, con propósitos fijos y voluntad deliberada, sus
«medios se adaptaban á un fin tangible; y sus principios po-
«líticos, sus ideas propias y hasta su criterio moral, se subordi-
naban al éxito inmediato, que era la Independencia.»
Estas líneas sintetizan magistralmente, á nuestro juicio, la
personalidad de San Martín hasta los días de la campaña sobre
el Perú.
El tomo tercero, y para nosotros el más importante ele la
obra, está consagrado al Perú y á las Repúblicas de Colombia.
Sin que Mitre lo trace, el lector se ve obligado á hacer un
paralelo entre los dos libertadores de Sud-América, paralelo
en el que no siempre queda muy arriba la personalidad de
Rolívar.
Después de la capitulación de Miranda, en San Mateo, (1812)
encaminóse éste á la Guayra para embarcarse á bordo de un
buque inglés, considerando perdida la causa de la República,
por la derrota que en Puerto-Cabello había sufrido su teniente
Bolívar. Este, que también se 'hallaba en la Guayra, y habi-
tando la misma casa en que se alojó Miranda, esperó á la
media noche y á que estuviese profundamente dormido para,
personalmente, apresar á su jefe y hacerlo entregar á los es-
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cachivachería 493
pañoles. En tal situación Bolívar, que se había ocultado en
Caracas, solicitó por intermedio de un español, amigo suyo
y del realista Monteverde, un salvo conducto para alejarse del
país. Copiemos literalmente á Mitre:
^Su protector lo presentó á Monteverde diciéndole:
»— Aquí está don Simón Bolívar, por quien he ofrecido mi
«garantía.— Monteverde contestó:— Está bien: y volviéndose á
»su secretario, añadió:— Se concede pasaporte al señor (miran-
»do á Bolívar) en recompensa del servicio que ha prestado
»al rey con la prisión de Miranda.— Era la marca de fuego
apuesta por la mano brutal del vencedor.— Según uno de sus
^biógrafos, Bolívar repuso que había preso á Miranda por trai-
»dor. Si hubiese sido traidor, habría merecido favores, y no
^martirios, de parte de los verdugos á quienes él contribuyó
»á entregarlo. Bolívar decía confidencialmente á sus amigos
»hasta el fin de sus días, que su ánimo había sido fusilar ú
]> Miranda, y que sin la oposición de Casas lo habría ejecuta-
»do. La defensa es tan siniestra, como tremenda la acusación.
»Los más grandes admiradores de Bolívar jamás han preten-
»dido negar este hecho, que ha quedado como una sombra
»que todas las luces de la gloria no han podido disipar.»— Mon-
tenegro, Baral, Larrazabal y Ducoudray, entre otros, son las
autoridades en que se apoya la narración de Mitre, que, aun
para los más entusiastas adoradores del dios Bolívar, no pue-
den ser sospechosas.
Dejemos á nuestros lectores las apreciaciones sobre estas
páginas, que todo comentario de nuestra pluma (que nunca
fué fervorosa por la figura histórica de Bolívar) podría esti-
marse como fruto de personal pasión.
Desde el desembarco de San Martín en Pisco, hasta su
alejamiento del país, no hay detalle que no sea consignado
por el historiador argentino, y rigorosamente comprobado. Sin
embargo (y perdónenos el señor Mitre nuestra petulancia) nos
atrevemos á indicarle un pequeñísimo error de fecha en que.
por distracción, ha incurrido. Dice el señor Mitre (página 205.
tomo 3.0) que la noticia de la aproximación de Canterác la re-
cibió San Martín el 4 de Septiembre, hallándose en el teatro:
que desden su palco la anunció á los espectadores, llamando al
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494 RICARDO PALMA
pueblo á las armas, y que el público, en medio de gran entu-
siasmo, cantó el Himno Nacional. No hay exactitud en lo últi-
mo. El Plimno Nacional no era aún conocido por el pueblo,
y la primera vez que se cantó en el teatro fué veinte días des-
pués del 4 de Septiembre. Este dato lo tuvimos del mismo
maestro Alcedo, autor de la música del himno, y á f e que no
puede ser más autorizada la fuente. En fin, tan ligera equivo-
cación de fecha nada significa en substancia.
Véase lo levantado del criterio del general Mitre por estas
frases en que, hablando de San Martín, después de jurada
la Independencia, dice:— «La gloria de San Martín había He-
lgado al grado culminante de la declinación de los astros que
*han recorrido su curva ascensional. Era, como fundador de
»tres nacionalidades (la argentina, la chilena y la peruana),
»por sus grandes planes de campaña continental, por sus com-
*binaciones estratégicas y por sus victorias, el primer capitán
»del Nuevo Mundo. De todos los sud-americanos, hasta entonces
» nacidos, era el más grande y el más genuinamente ameri-
♦cano. Para ser más grande, sólo le faltaba completar su obra.
»Su medida histórica, en los sucesos contemporáneos, única-
»menle podía compararse con la de Bolívar. Bolívar había
»sido aclamado Libertador, y este título lo investía de la dic-
»tadura revolucionaria en su patria. San Martín, sin punto de
^ apoyo en la patria propia, se nombró á sí mismo; pero al
^asumir la dictadura fatal que las circunstancias le imponían,
•se inoculó el principio de su decadencia militar y política.»
Estos juiciosos conceptos del señor Mitre, vienen á dar más
tardo el por qué de la abdicación de San Martín y su retiro
de la vida pública.
Las tendencias monárquicas de que, juzgando con ligereza,
so hace capítulo de acusación contra el héroe de San Lorenzo,
las disculpa Mitre con estas palabras: — «Si buscaba la monar-
^quía constitucional, era sin ambición personal, anteponiendo
>sus convicciones republicanas á lo que consideraba relativa-
»mcntc mejor para coronar la Independencia con un gobierno
estable, que conciliase el orden con la liberlad y corrigiese
«la anarquía.»
Siempre hemos opinado que el plan monárquico de San
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CACHIVACHERÍA 495
Martín era hijo de una conciencia honrada y de verdadera sen-
satez. El Perú de 1821, aunque nos duela confesarlo, para todo
estaba preparado menos para la vida republicana. Verdadero
centro de las tradiciones monárquicas, con una gran copia de
títulos de Castilla, que daban á la capital del virreynato el boato
y exterioridades de una pequeña corte regia, mal podía romper
en un instante con su pasado y hábitos de tres siglos. La
tra^nsiclón era demasiado brusca.
Capítulo muy notable que encontramos en la obra de Mi-
tre es el que consagra á la entrevista de Guayaquil, entrevista
que ha dado campo á infinitas conjeturas y á versiones de
todo punto inexactas ó fantásticas. Muy bellas son las líneas
que sirven de introducción á este capítulo, y no queremos de-
jar de darlas á conocer á nuestros lectores.
«El encuentro de los grandes hombres que ejercen influen-
»cia decisiva en los destinos humanos, es tan raro como el
•punto de intersección de los cometas en las órbitas excéntri-
»cas que recorren. Sólo una vez se ha producido este fenómc-
»no en el cielo. La masa de un cometa penetró una vez en el
»otro, y al dividirlo lo convirtió en una lluvia de estrellas que
•sigue girando en su círculo de atracción, mientras el primero
•continuó su marcha parabólica en los espacios. Tal sucedió
•con San Martín y Bolívar, los dos únicos grandes hombres
•sudamericanos por la extensión de su teatro de acción, por
»su obra, por sus cualidades intrínsecas, por su influencia en
•su tiempo y en su posteridad. Son los únicos hijos del Nuevo
•mundo, después de Washington, que dio al mundo la nueva
•medida del gobierno humano, según la -vara de la justicia,
•y legó el modelo del carácter más bien equilibrado en la
•grí.ndeza que los hombres hayan admirado y bendecido. Bo-
•lívar y San Martín fueron los libertadores de un Nuevo Mun-
ido republicano, que restableció el dinamismo del mundo po-
•lítico, por efecto de la revolución que hicieron triunfar. Su
•acción fué dual como la de los miembros de un mismo cuerpo;
•y hasta su choque y antagonismo final responde á su acción
•dupla, que se completa la una por la otra. Los paralelos de
•los hombres ilustres, á lo Plutarco, en que se buscan los con-
ttrastes externos y las similitudes para producir un antítesis
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496 RICARDO PALMA
»lilerario, sin penetrar en la esencia de las cosas mismas, son
«juguetes históricos que entretienen la curiosidad, pero que
*nada enseñan. El paralelismo de San Martín y Bolívar está
*cn su obra, y su respectiva grandeza no puede medirse por
»el compás del geómetra ni por las etapas del caballo de Ale-
»jandro, al través del continente que recorrieron en direcciones
» opuestas y convergentes. Se ha dicho, con más retórica que
» propiedad, que para determinar la grandeza relativa de los
*dos héroes americanos, sería necesario medir antes el Amazo-
>nas y los Andes. El Amazonas y los Andes están medidos, y
»las estaturas históricas de San Martín y Bolívar también, así
^en la vida, como acostados en la tumba. Los dos son mtrínsi-
«camente grandes en su escala, más por su obra común que
por sí mismos; más como libertadores que como hombres de
»I»eiisamiento. Su doble influencia se prolonga en los hechos
»de que fueron autores ó agentes, y vive y obra en su poste-
ridad. Hasta ahora, el tiempo que aquilata las acciones por
»sus resultados, dando á Bolívar la corona del triunfo final,
A ha dado á San Martín la de primer Capitán del Nuevo Mun-
do, y la obra de la hegemonía por él representada vive en
»Ias autonomías que fundó, aunque no como lo imaginara, mien-
tras el gran imperio republicano de Bolívar y la unificación
>monocrática de la América, se hizo en vida y se ha disipado
como un sueño. Si se compara la ecuación personal de los
>dos libertadores, vése que San Martín es un genio concreto
con más cálculo que inspiración, y Bolívar un genio desequi-
'librado^ con más instinto y más imaginación que previsión
y método. Si la conciencia sud-americana adoptase el culto
>>de los héroes, preconizado por una moderna escuela histórica,
^resurrección de los semi-dioses de la antigüedad, adoptaría
^por símbolos los nombres de San Martín y de Bolívar, con
» todas sus deficiencias, como hombres, con todos sus errores
»como políticos.»
Con admirable acierto y escrupuloso análisis pasa el señor
Mitre, después del inspirado preámbulo que acabamos de copiar,
á ocuparse de la conferencia de Guayaquil que, hasta aquí,
se nos presentaba rodeada de misterios y de accidentes capri-
chosos. Lo que pasó, y aun lo que no pasó, está relatado
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CACniVACIIERU 497
por c) escritor argentino, con todos los caracteres de la más
severa verdad, utilizando, no sólo los documentos ya conocidos,
sino muchos que permanecían ignorados.
No es menos importante la manera como aprecia el his-
toriador bonaerense los planes de presidencia vitalicia que, en
mala hora para su gloria, concibiera y pretendiera desarrollar
el Libertador Bolívar. Cedamos la palabra á Mitre:
t Bolívar debía tener una idea muy exagerada de la imbcci-
»lidad de los pueblos, cuando pretendía engañSrlos con apa-
•rienc'.as que no lo alucinaban á 61 mismo. El sabía, y todos lo
«sabían, que su imperio sólo duraría lo que durase su vida,
•cuyos días estaban ya muy contados. Tan es así, que en el
»pacto entre Bolívar y el Perú, se agregó este artículo:— Mucr-
»to el Libertador, los cuerpos legislativos quedarán en libcr-
»tad de continuar Ja federación ó disolverla.— El mismo au-
»guró el fin trágico de su gobierno personal, cuando excla-
»maba:— ¡Mis funerales serán sangrientos como los de Alcjan-
»dro!— Tenía la conciencia (y esto lo hace más responsable
»ante la Historia) de que era un imperio asiático el que prc-
» tendía fundar, sin más títulos que la gloria del conquistador,
*ni más sostén que el pretorianismo. Es Bolívar uno de aque-
»lIos grandes hombres de múltiples faces, llenas de luces res-
»plandecientes y de sombras que las contrastan, á quien tiene
•que ser perdonado mucho malo por lo mucho bueno que hizo.
>Aun en medio de su ambición delirante, sus planes tienen
•grandiosidad y no puede desconocerse su heroísmo y su ele-
ovación moral como representante de una causa de emancipa-
»ción y libertad. No quería ser un tirano, pero fundaba el
»más estéril de los despotismos, sin comprender que los pueblos
»no pueden ser semi-libres ni semi-esclavos. Así, en todo lo que se
•relaciona con la posesión del mando, sus vistas son cortas,
•sus apetitos son groseros, y hasta las acciones que revisten
•ostensiblemente abnegación, llevan el sello del personalismo,
•por no decir del egoísmo. La Constitución boliviana era el
» falseamiento de la democracia con tendencias monárquicas.
»E1 plan de la monocracia era una reacción contra la revolución
•mi^ma y contra la independencia territorial de las nuevas Rc-
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RICARDO PALMA
•públicas, que violaba hasta las leyes físicas de la geografía.
»La insurrección americana había tenido por principal causa
»el absurdo de un mundo gobernado automáticamente desde
»otro mundo, bajo régimen autoritario y personal. Era la vuel-
»ta á otro sistema colonial con otras formas, pero con incon-
»venientes más graves aún. Colombia sería la metrópoli y Bo-
»lívar el soberano. Para esto no merecía la pena el haber
»hecho la revolución. El dominio del rey de España, afianzado
»en la tradiciSn y la costumbre, era más tranquilo y pater-
»nal. Mejor se gobernaba á Bolivia y al Perú desde Madrid,
»pues la monarquía daba más garantías que la vida pasajera
>de un hombre que no ve más allá de ella que anarquía y
•sangre. Bolívar había anatematizado varias veces la monar-
>quía en América, no en nombre de la República precisamente,
•sino fundándose en la razón de hecho de no poderla estable-
•cer con solidez, y había rechazado con ruidosa ostentación
»la corona que alguna vez se le ofreció.— Yo no soy Napoleón,
»ni quiero serlo (dijo): tampoco quiero imitar á César ni á
• Ilúrbide: tales ejemplos me parecen indignos de mi gloria.
>— Y ofreció en cambio la Constitución boliviana; es decir, la
•cosa sin el nombre; la realidad de la monarquía sin sus va-
•nos atributos. Con este poder real y absoluto durante su vida,
•bien podría despreciar las cuatro tablas cubiertas de tcrcio-
•pelo del trono de Itúrbide, cuando tenía ó creía tener en sus
•manos lo que valía más que un cetro de rey: el bastón de
•dictador perpetuo. César con una corona de laurel, que acop-
ólo para ocultar su calvicie, no necesitó hacerse emperador
•para serlo. Cromwell no se atrevió ó no quiso declararse
trey, y al investirse con el título de Lord Protector, hizo llevar
•delante de sí una Biblia y su espada.— Bolívar, como César
•y como Cromwell, era más que un rey, y con su corona cívica
«llevaba delante de sí, por atributos de su monocracia, su es-
»pada de Libertador y su Código boliviano, que era la Biblia
•de su ambición personificada.»
Nunca, con argumentación más vigorosa, habíamos visto com-
batida la vitalicia de Bolívar. Esa página parece escrita con
la pluma de Gervinus, el inmortal historiador del siglo xix.
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CACmVACHTRlA 499
Abusaríamos de la generosa hospitalidad acordada á es-
tos renglones, si nos ocupásemos de la parte narrativa. El
cuadro de las i)atallas de Junín y de Ayacucho es verdade-
ramente pintoresco, y ni aun los episodios han sido olvidados.
Todo extracto que hiciéramos resultaría pálido ante la solem-
ne grandeza del original. El libro del general Mitre, como na-
rración, no se extracta: se lee y sé admira. Lo correcto y fá-
cil del estilo, hace de las dos mil páginas de la obra, una lec-
tura nada fatigosa, y sí muy deleitable é instructiva.
Como era natural, las últimas páginas son, en síntesis, el
juicio definitivo del autor sobre la personalidad política de su
héroe. Y como estas páginas son también el resumen de la
obra, terminaremos reproduciendo algunos fragmentos:
fEl triunfo final de los principios elementales de la revo-
»lucíón corresponde á San Martín, aimque la gloria de Bolívar
»sea mayor; porque si el uno llena mejor su misión activa de
•Libertador, el otro es moral, militar y políticamente, más gran-
»de por su ciencia y conciencia, y por los resultados ullerio-
»res que responden á su iniciativa. En la vida pública de San
•Martín y Bolívar, se combinan y distribuyen igualmente los
»dos elementos de que se compone la Historia: uno activo y
•presente, que forma la masa de los hechos: otro pasivo y Irans-
•cendental, que constituye la vida futura. Bolívar representó
»uno de éstos, y San Martín el otro. La vida política de Bolívar,
•en el orden nacional, ha muerto con él, y sólo queda la he-
•roica epopeya libertadora al través del continente por él in-
»dependizadp. La obra de San Martín ha sobrevivido, y la Amé-
»rica del Sur se ha organizado según las previsiones de su genio,
•dentro de las líneas geográficas trazadas por su espada.»
«San Martín concibió grandes planes políticos y militares
•que, al principio, parecieron una locura, y luego se convir-
•ticron en conciencia, que él convirtió en hecho. Tuvo la pri-
•mcra intuición del camino de la victoria continental, no para
•satisíaccr designios personales, sino para multiplicar la fuerza
•humana con el menor esfuerzo posible. Organizó ejércitos
•que pesaron con sus bayonetas en la balanza del Destino, no
•á la sombra de la bandera pretoriana, ni del pendón personal,
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500 RICARDO PALMA
»sino bajo las austeras leyes de la disciplina. Fundó repúblicas,
»no como pedestales de su engrandecimiento, sino para que vi-
»vieran y se perpetuaran por sí. Mandó, no por ambición, y
•mientras consideró que el poder era un instrumento útil para
»la tarca que el Destino le había impuesto. Fué conquistador
»y libertador sin fatigar á los pueblos, por él redimidos de la
•esclavitud, con su ambición ó su orgullo. Abdicó conciente-
• »mente el mando supremo, sin debilidad y sin enojo, cuando
•comprendió que su tarea había terminado, y que otro podía
•continuarla con más provecho para la América. Se condenó
•deliberadamente al ostracismo y al silencio, no por egoísmo
•ni cobardía, sino en homenaje á sus principios morales y
•en holocausto á su causa. Pasó sus últimos aflos en la soledad,
•con estoica resignación, y murió sin quejas cobardes en los
•labios, sin odios amargos en el corazón, viendo triunfante
•su obra y deprimida su gloria. Es el primer Capitán del Nue-
•vo Mundo, y el único que haya suministrado lecciones y cjem-
•plos á la estrategia moderna, en un teatro nuevo de guerra,
•combinaciones originales inspiradas sobre el terreno, al tra-
svés de un vasto continente, marcando su itinerario militar con
•triunfos matemáticos y con la creación de nuevas naciones
•que le han sobrevivido.»
fEl carácter de San Martín es uno de aquellos que se im-
•ponen á la Historia. Su acción se prolonga en el tiempo, y
•su influencia se transmite á su posteridad. Como general de
•la hegemonía argentina primero, y de la chileno-argentina dcs-
•pués, es el heraldo de los principios fundamentales que han
•dado su constitución internacional á la América, cohesión á
•sus parles componentes, y equilibrio á sus estados. Con sus
•errores y con sus deficiencias, con su escuela militar, más
•melódica que inspirada, es el hombre de acción más delibera-
»da que haya producido la revolución sud-amcricana. Fiel á
•la máxima que regió su vida— /«é lo que debía ser — y antes
•que ser lo que no debía, prefirió— wo ser nada.—Por eso vivirá
•en la inmortalidad.»
En suma, el señor general Mitre, con su monumental obra,
ha prestado á la Historia Americana servicio de inconmensu-
rable valor. Su San Martín no es de los libros llamados á mo-
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CACinVACHERlA 501
rir con el siglo. El será siempre gloriosa corona del veterano
soldado do las letras, á quien nos honramos en tributar el
homenaje de nuestro humilde, pero muy sincero y entusiasta,
aplauso.
REFUTACIÓN A UN TEXTO DE HISTORIA
I
El padre Ricardo Cappa, sacerdote prestigioso en el car-
dumen de jesuítas que, como caído de las nubes y con escar-
nio de la legislación vigente, ha caído sobre el Perú, acaba de
echar la capa, ó, mejor dicho, de tirar el guante á la sociedad
peruana, publicando un librejo ó compendio histórico en que
la verdad y los hechos están falseados, y en el que toscamente
se hiere nuestro sentimiento patriótico. A fe que el instante
para insultar á los peruanos ha sido escogido con poco lino
por la pluma del jesuíta historiidor. (1)
Mientras llega la oportunidad de que Gobierno y Congreso
llenen el deber que la ley les impone, cúmplenos á los escrito-
res nacionales no dejar sin refutación el calumnioso libelo,
con el que se trata de inculcar en la juventud odio ó despre-
cio por los hombres que nos dieron Independencia y vida de
nación. Si bien lo decaído de mi salud y el escaso tiempo
que las atenciones de mí empleo oficial no reclaman, me de-
jan poco vagar, procuraré siquiera sea rápidamente, patenti-
zar las más culminantes exageraciones, falsedades y calumnias
de que tan profusamente está sembrado el compendio.
Triste es que cuando, así en España como en el Perú,
nos esforzamos por hacer que desaparezcan quisquillas añe-
jas, haya sido un ministro del altar, y un español, el que
se lanzó injustificadamente á sembrar zizaña y azuzar pasio-
nes ya adormidas, agraviando con grosería el sentimiento na-
cional.
(1) Entft folU to motivó ntertings en pro y «»n rontr» de \on jafuHab. KI Comnp«»>'0 dM Perú <*x-
pidin u' a lpy |ito|ii»>icn(in á I »b mif>mli*08 «le 1n Oomiuifl a eHtililocerHH en el pntH romo f ueriio
docentH... P'«ro á la ley le ban toicidu lact nurice^, y los ij^naciunoi» aiituen haciendo de Ua auyas
como antes.
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502 RICARDO PALMA
Precisamente el caballeresco representante de España en
el Perú, y la colonia toda, reciben constantes pruebas de la
cordialidad de nuestro afecto para con los subditos de la na-
ción que, durante tres siglos, fué nuestra dominadora. La de-
licadeza, no sólo oficial, sino social, se ha llevado hasta el
punto de no considerar, entre nuestras efemérides bélicas, la
fecha del Dos de Mayo, suprimiendo toda manifestación que
de alguna manera lastimara la susceptibilidad española. Hace
años que ningún peruano ostenta sobre su pecho, en actos
oficiales, la medalla conmemorativa de un combate en que,
si lució la bizarría española, también el esfuerzo de los peruanos
se mantuvo á la altura de la dignidad. Las fiestas del Dos de
Mayo se han abolido entre nosotros, no por la fuerza de un
decreto gubernativo, q\ie no lo ha habido, sino por la fuerza
del cariño que, en lo íntimo del corazón, abrigamos los pe-
ruanos por España y por los españoles.
EspafLa, por su parte, nos corresponde con todo género de
manifestaciones afectuosas. Sus Academias de la Lengua y de
la Historia brindan asiento á los peruanos; y de mí sé decir
que, entre las distinciones que en mi ya larga vida literaria
he tenido la suerte de merecer en el extranjero, ninguna ha
sido más halagadora para mi espíritu que la que esas dos
ilustres Academias me acordaran, al considerarme digno de
pertenecer á ellas.
Pero si amo á España y si mi gratitud, como cultivador
de las letras, está obligada para con ella, amo más á la patria
en que nací, patria víctima de inmerecidos infortunios; y ruin
sería al callar cobardemente ante el insulto procaz, sólo por-
que la injuria viene de pluma española; aunque, bien mirado,
desde que el padre Cappa es jesuíta, puede sostenerse que
carece de nacionalidad. El jesuíta no tiene patria, familia ni
hogar. Para él, díganlo sus Estatutos, la Compañía lo es todo:
patria, familia, hogar.
¿A qué plan obedece la Compañía de Jesús, lanzando, con
la firma del más espectable de sus adeptos en Lima, tan inso-
lente cartel? ¿Qué se ha propuesto al provocar un escándalo?
¿Quiere batalla campal? ¿Tan fuerte se considera ya que fía
en el éxito? El Gobierno y el Congreso, y con ellos el país
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cachivachería 503
entero, estamos seguros de que han recogido el guante. Tiempo
es ya de saber si es ó no letra muer*ta la ley que cierra las
puertas del Perú á los hijos de Loyola.
Y no se diga que la Compañía no es responsable, como
cuerpo, de lo que aparentemente hace uno solo de sus miembros.
En la portentosa organización del Instituto, en el especial en-
granaje de esa máquina disociadora, todo obedece á un solo
impulso, á un solo cerebro y á una sola volimtad. El jesuíta
abdica de su albedrío; hasta para estornudar, digámoslo así,
necesita la aquiescencia del superior; nada posee como indivi-
duo, pero colectivamente, es archimillonario, y aspira á escla-
vizar el mundo enseñoreándose de las conciencias. Gobierno
y pueblos han de ser siervos humildes de la Compañía. Si
Cristo dijo: Mi reino no es de este mundo, los jesuítas dicen:
El dominio del mundo para nosotros.
Entre los jesuítas no hay insubordinaciones ni se discuten
los mandatos del superior: la obediencia es ciega, pasiva, ab-
soluta. Per inde ac cadáver es la divisa de la Orden. Son muertos
que hablan, escriben, piensan y sienten, como al superior, como
al Papa negro, conviene hacerlos hablar, escribir, pensar y
sentir. No se concibe milicia mejor regimentada; y por eso
los jesuítas son un peligro para la libertad, la civilización y
la república.
Todo jesuíta está destinado por el superior para llenar de-
terminado propósito. Visitando un viajero inglés el noviciado
de un convento de la Compañía, se fijó en que uno de los
jóvenes era rematadamente bruto.— ¿Qué provecho, preguntó,
podrán sacar ustedes de este animal?— Y el padre Rector contes-
tó sencillamente:— Para nosotros no hay hombre que no sirva
para algo. A este prójimo lo destinamos para mártir del Japón.
Valiéndonos de un refrán popular que sintetiza nuestras
convicciones, diremos que los jesuítas no dan puntada sin nudo.
Cortar el nudo, es la obra á que están llamados los hombres
del Gobierno, y los hombres del actual Congreso. Es induda-
ble que se tratará de hacerles creer que, en el escándalo que
ha exasperado nuestro patriotismo, no hay más que un culpa-
ble, el padre Cappa, quien escribió por sí y ante §í; y aun
se dirá que la Compañía, no sólo lo ha amonestado, sino que.
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504 RICARDO PALMA
hasta por castigo, lo ha puesto en cepo de cinco puntos, previ-
niéndole que, si reincide, se h d^rá chooolate.
Mi colombroño el padre Cappa es un comodín, una especie
de agnim obligado á cargar con los pecados de la Compañía,
en el Perú. Cuando recientemente, la discreta 6 ilustrada auto-
ridad eclesiástica prohibió una mascarada carnavalesca, en ob-
sequio de San Luis Gonzaga, quedándose pontifiquito, carde-
nalitos. zuavitos, frailucos y angelitos con los crespos hechos,
el superior de los jesuítas se lavó las manos, colgando el mo-
chuelo al fantástico y batallador ex marino Ricardo Cappa. O
se ha desvirtuado y descendido mucho la Compañía, para que
en ella todo ande manga por hombro, y haga y escriba ca'da
miembro lo que en antojo le venga, "ó hay que considerar las
disculpas como nueva é insolente burla al decoro de la autoridad
y al buen sentido del país.
II
Pasemos á desmenuzar la producción del padre Cappa, que
bien vale la pena (ie emprender la enojosa tarea un 'libro, en
que se trata de rebajar á todo trance al país y á sus hombres
más eminentes; en el que ninguna clase social es respetada;
y en el que se trasluce claramente el propósito preconcebido
de historiar mal y maliciosamente nuestro pasado, subordinán-
dolo todo al enaltecimiento del virreynato, único honrado, bue-
no y sabio gobierno que hemos tenido. Mientras el padre Cap-
pa consignó estas ideas en otra de sus publicaciones, franca-
mente que no nos pareció precisa una refutación; porque no
se trataba como ahora, de un libro de propaganda y desti-
nado á servir de texto en un colegio. Somos tolerantes, por sis-
tema y por convicción, y nuestra pluma rehuye siempre la crí-
tica en materia de opiniones políticas, de creencias religiosas,
de doctrinas literarias y hasta de apreciaciones históricas. Cuan-
do algo nos desagrada, censuramos en el seno de la intimidad.
En público, preferimos á la reputación de zoilo y de severo,
la acusación, que ya se nos ha hecho, de complaciente hasta
la debilidad. Tras una palabra de crítica, hemos puesto siempre
diez de encomio. Aquellas publicaciones del padre Cappa nos
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CACHIVACHERLV 505
aiTíincaron, pues, las mismas murmuraciones que su Estafeta
dci Cielo, superchería que consiste en escribir carlitas ni sanio
de nuestra devoción, echar la esquela en los buzones í[uc, al
electo, tienen los reverendos, y esperar la respuesta.
I Valiente historia la que el padrecilo pretende enseñar á
nuestros hijos! Los Incas, bárbaros opresores dignos de ser
condenados; el coloniaje, todo bienandanza y todo tratarnos
con excesivo mimo (pág. 18); la República, una vergüenza; los
proceres de la Independencia, ambiciosos sin antecedmtas y ver-
daderos monstruos; la Inquisición, una tlelicia cuyo restable-
cimiento convendría; la libertad de imprenta, una iniquidad;
Bolívar, San Martín y Monteagudo, tres peines entre los que
distribuye los calificativos obsceno, cínico, pérfido, aleve, in-
moral, malvado, y sigue el autor despachándose á su regalado
gusto; el padre Cisneros, un impío; el canónigo Arce, un blas-
femo; Mariátegui, iln libérrimo; Luna bizarro y^Rodríguez (le
Mendoza, sembradores de mala semilla; nuestro clero tratado
con menosprecio; nuestra sociedad de Beneficencia, satirizada;
en una palabra, toda nuestra vida independiente no sTgniFica
para el padre Cappa sino retroceso, corrupción y barbarie.
Vamos pasito á pasito, que todo el camino se andará.
-¿Qué le parece á usted el compendio?— preguntamos ano-
che á un amigo muy competente en Historia.— ¡Hombre! Una
viborita á la que hay que aplastar con el taco de la bota.— La
respuesta es típica, y ya se convencerán de ello mis lectores.
En 219 páginas, en 8.Q menor, es imposible reconcentrar mas
veneno contra el Perú y sus hombres.
El texto de mi ensotanado tocayo (malo como texto, pues
carece de las condiciones de tal), empieza por no dar idea
geográfica del país, teatro de los acontecimientos en que el
historiador va á ocuparse. Como quien camina sobre ascuas,
pasa sobre los tiempos pre-incásicos cuando, s!n aventurar con-
jeturas ni admitir hipótesis, ha podido dar el preciso desarrollo
á la historia de las tribus que ocupaban todo el territorio
ariies de ser conquistadas por los Incas. No pinta con fidelidad
el estíido social del imperio incásico, sino que ha falseado
la interpretación de los hechos y callado otros que, en la com-
paración. redundaran en contra del gobierno colonial.
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500 litCAKÜO PALMA
Larguísima tarea nos daría el detenernos en pequeños de-
talles. Ocupémonos, á vuela pluma, de algimas de las afirma-
ciones del profesor de historia ad husum Societate Jem,
Todos los pueblos, antes de la conquista incásica, dice que
«reconocían un Ser Supremo generalmente llamado Ticihui-
racocha al interior, y Pachacamac, en la costa.
Desde luego debemos recordar á nuestros lectores que eran
tantos los dioses adorados en el Perú, que los Incas, como los
romano.s, llevaban á su gran templo de Coricancha los ídolos
ó divinidades de los pueblos conquistados. Algo más grave
aún. Los yungas no hablaban el quechua, y mal podían dar
á sus divinidades nombres de otra lengua ó dialecto.
En la página 41, hablando de los monasterios consagrados
á las vírgenes del Sol ó escogidas, después de repetir lo que so-
bre estas sacerdotisas traen Garcilaso y otros, dice el padre
Cappa, por su cuenta, y sin más autoridad que la suya: «No
* obstan te (esto es, porque á mí se me anloja) eran vastos barc-
ones exparcidos por el imperio, repugnames Itestimonios de
»los celos de un déspota.» Como verdad histórica, esta es una
de las muchas ruedas de molino con que el profesor hace co-
mulgai* á sus alumnos. Como refutación, baste copiar lo que
don Sebastián Lorente, historiador de buen criterio, ílice:—
«El mayor número de las escogidas consagraban su virginidad
»ai Sol; y las pocas que no hacían votos perpetuos, contraían
^enlaces ventajosos.» Y Lorente apoya su aseveración en él
testimonio de cronistas é historiadores.
Las contradicciones no faltan para que el librito del padre
Cappa no tenga por donde ser cogido sin tenacilla. En una
parte, dice que los indios tenían tanto trabajo que, abrumados
por él, morían; y en otra, que no vivían sino en continuada
fiesta y entregados á la embriaguez. ¿A qué carta se quedan
los discípulos del padre Cappa?
Tampoco aprecia debidamente la misión civilizadora de los
Incas, y cuánto mejoró la condición social, dulcificándose las
costumbres, bajo el gobierno patriarcal de los hijos del SoL
Desapareciendo las frecuentes guerras en que vivían empeñados
los pueblos, aprendieron nuevas artes é industrias, engrandcr
cieron la agricultura y se estrecharon los lazos de la familia
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cachivachería 507
y de la sociedad, bajo la innuencia de leyes y religión huma-
nitarias. Mal califica el padre Cappa la política y espíritu de
los Incas, diciendo que su norte fué «dejar reducidos á sus sub-
ditos á la condición de simples cosas,» lo que contradice la
afirmación que más adelante estampa, de que «la pobreza no
se conocía en el pueblo.»— -Sin darse cuenta, hace con esta
contradicción el elogio del paternal gobierno incásico.
No es cierto que el egoísmo de las clases privilegiadas ex-
cluyera al pueblo de obtener honores y grandeza, como lo
asegura el padre Cappa. Desde Garcilaso hasta Montesinos,
los historiadores afirman que, á más de la nobleza de sangre
ó hereditaria, había otra 4 la que por sus méritos, virtudes
servicios y talento, podían elevarse los hombres, desde las más
hiunildes esferas.
Dejando aparte inexactitudes que no significan gran cosa
en el cuadro que de la conquista traza el padre Cappa, consa-
graremos nuestro próximo artículo á refutar la apología del
feroz y fanático Valverde, á la vez que la defensa del gran
crimen que produjo el asesinato del prisionero Atahualpa. El
mismo padre Cappa lo llama verdadero crimen; pero... ya co-
piaremos al pie de la letra, los rebuscados y malignos argu-
mentos con que pretende paliarlo ó justificarlo.
III
«Hay comezón (escribe el padre Cappa) de pintar á Val-
» verde como azuzador contra Atahualpa.» Si tal comezón ha
habido, ella, más que de los americanos, ha venido de los
historiadores españoles. En la proeza de Cajamarca, cronista
que fué testigo de ella, refiere que Valverde gritaba á los sol-
dados que hiriesen de punta con sus espadas á los indios, que
aterrorizados, huían. En la colección de Documentos de Men-
doza se encuentra la información que los partidarios de Alma-
gro enviaron al rey de España, información de la que cierta-
mente no sale Valverde en olor de santidad. Tocaba al padre
Cappa santificarlo, y para ello apela á la opinión de un escritor
de nuestro siglo, el conde de Maistre, y á sus Veladas de San
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508 RICARDO PALMA
Pctershurgo, que no son siquiera una obra de historia, sino
de controversia filosófica y religiosa. Pero aun aquí falsifica
nuestro jesuíta el texto, que costumbre es de la Compañía
falsearlo todo.
Lo que dice de Maistre en el tomo I de las Veladas^ es, li-
teralmente:—«No tengo noticia de ningún acto de violencia,
•excepto la célebre aventura del padre Val verde, que, á ser
•cicrla, no probaría sino que en el siglo xvi hubo un fraile loco
»en España; mas la aventura tiene carácter intrínseco de fal-
»scdad. No me ha sido posible descubrir su origen; pero un
tcspaflol muy instruido me ha dicho:— Creo qiie todo ello no es
•sino un cuento del imbécil Garcilazo.^
Como se ve, el conde de Maistre está muy distante de de-
fender á Val verde; no hace más que poner en duda la crimi-
nalidad del fraile dominico. Creyendo falsa la aventura, con-
fiesa el ultramontano conde que no ha cuidado de registrar
historiadores para averiguar la verdad, y se atiene á lo que
le dijo un bufón español. ¿No es un falso testimonio el que el
padre Cappa le levanta á de Maistre, haciéndolo decir lo que
no dijo? Si á las palabras que del conde dejamos copiadas las
llama el padre Cappa vindicación, diré que se necesita criterio
muy pobre para aceptarlas como tal. Además, se necesita toda
la mala fe jesuítica para, en un libro de texto, considerar
como autoridad histórica á quien no fué historiador, y que,
al divino botón, sin tomarse el trabajo de estudiar el asunto,
como él mismo lo confiesa, lanza las chilindrinas del fraile
loco y de la imbecilidad de Garcilazo. ¿Hay seriedad en esto?
¿Es digno de ser patrocinado por la pluma de quien, como el
padre Cappa, es profesor titular de Historia peruana en el
colegio de la Orden?
Pero no es la vindicación de Valverde el florón más her-
moso del INFAME librejo del padre Cappa. Vamos á presentar
en toda su desnudez la conciencia jesuítica de doble fondo
moral, de dos caras como Jano, conciencia que sostiene la doc-
trina de que el fin justifica los medios. Entramos en el asesinato
de Atahualpa.
Queremos ser parcos en comentarios, por temor que nues-
tra pluma se extravíe en un arrebato de patriótica indigna-
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CACHIVACHERÍA 509
ción. Dejamos la palabra al padre Cappa. «La muerte de Ata-
»hualpa fué un borrón del conquistador, un verdadero crimen,
»es cierto; pero crean los jóvenes que se han repetido y se
•repetirán hechos análogos, mientras dure el mundo, y con
•menor motivo, por más que se diserte contra ellos.» Así se
justifica hasta el asesinato de Abel y la crucifixión de Cristo.
¡Moral de jesuíta! A los ignacianos les viene siempre á pelo
aquello de:— ¿Cómo anda uste'd de capitales?— No ando del todo
mal... tengo los siete pecados.
En un consejo de guerra, se decidió, por trece votos contra
once, el suplicio de Atahualpa, mediando breves horas entre
la sentencia y la ejecución. Nada de esto refiere el padre Cappa
á sus alumnos. En homenaje á esos once honrados españoles
que votaron porque Atahualpa fuese enviado á España, para
que allá decidiese el rey sobre su destino, quiero consignar
aquí sus nombi^es.
Llamáronse Juan de Rada, Diego de Mora, Blas de Atien-
za, Francisco de Chaves, Pedro de Mendoza, Hernando de Haro,
Francisco de Fuentes, Diego de Chaves, Francisco Moscoso,
Alfonso Davila y Pedro de Ayala. El padre Cappa parece que
envidiara no haber figurado entre los trece asesinos del Inca;
pues dice, que, aunque en ese día se le hubiera perdonado,
«pronto se hubiera encontrado motivo para insistir en su muer-
tte. Los españoles todos estaban convencidos de que, quitando
»de en medio á Atahualpa, la conquista se allanaba extraordi-
•nariamente.»
Oviedo, cronista real, después de estampar la relación de
Jerez, conquistador que asistió á las escenas del sangriento
drama de Cajamarca, dice: «por lo que he podido inquirir, la pri-
sión y muerte de Ataballfca fué injusta.*
Y el gran Quintana, gloria de las letras en nuestros días,
dice en su Vida de Pie-arro;— «Si desde antes no tenía ya en
»su corazón condenado á muerte al Inca, sin duda lo determinó
•cuando, satisfecha la pasión primera, que fué la de adquirir,
•pudo dar oídos solamente á las sugestiones de la ambición.»
Sin esfuerzo convendrá el lector en que algo habremos ho-
jeado sobre historia patria, y creerá nucslra afirmación de que
en cronista ó historiador alguno habíamos encontrado hasta
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510 RICARDO PALMA
ahora disculpado, tan sin embozo, el regicidio de Atahiialpa.
Iai honra de esa novedad estaba reservada en el siglo xix
y en el Perú, para un cofrade del padre Mariana, el sabio je-
suíta gue sustentó en España la doctrina del regicidio. Sólo
los jesuítas tienen la audacia de patrocinar los grandes crí-
menes.
Véase, en fin, la oración fúnebre que el padre Cappa consa-
gra al infortunado Inca: «El padre Valverde le administró el
» bautismo poco antes del suplicio. Diremos con Gomara: di-
»choso él si de buena fe pidió el bautismo; y si no... 'pagó
*las que había hecho. ^
¡Ferocidad de hiena ó de jesuíta! La pluma, indignada, se
resiste á seguir copiando.
IV
Pasemos á las encomiendas y mitas, tan defendidas por nues-
tro historiador. «Unas pocas encomiendas se adjudicaron á
españoles que nunca pisaron la América.» ¡Bravo! Esta de-
claración nos ahorra tinta. Quedamos, pues, en que los pobres
indios eran adjudicados como botijas de barro: que tenían
doble amo:— el residente en España, y el mayordomo ó re-
presentante de éste en el Perú.
Tah insoportables debieron ser las encomiendas y mitas, y
á tal punto llevaron el abuso y la crueldad los encomende-
res, que alarmado el rey con las continuas reclamaciones que
desde aquí le enviaran algunos hombres de bien, mandó al
virrey Blasco Núflez para que pusiese en vigencia ordenanzas
que, rechazadas por los encomenderos, produjeron las revuel-
tas de Gonzalo y de Girón. ¡Suprimir las encomiendas! ¡Abolir
el servicio personal! Eso no podía soportarse. Corrió sangre á
raudales, venció la corona; pero los abusos y exacciones si-
guieron en pie. Venían reales cédulas procurando mejorar la
condición del indio; pero las reales cédulas eran papel mojado
ú hostias sin consagrar: no se las acataba.
Cuando, á más no poder, tiene el padre Cappa que conve-
nir cu que hubo exacciones, crueldad y arbitrariedad, culpa
de ellas á los hijos del país, como si no hubieran sido tan es-
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CACmVACHERtA 511
pafíolcs los de allá como los de acá, y como si no hubiera
habido gobierno llamado á reprimir y castigar. ,
Aunque los indios estaban connaturalizados con el trabajo,
el padre Cappa los hace holgazanes, sacando de aquí la nece-
sidad de obligarlos al trabajo por medio de la mita. Olvida el
profesor que, pocas páginas adelante, ha enseñado á sus dis-
cípulos que la ociosidad no era conocida bajo el gobierno incási-
co. Pero, ¿qué importa? Ahora, bajo el gobierno colonial, le
convenía convertir en perezosos á los laboriosos. — Cuando el
rey quería aliviar en algo la condición de esas bestias de carga
llamados mitayos, expedía alguna real cédula que, llegada á
Lima, no salía de palacio. Los virreyes sabían que siendo pun-
tuales en remitir á la corte, convertidas en oro y plata, las
gotas del sudor de los infelices indios, nada tenían que recelar;
y preferían mantenerse en buena armonía con los encomende-
ros, propietarios de esas bestias, á las que fué preciso que una
bula del papa Alejandro VI, si la memoria no me engaña, de-
clarase seres humanos y capaces de sacramentos. La tiranía
Se llevíS hasta el punto de pretender que los indios no hablasen
la lengua nativa.
A estas bestias de carga es á las que, probablemente, se
refiere el padre Cappa, cuando dice que los conquistadores
nos trataron con exceiivo mimo. Es cierto: á pocos mitayos des-
cuartizaron pudiendo hacerlo (¡Dios les premie la caridad!)
pero el palo y el látigo andaban bobos acariciando espaldas.
I Esto es mimo^ y todo lo demás es chiribitas!
Si uu europeo, ateniéndose á los informes de Acosta, Hum-
boldt y de infinitos historiadores, viajeros y hombres de cien-
cia, que han considerado el territorio peruano á propósito para
cosechar en él los productos de todas las zonas, llega, en mo-
mentos de embarcarse, á leer el libro del reverendo jesuila,
de fijo que deshace la maleta y se queda en el Viejo Mundo.
No so diría sino que los jesuítas se proponen, desacreditando
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512 RICARDO PALMA
al país, íccev imposible la inmigración. Véase io que, sin alterar
silaba, escribe el padre Cappa:
«No es el territorio del Perú capaz de mucha agricultura.
»La costa estéril; la sierra demasiado fría. Sólo las pcquc-
Ȗas quebradas del litoral, y alguna que otra provincia del in-
»lerior, pueden rendir razonables cosechas. Durante el virreyna-:
»to se aprovecharon, no mal, estos terrenos, pues el Perú se
«bastaba á si mismo, y aun exportaba al extranjero.»
El hábil corresponsal de El Callao^ comenta este manojito
de mentiras. Háme gustado su comentario, y lo prohijo.— «¿Con-
»que sólo en tiempo del virreynato se aprovecharon esos terre-
ónos, hasta el punto de que produjeran lo bastante para casa
ty para fuera de casa? Pero, ¡hombre de Dios I si acaba usted
»de decirnos que, por estéril la ima y por fría la otra, costa
»y sierra, no consienten agricultura, ¿cómo nos habla de ex-
»ccso de producción? ¿Y usted ha aprendido lógica, padre?
•Pues lo disimula.»
Capítulo de otra cosa. Habla el padre Cappa:— «La Inqui-
tsiclóu (dice) ha sido desde setenta años á esta parte el bu
>de las gentes. (¿Y antes, qué era? ¿caramelo?).— Su fin estaba
» reducido á velar por la pureza de la te, y á castigar á los
«casados que, fingiéndose solteros, contraían otro matrimonio.
»(¿Y no quemaban brujas, padre?)— Hubo en el Peni muchos
•portugueses judaizantes, que sufrieron el justo rigor de la
•Inquisición.- (Conque, jusíOy ¿eh?)— Es una vulgaridad tamaña
•decir que la Inquisición encadenaba el pensamiento, y otras
•sandeces por el estilo.— (Sandez es, en pleno s'glo xix, echarse
»á hacer la apología de tribunal tan maldecido.)— Fuera de los
•portugueses, raros fueron los castigados severamente en el
•Perú.— O Hola I ¿Nos lo dice su paternidad, ó nos lo cuenta?)—
• Nosotros, por respeto á tan santa y hiinhechora institución (¡ata-
»ja! i ataja!) nos esmeramos en disipar las patrañas con que,
•los hombres de fines del siglo pasado y principios de éste,
•han embaucado á tanto candido.» (Muchas gracias, por la
parle que nos toca.) El padre Cappa se coloca aquí en la misma
condición del que dijo:— Yo arrojaría al mar á lodos los im-
béciles* á lo que un curioso le contestó con esta pregunta:
—¿Sabe usted nadar, padre?
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cachivachería 513
¿Podía imaginarse el lector mayor impudencia? Pues ahí
eslú en letras de molde.
Afortunadamente, aunque muchos documentos originales de
la Inquisición han desaparecido del Archivo Nacional, quedan
los suficientes para probarle al padre Cappa que, sólo en Lima,
quemó la santa y bienhechora treinta prójimos vivos, y catorce
en estatua y huesos, contándose entre los achicharrados dos
mujeres; y que el número de los sentenciados á azotes, ga-
leras y demás penas, ascendió á cuatrocientos cincuenta y ocho.
[Vaya una bienhechora! Ni los paganos desenterraron jamás ca-
dáveres para castigarlos con la hoguera.
Los bárbaros hacen á sus divinidades ofrendas de carne
humana: y la santa, la civilizada, la católica Inquisición, insuHa
á un Dios todo amor y misericordia, brindándole también el
sacrificio de humanos seres.
Además, la Inquisición hacía imprimir en folletos la rela-
ción de cada auto de fe, con el extracto de la causa seguida á,
cada reo. Y de estos folletos se conservan no pocos, en Lima.
Quien tenga flema para leerlos, verá por cuan ridiculas acu-
saciones se aplicaban penas severísimas.
No podrá negar el padre Cappa la autenticidad del llamado
Edicto de las delaciones que en el tercer domingo de Cuaresma
se promulgaba anualmente en nuestro templo de Santo Do-
mingo, fijándose luego, en carteles impresos y con el sello del
Tribunal, en la puerta de todos los templos de Lima. En la
antigua Biblioteca Nacional se encontraban (y abundan las per-
sonas que los vieron) los edictos promulgados en 1721, 1738,
1742 y 1809. También Llórente, en su historia de la Inquisición,
los publica. El cartelón que se pegaba en la cancela ó puerta
de las iglesias, llevaba esta terrible nota mannscñía:— Nadie
lo quite, so pena de excomunión.
Para solaz de nuestros lectores, extractaremos del edicto
algunos de los crímenes, por los que se corría peligro de tra-
bar relaciones íntimas con la penca ó con la hoguera.
Erase hereje judaizante, por ejemplo, por haber negado que
las campanas fuesen las trompetas del Señor; por recitar los
salmos sin agregar gloria Fatri; por ponerse camisa blanca en
33
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514 . RICARDO PALMA
sábado: por haber vuelto, al morir, la cara á la pared; por
lavarse, por la mañana, los brazos hasta el codo; por pasar
sobro la uña la hoja de un cuchillo; por hacer ascos al vino;
por separar el gordo del tocino; por poner, en sábado, sába-
nas limpias en la cama; por poner sobre el hombro de un hijo
la mano con los cinco dedos extendidos; y, en fin, largo espa-
cio ocuparía seguir extractando un edicto que el lector, curioso
por conocerlo íntegro, encontrará en la Biblioteca Nacional.
Lo más infame de este edicto era la obligación que se im-
ponía á los hijos de denunciar á los padres, abominación de
la que, para mengua de la humanidad, no faltaron casos.
Y á ese Tribunal sanguinario, feroz, fanático é inmoral,
es á lo que el padre Cappa llama institución santa y himhechora 1 1
Tiene razón. La Compañía de Jesús y la Inquisición son
hermanas gemelas. Tal para cual. Que echen raíces en el Perú
los jesuítas, y su hermanita vendrá, no precisamente en la for-
ma antigua, sino en otra más hipócrita. ¡Quién sabe si, por esta
refutación, me quemarán un día en estatua y huesos! Sea todo
por Dios.
Y va de tradición:
Cuentan que el padre Esteban Dávila, que fué uno de los
cinco primeros que trajeron á Lima la lepra del jesuitismo,
mantenía una de dimes y diretes con fray Diego Ángulo, co-
mendador de la Merced, sacerdote que tenía el cabello de un
rubio azafranado. Fijándose en esta circunstancia, le dijo en
cierta ocasión el jesuíta:
—jRvbicundus erat Judas.
A lo que el mercenario limeño contestó sin retardo:
—Et de Societate Jesu.
VI
No todo ha de ser seriedad y entrecejo y bilis. Hay^ en el
librejo temas de que no puede ocuparse la crítica sino humo-
rísticpmente. Escogeré cuatro ó cinco, que para muestra basta
un botón Criticólos, más que por lo que ellos en sí expre-
san, por el solapado propósito que encarnan de establecer com-
paraciones entre el pasado y el presente.
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cachivachería 515
Sobre libertad de imprenta, punto de que también se ocupa
el padre Cappa en la sección de su libro correspondiente á
la Independencia de la República, después de opinar que el
gobierno colonial hizo- bien en matar el Mercurio peruano^ por-
que éste empezaba á sacar los pies fuera de la sábana, con
tendencias y doctrinas intolerables^ añade que los periódicos que
le sucedieron valían poco, marcándose cada vez más la fisonomía
repugnante que hoy caracteriza á la mayor parte de eUos.
No se apuren los miembros del cuerpo médico de Lima,
que también ellos tocan del pan bend¡to.«No hacían tantas con-
»sultas, ni t^n caras; y con todo, la mortandad está, ahora,
»en la misma proporción que antes».— ¡Vaya! ríanse ahora con
esta dedada de miel:— los estudios se encuentran hoy en tan
>buen pie, como en las más acreditadas escuelas europeas.»
—Una de cal y otra de arena. Lo que el padre Cappa critica
es que cobren caro y que dejen morir gente, después de ha-
berlo consultado mucho, cosas que, según él, no hacían los
médicos del coloniaje.
De las limeñas dice el padre Cappa:— «Las leyes eran pocas
»y suaves; pero se notaba en las señoras marcada tendencia
Tȇ contradecirlas aun con descaro, en lo que hubo excesiva
•tolerancia de las autoridades, contribuyendo á formar un ca-
»rácter sin más norma que el capricho. ¡Cosa sorprendente I
•Entre la multitud de acusaciones que los americanos inde-
» pendientes hacen á los españoles, nunca he visto ésta que,
»en mi concepto, es la más fundada, y la que ha dado y da
•resultados fatales.»
Cuando llueve, todos se mojan, y no era posible que mis
bellas paisanas quedaran sin su correspondiente sepancuantos
en el sermón del padre Cappa.
Pesada se haría esta refutación si continuara pasando el
lápiz rojo sobre todos los párrafos parecidos á los que, humo-
rísticamente, apunto en este capítulo. Son dignos de ataque
sólo por estar en un libro de texto para colegio, y dar á los
estudiantes extraviada idea de lo que fué y es nuestra sociedad
peruana. Quédense en el tintero.
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516 RICARDO PALMA
VII
Hablando de las causas que produjeron la Independencia,
considera, entre otras, ésta:— -«La ambición de unos cuantos hom-
»bre8 sin antecedentes ^ que con el cambio radical se prometían
»ocupai los primeros puestos.»
Así, para el padre Cappa, eran ambiciosos sin antecedentes
los notabilísimos peruanos que, el 28 de Julio de 1821, suscri-
bieron, en el Cabildo de Lima, el acta de emancipación; y
nótese que más de una docena de los firmantes eran títulos
de Castilla, condes y marqueses; y no pocos nombres de muy
acaudalados comerciantes figuran entre los suscritores del clá-
sico documento. Hijos ó nietos de esos patriotas republicanos
son los hombres de la actual generación, y creo que no de-
jarán de sentirse heridos en su sentimiento filial, al ver ca-
lificados á sus padres y abuelos de ambiciosos sin antecedentes.
«La acción, no interrumpida de las logias masónicas del
»rito escocés, el resentimiento de Inglaterra para con España,
ȇ la par que el deseo de explotar el Nuevo Mundo, y los libros
»de los llamados filósofos franceses,» fueron, según el padre
Cappa, las chispas que produjeron la explosión. ¿Por qué olvi-
da que el despotismo, la intransigencia, los abusos, exasperaron
á los americanos, hasta lanzarlos á una lucha titánica, la lucha
desesperada de los débiles oprimidos contra los fuertes y en-
greídos opresores? Convenimos con el padre Cappa en que,
al principio, no fué grande el eco que encontrara en el Perú
la causa revolucionaria; pero no aceptamos que el indiferentis-
mo fuese porque previeron que la Independencia daría por
fruto la anarquía más lastimosa^ como él sostiene. ¿Quién rea-
lizó el milagro de convertir el indiferentismo en entusiasmo?
Los realistas mismos con sus innecesarias crueldades en Can-
gallo y Pasco, ni Y luego hablarncs de anarquía un español, un
subdito del más anarquizado de los pueblos y gobiernos de
Europa! I! En otra oportunidad he escrito que, si bien se hace
la cuenta, á españoles y peruanos nos toca á motín por barba.
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(JACniVACHERlA ol?
VIII
Veamos cómo trata el padre Cappa á los prohombres de
la Independencia.
Pasando por alto que á La Mar, (página 184) lo llama á
todas luces inepto; que de Riva-Agüero dice que nunca oyó sil-
bar una bala, y que, sin embargo, fué gran mariscal; y que
unos picaros de aquí y otros picaros de allá, poseedores de
títulos de la antigua deuda española, fueron los promovedores
de la toma de las islas de Chincha en 1864, y otras difama-
ciones calumniosas ó inconvenientes en un texto, contraigá-
mosnos sólo á lo más culminante' é intencionado, por la ten-
dencia y espíritu que en el historiador dominan.
Hablando de M:ntca3udo, dic?:— «Era Montearudo írrci'gio-
»so, inmoral, pérfido y aleve.»— ¡Cuánto derroche de califica-
tivos! Los jesuítas tienen bien sentada su fama de derrochado-
res de insultos. Es lo único que derrochan.— «Kra hijo de un
•pulpero de Chuquisaca y de una esclava.»— Esto no puede
pasai* en un libro de texto; porque á los escolares no se les
debe enseñar mentiras crasas.
En 1879 (y con motivo de la polémica histórico-continen-
tal á que un estudio nuestro sobre Bolívar dio motivo) el go-
bierno argentino hizo seguir una información sobre el naci-
miento de Monteagudo. De esa información resulta que nació
en Córdoba del Tucumán, por los años de 1785, que fué hijo
de don Miguel Monteagudo Labrador de Roda, natural de Cuen-
ca, en España, capitán de milicias en Buenos Aires cuando
la invasión inglesa, quien casó con doña Catalina Cáceres, de
cuyo matrimonio tuvo por hijo al doctor don Bernardo Mon-
teagudo Estos datos constan en el testamento del dicho ex-
capitán de milicias que, original, se encuentra en poder del
general y literato don Bartolomé Mitre.
Dos historiadores bonaerenses. Pelliza y Fregueiro, publi-
can, en sus libros sobre Monteagudo, otros documentos que
apoyan la información oficial á que nos acabamos de referir,
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518 RICARDO PALMA
y aun creemos haber puesto ambos libros en mano del padre
Cappa, en alguna de las visitas que hizo á la Biblioteca en busca
de documentos. Pero le convenía dejar en pie las hablillas
que, en vida, propalaron los enemigos de ese eminente hombre
de Estado, con el mezquino propósito de rebajar su perso-
nalidad.
Sigue el padre Cappa:— «De este sujeto, (¡vaya ima grose-
>ría!) como de San Martín, Bolívar, Sucre (¿también sujetos f
»¿ también números de la penitenciaría?) y otros pocos, da-
» remos una biografía, en otro Ubro.»— Y hablando de la de-
posición de Monteagudo, añade:— «Nunca es larga la felicidad
»de los malvados.»— ¿Por qué malvado? ¿Por patriota?
El padre Cappa nos trae á la memoria el parte fie aquel
comandante de fronteras, que escribió:— Todo está listo, mi
general, para batir al enemigo: sólo nos faltan armas, municio-
nes, caballos y gente; pero nos sobra artillería de embustes.
Cuando, por un momento, se olvida el padre Cappa de que es
jesuíta, entonces su pluma se inclina á ser justiciera. Así nos
explicamos que en la página 177, al hablar de la organización
del gobierno de San Martín, diga:- «Se rodeó de hombres de
emérito como don Bernardo Monteagudo, etc.,» pero olvidadi-
zo luego de que había reconocido la importancia del hombre,
lo colma de improperios veinte páginas después. No se diría
sino que el tal jesuíta es tuerto del ojo canónico, que dicen lo«
teólogos, y que tiene cerrada la otra ventana.
En cuanto á los honores concedidos por el Congreso á
San Martín, dice: «que estos fueron obra del miedo, y no de
»la gratitud nacional»— y, en un párrafo que bautiza con el
epígrafe Servilismo y adulación^ lanza al clero peruano este en-
venenado dardo:— «El clero oía con gusto un himno dedicado
»á Bolívar, que se cantaba entre la epístola y el evangelio,
»conslándole que Bolívar era el hombre más cinicamente obsceno
T^del mundo* al lado del cual, añadimos nosotros, Pirrón, con su
oda á Priapo, sería probablemente para los ignacianos un mo-
naguillo de la Cartuja, ó una pudorosa monja visitandina.
¿Quiere el lector respirar el aroma de un ramillete de in-
sultos procaces contra nuestros hombres más eminentes? Pues
vea lo que, ad pedem Uleree^ copiamos de la página 208:— «La
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cachivachería ;') 19
«semilla sembrada en la juventud por el impío padre Cisncros;
•por el blasfemo canónigo Arce; por los sacerdotes liberales
»(quc, para los jesuítas, ser liberal es más que ser excomulgado
» vitando) Rodríguez y Luna Pizarro; por los libérrimos Ma-
»r¡átegui y Sánchez Carrión; y regadas, en fin, por Sati Mar-
tín, Bolívar y Monteagudo, debían producir opimos frutos.»
IX
Hasta la gloria de los laureles que en Ayacucho alcanza-
ron los americanos, es vulnerada por la pluma del sai disant
historiador jesuíta. La victoria no se debió al esfuerzo de los
patriotas, sino á la traición de Canterac, el general en jefe
de los realistas. Y luego, (no se caiga de espaldas el lector) en
Ayacucho el ejército independiente no tuvo los 5,686 hombres
que las listas de revista, los partes oficiales y demás documen-
tos consignan, cifra que hasta hoy ni García Camba, cronista
español de esa batalla, había contradicho, sino 8,000 hombres;
número casi igual al del ejército realista, cuyo efectivo, en rea-
lidad, fué de cerca de 10,000. Convénzase el lector por este tro-
cito que, literalmente, copiamos de la página 199 .—«Las fuer-
»zas fueron, próximamente, de unos ocho mil hombres de cada
»parte, como con buenos datos lo probaremos en nuestra His-
»toria, (así será de embustera esa Historia) para donde, igual-
emente nos reservamos analizar la conducta de Canterac, y
»si hubo ó no traición por parte de este jefe, al que desde
»Junín lo llamaban el francés.» No hubo, pues, según el histo-
riador loyolista, gran proeza en vencer á número igual de ene-
migos, y menos cuando la traición fué aliada de los vencedores.
üj^Y nosotros que vivíamos tan engreídos con nuestra victoria
de Ayacucho, que selló la Independencia de la América!!! Ven-
cieron ustedes gracias á ramas, gracias á la traición, es lo
que, en buen romance, les enseña ahora el padre Cappa y Ma-
nescau, á nuestros hijos, á los nietos de los vencedores en
Ayacucho. j Habrá cinismo!
Precisamente todos los entendidos en el arte militar, así
españoles como americanos, que han escrito sobre la batalla
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520
RICARDO PALMA
de Ayacucho, convienen en que esa batalla fué, por parte de
los patriotas, la más correcta, la más ajustada á estrategia
entre cuantas se dieron en América durante la larga guerra
de Independencia. No es Pichincha, es Ayacucho la acción
que, como soldado, pone á Sucre al lado de los más grandes
capitanes. ¡¡¡Pues bien, sépalo la juventud, sépalo el mundo,
esa gloria es hechiza, es usurpada!!! ¡Gracias á ramas!
Cómodo es justificar todo desastre inventando una traición
y un traidor. ¡Pobre Canterac! Murió alevosamente asesinado
en un cuartel de Madrid al apersonarse á sofocar un motín,
y ahora... también su honra es alevosamente asesinada y... para
que sea más cruel el golpe, por un compatriota suyo.
El padre Cappa se exhibe en esta parte de su compendio co-
mo el granuja á quien pregunta el juez el por qué ha robado
un terno de ropa en una sastrería.— Ya se sabe que aquél
contestará que lo hizo para poder presentarse vestido con al-
guna decencia ante el juzgado.
Pues ni esto ha conseguido el padre Cappa, porque ante el
tribunal de la Historia, en la misma España, será tenido por
indecente el que, sin exhibir documentos comprobatorios, in-
fama la memoria de un soldado benemérito para la metrópoli.
Hay un aforismo español que, á ser contemporáneo, cree-
ríamos inspirado para hacer el retrato moral del jesuíta pa-
dre Cappa. Dice así el ya rancio aforismo:— -Tres muchos y
tres pocos hunden á un hombre: mucho hablar y poco saber;
mucho presumir y poco valer; mucho gastar y poco tener.
X
Termino esta refutación desentendiéndome de las 18 pági-
nas que el padre Cappa consagra á los gobiernos del Perú,
desde La Mar hasta el día. Se ocupa de hechos en que todos
hemos sido, si no actores ó comparsa, por lo menos especta-
dores, y de hombres públicos á los que todos hemos conocido
personalmente. Tela hay, y larga, en esas 18 páginas; pero
esa tela córtela cada cual según sus simpatías ó prevenciones.
No quiero exponerme á herir susceptibilidades de conlcmpo-
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cachivachería 521
ráneos ó de amigos personales; sobre todo cuando, como re-
futacióíi al librejo, creo haber escrito lo suficiente para que
mis lectores se formen cabal concepto del espíritu jesuítico
encarnado, como sutil ponzoña, contra la libertad y la repú-
blica, en esas 219 paginitas.
Del fondo de una sociedad pervertida en su fe por la su-
perstición, y en una edad anarquizada, en su dogma, por las
herejías, se levantó, al par de la Inquisición, con su hoguera
y sus verdugos, una institución mitad militar, mitad religiosa,
con todos los vicios del campamento y todas las sutilezas del
claustro, con toda la hipocresía arrancada á su fundador por
los terrores de un libertinaje salvado á la muerte en las alu-
cinaciones de un sistema nervioso ya gastado.
Esa institución formada por un desertor, debía convertirse en
el poder más tenebroso y absorbente. La espada caída en las
puertas del hospital de Pamplona, debía transformarse en el
puñal de Ravaillac; y la sangre de la herida de Loyola debía de
servir para confeccionar el chocolate de Ganganelli.
Esa institución, como asociación religiosa es una blasfemia
contra las doctrinas del Evangelio; como sociedad civil, es
una amenaza al hogar y á la propiedad; como cuerpo político,
es un complot permanente contra la libertad de los pueblos y
la estabilidad de los gobiernos. Ese monstruo, abortado por
una decadencia de fe y corruptela de nobleza; ese antro que
fué refugium peccatorum de los libertinos hastiados y de los am-
biciosos decepcionados, es lo que, por sarcástica ironía, se
llama ¡Compañía de Jesús!...
Gobiernos y pueblos, familia é individuo, á todos hiere, á
todos alcanza ese Moloch esclavizador de las conciencias, esa
divinidad de las tinieblas llamada jesuíta. Consentir que se adue-
ñen de la juventud, autorizándolos para la enseñanza en los
colegios, es renunciar al porvenir de la patria y renegar del
progreso.
Si los jesuítas son tan útiles y tan buenos, ¿por qué se les
expulsa de todas partes? ¿será por su virtud y santidad? Y,
¿por qué ha de ser el Perú, cuyas puertas les cierra una ley
vigente, el Ceuta de los expulsados, el cuartel general donde
se den cita esos fatídicos buhos para continuar en sus fimcs-
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522 llICARDO PALMA
tas maquinaciones contra la libertad? Si nuestra genial toleran-
cia ha consentido que, lentamente, adquieran señorío y aun
personalidad en el país, ellos mismos se han encargado de ha-
cernos arrepentir de ella. Son nuestros huéspedes, caritativa-
mente admitidos en nuestro hogar, y nos corresponden hirién-
donos en las fibras más delicadas de nuestro sentimiento pa-
triótico.
No es esta la primera vez en que mi pluma, torpe acaso,
pero sincera y entusiasta, combate con bravura al jesuitismo.
No lo quiero en mi patria, y menos con el carácter de educa-
cionista Sin embargo, ha sido necesaria toda la petulante au-
dacia del padre Cappa para que, á mis años y con mis decep-
ciones, se irritase la nerviosidad de mi temperamento y, atro-
pellandc por toda consideración de personal conveniencia, me
lanzara á escribir esta refutación. En ello, pienso que he lle-
nado, no sólo un deber de honrada conciencia literaria, sino
un obligado deber de patriotismo. Salisfechos estos, vuelvo á
mis cuarteles de invierrfo.
Contento estoy con haber sido el centinela que ha dado
la voz de alarma. Gobierno, Congreso y opinión pública harán
el resto. Otros á la brecha.
Luna, Julio de 1886.
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GRAMATIQUERIA
Á un corrector de pruebas
Cuentan de un santo que, al llegar á Roma, pensó en aci-
calar su personita para presentarse con decencia ante el P«pa,
y necesitando sotana nueva, detuvo al primer transeúnte, y
le preguntó:
-—¿Sabe usted dónde encontraré un buen sastre?
—Hombre—le contestó el interrogado,— en la esquina hay
uno que es muy buen cristiano.
—Perdone usted— argüyó el santo,— yo no necesito un buen
cristiano sino un buen sastre.
Por buen sastre, que en conciencia disto mucho de serlo,
rae ha tenido usted al revelar, en el último párrafo de su ar-
tículo, el deseo de que dé una puntada: deseo que satisfago,
no con humos de maestro sastre, sino con la hunuldad de zur-
cidor ó remendón, que es casi tanto como ser buen cristiano.
Eso de que la locución bajo la, bass no es correcta, es punto
que, hoy por hoy, ningún aficionado á estudios filológicos dis-
cute. Pasó ya en autoridad de cosa juzgada.
Fortificando la sesuda opinión del egregio Cuervo, dice Mer-
chan en sus Estalagmitas del lenguaje: «Solemos decir bajo este
pie^ bajo esta bjLSz, y con eso sí incurrimos de lleno en la justa
censura del señor Cuervo.» Y entiéndase que el ilustrado es-
critor cubano no es de los intolerantes ó ultra conservadores
en materia de Idioma.
Si los más reputados prosadores contemporáneos como Va-
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52^ RICARDO PALMA
reía, Benot, Menéndez Pelayo y Galdós, dicen y escriben sobre
la base, no somos nosotros, pobres emborronadores de pa-
pel, los llamados á rebuscar argumentos en contra y corre-
girles la plana. De mí sé decir que soy devotp de la locución
sobre la base; pero no gastaré tinta en imponerla á los demás,
porque sé que, en asunto de lenguaje, hay un tirano que dicta
la ley; y ese tirano es el uso generalizado. Diariamente leo, en
la prensa oficial, que se hacen concesiones bajo las bases y no
sobre las bases. Verdad que no hay enemigos más recalcitrantes
del bien decir, que los oficiales mayores y jefes de sección de
los ministerios. Si no se alcanza á proscribir lo de bajo las ba-
ses, habrá que dejar subsistente la locución, agregándola á la
larga lista de idiotismos hasta por la Academia autorizados.
En lo relativo á pluralización del apellido, raro es el escritor
hispano-americano que acata la prescripción existente en la Gra-
mática de la Academia. No somos los americanos muy partida-
rios de los Pizarros, los Almagros, los Girones, etc., y decimos
y escribimos los Pizarro, los Almagro, los Girón, etc. El ape-
llido lo heredamos, y no encuentro derecho ó razón fundada
que nos autorice para alterarlo en letra ó en sílaba.
Además de la prescripción gramatical, tiene tantas excepcio-
nes, que éstas, casi por ser tan numerosas, deberían formar la
regla. Según ellas, los patronímicos Martínez, Domínguez, Ra-
mírez, Rodríguez, etc., no admiten pluralización final, como no
la admiten los Cárdenas, Robles, Cáceres, Dueñas y demás ter-
minados en s. Tampoco se pluralizan al fin los Abad, los Olid,
los La Madrid, etc. Hay apellidos como los Portal y Portales,
Arenal y Arenales, Mora y Morales, etc., en los que, pluralizan-
do los que concluyen en al, resulta una verdadera confusión. Si
digo, por ejemplo, voy á visitar á los Morales, el que me oye
decirlo queda en Babia, ignorando si hablo de la familia de
Moral ó de la de Morales. Pluralizar apellidos como Torreblan-
ca, Casaverde, Casanueva, etc., sería dar existencia á nuevos
idiotismos, que no otra cosa serían los Casaverdes y los Torre-
blancas. Tratándose de apellidos de otras lenguas, nadie plu-
raliza la terminación. Así decimos y escribimos los Cronwell,
los Pitt, los Wilson, los Hugo, los Goncourt, los Tolstoy, los
Manzoni, los Garibaldi, los Spencer, etc.
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cachivachería 523
Anlc tantas excepciones que me han venido al correr de la
pluma, y otras que dejo en el tintero por estrechez de tiempo,
me parece que lo lógico y, en mi sentir, lo más ajustado á
la buena forma, es no agregair s ó sílaba pluralizadora á nin-
gún apellido. Basta y sobra con el artículo en plural.
Y como no tengo más que decirle, ni aunque lo quisiera
tendría tiempo holgado para disertar, me ofrezco de usted
muy atento remendón ó remendador de palabras, que le besa
la mano.
CHARLA DE VIEJO
Como la puerta de mi escritorio está entornada, siempre
que en ella dan un golpe con los nudillos tengo la amabilidad,
á despecho de cierto joven que dijo que el doctor Patrón y yo
somos un par de ogros intratables, de contestar:— ¿Quién es? y
pase quien fuere.
Con la entrada del nuevo siglo me declaré escritor jubilado,
me despedí del oficio de emborronar papel para el público, y
guardé la pluma literaria bajo llave, jurándome no entintarla
sino impelido por fuerza mayor.
Bien dice el aforismo francés: qui a bu hoira^ pues el intrín-
g]ulis está en hacerle llegar á la nariz el honquet ó tufillo del
buen vino. Vínole en antojo á un señor que firma Amigo de
Tejerina, muy señor mío y mi dueño, dar un golpe á mi puerta
para hablarme de mi chifladura, sí, señores. Han de saber
ustedes que yo soy un chiflado del siglo xix, y que mi inofensi-
va chifladura consiste en preocuparme de cuestiones sobre gra-
matiquería y lingüística castellana. Una mala concordancia, por
ejemplo, en pluma que estimo como castiza y correcta, me
crispa los nervios. Nunca fumé cigarro con exterioridades de
habano y realidades de • hamburgués.
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526 RICARDO PALMA
A los muchachos de mi tiempo se nos forzaba á pasar cua-
tro años aprendiendo latín y nociones de griego. Esta circuns-
tancia, unida á la de que, en las pocas y pobres librerías de
la capital, era difícil encontrar libros en francés, inglés ó ale-
mán, influyó para que aquellos jóvenes de mi tiempo, pica-
dos por la tarántula de las aficiones literarias, se diesen un
hartazgo de lectura con las obras de los grandes hablistas
castellanos desde el siglo xiv hasta nuestros días juveniles,
en que la batuta de la literatura española estaba en manos de
los románticos Espronceda, Zorrilla, Arólas, etc., etc. De este
hartazgo de lectura castellana nació mi ya incurable chifladu-
ra ó apasionamiento por la lengua de Cervantes. Peor habría
sido que me acometiese la chifladura politiquera.
Hoy pasa lo contrario, y no sabré decir si para bien ó para
mal de las letras. La juventud hace ascos al latín y al griego;
lee pocos libros castellanos y muchísimos franceses; y el ce-
rebro, como es natural, se amolda á pensar en francés, tra-
duciendo el pensamiento al idioma nacional con no escasa in-
corrección. Así me explico que sean ya numerosos en mi tierra
los afiliados á esa jerga llamada decadentismo y que, en puridad
de verdad, tengo por decadencia. En fin, para todo pecado hay
bula, y ya veo con gusto á dos ó tres inteligentes jóvenes en
vía de arrepentimiento.
No es tan numerosa ó rica, como generalmente se propala,
nuestra habla castellana. >íoble, solemne, robusta, armoniosa,
flexible y lógica en la sintaxis, que es el alma de toda lengua,
convengo; pero, ¿rica?... Tinta no poca he consiunido pro-
bando lo contrario en mis librejos. Felizmente va ganando
terreno en la docta corporación la idea de que es quimérico
extremarse en el lenguaje, defendiendo un purismo ó pureza
más violada que la Maritornes del Quijote. Lengua que no
evoluciona y enriquece su Léxico con nuevas voces y nuevas
acepciones, va en camino de convertirse en lengua litúrgica
ó lengua muerta. Con la intransigencia sólo se obtendrá que el
castellano de Castilla se divorcie del castellano de América.
Unificarnos en el Léxico es la manera, positiva y práctica, de
confraternizar los dieciocho millones de españoles con los cin-
cuenta millones de americanos obligados á hojear, de vez en
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cachivachería 527
cuando, el Diccionario. Hay que convencerse de que la re-
volución en el lenguaje es una imposición irresistible del si-
glo XX, pues como dice Miguel de Unamuno, catedrático sal-
maticense, vinos nuevos no son para viejos odres.
Creo como usted, señor Amigo de Tejerina, y también mío
si usted permite, que nada hay de más democrático y en
que más impere la ley de las mayorías que el lenguaje. No
son los doctores precisamente los que imponen tal ó cual
vocablo, sino el uso generalizado, y ese generalizador irresis-
tible es siempre el pueblo soberano... hasta en la plaza de Acho.
Vea usted algunos ejemplitos en materia de acepciones y aún
de género gramatical. El día en que por primera vez funcionó
en Madrid el ferrocarril urbano, habló el académico don Ale-
jandro Olivan sobre la conveniencia de dar nombre á esa no-
vedad, y desde aquella sesión se incorporó en el Léxico la
palabra tranvía, sólo que don Alejandro le asignó por género
el femenino. El pueblo se negó á decir la tranvía, y á la postre
su negativa se ha impuesto á la Real Academia, que nada
tiene de democrática y sí mucho de autoritaria, como cuando
nos enseña que llamemos lengua quechún ó quichua, á la que des-
de los tiempos de los Incas hasta los de nuestros republica-
nos gobernantes se llamó quechua ó quichua, y lo notable es
que ya hay en mi tierra dos novedosos predicadores de la
innovación ortográfica. Desde la última edición del Dicciona-
rio aparece d tranvía, masculinizado (adjetivo ó participio, que
aún no tiene sanción académica).
La Academia sostuvo durante siglo y medio, que el verbo
verificar no admitía otra significación que la de comprobar.
Verifique usted esa cuenta, era como decir compruebe usted
su exactitud ó verdad. Pues dale que le darás, se encaprichó
el pueblo en que verificar había de significar también efectuar,
realizar, acontecer, y á la postre tuvo la Academia que some-
terse declarando que no era incorrecto escribir, vcrbi-gracia :
Ayer se verificó el matrimonio de don fulano con doña zutana.
Un académico, famoso por su intransigencia, y que en cada
pelo del bigote se encontraba escondido un galicismo, declaró
guerra sin cuartel á la locución temr lug%r. Pues la locución
se empeñó en vivir, y ya no hay académico que tenga escrú-
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528 RICARDO PALMA
pulo de monja boba en decir ó estampar:— Ayer tuvo lugar
la recepción solemne de don X. Antes se desplome la bóveda
celeste sobre la Academia, y perezca la lengua, y perezcamos
todos, que dar entrada en el Diccionario á la palabra guberna-
mental^ clamoreaba ha cuarenta años el caprichoso académico
Baral. Pues no hubo ni un temblorcillo y la voz campa ya
muy fresca en el Diccionario. Por eso no desespero de que
los verbos presupuestar, clausurar é independizar, por los que tanto
he bregado y brego, así como la locución terreno accidentado,
alcancen carta de naturalización en el Léxico. Y no sigo con
más ejemplos, porque eso sería el cuento de la buena pipa.
Empiezo á convencerme de que no hay corporación más
dócil que la Real Academia, y de que yo anduve un mucho
desatinado y con los nervios en total sublevación cuando, en
las veinte sesiones á que concurrí en el ahora leyendario ca-
serón de la calle de Valverde, comprometí batalla ardorosa
en favor de más de trescientas voces que, en América, son
de uso corriente. Yo ignoraba que con paciencia y saliva se
alcanza todo en España.
Curiosa idiosincracia la de ese pueblo. Está usted vestido
de levita y con chistera y guantes, entre la muchedumbre
más ó menos desarrapada, empeñado en abrirse camino á fuer-
za de empujar á los delanteros, y no logra avanzar media pul-
gada. Pero dice usted cortésmente: «Permítame pasar» y le
abren campo diciéndole: «Pase usted, caballero». Vaya usted
con orgullitos y presunciones fundadas en la indumentaria de
levita, guantes y sombrero de copa, y se clava con clavo de
tuerca y tornillo. En esta idiosincracia, si no miente el licen-
ciado Montesinos, éramos idénticos á los españoles de ogaño
los peruanos del siglo xvi. Tuvimos en Lima todo un Oidor
de la Real Audiencia llamado don Fernando de Santillana,
el cual decía: «Al perulero, para que no se tuerza, hay que
darle con maña y no con fuerza».
Cuatro cuartos de lo mismo sucede en la Academia Espa-
ñola. Mi idiosincracia, hasta entonces batalladora, me propor-
cionó una derrota cada noche, fracaso del que me consolaba
murmurando: tCausa victrix Diis placuit^ sed vicia Catoni^ que
para mí Catón era mi inolvidable y queridísimo amigo don
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/
CAOmVAOHBRlA 529
Ramón de Campoamor, cuyo voto nunca me fué adverso. Gra-
tísima sorpresa tuve, pues, cuando, transcurridos siete años,
llegó á mis manos la última edición del Diccionario, y en-
contré en ella casi la mitad de los vocablos por mí patrocinados,
figurando entre ellos los verbos dictaminar y tramitar^ en de-
fensa de los cuales agoté mi escaso verbo.
¿Qué había pasado? Que con paciencia y saliva, mi sabio
compañero don Eduardo Benot, el ilustre autor del libro Ar-
quitectura de las lenguas, se puso al frente del elemento nuevo,
y secundado por don Daniel Cortázar y otros noveles acadé-
micos, sin pelear batallas, pasito á pasito, mi vocablo hoy
y otro mañana, hizo aceptar la lista de voces, que, por entonces,
publicó El Comercio,
Como la charla va haciéndose larguita, pongámosla remate
y contera entrando en el meollo del artículo que la ha mo-
tivado.
Tiene razón el Amigo de Tejerina, hasta más arriba de la
coronilla, al decir que lo nuevo reclama é impone la creación
de voz apropiada.
No opina así la Academia, pues rechaza la palabra cablegrama^
aferrándose en que basta y sobra con telegrama, como si fuera
cosa igual la transmisión de im despacho por intermedio de
hilos ó alambres eléctricos y la misma acción por intermedio
de cables marítimos. La formación de ambas voces, en buena
filología, no puede ser más correcta. Telegrama viene de los
vocablos griegos tele (lejos, distancia) y gramos (escrito) como
cablegrama tiene por raíz Jcalo que significa cable. No disparataron
ciertamente los que, en la prensa, preferían el kalograma al
cablegrama.
El adjetivo inalá^nbrico nunca se había empleado antes de
ahora, y tengo por seguro que la Academia no lo desairará.
Tal vez llegue á ser inalamgrama la voz con que se bautice
al nuevo aparato, ó bien sinalamgrama ; pero no sinalambranUy
pues en la formación de la palabra no habría de prescindir
la corporación de la desinencia grama. Esto sería romper con
las leyes filológicas.
34
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530 RICARDO PALMA
Lo que sí me atraganta es aquello de marconigrama, pór la
fundada razón que voy á exponer.
Cuando Mr. Daguerre, allá por los años de 1830 á 1840, hizo
no el invento, sino el descubrimiento de fijar la imagen con au-
xilio del rayo solar, la Academia adoptó la voz daguerrotipo
como la más aproi)iada para bautizar esta novedad, honrando
á la vez el nombre del mortal que le diera vida. Después, so-
bre la base del daguerrotipo vinieron la fotografía y la mar
de inventos que mejoran ó perfeccionan á aquél. Aquí cabe lo
de gracias á Mr. Daguerre, lo de la fábula, gracias al que nos
trajo las gallinas.
Si el inventor del telegrama hubiera sido el italiano Marconi,
sería justiciera y acaso hasta correcta la palabra marconigra-
ma; pero Marconi ha venido como los fotógrafos y demás,
hasta después de existir el cablegrama. Sin las gallinas tele-
grama y cablegrama, generadoras de la supresión del alam-
bre y cable eléctricos, seguiría en el limbo el nuevo invento
que no pasa de ser un progreso del primitivo, como fijar la
imagen sobre el papel aibuminado fué mejoramiento de la
plancha ó lámina metálica de Daguerre.
Lo que es al aerograma (no aereograma^ que no seria castizo,
como no lo es decir aereonauta en vez de aeronauta), le niego mi
pobre voto. Sería un vocablo muy rebuscado y tal vez falso,
pues aun no está suficientemente demostrado que en la teo-
ría de Marconi sea el aire -atmosférico el factor más importante.
En conclusión, mi opinión es (y si no vale, que no valga)
que serían de buena cepa castellana las palabras sinalagrania
ó inalagrama^ y sus derivadas análogas á las de telegrama y
cablegrama, y que no estaría en lo discreto la Academia in-
sistiendo en rechazar este último vocablo que ha adquirido
ya, entre nosotros, hasta carácter histórico, después de la za-
lagarda á que dio campo el cablegrama de mi amigo Carlos
Wiese.
Perdone la gran lata ó kindergaríeo el señor Amigo de Teje-
rina, y créame muy suyo atento y s. s.
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532 RICARDO PALMA
ediciones oficiales que algunas municipalidades de la repúbli-
ca reparten de vez en cuando, entre los niños de las escuelas.
Transcribimos ahora lo pertinente del artículo del señor Pé-
rez de Guzmán: «El Himno del Perú, que queda trascrito, pa-
»rece que procede de las primeras revoluciones separatistas de
» América. Sin embargo, si es posterior á la batalla de Ayacu-
»cho, á que se alude en alguna de sus esti-ofas, mal puede com-
» paginarse su origen con las noticias históricas que ha dado
)> sobre él, el eruditísimo don Ricardo Palma. La derrota del
» virrey de Lima don José de Laserna, conde de los Andes, en Aya-
»cucho, tuvo lugar el 9 de Diciembre de 1824. ¿Cómo pudo don
»José de San Martín, jurada la Independencia en 1821, expedir
sen este mismo año el certamen musical y literario, de que, en el
¿primero, salió triunfante el antiguo donado de los dominios
»de Lima José Bernardo Alcedo, y en el segundo el obscuro poe-
»ta don José de La Torre Ugarte, ni cómo el himno preferido
»por el tribunal de calificación pudo ser estrenado en el teatro,
»la noche del 24 de Septiembre del año referido de 1821, por la
» bella y simpática cantatriz á la moda Rosa Merino, para fes-
» tejar la capitulación de las fortalezas del Callao por el general
»La Mar, si el brigadier español don Ramón Rodil, comandan-
»te entonces de aquéllas, cuyos prodigios de valor para soste-
»nerse han merecido encomios hasta de los propios perua-
»nos vencedores, no se verificó hasta el día 23 de Enero de
^1825? Entre el acta de jura de la Independencia, que se firmó
»el sábado 28 de Julio de 1821, y la batalla de Ayacucho (9 de
«Diciembre de 1824) mediaron cerca de dos años y medio, y
»otro medio año más entre la batalla de Ayacucho y la capi-
»tulación de las fortalezas del Callao. De modo que la fecha
«atribuida al certamen provocado por San Martín para el him-
»no nacional, y su estreno en el teatro por la cantatriz Rosa
» Merino, es completamente inexacta.»— Hasta aquí la parte en
que el señor Pérez de Guzmán contradice mis afirmaciones,
consignadas en uno de mis libros bajo el título de La Tradición
del Himno Nacional Continúa el escritor madrileño con apre-
ciaciones sobre la música de Alcedo y las correcciones del
profesor Rebagliati, terminando con estos conceptos:— «Es in-
^ dudable que los nuevos himnos nacionales de la América es-
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CACinVACHERlA 533
«pañola parecerán mejor, como ya sucede en todas las nacio-
*nes cultas de Europa, si se reducen aJ ritmo majestuoso de
»su composición musicaJ, con carencia absoluta de palabras;
opero si á la composición musical acompaña la literaria, será
»cosa digna de todo elogio que las ideas que contenga se amol-
»den más á los elevados conceptos de que están imbuidos el
* Himno de los Boers y el Himno de los Estados Unidos, que
»á las jactancias pueriles de valor ó de fortuna, que en el cam-
»po de los hechos suelen correr mil difíciles vicisitudes.»
Respeto el criterio del señor Pérez de Guzmán sobre éste
y otros puntos de su artículo; pero no puedo ni debo dejar
sin refutación aquello en que contradice ó niega la veracidad
ó exactitud de mis datos. Ignoro á qué fuentes de consulta his-
tórica habrá acudido el señor Pérez de Guzmán para contra-
decirme.
El autor del artículo en que me ocupo parece ignorar que
cuando á principio de Julio de 1821 abandonó Lima el virrey
Laserna dejó las fortalezas del Callao con pequeña guarni-
ción al cargo de La Mar, y que desde Agosto las tropas de
San Martin, posesionadas de la capital, establecieron el si-
tio que duró casi mes y medio. El general Canterac empren-
dió marcha con una división, desde el valle de Jauja, para
proteger á los sitiados; pero estando ya á inmediaciones del
Callao efectuó una desastrosa retirada, que bastó para desalen-
tai' á los de las fortalezas, y que hizo precisa la capitulación.
Si al señor Pérez de Guzmán se le despierta curiosidad
por conocer detenidamente este episodio de la guerra separa-
tista, le recomiendo la lectura del San Martín^ libro de gran
interés histórico, del cual es autor el general Bartolomé Mitre
y que existe en la Biblioteca de Madrid. Allí encontrará noti-
cias que no se diferencian de las mías, sobre el himno nacio-
nal, y pormenores sobre lo que, en la Historia de mi patria,
se conoce con el nombre de primer sitio del Callao. Después
de la capitulación ajustada por La Mar, en Septiembre de 1821,
permanecieron los castillos enarbolando la bandera republi-
cana hasta 1823, en que, por cuestión de falta de pagas á las
tropas se sublevó el sargento Moyano, y vino Rodil á encar-
garse del mando del Callao y sus fortalezas.
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534 RICARDO PALMA
Los errores en que ha incurrido el señor Pérez de Guzmán
vienen de que, para él, no ha habido más sitio del Callao que
el segundo en que capituló Rodil. Y aun en esto, anda mal de
noticias el escritor hispano, pues nos cuenta que entre la ba-
talla de Ayacucho y la capitulación de Rodil transcurrió me-
dio aflo, pues consigna que esta capitulación se ajustó el 23
de Enero de 1825 (lo que equivaldría á cuarenta y cinco días
después de Ayacucho) en vez del 23 de Enero dé 1826, esto es,
después de trece njeses de estar diariamente quemando pól-
vora sitiadores y sitiados, y de haber, entre los últimos, he-
cho estragos el escorbuto.
Hay ima ley en el Perú asignando un modesto premio y
una medalla á la tropa que estuvo en el primer sitio comba-
tiendo contra La Mar; y otra recompensando con largueza
y con otra medalla á los que asistieron al segimdo sitio con-
tra Rodil.
En resumen, señor Pérez de Guzmán, yo me apoyo en he-
chos históricamente comprobados, resultando de mi reíalo lo
siguiente :
l.«* Que únicamente el coro y las cuatro primeras estrofas
que usted publica, y de las que fué autor La Torre legarte,
están oficialmente declaradas como letra del himno. Fm cuan-
to á estrofas de circunstancias ó antojadizas, como la V y VI
que usted da á luz, he oído cantar en el pueblo... ¡la mar y sus
peces plateados y de colores!
2.° Estando el general San Martín en el teatro, en la no-
che del 21 de Septiembre de 1821, le trajeron la noticia de
que á las siete de esa noche había La Mar puesto su firma
en la capitulación. San Martín, desde el palco <le gobierno,
la comunicó al público, que la acogió con vivísimo contento,
y la orquesta, que en esos días estudiaba la música de Alcedo,
para estrenarla el 24, rompió, haciendo oir las solemnes y
entusiastas notas del coro.
3.0 En la noche del 24, festividad de la Virgen de las Mer-
cedes, cantó por primera vez Rosa Merino las cuatro estro-
fas de La Torre Ugarte. Así lo consignan los periodiquitos
de esa época existentes en la Biblioteca de Lima y todos los
textos de escuela desde 1830. Yo alcancé á conocer y tratar á
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cachivachería 535
más de cien personas que asistieron á la función teatral de
aquella noche de Septiembre, y que no sólo ensalzaban el mé-
rito de la cantatriz, sino que me relataban incidentes curiosos
producidos por el entusiasmo del público.
Eso, y no más, amén de ligeros datos biográficos sobre la
personalidad del maestro Alcedo, fué cuanto escribí en la tra-
dición que ha dado campo á la culta pluma del señor Pérez de
Guzmán para poner en tela de juicio mis afirmaciones, y darme
una leccioncita de historia peruana.
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€« tp«í«iFiiwtp«í«i Hi tp«íip«f«iwiii» 4í^tp-«F## ^mmmwmwwmmwmi^wWmmmm
MAS SOBRK EL HIMNO NACIONAL
Lima, 21 de Noviembre de 1901.
Señor doctor don Ignacio Gamio, director de gobierno.
Queridísimo amigo:
Há poco más de quince años que, con el título de «La tra-
dición del Himno Nacional^ publiqué, no recuerdo en cuál
periódico de Lima, una biografía del maestro Alcedo, falle-
cido en 1879. La encontrará usted, si se despierta su curiosidad
por conocerla, en la pá^na 120 del cuarto tomo de Tradiciones
Peruanas, (Edición de Barcelona).
Decía en ese artículo que mejores versos que los de don José
de La Torre Tgarte merecía el magistral y solemne himno
de Alcedo. Las estrofas, inspiradas en el patrioterismo que por
esos días dominaba, son pobres como pensamiento y desdi-
chadas en cuanto á buen gusto y corrección de forma. Hay
en una de ellas mucho de fanfarronada, y en las otras poco
de la verdadera altivez republicana. Pero, con todos sus defec-
tos, debemos acatar la letra como sagrada reliquia que nos
legaron los con su sangre fecundaron la libertad y la repúbli-
ca. Sobre todo, cambiar los cuatro versos del coro sería ha-
cernos reos de sacrilega profanación.— Esto escribí, sobre poco
más ó menos.
Solo los ríos no vuelven atrás, amigo Gamio, y después de
corridos quince años, ya no extremo mi opinión contra el cam-
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í>38 RICARDO PALMA
bio de estrofas. Aparte de que siempre he dicho que son malas
con M de Manicomio, no incurriremos en pecado gordo sacri-
ficándolas ante la cordialidad del afecto que hoy nos liga con
España. Olvidemos el jasado y abramos cuenta nueva, ,que oja-
lá perdure por los siglos de los siglos.
Pero no transijo con que se cambien los cuatro decasílabos
del coro. Conservémoslos, como inmortal recuerdo de nues-
tros días épicos. Conser\'émoslos, porque ese coro lo cantaron
los peruanos en el llano de Junín, después de la victoria, y lo
cantaron también á la falda del Condorcunca el día en que lu-
ció el espléndido sol de Ayacucho. Conservémoslos, porque
tres generaciones han sido arrulladas con las palabras de ese
coro que todo peruano conserva en la memoria. Conservé-
moslos, en homenaje respetuoso á los proceres que nos dieron
patria.
Las estrofas no se hallan en la misma condición: no son po-
pulares. A lo sumo, la menos mala aquella del largo tiempo en ai-
lencio gimió— (eso del gemido silencioso echa chispas) la saben
algunos, no muchos. Para la generalidad pasará casi inad-
vertido el cambio de estrofas, y eso no sucederá tratándose del
coro.
l'n municipio de mi tierra se propuso, .hará cuarenta años,
que los muchachos aprendiesen geografía en los letreros de las
esquinas Los añejos nombres de las calles, que todos tenían
su razón de ser porque conmemoraban un suceso ó el apelli-
do de algún personaje, nombres todos que conservaron por
dos ó tres siglos, fueron cambiados por los de departamentos
y provincias. ¿Quién, en Lima, y no excluyo á los señores con-
cejales, sabe de corrídoi y sin consultar el plano cuál es la calle
de Quispicanchis, por ejemplo, ó la de Chumbivilcas ? Todos
nos atenemos á los nombres antiguos.
Cuatro cuartos de lo mismo nos pasaría con un nuevo coro.
El pueblo, á guisa de protesta, gritaría en las fiestas del 28 de
Julio: jcl viejo I ;el viejo! ¡fuera el nuevo! Amigo Gamio, lo que
nos entró con el capillo, sólo se irá con el cerquillo.
Habiendo exteriorizado, desde ya larga fecha, mi opinión,
convendrá usted conmigo en que me falta la cualidad más esen-
cial en un jurado: la imparcialidad. En este asunto del himno
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CACHIVACHERU 539
quizá estoy apasionado, lo que me inhabilita para desempeñar
la honorífica comisión con que la benevolencia de S. E. el Pre-
sidente y el personal afecto del señor ministro me han distin-
guido.
A los conceptos que en esta carta apunto obedece la renun-
cia que le acompaño, conceptos que la rigidez del estilo oficial
no me consentía expresar en una nota.
Pidiéndole excusa por el tiempo que le he quitado con la lec-
tura de estos renglones, me reitero de usted afectuoso amigo
que todo bien le desea.
R. Palma.
Lima, á 25 de Noviembre de 1901.
Señor don Ricai^do Palma:
Mi respetado y muy querido amigo:
Su carta de 21 de este mes y la nota con que vino acompa-
ñada llegaron á mis manos al siguiente día; y si hasta hoy
no les he dado respuesta ha sido por aguardar el acuerdo
supremo que ayer se verificó.
Renuncia usted la presidencia del Jurado que ha de conocer
del cambio de la letra de nuestro himno patrio; y S. E. y el
señor Ministro no ven, para la resolución de usted, gran fun-
damento.
Si cree— como me lo dice— que son las estrofas del himno
las que deben ser cambiadas, por su pésimo gusto literario, y
por ser ya inoportunos los arranques de patrioterismo que con-
tienen, y si desea, como deseo yo y desean muchos, que se con-
serven los decasílabos del coro, que encierran el primer grito de
nuestra ventura al reconquistar la libertad, es una razón más
para que forme usted parte del Jurado, á fin de sostener sus
opiniones, y vencer de todos modos, aduciendo razones que
sus colegas no desoirán.
Pero negar su contingente vaUosísimo el literato maestro,
cuando se trata de un delicado asunto; no querer que su nom-
bre se mezcle en esa forma impuesta por una necesidad gene-
ralmente sentida; y exponer á la autoridad suprema, á que
quizás tenga que verse precisada á designar personas muy re-
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54() RICAEDO PALMA
putadas por su taJento y su vasto saber, pero que no midan los
puntos de prestigio y de universal renombre del ilustre Direc-
tor de nuestra Biblioteca Nacional, para poder dar á la reforma
la seriedad conveniente, es algo que no tiene explicación.
Por lo mismo es para mí seguro que, cuando lea estos renglo-
nes que le llevan la confidencial noticia de que su renuncia no
ha sido aceptada, tendrá usted que variar su propósito, resignar-
se á la tarea en cuestión. No carece ella de espinas, bien lo sé;
peroi, á la larga, vend|rá á ser dulce para su corazón de peruano,
cooperar al fin plausible que ha movido al supremo gobierno.
A la obra, pues, mi noble y muy querido amigo; y que tenga
el país que agradecer esta nueva muestra de patriotismo puro,
al que, con sus altísimos dotes y su voluntad inquebrantable,
le ha consagrado todos sus desvelos. Estrecha á usted la mano
á la distancia, el primero de sus admiradores cariñosos, último
de sus amigos humildísimos.
J. loNACio Gamio.
Lima, 26 de Noviembre de 1901.
Señor don J. Ignacio Gamio:
Mi muy bondadoso amigo:
De la lectura de su amabilísima carta de hoy deduzco que
en el supremo gobierno hay buena voluntad para ampliar las
atribuciones del Jurado, que, según el decreto primitivo y el
de la designación de jueces, no nos facultaban más que para
fallar sobre el mérito de las composiciones. Siéndole, pues, aho-
ra lícito al Jurado resolver sobre la subsistencia ó insubsisten-
cia del coro, no tiene ya razón de ser la renuncia formularia
por su amigo afectuosísimo.
Ricardo Palma.
Se presentaron al Concurso treinta y siete himnos que fue-
ron desechados por el Jurado. Subsisten, pues, actualmente
(1906), con carácter oficial el coro y las cuatro estrofas de La
Torre Ugarte.
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PARTE CUARTA
bolívar, MONTEAGUDO y SÁNCHEZ CARRION
(Estudio histórico)
El asesinato que en la noche del 28 de Enero de 1825 se
peri>etró en la persona del coronel don Bernardo Monteagudo,
reviste caracteres de misterioso drama. Unos lo atribuyeron
á Bolívar; otros á venganza de los españoles vencidos en Aya-
cucho; y no pocos vieron en la sangrienta tragedia el fruto
de la celotipia de un rival desdeñado por hermosa dama ó de
un esposo ofendido.
Ya es tiempo de escudriñar la verdad histórica, apartando
la venda que ciega á muchos, y de ofrecer á las generaciones
que están por venir un estudio desapasionado. No conocimos
á ninguno de los personajes políticos de aquella época, y por
lo tanto no puede extraviarnos el afecto 6 desafecto.
Si los colores de nuestra paleta son débiles para iluminar
el cuadro; si, esquivando apreciaciones, envolvemos nombres
y sucesos en cierto aparente claro-obscuro, toca al lector bus-
. car el rayo de luz que ha de hacer, ante sus ojos, transparen-
tes las mismas sombras.
I
Ni Lafond, ni Stevenson, ni Pruvonena, ni Miller, enemigos
de Monteagudo, están de acuerdo sobre el lugar donde naciera
nuestro protagonista. Buenos Aires, Córdoba, Tucumán, Men-
doza y Chuquisaca se disputan la cuna del gran hombre de
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342 KICARDO PALMA
Estado, como se disputaron la de Homero siete ciudades de
la Grecia.
Don Juan Kanión Muñoz, don Antonio Iñíguez Vicuña, y
el general Paz del Castillo, en sus Memorias, lo creen nacido en
Córdoba por los años de 1786, en cuya Universidad hizo sus
estudios de abogado, pasando á ejercer en Chuquisaca la pro-
fesión. (1)
Desde 1809, y á los veintitrés años de edad, empieza Mon-
teagudo á figurar como uno de los prohombres de la revolución
americana. En la deposición de García Pizarro, presidente de
la Audiencia de Charcas, en las malogradas sublevaciones de
Potosí y La Paz, en el primer Congreso argentino al que asiste
como diputado por Mendoza, en el pronunciamiento de 1812,
y en los sucesos revolucionarios de 1815, se encuentra siempre
á Monteagudo figurando en primera línea entre los más com-
prometidos.
En la persecución que sufrieron los amigos de Alvear, no
podía ser olvidado el fogoso redactor del Mártir ó libre, y salió
en condición de proscrito para Inglaterra.
En 1817 vuelve á América, acompaña á San Martín en Chile,
y después de Cancha-rayada regresa á Mendoza.
En esta época hay un punto nebuloso en la vida de Mon-
teagudo. La parle que como juez le cupo en el fusilamiento
de los Carrera y en la matanza de los prisioneros españoles
confinados en San Luis— Vicuña Mackenna, García Camba, To-
rrente y otros lo condenan. El benévolo Juan Ramón Muñoz
aguza su ingenio i>ara justificar al que sus adversarios llaman
sanguinario terrorista.
II
Alistándose ya la expedición que debía zarpar de Chile,
en auxilio de la Inde]>endencia peruana, San Martín llama á
Monteagudo, y á principios de 1820, empieza éste, en Santiago,
la publicación del Censor de la Revolución.
(1) En el imporlante libro que sobre Monleaj^udo publicó en Buenos Aires, en 1880^ el juicio»
80 escritor don Mariano Pelliza, hay documentos irrefutables que comprueban el nacimiento de
Monteagudo en Tucumán. Fué hijo legitimo de un espafiol, capitán de patricios. Otro publioisla
urutruayo. el seftor Frejtueiro, apoyándose en las cláusulas testamentarías del padre de Monte-
agudOy conviene también en que fué Tucuman la cuna de don Bernardo.
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cachivachería 543
Un cambio se había operado ya en las convicciones polí-
ticas de Monteagudo. El exaltado republicano de 1809 se ma-
nifiesta, en 1820, inclinado á defender la monarquía constitu-
cional. El radical inti-ansigente es ahora conservador neto. Así,
en el segundo número del Censor^ habla contra «los esfuerzos
prematuros para establecer una libertad que sería máísi ven-
tajosa á nuestros enemigos que á nosotros.»
En resumen, la opinión de Monteagudo, expresada más tar-
de con claridad en muchos de sus escritos, era que los vcpueblos
de la América española no estaban preparados para ser regidos
por instituciones democráticas, y que había peligro en dar-
les á beber sin medida el néctar embriagador de la libertad. ^
Una de sus frases familiares, era ésta:— «La república, para
que sea buena, ha de ser como la fruta que de madura se cae
del árlx)l. Lo que es, por ahora, en América la veo verde.
Para gozar de libertad, y aun para sufrir la esclavitud, es ne-
cesario hacer una especie de aprendizaje, antes de adquirir
la paciencia habitual del esclavo y la constante moderación
que debe animar al que desea ser libre.»
En uno de los números del Censor^ hacía el publicista ar-
gentino esta bien significativa declaración: «No pretendemos li-
brar nuesb'a felicidad exclusivamente á una forma determinada
de gobierno. Conocemos los males del despotismo y ios peli-
gros de la democracia. Ya hemos salido del período en que po-
díamos soportar el poder absoluto y, bien á costa nuestra,
hemos aprendido á temer la tiranía del pueblo cuando llega á
infatuarse con los delirios democráticos.»
A fuer de hábil y experimentado, Monteagudo no lanzaba
aún todo su pensamiento. Preparaba el terreno para, en su
ofK)rtunidad, arrojar la semilla. Véase la sutileza con que nos
hacía dudar de la gran república creada por Washington...
«Ni podemos ser tan libres como los que nacieron en esa
tierra clásica (Inglaterra), que ha presentado el modelo de los
gobiernos constitucionales, ni como los americanos de la América
septentrional, que educados en la escuela de la libertad, osa-
ron hacer el experimento de una forma de gobierno, cuya ex-
celencia aun no puede probarse satisfactoriamente por la du-
ración de cuarenta y cuatro años.»
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544 RICARDO PALMA
111
El coronel Bernardo Monteagudo, auditor general de gue-
rra en el ejército que, á órdenes de San Martín, desembarcó
en Pisco, á fines de 1820, era no sólo una inteligencia poderosa,
sino una voluntad incontrastable. Al asumir San Martín el
título de Protector, invistió á Monteagudo con el cargo de ministro
de Estado.
La contracción y actividad del joven ministro son verdadera-
mente prodigiosas. En imo de sus primeros documentos formu-
laba con estas enérgicas palabras su programa administrati-
vo:—«Nada significaría haber hecho la guerra á los españoles,
si no la hiciéramos también á los vicios que nos legaron.»
Los principales decretos expedidos por Monteagudo fueron:
Abolición del tributo y de la mita, abusos que constituían
á los indígenas en verdaderos siervos del acaudalado patrón y de
los corregidores españoles.
Emancipación de los esclavos, lo qxie importaba la des-
trucción del inmoral comercio en carne humana.
Abolición de la infamante pena de azotes.
Creación de escuelas bajo el sistema lancasteriano, y funda-
ción de la Biblioteca de Lima.
Un plan provisorio sobre tribunales de justicia, en el que se
leen estas admirables máximas:
«Los gobiernos despóticos no existirían sobre la tierra, si
pudiesen preservarse del contagio los que administran la jus-
ticia; y cuando el pueblo es libre, preciso es que sus magistrados
sean justos.»
IV
Desgraciadamente, otros actos políticos de Monteagudo le
concitaron general odiosidad. Los principales fueron: la crea-
ción de un Banco de emisión (cuya manera de ser dio lugar
á que el billete tuviera los mismos caracteres del papel mo-
neda,) sus decretos contra los españoles domiciliados en Lima,
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cachivachería 5'45
á los que llegó á prohibir el uso de la capa; y por fin, la ex-
pulsión violenta de más de cuatro mil peninsulares, muchos
de los cuales fueron víctimas de. la salvaje crueldad del capitán
del bergantín Pacífico.
Los arbitrarios fusilamientos del norteamericano Jeremías
y del argentino Mendizábal; el destierro, no menos atentatorio,
del doctor Urquiaga, sobre quien recaían sospechas de ser
autor de un pasquín que contra el omnipotente ministro arro-
jaron en el teatro; y la obstinada persecución á Tramarría
y otros republicanos, eran causas bastantes para que la in-
dignación pública se desbordara contra el gran hombre de Es-
tado.
Monteagudo predicaba ya sin embozo sus doctrinas monár-
quicas, y el honrado San Martín las prohijaba, aunque caute-
losamente. Los republicanos sinceros entraron en alarma y
temieron, con razón, que mientras Monteagudo tuviese inge-
rencia en la cosa pública, la causa de la República estxiría
en pehgro. Monteagudo minaba el terreno, con lentitud, es
cierto, pero de una manera segura, y contaba con número cre-
cido de correligionarios. Esta propaganda, ejercida por un hom-
bre de su talento y energía, asustó á los demócratas y á los
radicales, que para combatirla, organizaron una Logia, á cuya
cabeza se pus'ieron Sánchez Carrión, Luna Pizarro, Mariátegui,
Ferreiros, Pérez Tudela, Méndez Lachica, Arce, Rodríguez 3e
Mendoza y otros i>atriotas.
Pronto supieron inculcar en la conciencia del pueblo los
recelos que les inspiraba Monteagudo, y el 25 de Julio de 1822
se elevaba al Cabildo una acta, firmada por más de quinientas
personas notables, exigiendo la inmediata destitución del mi-
nistro.
El Cabildo, presidido por Riva-Agüero, apoyó unánimemente
el acta. Mariátegui y Cogoy fueron en comisión á palacio, para
recabar del mandatario supremo la deposición y enjuiciamiento
del ministro. El marqués de Torre Tagle, que por hallarse
San Martín en Guayaquil había quedado al frente del gobierno,
aceptó la renuncia que le presentó Monteagudo, y una compa-
ñía del batallón Numancia recibió orden de custodiarlo, en
35
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340 RICARDO TALMA
SU casa, para impedir cualquier desbordamiento del populacho.
Alentados los enemigos del estadista argentino, pidieron en-
tonces su arresto : y creciendo de hora en hora la exaltación, el
gobierno, para salvar la vida de Monteagudo, lo embarcó, en
la madrugada del 30, en la goleta de guerra Limeña, que inme-
diatamente zarpó para el Norte.
A la vez que el 26 de Julio peilía en Lima el amotinado pue-
blo la cabeza de Monteagudo, celebrábase en Guayaquil la fa-
mosa entrevista entre San Martín y Bolívar.
Al regresar á Lima el Protector, el 19 de Agosto, se in-
dignó mucho contra el débil Torre Tagle, (fue se había dejado
subyugar por un puñado de demagogos. Inmediatamente de-
cretó la reunión de un Congreso, y en el mes próximo entregó
al Cuerpo legislativo la insignia del poder supremo.
Dos días después se alejaba para siempre del -Perú el ab-
negado y valeroso San Martín.
Que Monteagudo y San Martín, como Puirredón y O'Hig-
gins, trabajaron por monarquizar la América, es punto histó-
ricamente comprobado. No los recriminamos. Tal pensamiento
era en ellos fruto de una convicción honrada y ajena á mó-
viles mezquinos ó de lucro personal. Pudieron equivocarse, pero
hagámosles la justicia de reconocer en ellos honradez de miras.
O'Higgins dio instrucciones al ministro Irisarri para que
buscara en Europa un príncipe á quien entregar el gobierno
del reino de Chile.
Puirredón. en Buenos Aires, encargaba á Rivadavia idéntica
tarea.
La misión que San Martín y Monteagudo confiaron á Gar-
cía del Río y Paroissien, no se limitaba sólo á la realización
de un empréstito en Londres y reconocimiento de la Indepen-
da peruana por el gabinete de San James, sino que se extendía
á buscar entre los príncipes de la sangre uno que sin más
condición qne la de abjurar del protestantismo, aceptara el tí-
tulo de emperador del Perú.
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cachivachería 547
El hugonote Enrique IV dijo, en una situación idéntica:—
Bien vale París una misa.— ¿Habria un príncipe inglés dicho
lo mismo por el Perú, en tiempos en que aun no se explota-
ban huano y salitre?
En caso de no encontrarse en Inglaterra quien de buen
grado se prestara á hacernos el favor de ser nuestro señor,
se recurriría á un príncipe ruso, alemán ó austríaco; y si estos
hacían ascos al regalo, estábamos llanos á conformarnos con
un infante de Francia ó de Portugal.
Hasta el duque de Luca era bueno para amo de la tribu.
Aquello era andar á pvesca de rey.— He aquí el documento
comprobatorio:
Estando reunidos en la sala de sesiones del Consejo de Estado, los Conse-
jeros Iltmo. Honorable señor don Juan García del Rio, Ministro de Estado y
Relaciones Exteriores, fundador de la Orden del Sol; lUmo. y Honorable se-
ñor coronel don Bernardo Monteagudo, Ministro de Estado en el departa-
mento de Guerra y Marina, fundador de la Orden del Sol; Iltmo. y Honora-
ble señor doctor D. Hipólito Unánue, Ministro de Estado en el departamento
de Hacienda y fundador de la Orden del Sol; el señor doctor don Francisco
Javier Moreno y Escanden, Presidente de la Alta Cámara de Justicia; el Uus-
irisimo y Honorable señor Gran M*ariscal conde del Valle de Oselle, marqués
de Montemira y fundador de la Orden del Sol; el señor Dean doctor don
Francisco Javier de Echagüe, Gobernador del Arzobispado y asociado k la
Orden del Sol; el Honorable señor General de división, marqués de Torre
Tagle, inspector de los cuerpos cívicos y fundador de la Orden del Sol; los
señores condes de la Vega del Ren y de Torre Velarde, asociados á la Orden
del Sol; bajo la presidencia del Excelentísimo Protector del Perú, acordaron
extender en el a^ta que las bases de negociaciones que entablen cerca de los
altos poderes de Europa, los enviados, llustrísimo y Honorable señor don Juan
García del Rio, fundador de la Orden del Sol y Consejero de Estado, y Ho-
norable señor coronel don Diego Paroissien, fundador de la Orden del Sol y
ofícial de la Legión de Mérito de Chile, sean las siguientes:
1 * Para conservar el orden interior del Perú y á fin de que este Estado
adquiera la respetabilidad exterior de que es suceptible, conviene el estable-
cimiento de un gobierno vigoroso, el reconocimiento de la independencia, y
la alianza ó protección de una de las potencias de primer orden en Europa.
La Gran Bretaña, por su poder marítimo, su crédito y vastos recursos, como
por la bondad de sus instituciones, y la Rusia por su importancia política y
poderío, se presentan bajo un carácter más atractivo que las demás: están de
consiguiente autorizados los comisionados para explorar como corresponde y
aceptar que el Príncipe de Sussex Cobourg, ó en su defecto, uno de los de la
dinastía reinante de la Gran Bretaña, pase á coronarse Emperador del Perú.
En este último caso darán la preferencia al Duque de Sussex, con la precisa
condición que el nuevo jefe de esta monarquía limitada, abrace la religión
católica, debiendo aceptar y jurar al tiempo de su recibimiento, la Constitu-
ción que le diesen los representantes de la nación; permitiéndosele venir
acompañado, á lo sumo, de una guardia que no pase de trescientos hombres.
Si lo anterior no tuviese efecto, podrá aceptarse algunas de las ramas colate-
rales de Alemania, con tal que esta estuviera sosteníala por el gobierno britá-
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1
548 RICARDO PALMA
nico; ó uno de los Principes de la casa de Austria con las mismas condiciones
y requisitos.
2.^ Rn caso de que los comisionados encuentren obstáculos insuperables por
parte del Gabinete británico, se dirigirán al Emperador de la Ru&ia, como el
único poder que puede rivalizar con la Inglaterra. Para entonces están auto
rizados los enviados para aceptar un Principe de aquella dinastía ó algún otro
á Quien el Emperador asegure su protección.
3.^ En defecto de un Principe de la casa Brunswick, Austria ó Rusia acep-
tarán los enviados alguno de la de Francia y Portugal; y en último recurso
podrán admitir de la casa de España al duque de Luca, sujetándose pn un to-
do á las condiciones expresadas, y no podrá de ningún modo venir acompa
nado de mayor fuerza armada.
4.^ Quedan facultades los enviados para conceder ciertas ventajas al go-
bierno que más nos proteja, y podrán proceder en grande para asegurar al
Perú una fuerte protección y para promover su felicidad.
Y para su constancia lo firmaron en la sala de sesiones del Consejo, á 24 de
Diciembre de 1821, en la heroica y esforzada ciudad de los Libres.
Jo8¿ DB San Martín.
ElConob dbl Vallb ob Osbllb.
El Condb db la Vbga dbl Rbn.
Francisco Javibr Morbno.
Franci>co Javibr db Echagüb.
El Marqués db TorrbTaglb.
Hipólito Unanub.
El Condb db Torrb Vblardb.
Bbrnardo Montbagudo.
Mientras se mendigaba en Europa un monarca para el Perú,
San Martín y su ministro trabajaban infatigablemente para que
el futuro rey encontrase ya bien aclimatado el elemento monár-
q[uico. No fué otro el objeto que se tuvo en mira al crear la
Orden del Sol, dividida en tres categorías. Ella era el molde en
que iba á fundirse una nueva aristocracia, que, en cuanto á
la antigua, un decreto había declarado subsistentes los títulos
de condes y marqueses, haciendo sólo ligeras alteraciones herál-
dicas en escudos y blasones.
Como auxiliar poderoso para la propaganda de la idea mo-
nárquica, estableció Monteagudo la Sociedad Fatriótíea de Lima,
adornándola con ciertas formas de asociación literaria. El pre-
sidente de la Sociedad era Monteagudo, el vice-presidcnte Una-
nue, y el secretario Mariátegui. En ella los republicanos estaban
en minoría.
El canónigo don José Ignacio Moreno, hizo la apología de
los gobiernos monárquicos, en un discurso preparado ad hoc :
I>ero encontró un adversario formidable en otro sacerdote, el
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CACHIVACHERU 549
doctor don Mariano José de Arce. La sesión fué borrascosa y
Monteagudo tuvo que susp>enderla.
En las sesiones sucesivas, don Manuel Pérez Tudela, don
Pedro La Torre y Sánchez Carrión, en un elocuente discurso
el primero, y los otros por medio de escritos que enviaron á la
Sociedad, continuaron la defensa de la buena causa. Según
afirma Mariátegui, en el curioso folleto histórico que publicó
en 1869, Luna Pizarro, comprometido á hablar sobre la ma-
teria, renunció á hacer uso de la palabra, cediendo á una amis-
tosa insinuación de Unanue, partidario de la monarquía.
Las actas de la Sociedad Patriótica se conservaban inéditas
en el Archivo de la Biblioteca Nacional, y recientemente han
sido publicadas por Odriozola en el tomo XI de su colección de
Documentos históricos.
Para dar consistencia al plan de monarquizar la América,
salieron el general Luzurriaga f>ara Buenos Aires, Cavero y
Salazar para Chile, y Morales Ugalde para México; reserván-
dose San Martín «1 atraer á su proyecto á Bolívar, arbitro de
los destinos de Colombia.
Sabido es que en los tres días que duró la entrevista de
Guayaquil, si bien estuvieron hasta cierto punto los dos pro-
hombres de acuerdo en la conveniencia de implantar la monar-
quía como forma definitiva de gobierno para los pueblos ame-
ricanos, disintieron en cuanto á la persona del monarca. Bo-
lívar, como lo probó más tarde, quería la corona, la dictadura
ó la presidencia vitalicia (cuestión de nombre) para el que,
con su espada en los campos de batalla y engrandecido por el
éxito y la aureola de gloria, conquistase el derecho de ocupar,
no el asiento de un hombre, sino el i>edestal de un semidiós.
Bolívar tenía mucho de poeta, y San Martín mucho de hom-
bre práctico.
é
VI
Quizá los planes de monarquía proyectados por el hábil
y perseverante Monteagudo, habrían alcanzado á ser una rea-
lidad, si Dios no le hubiera opuesto en su camino al doctor
don Jos;'í Sánchez Carrión.
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550 RICARDO PALMA
Sánchez Carrión había nacido en Huamachuco en 1787, y
era, por consiguiente, casi de la misma edad de Monteagudo.
Educado en el ilustre convictorio de San Carlos, donde llegó
á ser catedrático, mereció iK)r su liberalismo severas reprensio-
nes, y aun amenazas, de los virreyes Abascal y Pezuela.
Proclamada la Independencia, fué Sánchez Carrión uno de
los más entusiastas patriotas, y el primero que en la Abeja
Republicana y el Correo Mercantil^ periódicos del año 22, combatió
las ideas monárquicas de Monteagudo. Afírmase que las céle-
bres Cartas del solitario de Sayán, fueron hijas de su enérgica
pluma.
Los dos adversarios eran dignos el uno del otro. Ambos, en
la plenitud de la vida, grandes pensadores, elocuentes, escri-
biendo con igual vigor y elegancia en defensa de su doctrina.
Los republicanos rodearon á Sánchez Carrión y lo recono-
cieron tácitamente por su jefe, obligándolo á organizar la re-
sistencia.
Sólo Sánchez Carrión podía salvar la república. Y hombre
de la revolución, pues la revolución exige caracteres enérgi-
cos y resueltos, hizo imposible la monarquía en el Perú.
Ya hemos dicho que el destierro de Monteagudo fué obra
de la Logia republicana, que supo diestramente servirse de
las pasiones popidares.
Sánchez Carrión comprendió que Monteagudo podía venir
más tarde del destierro y recrudecer la lucha. Era preciso po-
nerse para siempre á cubierto del peligro. La causa democrá-
tica, con un enemigo como Monteagudo, podía ser vencida
mañana. Lo urgente era hacer imposible para Monteagudo el
Perú.
El Congreso comisionó á Sánchez Carrión y al poeta OK
medo, diputados ambos, para que fueran á Guayaquil en busca
de Bolívar. A la sagacidad y talento del representante por
Trujillo no se escondió, desde su primera conversación con
el héroe de Colombia, que la fe republicana de éste no era in-
quebrantable, y que mantenía correspondencia con Monteagudo.
En la sesión secreta del 3 de Diciembre, Sánchez Carrión
inspirándose en sus sentimientos democráticos, pronunció uno
de sus mejores discursos en apoyo de una proposición sobre la
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cachivachería 551
que, en sesión siguiente, emitieron favorable dictamen Luna
Pizarro, Tudela y Aranívar.
Aquel día, en el, número tercero del Tribunoy periódico re-
dactado por Sánchez (larrión, apareció un artículo muy acre,
probando la justicia y conveniencia de la ley. Citemos esta
frase: Ya todo republicano puede decir: — ¡Desde que ha cmdo Mon-
teagudo. no siento la montaña que me oprimía!
Estudiosamente hemos copiado estas palabras, porque ellas
dan la medida de la importancia política, del prestigio del
coronel Monteagudo y del miedo que inspiraba á sus contra-
rios. .
t!n el número 6 del Tribuno es todavía más explícito, si
cabe, Sánchez Carrión:- Con razón, dice, está Monteagudo fuera
>de líi ley, y sin responsabilidad cualquiera que acometa á su
-persona, cuando una imprudencia hasta hoy desconocida ó
rsu mala ventura, lo conduzca á nuestras costas. Merece hono-
*res y premios en vez de suplicio, por haber extirpado al más
) pestífero de los enemigos de Roma, decía Tulio por Milón,
cuando éste mató á Clodio. Nosotros no deseamos tanto mal
al que especuló con nuestros destinos como un propietario
con sus rebaños. Manténgase distante de nuestro suelo, pero
olvídese para siempre del Perú, que lo detesta y djetestará
mientras viva. Con su separación, hasta la atmósfera tomó
otro aspecto; tanto influye la caída de un tirano.»
Por estas líneas se ve que entre Sánchez Carrión y Monteagu-
do, quedaba declarada una guerra sin cuartel.
Además circularon por entonces unas décimas contra Mon-
teagudo, y que se atribuyeron á su adversario, en las cuates
se glosaba esta redondilla:
Ya Lima mudó de estilo
cambiando en risa sus quejas;
si antes lloraba á madejas,
ya se ríe de hilo en hilo.
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552 BIGARDO PALMA
VII
La victoria de Ayacucho hacía á Bolívar señor absoluto del
Perú.
Desde el 7 de Diciembre de 1824 se encontraba Bolívar pti
Lima, acompañado de Monteagudo.
El Libertador, á quien desde el 10 de Febrero de ese año
había el Congreso investido de la dictadura, soñó en adueñarse
para siempre del poder supremo. Pero, hombre de lucha más
que de organización, necesitaba tener á su lado una cabeza
que lo ayudase eficazmente en su empresa. Buscó y encontró.
Ese aliado no podía ser otro que don Bernardo Monteagudo.
En efecto, el publicista argentino se unió á Bolívar antes
del 6 de Agosto de 1824, pues se encontró en la Batalla de Ju-
nín entre los que formaban la comitiva del Libertador; y se
consagró á |)reparar las bases de la presidencia vitalicia, re-
sumidas en la Constitución boliviana del año 25. (1)
Unanue, Pando, Larrea y Laredo, Figuerola y Estenos, tra-
bajaban también porque el sueño dorado de Bolívar se convirtie-
se en realidad.
Sólo Sánchez Carrión, que desde el 24 de Marzo de 1824
desempeñaba un ministerio, combatía en el seno del gobierno,
las asechanzas contra la República.
El Congreso mismo, después de Ayacucho, se convirtió en
turiferario del vencedor, y con pocas exítepciones, era dócil
juguete de la ambición de Bolívar.
Los diputados protestantes como Luna Pizarro, Mariátegui,
(1) £1 periodista español, don Gaspar Rico y Ángulo» publicaba entonces en el Callao un p»-
riocUquito - El Depositario— áe\ cual existió coleocion completa en la Biblioteca de Lima. — En el
número correspondiente al 3 de Agosto de 18i4, dice que Monteagudo desembarcó en Huanohaco,
para reunirse a Bolívar, el 17 de Abril de ese afio; y que el doctor don Félix Devoti, al verlo en el
puerto, montó inmediatamente á caballo y á galope se fué ¿ Trujillo para comunicar la noticia á
Sánchez Carrión y Mariátegui, que estaban alojaaos en una misma casa. El caustico Rico y Án-
gulo hace largo comentario sobre la impresión que en los dos produjo la noticia.— Un escritor
uruguayo juzga en los términos siguientes ol regreso del proscrito:
«La presencia á<i Monteagudo en Trujillo fué un acontecimiento de verdadera trasoendenoia en
»su vida, porque es muy posible, que desde ese instante quedará resuelta su desaparición del es-
€cenario polflíoo. En efecto: alli se encontró con sus más imnlacables enemigos. (Sánches Ca-
»rrión y Mariátegui,) con los autores de su caída y de su terrible proscripción; allí, al lado de
«Bolívar, estaba su antagonista, el arrogante Sánchez Carrión desempefiando el ministerio. Los
»odioe nuevamente encendidos tenían aue hacer explosión, y ni la espada vencedora de Bolirar,
»ni U magnitud de los servicios prestados al Perú, señan bastantes á detener la oculta y crispa-
>da mano que, movida por el delirio de la pasión, se ensayaba al i»mparo de las sombras, para
«asestar traidoramente en el esforzado pecho del gran tribuno el puñal homicida.»
{Frkqvkiho— EstudioB higióricoB, poQy 383.)
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CACHIVACHERÍA 553
Colmenares, Rodríguez de Mendoza, Méndez Lachica, Ramírez
de Arellano, Arce, y dos ó tres más, así como el almirante
Guisse, el coronel Brandsen y muchos distinguidos jefes del
ejército, reorganizaron la antigua Logia republicana, cuyo pre-
sidente era Sánchez Carrión.
Preparándose Bolívar para emprender su paseo triunfal hasta
Potosí, delegó el mando político y militar en una Junta de
Gobierno compuesta de La Mar, Sánchez Carrión y Unanue:
—un demócrata tibio, un republicano ardiente y un monarquis-
ta solapado.
Entretanto, la obra de Monteagudo adquiría gran consis-
tencia y su triunfo parecía inevitable. Bolívar era una voluntad
resuelta, pero necesitaba de otra inteligencia que S(C encargara
de los detalles ó pormenores del plan, y poj' lo tanto, aislado,
entregado á sí mismo, no era un enemigo temible.
Urgía salvar la República; y para ello era preciso obrar in-
mediatamente y sin vacilación. Monteagudo era un coloso y
había que derribar al coloso, sin detenerse en los medios.
La República estaba perdida si no se ocurría á un expediente
extremo.
La Logia resolvió atropellar por todo para salvar la Repú-
blica.
VIII
A las siete y media de la noche del 28 de Knero de 1825 di-
rigíase Monteagudo á visitar á una amiga, (1) en la calle de
Belén, cuando al acercarse á un pilancón (que estaba situado
entre las dos puertas que hoy forman la entrada á la esta-
ción del ferrocarril de Lima al Callao) fué alevosamente herido
sobre el corazón, dejándole el asesino clavado el puñal. Nadie
oyó un grito ni presenció el crimen. La calle era solitaria, y
la luna no había aún disipado la lobreguez.
Los transeúntes que descubrieron el cadáver lo conduje-
ron á la vecina iglesia de San Juan de Dios.
Claro era que tal crimen no se había cometido por robar á
la víctima, pues ésta conservaba un prendedor de brillantes
ij Oofin Juana Salguoro. que más tanle ca»ó con el coronel don Joaqufn Torrioo.
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OÓA RICARDO TALMA
valorizado, según dice Heres en las Memorias de O'Leary^ en
tres mil quinientos pesos, un magnifico reloj con sellos, seis
onzas de oro y algunas monedas de plata en el bolsillo. El
prendedor fué entregado á Bolívar por el argentino coronel
Dehesa, quien, para impedir su extravío, lo había apartado
de encima del cadáver.
La víspera de ser asesinado, estuvo Monteagudo hasta las
once de la noche, en casa de su compatriota y amigo íntimo
el coronel don Manuel José Soler, acompañándolo en su ago-
Muarta da Montaagudo
nía, pues Soler falleció á esa hora. Al regresar á su domicilio
(que era en la calle de Santo Domingo y en la casa que hoy
ocupan los señores Dreiffus hermanos) encontró don Bernar-
do, bajo la puerta, un pasquín, al que no dio importancia,
con estas palabras: — Zambo Monteagudo, de ésta no te desquitas. —
Venezuela.
Monteagudo era hombre que vestía con esmero y elegancia,
cuidando mucho de la compostura de su persona. Sus enemigos
lo recriminaban por su propensión al lujo y al sibaritismo,
y le atribuían muchas y muy escandalosas aventuras galan-
tes. En realidad, Monteagudo era extremadamente sensual y
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CACHIVACHERÍA 350
muy dado al culto de Venus. El hombre era un ejemplar de
nenrosismo erótico.
La noticia del asesinato esparcióse por la ciudad, producien-
do gran agitación. Algunos encontraban lógico que el expul-
sado del Perú hubiera tenido tan triste fin; pues la disposi-
ción del Congreso, que lo colocaba fuera de la \ey^ no había
sido derogada. ¡Fatal olvido! (1)
Bolívar llegó á las nueve de la noche á San Juan de Dios,
donde es fama que, contemplando el cadáver, exclamó muy
conmovido:- ¡Monteagudo! ¡Monteagudo! Serás vengado.
Los funerales del ilustre argentino se celebraron con ik)C()
boato, y su apoderado don Juan José Sarratea, hizo los gaslos
del entierro, pues la víctima no dejaba fortuna.
Hoy (1878) gracias al celo de un inspector de Beneficencia,
se han exhumado los restos de Monteagudo, y comprobada
su, identidad, ha dispuesto el gobierno que se depositen en
modesto mausoleo.
T£l mismo Sarratea publicó, algún tiempo después, los bo-
rradores incorrectos de una obra que escribía Monteagudo y
que flejó inconclusa. Titúlase: Ensayo sobre la necesidad de una
federación continental.
Otra de las producciones de Monteagudo es la Memoria
que, en Marzo de 1823, publicó en Quito, en respuesta 'á la
exposición con que el Cabildo de Lima justificaba su destierro.
En ese documento, escrito con admirable galanura de estilo
y con mucho vigor de argumentación, aboga abiertamente \}ov
la monarquía en* América. Confiesa que, antes de su viaje á
Inglaterra, era republicano ardoroso.— Ser patriota, dice, sin
ser frenético por la democracia^ era para mí xuia contradic-
^ción. En 1819 ya estaba sano de esa fiebre de que casi todos
»hemos padecido; y ¡desgraciado del que con tiempo no se
cura de ella I»
Mes y medio antes de realizarse el asesinato de Honteafnido, lo aumiraba don Tomás He-
una carta que, fachada en Cliancay á 8 de diciembre de 18¿4, dirigió á Bolívar, carta que se
(1)
res en una c ^ . - /*
encuentra impresH en el tomo V. de las Memorias de O' Leary. Dice Heres en esa carta:— «El
pobre MonteiMgndo está, en el dia, como los apóstoles en el nacimiento del cristianismo; donde no
«los ahorcaban los perseguían. ¡Ojalá que el apostolado de Monteagudo no lo conduzca algún dia
cal martirio!»
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55() RICABDO PALMA
IX
Pasemos á examinar el ¡n-oceso seguido al asesino.
"La primera medida de la autoridad fué poner presos al
farmacéutico don Santos Peña y al cirujano don Francisco Ro-
mán, que se hallaba de tertulia en la botica de aquél; porque,
habiéndose perpetrado el crimen frente al establecimiento de
Peña, era razonable presumir que algo hubieran visto ú oído;
pero, pasados ocho días, se dispuso su libertad, pues ambos
probaron haber estado ciegos y sordos. Además eran dos hom-
bres honrados y bonachones, incapaces de mezclarse en ba-
rullos políticos.
El puñal encontrado sobre el cuerpo de la víctima debía
conducir al descubrimiento del criminal. Bolívar se fijó en que
era nuevo y recientemente afilado.
Convocados los cuarenta y tres barberos que en la ciudad
había, Jenaro Rivera reconoció el puñal, y dijo que el día 26
fué á su tienda, situada en la calle de Plateros de San Agustín
un negro, como de veinte años de edad, y le pagó un real por-
que afilase dicha arma; que ignoraba su nombre, pero que, si
le veía, podría señalarlo.
Promulgóse inmediatamente bando convocando á los hom-
bres de color para que, á las doce de la mañana del 30, se
presentasen en el patio del palacio, conminando bajo severas
l>enas á los que no concurriesen.
Así fué apresado aquella mañana Candelario Espinoza, ne-
grito claro, de diecinueve años de edad, y que había sido sol-
dado de caballería en el ejército patriota. A esa edad contaba
ya otro asesinato y varios robos.
Pocas horas después, la policía aprehendía á Ramón Mo-
reira, limeño como Espinoza, esclavo, zambo, y de veintidós
años.
Este declaró que Espinoza lo había comprometido para prac-
ticar un robo en la calle de la Trinidad; que encontraron
por San Juan de Dios á un caballero muy bien vestido, y que
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cachivachería 00 /
su compañero le dijo: Ese tiene reloj, vamos á quitárselo: que Es-
pinoza se abalanzó sobre él transeúnte, cuchillo en mano; que
emprendieron la fuga, y por ei camino le dijo:— Hasta el vuchiUo
se lo he dejado adentro ; vaya por las que ha hecho ; y concluyó diciendo
que sólo por la voz pública había llegado á saber que el asesinado
era el coronel Monteagudo.
Espinoza empezó por negar su crimen. Careado con Morei-
ra, confesó que realmente había dado muerte á un caballero
ignorando que fuese el coronel Monteagudo; i>ero sólo con el
propósito de robarlo, pues nadie lo había instigado ni ofrecido
recompensa por la acción.
A pesar del empeño y argucias del juez, el reo permaneció
encastillado en su primera declaración.
Bolívar comisionó entonces al coronel Espinar, su secreta-
rio en otra época, y éste, más sagaz ó afortunado, consiguió
que Espinoza conviniera en revelar su secreto; pero al Liber-
tador en persona.
No consta del proceso; pero el coronel Espinar refirió, en
1856, al que esto escribe, que á las once del 31, fué Candelario
llevado con esposas y grillos. Lo subieron cargado en hombros
de los soldados. El Libertador se hallaba acompañado de los
señores Unanue, Pando y general don Tomás Heres. Mandó
que dieran á Espinoza una copa de vino, pues desde la hora
de su pMisión no había tomado alimento. Además, la tortura
que le aplicaron en la cárcel lo tenía muy debilitado.
Bolívar se encerró con el reo, y después de empeñarla pa-
labra de que le salvaría la vida, hízole el criminal revelaciones
que serán siempre un secreto para la Historia; pero que debieron
ser de gran importancia si se atiende á que, más tarde, para
cumplir su palabra, tuvo el Libertador que hacer uso de las
facultades discrecionales que le acordaba la dictadura.
Todo lo que se supo de la entrevista fué que un guayaquile-
ño, portero del Cabildo, poseía, para asesinar á Bolívar, un
puñal idéntico al empleado para dar muerte á Monteagudo. Esle
guayaquileño llamábase José Pérez. Había sido alabardero del
virrey, y era dueño de una panadería en la calle de las Ani-
mitas.
En su nueva declaración_, Candelario Espinoza acusa á don
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'^^ KUAKDU PALMA
Francisco Moreira y Matute, á don Francisco Colmenares y
á don José Pérez, el guayaquileño, de haberlo comprometido
ofreciéndole tres mil pesos porcpie asesinara á Monteagudo. Se-
gún nos ha referido el coronel don Rafael Grueso, Candelario
Espinosa reveló también al Libertador que había existido un
complot para asesinar á éste en el baile que dio la I universi-
dad el 20 de Enero, en celebración del triunfo de Ayacucho.
crimen cuya ejecución impidieron ciertas casuales circunstan-
cias. Más de un año i>ermanecieron en la cárcel estos señores,
sobreabundando en el proceso las pruebas de su inocencia. Al
fin. fueron definitivamente absueltos.
También estuvo presa, por pocas horas, una señora de la
antigua aristocracia limeña, por haber dicho, refiriéndose al fa-
llecimiento del coronel Soler y al asesinato de Monteagudo: —
Dios los perdone; tan picaro el uno como el otro.
Estando ya la causa para fallarse por la Corte Suprema,
dispuso el ministro Unanue, en 26 de Marzo, la creación de un
tribunal ad hoc compuesto de López Aldana, Larrea y Loredo
y Valdivieso, como vocales, y Galdeano y Tellería, como au-
ditores, por haberse excusado el doctor don Mariano Alvarez
cpiien fundó su excusa en que para cumplir bien con el cargo
tenía que empezar por poner en la cárcel á un ministro de Es-
tado. Aludía á Sánchez Cardón.
F\ié en q^ísl ocasión cuando el doctor don Manuel Lorenzo
Vidaurre, presidente de la Corte Suprema, dijo refiriéndose
á Candelario Espinoza:~Í!^« mi dictamen que este negro oculta un
gran secreto, y que ninguno de los tres á quienes acusa tiene arte
ni parte en el asesinato... (1)
Vidaurre tenía una mirada de águila, era un talento privi-
legiado, un espíritu observador y sereno. Quizá, entre lodos
(1) Dnn Manuel Bilbao publicó en Lima, en 1851. tratadilo de Hisloría del Perú para uso de
las escuelas, en el cual dice: qu<> en Lima todos acusaban á Sánchez Carrión del asesinato de
Monteagudo Por entonces, á nadie escandalizaron las palabras de Bilbao. Pero en 1879, con mo-
tivo de la polémica casi continental á que dio origen mi opúsculo, escribía Bilbao, en Buenos
Aires, en el número 4á6 de La Libertad, refutando á uno de mis inpugnadores: — «Respeoto al
asesinato de Monteagudo, hace mal en apoyarse en opiniones de otro para contradecir á quien
ha visto lo que no ha visto aún el señor Paz Soldán. Es el proceso que se siguió al asesino por el
üscaI geñor Zeballos: y al cual se depuso para que no llevase adelante las i nvestiu aciones. Paz
Sildán no ha visto el v*»rdadero proceso que qu^^dó oculto, y se hizo desaparecer del Archivo por
influencia de un ministro.» Aúadirémos á esta aseveración de Bilbao que, posteriormente, se ba
encontrado partn del primer proceso, y que esta se halla hoy (1883) entre los manuscritos de la
Biblioteca de Lima.
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CACHIVAI HKRiA 559
los del círculo político de Bolívar, era el único que veía claro
en el drama de Monteagiido.
Todos los tribunales por los que pasó este proceso, eslu vie-
ron uniformes en condenar á Espinoza á la pena de muerte,
y á su cómplice Ramón Moreira á la de diez años de presidio,
absolviendo á los tres señores acusados.
Cada vez que un tribunal fallaba, se daba aviso á Bolívar,
ausente á la sazón en el Sur. En nota de 4 de Septiembre, fle-
chada en La Paz y suscrita por su secretario Estenos, y en
otro oficio de Oruro, del 25 del mismo mes, hacía hincapié el
Libertador en que no debía quedar sin efecto su promesa de
perdonar la vida al reo.
Insistiendo los tribunales en no alterar su fallo, Bolívar, con
fecha 4 de Marzo de 1828, expidió el siguiente decreto: -«Usando
de las facultades extraordinarias de que me hallo investido,
vengo en conmutar la pena ordinaria á que ha sido condenado
> Candelario Espinoza, en diez años de presidio al de Chagres
>y extrañamiento perpetuo de la República: á Ramón Moreira
-en seis años de presidio en el mismo sitio, en lugar de los diez
»á que ha sido condenado: y en lo demás, que se lleve ú
i> efecto lo contenido en dicha sentencia.»
Nótese que en toda la vida pública de Bolívar, en ei í^erú.
fué éste el único decreto en que hizo gala del poder dictatorial
de que estaba investido.
Entramos en la parle más comprometida del presente estudio
histórico. Nos hemos formado una convicción, y ésta es la
que sinceramente ofrecemos al juicio público.
Si la causa de la monarquía tuvo en Monteagudo el jnás in-
teligente y ardoroso apóstol, el principio republicano halló en
Sánchez Carrión, el Cristo que, con el sacrificio de su vida,
selló el triunfo del elemento democrático.
Sigamos exponiendo los hechos.
Pocos días después de la entrevista de Bolívar con Cande-
lario Espinoza y de las revelaciones que éste le hizo, asegú-
rase que estuvo una mañana el ministro Sánchez Carrión en
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560 RICARDO PALMA
el pueblecito de la Magdalena, residencia veraniega del Liber-
tador, platicando con éste sobre asuntos del servicio público.
Invitólo su Excelencia á almorzar. (1)
Para Bolívar y sus áulicos era una convicción que la muerte
de Monteagudo fué obra de la Logia republicana. Quizá Sán-
chez Carrión fué una víctima inocente; tal vez no conoció si-
quiera el plan de asesinato tramado por algunos de sus compa-
ñeros, asustadizos ó impacientes.
Desde el día del siniestro desayuno, la vigorosa salud de
Sánchez Carrión emi>ezó á decaer, y el 25 de Febrero pasó
un oficio al gobierno, anunciando que se hallaba gravemente
enfermo é imposibilitado para atender al despacho del ministe-
rio. El general don Tomás Heres, por orden del Libertador, le
contestó con frases de estricta cortesía.
Preparándose Bolívar para emprender su paseo triunfal al
Sur, expidió, con fecha 9 de Abril, el decreto siguiente:
Considerando; que el Ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores Dr. D
José Sánchez Carrión se halla gravemente enfermo, he venido en decretar y
decreto: El Consejo de Gobierno se compondrá, interinamente y mientras
dura la ausencia del Gran Mariscal D. José de La Mar, del Dr. D. Hipólito
Unanue, quien ejercerá también interinamente la Presidencia del Consejo,
siendo Vocales los Ministros, general D. Tomás Heres y Dr. D. José María
Pando, hasta que restablecido el Dr. Sánchez Carrión vuelva á encargarse
del despacho de su Ministerio. ,
Desde que Sánchez Carrión cayó enfermo, era voz general
que había sido envenenado. ¿Por quién? Nadie se atrevía á
decirlo.
Uno de los tres médicos que asistían al doliente, el coronel
Moore. cirujano inglés, designó el mismo tratamiento que se
emplea para combatir una intoxicación; y sus colegas, lejos
de combatir su opinión, se sujetaron á ella.
La ciencia alcanzó, por el momento, á salvar á Sánchez Ca-
rrión.
Entrado en el período de convaleí cencía, los facultativos
le aconsejaron que, dando de mano á los asuntos públicos,
cambiase el temperamento de Lima por el de Lurín.
Cuando, en los primeros días de Junio, se hizo notoria la
(1) No hacemos hincapié eu este detalle. El (cenerol Mosquera, en la polémica qae suscitó es-
te escrito, refiere de distinta manera los pormenores: pero, en lo principal, viene á quedar com-
pletamente de acuerdo con nosotros.
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CACHIVACIIEKIA 561
muerte de Sánchez Carrión, tomaron mayor ^incremento los anti-
guos rumores de que el esclarecido republicano había sucumbi-
do á los estragos de un veneno.
Don Hipólito Unanue, que á la sazón desempeñaba la Presi-
dencia, creyó comprometido el decoro del gobierno, y comisionó
al doctor don Cayetano Hercdia, director anatómico, para que,
encaminándose á Lurín, practicase la autopsia del cadáver.
El informe de Hercdia fué un tanto ambiguo y sólo se pu-
blicó la parte final de 61, en que dice: que una rápida descom-
posición del hígado, había producido el prematuro fin del ilustre
tribuno.
Como Montcagudo, murió Sánchez Carrión á los treinta y
nueve años de edad.
A la vez que, en la Gaceta de Gobierno^ el clérigo Larriva
publicaba un magnífico artículo biográfico sobre Sánchez Ca-
rrión, enalteciendo sus servicios á la causa democrática, el mo-
narquista Unanue dictaba un decreto convocando á elecciones,
pues con la desaparición del gran repúblico, quedaba expedito
el campo para secundar los ambiciosos proyectos de Bolívar.
XI
F'ué el 28 de Junio, en el Cuzco, y á los dos días de su
entrada triunfal en la ciudad de los Incas, cuando Bolívar reci-
bió la noticia del fallecimiento de su ministro.
—Pierde el Perú un gran carácter y una gran cabeza; pero
también se libra de un hombre muy peligroso.
Tal fué el elogio fúnebre que hizo el Libertador del hombre
á quien, con justicia, consideraba como el alma de la resisten-
cia para la realización de sus fines antidemocráticos.
Pronto, muy pronto convencióse Bolívar de que los hombres
mueren, pero la libertad es inmortal.
La Logia anlipersa con Luna-Pizarro, Ferreiros, Mariáte-
gui y demás patriotas, se mantuvo firme en la lucha contra el
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•'>62 RICARDO PALMA
despotismo, alcanzando á llevar á buen término la obra co-
menzada por el enérgico Sánchez Carrión.
Bolívaí' tuvo que renunciar á su político ideal, porque le
faltaron colaboradores del temple é ilustración de Monteagudo;
y abrumado por las decepciones, fué á morir, víctima de la
tisis, en el hospitalario hogar de San Pedro Alejandrino.— De
él, mejor que de Napoleón, puede decirse con un poeta:— Des-
pués de Luzbel, ni ángel ni hombre han caído desde mayor
altura.
Lima, Octubre 20 de 1877.
.LA POLÉMICA
En 1877 me propuse escribir algunos estudios sobre Historia
contemporánea; y en efecto, llegué á concluir los titulados Mon-
teagudo y Sánchez Carrión y Reminiscencias de la administración del
coronel Baila.
Mi amigo Odriozola, á quien leí estos trabajos, me pidió
el primero para insertarlo en el tomo XI de su colección de Do-
cumentos Históricos y Literarios, que á la sazón estaba en pren-
sa, y no tuve inconveniente para acceder á su empeño. Acaso
tal na hiciera al sospechar la recia tormenta que encima había
de caerme.
En la prensa de Lima, los señores Mariátegui, Paz-Soldán
y otros, salieron á la palestra; y tuve que cambiar con ellos
algunos artículos. El estimable señor Unanue, calificándome
de difamador de la memoria de su ilustre padre, me llevó ante
el Jurado de imprenta, el cual declaró, ahorrándome con su
declaratoria las molestias que todo proceso proporciona, que
la Historia no es justiciable. Las prensas del Ecuador, Co-
lombia y Venezuela, tuvieron tema para largos meses en la glo-
rificación de Bolívar y en los denuestos contra el escritor pe-
ruano. En Buenos Aires, los señores Pelliza y Fregueiro, es-
cribieron dos voluminosos libros sobre Monteagudo; y en Bo-
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cachivachería 563
livia y Chile, aunque menos calurosamente, se gastó no poca
tinta. En una palabra, la polémica se hizo continental.
Entre los varios opúsculos que, en refutación del mío, apa-
recieron, figuraba uno, publicado en Santiago de Chile por
mi querido amigo el literato y estadista colombiano Ricardo
Becerra. Después de leerlo, me decidí á contestarlo eín otro
folleto, suspendiendo la polémica en artículos de periódico. La
seriedad del trabajo histórico que iba á emprender, me obligó
á dejai' mi residencia de Lima y trasladarme ét Miraflores, don-
de el reposo de la vida campestre me permitiría consagrar
toda la actividad de mi cerebro á la lucha con adversario tan
caballeresco como ilustrado.
Sobrevino la guerra, que tan desastrosa há sido para el
Perú. Mi libro estaba ya en condiciones de pasar á la impren-
ta; pero no eran esos oportunos momentos para su publica-
ción. Escrito estaba que ni mi respuesta á Becerra ni mis
Reminiscencias de la administración Balta^ vivirían en letra de
molde. El incendio de Miraflores devoró mis libros y manus-
critos i Sea todo ix)r Dios!
La gente de letras sabe que no es hacedero volver á escribir
un libro. Para mí, lo confieso, es imposible.
Es seguro que habría omitido considerar en esta compila-
ción de mis obras, mi tan asandereado estudio sobre Monteagu-
do, si. con motivo de las fiestas del centenario de Bolívar, no
se hubiera vuelto á poner sobre el tap>ete la crítica de mi
folleto. Esa recrudescencia me ¡mpK)ne la obligación, no sólo
de consentir en que se reimprima, sino la de reproducir al-
gunos artículos con que sostuve la pK)lémica y que, afortunada-
mente me ha proporcionado un amigo conservador de coleccio-
nes de periódicos.
Hoy, como entonces, y aunque vuelvan á quemarme en efi-
gie sobre el escenario de un teatro, como se hizo en el de
Guayaquil, y por más que caigan sobre mi modesta persona
á guisa de nuevo chubasco, todas las injurias del vocabulario
de las desvergüenzas, insisto en creer:
—Que el asesinato de Monteagudo fué crimen político, y
no obra de la casualidad;
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564 RICARDO PALMA
Que Bolívar alcanzó á descubrir la cabeza que concibiera
el plan:
Que Sánchez Carrión murió á estragos del veneno, sin que
ello implique una afirmación de complicidad en Bolívar;
Que los planes de vitalicia eran la monarquía sin la palabra
monarca.
Que Bolívar no amó al Perú ni á los peruanos.
Estas arraigadas convicciones mías, estos lunares que en
desapasionado juicio, encuentro en la figura histórica de Bo-
lívar y que tuve la entereza de exhibir, merecían que se me
refutase con argumentación sólida; mas no con razones ad
hominem^ esto es, con insultos á la individualidad del escritor.
Bolívar era un genio; Bolívar merece las estatuas que en
America se le han levantado; ¡üBolívar afianzó la Independen-
cia del Nuevo-Mundo ! ! ! Convenido. ¿Lo he negado acaso?
Pero, por ser un genio, ¿estaba exento de errores y d^é pa-
siones, de debilidades y caprichos como los demás hijos de
Adán? Para la mayoría de mis antagonistas, todo el que no ab-
jure de su inteligencia y criterio, aplaudiendo frenéticamente
cuanto hizo ó pensó hacer el Libertador, debe, como yo, ser
borrado, por ingrato, desleal é infame, de la libre comunión
americana, y merece arrastrar el grillete del presidiario.
Se ha sostenido por alguien que en mi alma hay odio innato
por la figura histórica de Bolívar. No es cierto. Yo nací en
1833, cuando ya el Libertador no existía; y en mi humildísima
familia no hubo pergaminos nobiliarios: ni tuve deudo que
hubiera militado en el ejército opuesto al de la patria. El aplau-
so que he tributado al Libertador en mis tradiciones Justicia
de Bolívar y otras, prueba lo antojadizo é infundado de la es-
pecie. Donde encuentro grande á Bolívar, le quemo incienso:
donde lo encuentro pequeño, lo digo sin embozo.
Por Dios, que hay escritores que, llamándose liberales, son
más intolerantes que Roma. Ni Bolívar ni el Syllabus admiten
examen ni discusión.
¿Discurrís sobre la infalibilidad del Papa?— ¡A la hoguera el
hereje I -
¿No tributáis culto idólatra á Bolívar?— ¡Sois un imbécil ó
un malvado I
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CACHIVACIIERIA 565
jAh! Empequeñecéis á Bolívar, los que os obstináis en ha-
cer de 61 un ser perfecto, una divinidad. No sólo lo empeque-
ñecéis, lo ridiculizáis.
¡Quién sabe si las generaciones venideras estimarán en más
la atrevida independencia de mi pluma, que las frases de oropel
con que una generación, casi contemporánea del héroe, cree
enaltecerlo!
¡Tal vez mis artículos harán por la gloria de Bolívar, ante el
desapasionado criterio de otros siglos, más que los panegíricos
de relumbrón y que los obligados discursos de académica forma!
Si convenís conmigo en que Bolívar es ya un nombre histó-
rico, tolerad que la crítica se apodere de ese nombre. Pues-
tos en la balanza su genio y su fortuna de político y de ba-
tallador, á la par que sus extravíos y mezquindades de hom-
bre, no temáis que su estatua descienda una pulgada del pe-
destal sobre el cual se alza.
¿Acaso brilla menos el sol porque los cristales ópUcos li.'iyan
descubierto en él manchas?
Lima, Diciembre 5 de 1883.
RESPUESTA A UNA CRITICA
Por sabido me.tuve, al dar á luz un ligero estudio sobre pro-
hombres de la época de la Independencia, que mi patriótica
tarea había de suscitar críticas. No se puede hacer tortilla sin
romper huevos, ni ocuparse de los contemporáneos sin que
alguien resuelle por la herida.
Deber mío es no rehuir la polémica, porque, aparte de
que me reconozco honrado, así por la talla del adversario como
por lo cortés de la censura, creo que de la discusión resultará
un rayo de luz que guíe á los aficionados á este género de
estudios en el enmarañado laberinto de nuestra descuidada
Historia.
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566 RICARDO PALMA
No siendo un misterio el nombre de mi ilustrado contendor,
excusará éste que, para hacer menos difusa mi réplica, me
vea precisado á estamparle. Además, no presumo que mi ex-
celente amigo el doctor don Mariano Felipe Paz-Soldán pre-
tenda monopolizar el magisterio de la Historia patria, y que
sus apreciaciones y relatos sean aceptados como artículos de fe.
Pásale á mi estimable crítico, con el extracto y análisis que
hizo del proceso sobre el asesinato de Monteagudo, lo que á
todo buen padre que siempre se encariña por el más desventu-
rado de sus hijos. Yo he estudiado también, á mi manera, esc
curioso proceso, y él me revela lo que el señor Paz-Soldán se
empeña en no querer ver: que el crimen no fué hijo exclusivo
de la casualidad^ sino obra de un puñal comprado.
El 30 de Enero, y á pesar de haberse aplicado tormento á
Espinoza, declaró éste que no había sido instigado y que asesinó
á Monteagudo sin conocerlo, y sólo por robarle el reloj y al-
hajas que llevaba encima, i Y sin embargo, los ladrones no des-
pojaron á la víctima ni de un alfiler!
Al día siguiente, después de su entrevista con el Libertador,
hizo Espinoza revelaciones comprometedoras.
El señor Paz Soldán quiere que sólo merezca fe lo declarado
por el reo el día 30, no se fija en lo absurdo de la instruc-
tiva de un ladrón que no roba, teniendo espacio para hacerlo,
y estima en poco las revelaciones posteriores y aun los careos
con los señores Colmenares y Moreira Matute.
Que las revelaciones del asesino debieron ser de tal magni-
tud que llevaran al ánimo del Libertador la convicción plena
de que existía un círculo político que puso ej puñal en manos
de Candelario Espinoza, lo prueba el empeño de Bolívar por
salvarle la vida, empeño que arrastró al Gran Capitán de Co-
lombia hasta el pimto de hacer gala de sus facultades dictato-
riales.
Lai5 palabras mismas del doctor don Manuel Lorenzo Vi-
daurre, vienen á corroborar mis afirmaciones. El doctor Vi-
daurro era una inteligencia clarísima y perspicaz, y á quien
no se podía hacer comulgar con la rueda de molino de que
Candelario Espinoza no era instrumento de ajena voluntad.
Con el proceso de Monteagudo nos pasa, al señor Paz Sol-
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CACHIVACIÍERIA 567
dan y á mí, algo de orígínal. Sacamos conclusiones diametral-
menle opuestas. Donde mi laborioso y entendido contradictor
ve sólo la mano de la casíialídady descubro yo todos los pormeno-
res de un plan.
Una semana antes del asesinato de Monleagudo, debió rea-
lizarse igual tragedia en la persona del mismo Bolívar, en el
baile dado en la Universidad para celebrar el triunfo de Aya-
cucho. Ciertamente que planes de esta naturaleza no puedjen
documentarse, y hay que fiar en el testimonio privado de los
contemporáneos.
Oportuno es tener en cuenta las doctrinas dominantes sobre
el tiranicidio; que estaban palpitantes aún los recuerdos de
la revolución francesa; que el padre Jerónimo había traído
de Europa y puesto en manos de nuestros estudiantes las obras
de Voltaire, Diderot, Volney, Rousseau, D'Alembert y demás
enciclopedistas; y que nuestra juventud de los colegios, ardo-
rosa y poéticamente republicana, veía un ideal en los austeros ti-
pos de la Roma antigua.
Exígeme el señor Paz-Soldán documentos auténticos é in-
tachables sobre alguna de mis afirmaciones, negando que la
Historia camine casi siempre de inducción en inducción. Su
exigencia peca contra la filosofía de la Historia. Por inducción
aprecia ésta muchas veces, en presencia de un hecho, las cau-
sas que lo engendraron y las consecuencias que su realización
produjo ó debió producir.
Lo que yo encuentro claro como la luz en el proceso y que
el señor Paz-Soldán tiene el capricho de no querer encontrar,
es lo mismo que repite el centenar de personas quef aun viven
en Lima y que presenciaron la tragedia del año 25. Es lo mismo
que, sin embozo, refirieron públicamente los mariscales Cas-
tilla y San Román á infinitos hombres de nuestros días. Vivos
están el doctor Dávila Condemarin, amigo íntimo y paisano
de Sánchez Carrión, y los generales Pezet, Mendiburu, Eche-
nique, Alvarado Ortiz y otros muchos soldados, nobles reli-
quias de esos tiempos de titánica lucha, y ellos dirán si hubo,
por entonces, en el Perú, quien viera en la desaparición dip
Monteagudo, la mano de esa casualidad acomodaticia inventa-
da, medio siglo después, por mi apasionado amigo.
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568 RICARDO PALMA
Extráñame, y mucho, que sea el señor Paz-Soldán quien
afirmo que no era posible entre nosotros la monarquía, sabien-
do que, hasta hace quince ó veinte años, había en el Perú
pueblos, (en Ayacucho y Huancavelica, por ejemplo) donde se
creía que aun gobernaba nuestro amo el rey. Los republica-
nos de 1821, no sólo tuvieron que luchar con el poderoso
ejército español, sino con los hábitos monárquicos de tres si-
glos. Más que con las bayonetas realistas, tuvieron que batallar
con las preocupaciones; pues no es fácil que un pueblo, fa-
nático é inculto como era el nuestro, rompa en un momento
con las tradiciones y el servilismo. Por eso los republicanos
de 1821, más que soldados de fortuna, fueron hábiles propa-
gandistas de la doctrina democrática, en pugna con otro círcu-
lo, también inteligente y privilegiado además con la riqueza
y pergaminos de cuna que, si bien se avenía á hacer sacrificios
por la Independencia del país, no podía conformarse con que
la República viniera á hacer tabla rasa de fueros y blasones.
Diga lo que quiera el señor Paz-Soldán. San Martín estuvo
lejos de ser republicano, pero mucho más lo estuvo Bolívar.
Su proyecto de vitalicia nos conducía solapada y arteramente
á la monarquía. En la conducta del primero hubo, por lo rñe-
nos, hidalga franqueza. En él la monarquía era una convicción
honrada.
Débil argumento es el de que Monteagudo, sin el apoyo
de San Martín, era ya una estrella errante y sin brillo. Mon-
teagudo, como todos los que se apasionan, no quiso irse á
Chile ni á Buenos Aires, donde por su talento habría siempre
figurado, sino que, atropellando por todo, prefirió volver al
Perú, donde su plan de monarquía contaba con numerosos
é influyentes adeptos. Excuso, para no herir susceptibilidades,
citar nombres y aun hechos que el señor Paz-Soldán conoce
tanto ó más que yo. Monteagudo, al abandonar el destierro,
sabía que una ley del Congreso lo extrañaba perpetuamente
del país, y no podía ignorar que su antagonista, el impetuoso
Sánchez Carrión, había escrito en el Tribuno un artículo, soste-
niendo que cualquier peruano tenía el derecho de matar sin
conmiseración á Monteagudo, si una imprudencia hasta hoy des-
conocida ó su mala ventura lo coniujzran á nuestras costas.
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cachivachería 5G9
Montcagudo tenía la seguridad del pniligro que corría su
vida; y vino, porque los planes gigantescos no brotan en áni-
mos cobardes; y vino, como el apóstol de una idea, buena ó
mala, salvadora ó fatal, decidido á la victoria ó al sacrificio.
Bolívar no podía sin provocar en el país serias resistencias
y graves conflictos, que acaso pusieran el éxito de la campaña
á merced de los españoles, hacer su ministro á Montcagudo;
y razonable presunción es la de que éste se habría negado á
aceptar un puesto en el que tan amargas decepciones cosechara
un día. Túyolo á su lado en la batalla de Junín y, aunque
sin cargo público, fué notorio que era hombre influyente en
la camarilla palaciega, en que dominaban Unanue y otros par-
tidarios del sistema monárquico. En el mismo proyecto de
Constitución Boliviana, descubre el menos avisado la influen-
cia de Montcagudo y rasgos que fueron propios de su pluma
sentenciosa.
Maravíllame que el señor Paz-Soldán tenga tan mojados sus
papeles históricos, qae me pida pruebas sobre la existencia
de la Logia republicana, cuyos principales trabajos se contra-
jeron á combatir el plan de monarquía.
Casi no hubo suceso de alguna significación, en la obra
de nuestra Independencia, que no esté relacionado con la Logia.
Creo más, que sin el talento y entusiasmo de los hombres
quo compusieron esta sociedad, las ideas de Montcagudo se
habrían enseñoreado del país. Patriotería á un lado, y diga-
mos una verdad sin vuelta de hoja. Cuando se proclamó la
Independencia, el Perú estaba preparado para todo, menos para
la República. La Repúbhca fué, pues, la obra de Sánchez Ca-
rrión y de sus compañeros de Logia.
En cuanto al envenenamiento de Sánchez Carrión, el mismo
empeño que tomó el gobierno para desvanecer el rumorcillo
acusador, contribuyó á fortificarlo. Esa fué la opinión públi-
ca en aquel tiempK), y estudiando sin pasión los hombres y
los sucesos de há medio siglo, he hecho las deducciones y apre-
ciaciones que incumben al que, con mediano criterio, escudri-
ña las páginas del pasado. No es, pues, justo conmigo mi
apreciable crítico afirmando que al escribir sobre Historia, me
tomo la misma libertad y llaneza que al hilvanar Tradiciones.
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570 RICARDO PALMA
El señor Paz-Soldán creyó que con su folleto sobre el pro-
ceso de Monleagudo, en que la casualidad es el Detis ex machina^
quedaba dicha la última palabra. Yo, sin respeto al noüi me
tangere^ me he apoderado también del proceso; pero para sacar
distintas conclusiones. No sé cuál de los dos estará en posesión
de la verdad: si el que peca de candoroso, haciendo á la
casualidad arbitra de la vida de Monteagudo, ó el que peca de
malicioso, viendo en el suceso la consecuencia lógica de la
ley de la Asamblea.
Al terminar, perdóneme el señor Paz-Soldán ^^ue proteste
contra la parte de su crítica en que, á guisa de moraleja, dice:
— «No manchemos la fama postuma de nuestros grandes hom-
bres.»—Tales palabras pueden aplicarse al que calumnia ma-
liciosamente, con interesado y malévolo propósito; pero no á
quien con espíritu justiciero, sin amores ni odios, y teniendo
por único móvil el servir, modesta y quizá útilmente, á las
letras patrias, consagra sus horas al estudio del pasado. A ser
práctico el consejo de mi buen amigo, al huir del examen por
no herir reputaciones y susceptibilidades, tendríamos que dar
siempre puesto de preferencia á candorosos absurdos y patra-
ñas injustificables, como la de la casualidad que nos arrebató á
Monteagudo.
Marzo, 20 de 1878.
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cachivachería 571
II
RESPUESTA AL SEÑOR MARIATEGUI
El respetable magistrado doctor don F.-ancisco Javier Ma-
riátegui me ha dispensado la honra de refutar algunos puntos
de mi modesto estudio histórico sobre prohombres de la época
de la Independencia. Siento la acritud y dureza con que trata
á un escritor humilde como yo que, al dar á la estampa su tra-
bajo, no tuvo en mira otra idea que la muy patriótica de apre-
ciar, según su criterio, más ó menos ilustrado, y ajeno á todo
espíritu dq partidarismo, sucesos y personajes poco ó nada es-
tudiados todavía.
Pero dando de mano á quisquillas de personal susceptibili-
dad, paso á dar respuesta á las observaciones del señor Mariá-
tegui.
-—La primera, más que histórica, es de propiedad de lengua-
je. Dice el señor Mariátegui que no debí haber escrito— aZ aceptar
San Martín el poder, sino al asumir, al apropiarse ó al investirse
por sí y ante sí del mando. Quizá no fué de rigorosa propiedad
el verbo por mí empleado ; sin embargo de que, según el testimo-
nio de mi crítico, San Martín aceptó lo que la opinión pública
le brindaba. Pero concluye mi ilustrado contendor con esta frase :
—«Es falso, que se le hubiese hecho la guerra á San Martín,
cuando se invistió del mando.»— Reticencia que no sé á qué
viene, pues yo no he escrito que, de 1820 á 1823, hubiera tenido
el Protector émulos ni enemigos entre los que abrazaron la
causa de la Independencia.
—La segunda observación no me atañe. Redúcese á ampliar
lo que yo apunté sobre los fusilamientos de Jeremías y Mendizá-
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572
RICARDO PALMA
bal, ampliaciones de positiva utilidad para la Historia. En cuanto
al pasquín que yo digo se atribuyó 'por enioncei al doctor Urquiaga,
me alegro de que el señor Mariátegui convenga conmigo en qxifi
ese no fué más que el pretexto de que se valió MonLeagudo para
desterrar á aquel entusiasta republicano.
—La tercera y cuarta observaciones se contraen á negar la
existencia del club ó Logia republicana. El señor Mariátegui
ha olvidado que, en una de sus obras, él mismo nos habló de
conciliábulos en la celda del padre oratoriano. La palabra Logia
estaba á la moda, y se aplicaba á todo lo que hoy llamamos
sociedad ó asociación.
— Dice mi crítico, y yo sospecho que alude á don Toribio
Rodríguez de Mendoza, que uno de los señores por mí ^nombrados
no fué patriota. No creo que Rodríguez de Mendoza, el hombre
que educó á una generación inculcándola ideas liberalísimas,
para la época, merezca la exclusión que de él hace el señor
Mariátegui, ni acepto que se exhiba á Ferreiros como un ser de
carácter tan apocado, que transigiera con sus convicciones
por no perder un mezquino sueldo, como empleado. subalterno
en una aduana.
—La observación siguiente no me compete. El señor Mariá-
tegui se contrae en ella á referir pormenores sobre la caída de
Monteagudo, suceso en que él tomó activísima parte. Esos por-
menores son interesantes, aunque en el fondo no avanzan mucho
sobre los que yo consigno en mi folleto.
—En la sexta observación ha estado (con perdón sea dicho)
muy poco ó nada feliz el señor Mariátegui. Dice: «Lo del ofreci-
miento de la corona del Perú á un príncipe inglés, es un cuento
ridículo y en lo que jamás se pensó; pues San Martín y Montea-
gudo sabían que en Inglaterra se habrían burlado de semejante
ofrecimiento; jamás se les ocurrió tan extravagante idea.»
Supongo que para el señor Mariátegui sean documentos dig-
nos de fe la parte de correspondencia (en clave) que existe hoy
en el arcliivo del Ministerio de Relaciones Exteriores, las cartas
que de San Martín y otros se han publicado sobre el particular
y, más que todo, el pliego de instrucciones dadas á García del Río
y Paroissicn.
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CACHIVACírERlA 573
Para convencer al señor Mariátegui de que el último en quien
se fijaron los monarquistas fué el duque de Luca, y que cifraron
todo su emi^eño en conseguir la aceptación de un príncipe inglés,
bastaráme copiar el primer artículo del ya citado pliego de ins-
trucciones.
«La Gran Bretaña, por su poder marítimo, sus créditos y
vastos recursos, como por la bondad de sus instituciones, y la
Rusia por su importancia política y poderío, se presentan bajo
un carácter más atractivo que todas las demás naciones. Están,
por consiguiente, autorizados los comisionados para aceptar
que el príncipe de Sussex-Coburgo ó, en su defecto, uno de los
de la dinastía reinante de la Gran Bretaña, pase á coronarse
emperador .del Perú. En este último caso darían preferencia
al duque de Sussex, con la precisa condición de que abrace la
religión católica, permitiéndosele venir acompañado de una guar-
dia que no pase de trescientos hombres. Si esto no tuviere efecto,
podrá aceptarse alguna de las ramas colaterales de Alemania,
con tal que esté sostenida por el gobierno británico.»
¿Dirá aún mi respetable contradictor que es cuento rUículo
aquello de que á outrance se quería para el Perú un soberano
inglés?
Sabe el señor Mariátegui, como todos los que hemcs hojeado
algo sobre Historia, que el plan de monarquía no era nuevo,
y que ya en 1788 Catalina II de Rusia y el ministro Pitt habían
concertado en Londres algo á este respecto, sirviendo de agente
ó intermediario el esclarecido general Miranda, inspirador más
tarde y amigo íntimo de San Martín, Bolívar, O'Higglns y otros
campeones de la Independencia americana.
— Yo sabía que el periódico Abeja Republicann fué redactado
por los señores Mariátegui y Sánchez Carrión. La verdad his-
tórica ha ganado con la presente polémica. Conste, pues, que
los excelentes artículos que allí aparecen, contra los planes
de monarquía, fueron fruto de la pluma del doctor Mariátegui.
Al César lo que es del César.
Mi equivocación, sin embargo, tiene mucho de disculpable,
desde que los artículos de la Ah2j% son cortados por el mismo pa-
trón de las famosas Cartas del solitario dz Sayán, cuya paternidad
nadie ha disputado á Sánchez Carrión.
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574 RICARDO PALMA
—Yo no he atribuido á Sánchez Camón las décimas en que
se glosaba una redondilla popular. Bien claro digo, en mi fo-
lleto, que estas décimas se atribuyeron al redactor del Tribuno.
Yo no afirmo, sino repito lo que decía la voz pública.
Este punto, de suyo insignificante, no merecía la destemplan-
za con que de él se ocupa mi poético censor. El que Sánchez
Carrión escribiera inspiradísimos versos Úricos^ (lo que niego, sea
dicho de paso) no es argumento que destruya la posibilidad
de que, en un rato de broma, hubiera zurcido cuatro décimas
hxunorísticas glosando una redondilla (gongórica es cierto, y
de ajeno autor,) muy popular en Lima.
—Bolívar era el hombre de la síntesis; mas no el hombre
de los detalles. Creo que él necesitaba de Monleagucjo, como d^
un hábil auxiliar, para la realización de su vasto plan de
mtalicia ó monarquía (cuestión de nombre.)
—Es verdad, como dice el señor Mariátegui, que Monteagudo
fué herido en el pecho y no por la espalda; pero no es exacto
que hubiera gritado. El boticario don Santos Peña y el cirujano
Román habrían oído los gritos, y consta del proceso que, ó no
hubo gritos, ó esos señores estuvieron sordos. Así lo declaró
también el padre Cortés, religioso juandediano, que fué la prime-
ra persona que se acercó al cadáver.
—En cuanto á la presencia de Bolívar en San Juan de Dios,
me refiero al testimonio de muchas personas que lo vieron
conmovido ante el cuerpo del exministro.
—Excusará el señor Mariátegui que deje sin respuesta sus
observaciones sobre el proceso, porque de ellas me ocupo /en
mi próxima contestación al señor Paz-Soldán; y en cuanto al
envenenamiento de Sánchez Carrión, yo, en mi opúsculo, nada
aseguro. Exhibo datos y hago las presumibles deducciones. Si
éstas son ó no fundadas, no á mí, sino al criterio del lector
corresponde el fallo.
Chorrillos, Abril 16 de 1878.
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OACUIVACHERIA 575
III
RESPUESTA AL SEÑOR FAZ-SOLÜAN
No llega tarde quiea llega, dice el adagio, y véome forzado
á recurrir á él para disculpar ante el amable señor Paz-Sol-
dán el retardo con que contesto á su bien pensado artícu-
lo del día 10. El señor Paz-Soldán obliga mi gratitud por los
corteses términos que gasta en la polémica; pues, para de-
fender una causa, no es necesario tratar con desdén al ad-
versario ni rebajar su talla.
Mi ilustrado contendor y yo perseguimos la verdad histó-
rica, y confieso que honra será para mí ser vencido por él
en esta controversia. Fatalmente, sus argumentos no me con-
vencen, traen dudas á mi espíritu, y me suministran nuevas
armas para el combate.
Mi afectuoso crítico conoce á fondo los misterios de la Lo-
gia Lautarina, en Chile, así como la historia del motín que,
en el ejército español, produjo la caída de Pezuela. Manifies-
ta ahora, si no abierta negativa, duda sobre la existencia en Lima
de una asociación republicana que, con cautelosa reserva, tra-
bajara así por la independencia del país, como contra el ele-
mento monárquico.
Puede decirse que el padre jeronimita fué el fundador de ese
club republicano, al que perteneció lo más distinguido y exal-
tado de la juventud de San Carlos y San Fernando. El padre
Cisneros dio á conocer, entre los estudiantes, las obras de los
enciclopedistas que prepararon la tremenda revolución fran-
cesa, inculcando en la juventud ideas, á la vez que poéticas,
un tanto terroríficas.
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576 lUCARDü P4.LMA
Baquíjano sucedió al fraile español en la dirección de los
trabajos de la Logia, hasta la época de su viaje á la metrópoli.
Los asociados continuaron trabajando, y se congregaban unas
veces en la celda del padre Méndez, y otras en la casa de Tra-
marría.
Cierto que no hay documentos con que comprobar que la
Logia hubiese decretado el asesinato de Monteagudo ; pero sí
abundan pruebas de que los miembros de ella fueron los auto-
res del popular tumulto que depuso al ministro de San Martín,
de la ley que lo extrañaba perpetuamente del país, y de la
proposición para que se declarase día de fiesta nacional el de
la deposición de Monteagudo.
En la conciencia universal está que fué la Logia Lautarina
la que decretó en Chile la muerte de Manuel Rodrígu'ez; y,
sin embargo, no hay un sólo documento que compruebe tan
general creencia, pues no es juicioso presumir que sociedade's
secretas dejen huella escrita de actos que revisten cierto gra-
do de trascendencia. Pedirme, pues, el señor Paz-Soldán do-
cumentos análogos sobre el triste fin de Monteagudo, ds pedir
lo imposible.
Que las Logias ó sociedades políticas estuvieron á la moda,
en la época de la Independencia, es punto históricamente com*
probado en toda la América. San Martín organizó una en el
Perú, casi con el mismo reglamento de las de Buenos Aires y
Santiago. Poseo una copia de ese reglamento y aun otros do-
cumentos de esa Logia á la que pertenecieron, al principio,
Guido, Monteagudo, Necochea, Alvarez-Jonte, Alvarado (don Ru-
dcsindo) y más tarde Santa-Cruz.
Quizá en breve, ampliando mis apuntes y datos, y con al?
gunos documentos, que no desespero de conseguir, acometa,
en servicio de la Historia patria, im estudio sobre las Logias
poh'ticas en el Perú.
El odio á Monteagudo, que había herido tantos y tantps in-
tereses y cuya personalidad era una pesadilla para los contra-
rios, no podía amortiguarse en poco tiempo. Compruébalo el
hecho de que la ley de destierro perpetuo se dio cuando 6)
llevaba ya meses de ostracismo.
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CACHIVACHERÍA 577
El general Espejo, en el curioso libro que sobre Bolívar
y San Martín ha publicado recientemente en Buenos Aires,
nos habla con exceso de fK)rmenores de la intimidad que, des-
de Guayaquil, se estableció entre el Libertador y Monteagudo.
¿Qué hay, pues, de forzado en que se reavivara el encono
contra el hombre que, aunque sin cargo ostensible, era, en
realidad, el personaje más influyente en la política del Li-
bertador?
No es exacto el paralelo que presenta el señor Paz-Soldán
entre las proscripciones de Riva-Agüero y Orbegoso con la de
Monteagudo. Desde el día de su dei>osición, cada hora acrecía
el ensañamiento contra él; ni contra Riva-Agüero v Orbeíjoso
se escribió nunca, en un periódico, como contra Monteagudo,
sosteniendo que era acción meritoria asesinarlos si volvían á
pisar tierra peruana.
Incurre el señor Paz-Soldán en una contradicción. Dice que
Monteagudo estaba destinado por Bolívar para representante
del Perú en el Congreso de Panamá, y pocas líneas más ade-
lante sostiene que cuando lo asesinaron, vivía retirado de la
política. No se concibe que el Libertador pensara en confiar
tan alto puesto á hombre prescindente de los asuntos públi-
cos, y que no estuviera identificado con su política y muy al
cabo de sus planes de dominación perpetua.
Entrando en el examen del proceso, hace hincapié el señor
Paz-Soldán apoyándose en su práctica de magistrado y de cri-
minalista, en que con frecuencia el asesino no roba á la víc-
tima porque se amilana ante el "horror del hecho, y sólo le
quedan alientos para la fuga. Hábil es, en verdad, el argu-
mento, cuando se trata del que por primera vez entra en la
senda del crimen. Pero el mismo señor Paz-Soldán nos dice
que el espectáculo de la muerte no era nuevo para CancSelario
Espinoza, soldado de caballería en Junín, y que, á la edad
de diecinueve años había cometido ya otro asesinato y varios
robos. Espinoza era, pues, im criminal avezado, ajeno al grito
de la conciencia, y nada nervioso ni asustadizo como lo demos-
tró por su energía para soportar el tormento. (1)
(Tí Toda la noche, hasta el amanecer del 31, se alternó el 8usp»»nd«rlo en el aire de la muñe-
ca de la mano y darle azotes hasta desmayarlo. Manuscrito existente en la Biblioteca,
37
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578 RICARDO PALMA
No encuentro razón para que el señor Paz-Soldán siga en-
castillado en dar crédito sólo á la instructiva del reo, y en re-
chazar las declaraciones posteriores á la entrevista con Bo-
lívar. Llama el señor Paz-Soldán firmeza en negar á la obs-
tinación del reo durante cuarenta y ocho horas, y á f e que
no es firmeza de buena ley la que dura tan poco espacio de
tiempo.
Y aquí es oportuno rectificar algo que el señor Mariátegui
rechaza, y en que el señor Paz-Soldán y yo estamos de acuer-
do. No sólo el testimonio de los señores coronel Grueso y
mayor Izquierdo, sino de otras muchas personas caracteriza-
das, prueban que Bolívar tuvo en palacio una entrevista con
el reo. El señor Mariátegui lo niega, con la autoridad de su
palabra, como ha n^ado, contra la autoridad de irrefutables
documentos, que para el plan de monarquía se hubiera pen-
sado de preferencia en un príncipe inglés.
Para el señor Mariátegui, las revelaciones de Espinoza fue-
ron inspiradas por Bolívar, quien quiso comprometer en el
crimen á la antigua nobleza colonial y al naciente partido re-
publicano. Por lo mismo que el señor Mariátegui declara que
Bolívar era un genio, un talento superior que podía pasarse
sin auxiliares para el desarrollo de un plan, paréceme pueril
la hipótesis. Bolívar, después de Ayacucho, era omnipotente
en el Perú, y es rebajar mucho esa omnipotencia hacerlo des-
cender á forjador de intriguillas de baja ley.
Dice el señor Paz-Soldán que si Espinoza hubiese tenido cóm-
pUces de posición, éstos le habrían ocultado ó favorecido en
su fuga. También es hábil el argumento, pero no me hace
fuerza. Apresado el asesino, en los primeros momentos se re-
solvió que fuese juzgado sumaria y militarmente, pero se opuso
el ministro Sánchez Carrión. Apelo al respetable testimonio
del doctor don Manuel Ortiz de Zevallos, cuyo padre era el
juez militar. Vea, pues, el señor Paz-Soldán que á Espinoza
no le faltaron protectores.
Entre los manuscritos de la Biblioteca Nacional (1) se en-
cuentra uno titulado:
(1| Arortunadamente, despué» do la dc'iirucción de lu Biblioteca de Lima en 1^1, e^te ma-
nuf«críto ba sido uno de lo^ pocos recobrado» en 1883. £1 caballero qu** lo ha d<»vuello álaBiblío-
ter , lo rescató d"l poder du un HolJado chileno. Faltan alguna» páginas del final.
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cachivachería 579
Razón del proceso formado en la inaudita causa del homici-
dio PERPETRADO EN LA PERSONA DE DoN BERNARDO MoNTEA-
GUDO.
Es xin curioso extracto del proceso, y en el cual están lite-
ralmente copiados los principales documentos. Lástima es que
el señor Paz-Soldán no lo haya tenido á la vista para conven-
cerse de las contradicciones que hay entre el proceso por él
extractado y la relación hecha, en 1825, por el anónimo autor
del manuscrito. Dice, entre otras cosas, que por decreto de
25 de Marzo de 1825, que reproduce íntegro, firmado por el
señor Unanue, se nombró un Tribunal del que fué presidente
el doctor don Francisco Valdivieso, vocales los doctores Ló-
pez Aldana y Larrea Loredo, y fiscales acusadores los doctores
don José María Galdeano y don Mariano Alejo Alvarez. Excu-
sóse el último y no le fué aceptada la excusa. Insistió Alvarez,
diciendo que «si se le obligaba á desempeñar el cargo de fiscal
» acusador, tendría cpie empezar por pedir mandamiento de pri-
*sión contra el ministro de Gobierno (Sánchez Carrión) y otros
♦personajes sospechosos. Ante tal amenaza, se le aceptó la
» excusa, y en su lugar se nombró al doctor don Manuel Telle-
»ría. Este mismo Alvarez puso en la imprenta un papel en
*que explayaba la idea, y revelaba cosas interesantes en el
» particular; pero el Gobierno le prohibió su impresión.»
Yo no quiero hacer los comentarios que naturalmente se
desprenden de la excusa del fiscal Alvarez, y aun de la acepta-
ción de ella. Hágalos quien crea en la casualidad que victimó
á Monteagudo.
Al concluir esta polémica reitero al señor Paz-Soldán, mi ex-
celente amigo, las gracias, por los benévolos conceptos con
que me ha favorecido. Desdicha es que entre nosotros no pueda
discutirse con calma y respetos mutuos una cuestión histórica
De todos modos, en el pro y en el contra, hemos gastado la
suficiente tinta para formar la conciencia de los demás.
Chorrillos, Abril 20 de 1878.
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580 KICAItDO PALMA
IV
Con estudiada destemplanza, y sin omitir ni la personal
injuria, se presenta en el número 14,017 del «Comercio» un
señor P. S. rompiendo lanzas en defensa de la divinidad colom-
biana, y abrumándome con más de cuatro columnas de ar-
gumentos ad hominem. Yo habría podido excusar una respuesta
desde que ese caballero saca la cuestión del terreho histórico
para convertirla en polémica de comadres; pero consideracio-
nes de especial carácter me imponen el debet* de contestar.
Líbreme Dios de llamar maligno , venenoso, cínico^ calumniador y
protervo al escritor que tenga la desgracia de no pensar como
yo pienso y que humanice lo que mi fantasía diviniza.
El señor P. S. (1) hace de Bolívar su ídolo. Es colombiano,
y está en su perfecto derecho.
Yo, peruano, estudio á Bolívar, después de medio siglo de
los sucesos, y mi corazón y mi criterio de peruano no pueden
cantar himnos al hombre que menos amó á mi patria.
Pregimte el señor P. S. á esa juventud Carolina que hoy
se afana para levantar uuna estatua á San Martín, estatua que há
tiempo debió erigirse con el óbolo de todos los peruanos, y
oirá de los labios de esa ilustrada juventud estas palabras
de un historiador contemporáneo:— San Martín fué, ante todq^
americano. Bolívar fué, ante todo, colombiano.
No soy yo quien antojadizamente establece este paralelis-
mo. Es la Historia.
Bolívar trae un ejército auxiliar al Ecuador. Unido con
las tropas peruanas alcanza la victoria de Pichincha, y luego
^1) Pérez Soto.
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cachivachería 581
nos da una prueba clásica de amor, desmembrando nuesti'o
territorio en provecho de su Colombia. Porque era 61 fuerte
y nosotros impotentes, nos quita Guayaquil, que durante dos-
cientos veinte años había formado parte integrante del Perú.
Sin más razón que la del rey de las selvas, guia nominar leoy nos
despoja del mejor astillero del Pacífico. ¿Qué importa el ul-
traje al uti po88ideti8? Por derecho de conquista, nos arrebata
nuestra propiedad: y antes de ayudarnos á alcanzar la Inde-
pendencia cobra por anticipado, con ese inicuo despojo, el
precio de su auxilio.
Resuelto ya á trasladarse al Perú, azuza con infernal ma-
quiavelismo nuestras contiendas domésticas. Juzgúese por el
siguiente fragmento de la carta que escribió Bolívar al señor
Mosquera, ministro por entonces de Colombia en Lima:
«Es preciso trabajar por que no se establezca nada en el
•Perú, y el modo más seguro es dividirlos á todos. Me parece
» excelente la idea de ofrecer el apoyo de la división de Colom-
*^ía para que disuelva el Congreso. Es preciso que no exista
»ni simulacro de gobierno, y esto se consigue multiplicando
»el número de mandatarios y poniéndolos á todos en oposi-
»ción. A mi llegada á Lima debe ser el t^erú un campo rozado
»para que yo pueda hacer en él lo que convenga.y>
Después de leer ese maquiavélico fragnáento de carta, ¿hay
corazón peruano que no se agite de indignación? 'Bolívar,
el gran Bolívar, explotando nuestras desventuras! ¡Soberbio
americanismo el suyo!
No quiero hablar, i>or no ennegrecer el cuadro, de los pro-
pósitos que, en daflo del Perú, lo animaron al crear la repú-
blica de Bolivia, con una demarcación territorial calculada para
que, entre ambos países, existiese siempre una manzana d.e
discordia. A Bolívar, exclusivamente, debemos la eterna cues-
tión aduanera que hoy mismo preocupa á los dos gobiernos.
üjLa generosidad de Bolívar!!! Gran generosidad la del que
constantemente nos echaba en rostro el auxilio que nos prestó,
como si al afianzar la Independencia del Perú no hubiera Co-
lombia afianzado la propia. El ministro de relaciones exteriores
de esa República, en los oficios que el año 28 cambió con el
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582 RICARDO PALMA
señor Villa, nuestro representante en Bogotá, hacía siempre
hincapié, por encargo especial del Libertador, en estas frases:
—«Colombia no ha necesitado de nadie para ser libre— bastóle
»el esfuerzo de sus hijos:— ella supo emanciparse con sus pro-
»pios recursos.»
¿Era noble, era generoso herir así el sentimiento nacional
de los peruanos? El Perú pagó, con profusa liberalidad, la
cooperación de Colombia, y tributó al Libertador honores que
á nadie acaso se habían dispensado sobre la tierra. Por lo mismo
que Bolívar daba constantes pruebas de no amarnos, habíamos
tomado á empeño el conquistarnos su afecto. Humillábamos
ante él nuestro orgullo, y pagábamos lo que se llama la deuda
de gratitud, hasta con el sacrificio de nuestra dignidad.
¿Quién no ha leído la proclama dada por el Libertador, antes
de la batalla del Pórtete de Tarqui, proclama que termina con
esta frase que se "ha hecha fK)pular:— iíi presencia entre vosotros
será la señal del combate?— En ese clásico documento, son clásicos
también los insultos. La perfidia del Perú, la abominable conducta y
la ingratitud de los peruanos, esos miserables que intentan pro-
fanai' á la madre de los héroes, etc.— He aquí cómo nos retribuía
Bolívar el incienso que á sus plantas habíamos quemado los
peruanos.
¡La magnanimidad! ¡jLa clemencia de Bolívar!! Magnánimo
y clemente para salvar la vida del ruin asesino de Montea-
gudo. Pequeño y cruel para condenar á un peruano del ta-
lento de Berindoaga, cuyo crimen no pasó de debilidad de
carácter ó de error político. El Cabildo de Lima, el clero,
las señoras, todo lo más selecto de nuestra sociedad inter-
cedió i>or la vida de Berindoaga. Bolívar tuvo la satisfacción
de humillar á todos con un desaire. La Independencia era un
hecho consiunado; todo peUgro había desaparecido; la ban-
dera de España no flameaba ya en ningún pueblo de Sud-Amé-
rica; la causa de la libertad no exigía ya holocaustos ni víctimas
expiatorias; pero las exigía el amor propio de Bolívar, herido
por los arliculos que contra él escribiera Berindoaga; y Berin-
doaga fué sacrificado.
Bolívar pudo considerar dignos de su magnanimidad á sus
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cachivachería 583
enemigos de Colombia. Creo que llorase, como dice el señor
P. S. ante el cadáver del general Piar, á quien hizo fusilar; y
aun hallo posible que se afligiese ante la matanza de los vein-
tidós capuchinos, frailes misioneros del Caroni. Para con sus
adversarios del Perú, muy distinta fue siempre su conduela.
Yo no debo ni quiero hacer el proceso de Bolívar en Co-
lombia, aunque para ello tenga á mano mucho de lo que es-
cribieron sus émulos y contemporáneos, sin desdeñar ni el
folleto del obispo de Popayán Jiménez de Encizo. Bástame juz-
gar á Bolívar en sus relaciones con mi patria.
Tratándose del envenenamiento de Sánchez Carrión, yo he
dicho:— que la voz pública acusó á Bolívar de haberlo envene-
nado, estimando á su ministro como invencible obstáculo para
la realización de los planes de vitalicia. Y tanto debió ser gene-
ralizado el rumor, que el mismo gobierno, pai^a acallarlo, dis-
puso la autopsia del cadáver. Apunto coincidencias, cito hechos
y testimonios, examino los móviles y saco las deducciones, en
mi concepto, razonables.
En cuanto á los planes de vitalicia, es decir de monarquía
sin la palabra monarca^ la cosa sin el nombre, al alcance de
todos están las colecciones del Telégrafo y Mercurio de Lima corres-
pondientes á los años de 27 á 28. Escritos hay allí que ponen
en transparencia al ambicioso mandatario. Por no hacer de-
masiado extensa esta réplica, omito copiar algunos trozos que
á mi propósito cuadrarían; pero no puedo excusarme de repro-
ducir los siguientes acápites de las Memorias del general don
Rudesindo Alvarado, y los reproduzco por no ser conocidos
para los lectores del presente artículo.
Este curioso libro acaba de ser publicado en Buenos Aires,
y debo á la bondad de mi viejo amigo, el general Espejo, ayu-
dante que fué de San Martín, el ejemplar que poseo.
Residía Alvarado, en 1825, en Arequipa, y habitaba una quin-
ta que le había cedido el prefecto don Pío Tristán. Llegó el
Libertador á la ciudad, y la \ispera de proseguir su marcha
al Cuzco le dio Alvarado un convite. Cedamos la palabra á
Alvarado.
<?E1 menor incidente basta, á veces, para revelar el pensa-
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^84 RICARDO PALMA
» miento más oculto de un hombre de Estado. En los brindis,
»el general Bolívar, abimdando en la elocuencia que le era
» familiar, analizó con entusiasmo sus triunfos, sus glorias, y
»las que se prometía aún llevando sus huestes á la república
» Argentina. Herido nuestro amor propio, expresé, con la mo-
»deración pKJsible, el hondo sentimiento que me causaba escu-
»char del Libertador palabras tan inmerecidas como no pro-
avocadas de parte de una nación que, en esos instantes, se
» preparaba á luchar con el vecino imperio del Brasil.»
«Me había retirado conversando con uno de los generales de
* Colombia al extremo opuesto de la galería, cuando noté que
»el Libertador saltaba sobre la mesa en que se sirvió el" café,
»y decía al coronel Dehesa:— J.«í, así he de pisotear á la República
» Argentina— b1 mismo tiempo que pisaba y hacía pedazos las
«tazas y botellas que cubrían dicha mesa.»
«A este espectáculo corrí hacia el Libertador, y alejando á
» Dehesa, logré con mil esfuerzos calmar su exaltación y conju-
»rar aquella tempestad.»
«Instruido de la causa que motivó el lance, supe que Bolí-
»var había dicho algo en relación á la dictadura, en la América
»del Sur, que era su sueño dorado, agregando que, en breve,
» pisaría el territorio argentino. El coronel Dehesa, que lo es-
» cuchaba con la cabeza acalorada, contestó que sus compatrio-
í>tas no aceptaban dictadores—respuesiSL que irritó tanto al Li-
»bertador.»
Alvarado acompañó á Bolívar en su viaje triunfal hasta Po-
tosí, y allí el Libertador fué más explícito con él. Sigamos co-
piando.
«En otra de sus visitas, tomando aquel aire de notable fran-
iqueza que parecía serle característico, me dijo:— General, ten-
»go veintidós mil hombres que no sé en qué emplearlos con pro-
»vecho, y que de manera alguna conviene licenciar porque Ue-
» varían la anarquía; preciso es aniquilarlos en la guerra, y
»hoy, cuando la República Argentina está amenazada por el
» Brasil, poder irresistible para ella, se me brinda la oportunidad
»de realizar el pensamiento glorioso que animo de ser dictador
^dc la América del Sur, Ofrezco á usted un cuerpo de seis mil
«hombres para que ocupe la provincia de Salta.
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CACHIVACHERÍA 585
»Por sorprendente que fuera esta proposición, me esforcé en
s reprimir su fatal impresión, contentándome con decirle que
♦si el gobierno liberal y de crédito que presidía entonces la
3 República Argentina fuera .impotente para luchar con el Bra-
»sil, y solicitase el concurso de las fuerzas del Libertador, se-
»rfa yo un soldado en sus filas.»
«Esta conferencia se prolongó algunas horas, y me permi-
»tí descender hasta á la súplica para que el Libertador no
♦deslustrara su esplendente aureola con sus pretensiones dp
^dictadura que le enrostraría la América entera.»
Lo trascrito de las Memorias del general se comenta por sí
solo. El republicanismo de Bolívar queda en transparencia.
Siento habcnne visto obligado á probar con documentos, que
Bolívar no amó al Perú ni á los peruanos, que no amó más que
su ambición. Habría querido dejar en el goce de sus ilusiones
y de su entusiasmo por el Gran Capitán de Colombia, á los
que no se han tomado el fatigoso trabajo de escudriñar el pa-
sado.
No soy de los que ciegamente se inclinan ante el dios Éxito.
Días más, días menos; con más ó menos sacrificios; con Bolí-
var ó sin Bolívar; con los colombianos ó sin ellos, la Indepen-
dencia del Perú era un hecho que tenía que realizarse de una
manera fatal, irremediable. Las repúblicas que, por solo la
circunstancia de no haber sido el centro del poder colonial, tu-
vieron la fortuna de independizarse antes que el Perú, no se
veían seguras mientras la monarquía tuviese un baluarte en
América, y por su propia salvación estaban interesadas en au-
xiliarnos. El Perú fué agradecido, y ha pagado con usura ser-
vicios que perdieron mucho de su mérito desde que se nos echa-
ron en cara.
Con mi folleto sobre Monteagudo he adquirido la triste con*
vicción de que no se puede escribir, entre nosotros, sobre His-
toria contemporánea. Para hablar de hombres públicos, hay
que esperar, como para la canonización de los siervos de Dios,
á que transcurra siquiera un siglo. No siempre tiene uno la
fortuna de encontrar adversarios que, como el señor Paz-Sol-
dán, se respeten á sí propios y sepan respetar al escritor, no
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58() RICARDO PALMA
sacando la polémica del campo de las apreciaciones y docu-
mentos históricos. Yo creía que prestaba un servicio al país
con este género de estudios, y veo que me he equivocado. He
tenido que ser blanco de las iras del respetable doctor Mariáte-
gui, la susceptibilidad filial del señor Unanue me amenazó con
un proceso, y á guisa de houqmf ó de paloma en los árboles
de fuego, me ha festejado un señor P. S. con los más pulcros
epítetos que encontró en su diccionario. Dejo» á este caballero
en libertad para continuar la tarea, seguro de mi silencio.
Lima, Junio 14 de 1878.
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cachivachería 587
JiVil ORTANTISIMAS REVELACIONES HISTÓRICAS
Ilá meses que recibo, en folletos y periódicos del extranjero,
impugnaciones (corteses las menos, insolentes las más) á los
conceptos que sobre don Simón Bolívar brotaron de mi pluma.
La prensa del Ecuador ha sido, para conmigo, la más viru-
lenta. El Heraldo y algunos otros papeluchos me dejaron como
para cogido con tenacilla; y hasta don Juan León Mera, buen
poeta y olímpico amigo mío, me puso cual no me pusieran due-
ñas. No le daré la satisfacción de contestar á sus declamatorias
injurias, que un diario de Lima tuvo la exquisita oficiosidad
de reproducir. El señor Mera no encontró en su arsenal otras
armas para combatir mis opiniones históricas, que imprope-
rios indignos de un escritor de su talla. Siento que don Juan
León no hubiera acudido á su talento, sino á su bilis. Perdo-
nado lo tengo, que á perdonar he aprendido aun á los malos
amigos.
Por lo demás, nunca me han desvelado las erupciones del
volcán de Ambato.
En la prensa de Venezuela, patria de Bolívar, los señores
Fausto Teodoro de Aldrey, director de la Opinión Nacional de
Caracas, generales Julio Calcaño y Celestino Martínez, poeta
Domingo Ramón Hernández, el publicista cubano Miguel Fer-
nández de Arcila y otros escritores, se lanzaron al palenque
con más ó menos bríos. Avisóles, pues, recibo de sus artículos,
á que es muy probable dé más tarde respuesta en un librcjo
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588 RICARDO PALMA
que preparo en correspondencia al de Ricardo Becerra, que
recurrir no quiero á los periódicos, para no justificar las apren-
siones de cierto camarada que yo me sé, que dijo, sin que vi-
niera á cuento el dicho, que cuando escribo en un diario lo
hago sólo con el deliberado propósito de levantar polvareda.
Pero por mucho que me hubiera trazado el plan de no volver
á borronear sobre el tema Bolívar, oblígame á quebrantarlo
y dar publicidad á estas líneas un folleto que acabo de recibir
de Coloiñbia, folleto que contiene revelaciones de tal magni-
tud, que ellas bastan y sobran para poner término á toda con-
troversia histórica sobre Monteagudo y Sánchez Carrión.
El Gran General don Tomás Cipriano de Mosquera, tres
semanas antes de su fallecimiento, acaecido en Octubre, ha dado
á luz en Popayán, y por la imprenta del Estado, un cuaderno
de 18 páginas titulado Bolívar y sm detractores. Aun tratándome
con la dureza que emplea, pues á roso y belloso me llama
calumniador, hame el señor general dado motivo de vivísima
satisfacción; porque, gracias á quien levantó polvareda^ no se ha
ido el Gran general al mundo de donde no se vuelve, llevándos/e
en la cartera un gran secreto histórico.
Como no tengo noticia de que haya en Lima muchos ejem-
plares del folleto, fechado en Popayán á 20 de Septiembre
de este año, voy á copiar las importantes revelaciones que
hace ante el mundo el ex presidente de la Unión Colombiana.
Que la Historia tome nota de las siguientes líneas:
«Pocos individuos pueden decir lo que yo, que como ayudan-
te de campo, secretario privado, secretario general, y último
jefe de Estado Mayor de Bolívar, soy depositario de muchísimos
de sus secretos.
Voy á correr el velo á un secreto, que no he querido pu-
blicar antes de ahora, sobre el asesinato de Monteagudo y
envenenamiento de Sánchez Carrión. Pero don Ricardo Palma,
literato peruano y miembro de la Academia de Madrid, calum-
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cachivachería 589
niaiido al inmortal Bolívar, pintándolo como un hombre \iilgar
que aspiraba á fundar un gobierno monárquico, y atribuyéndole
esos hechos que tuvieron lugar en el Perú y que han sido co-
munes con el carácter de políticos, me obliga á referir tristes
y lamentables historias; porque tengo el deber, como contem-
poráneo de los hombres que ilustraron su nombre en la grande
epopeya que libertó á la América española, de referir las cosas
como han pasado hace ya más de medio siglo.
El señor Monteagudo regresó al Perú, después de su des-
tierro, y como hombre de luces y talento, mereció que Bolívar
lo tratara como amigo, aunque discrepaban en ideas sobre
forma de gobierno.
Monteagudo es asesinado una noche en una calle de Lima.
No había sospechas determinadas sobre el asesino. El puñal
quedó clavado en el cadáver; estaba recién amolado; se llevó
á distintas barberías; en una de ellas lo reconoció el amolador.
y dijo el nombre del negro que lo había llevado. Fué aprehen-
dido y se inició el juicio. El presunto reo negaba todo, y le
ocurrió al Libertador interrogarlo él mismo, y lo hizo llevar
á una sala de Palacio que estaba alumbrada con una sola bujía.
Interrogando al asesino, exclamó repentinamente Bolívar:— Mira,
en el fondo de este salón, al alma de Monteagudo que te acusa
de ser su asesino.— El negro se conmovió y dijo:— Yo confieso
todo, pero no me maten.— Aquí le respondió el Libertador:—
Descúbreme todo, y te perdono.— Dobló las rodillas el asesino,
y dijo estas tremendas palabras:— El señor Sánchez Carrión
me dio cincuenta doblones de á cuatro pesos, en oro, para que
matara á Monteagudo, por enemigo de los ;iegros y de los pe-
ruanos.
El Libertador me decía al contarme esta escena:— Se me
heló la sangre al oír el nombre de un amigo á quien yo apreciaba
tanto: no quise que entonces se descubriera este s^ecreto, y
solamente se lo confié al general***
El general*** á quien hizo Bolívar esta confianza era ínti-
mo amigo de Monteagudo, y veía con celo la amistad de Sánchez
Carrión con Bolívar, y determinó vengar á Monteagudo, y sa-
car del medio al hombre por quien tenía Bolívar tanto afecto,
y que creía que le menguaba su influencia.
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590 RICARÜO PALMA
Sánchez Carrión, un poco enfermo, hacía ejercicio por la
mañana, y al regresar á su casa tomaba un vaso de horchata
que le tenía preparado su sirviente. El enemigo de Sánchez
Carrión se aprovechó de esta circunstancia, y cuando había
salido á hacer el paseo, entró á la casa de Sánchez Carrión
aquel general* ♦♦ y le dijo al sirviente que le trajesje fuego
para encender un cigarro, y luego que se fué éste á buscar
el fuego, derramó sobre la horchata los polvos que llevaba en
un papel, y se retiró después de haber encendido su cigarro.
Regresó á su casa Sánchez Carrión, bebió la horchata, se en-
venenó y murió á poco tiempo en Lurín.
Pasado algún tiempK), una señora reveló á Bolívar este se-
creto que ella había descubierto.
Cuando el Libertador me refirió esto, todavía se horrorizaba
de que hombres de buena posición social hubieran sido capaces
de semejantes crímenes, el uno mandando asesinar á Montea-
gudo, y el otro envenenando al asesino.
Pero cuando Bolívar me hizo estas confidencias, todavía esta-
ba vivo el general*** y me recomendó el secreto mientras él
existiera, y que no descubriera al que envenenó á Sánchez Ca-
rrión sino en una época remota, juzgando que podría yo sobre-
vivir para dar á conocer la historia de estos crímenes, historia
que confió también á otro de sus ayudantes de campo el general
Florencio O'Leary. Y ¡quién creyera! El envenenador de Sán-
chez Carrión fué también asesinado por un enemigo personal
suyo:— quien á cuchillo mata, á cuchillo muere.
En otra ocasión descubriré el nombre del general***. Bolí-
var murió sin saber el fin trágico del envenenador. ¡Lo que
es el mundo I
Popayán, 20 de Septiembre de 1878.
Tomás C. dk Mosquera.
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cachivachería 591
Confieso que, al terminar esta lectura, creí haber expcriineu-
tado una alucinación fantástica y dudé del testimonio de mis
sentidos; pero allí, sobre mi mesa de trabajo, ante mis ojos, en
claro tipo de imprenta y cortadas las hojas por mi mano, estaba
el sombrío folleto. Releílo, y plenamente convencido ya de qu,e
en letras de molde estaban tan magnas revelaciones y garantiza-
das con la firma del anciano procer, doblemente obligado á ser
veraz, ya por la fama de su nombre y circunspección que dan los
afíos, ya por estar pisando los umbrales de esa eternidad que
quince días después se abriera para él, díjeme parodiando á
Florentino Sanz :
Tiene el destino ironías,
mi general, muy siniestras...
por buscar las pruebas vuestras
fuisteis á encontrar las mías.
Decididamente, como dijo un poeta:
II est des morts qu'il faut quon tue.
Tócame, pues, estar reconocido al general Mosquera por el
servicio que, sin quererlo acaso, me ha prestado con sus impor-
tantes revelaciones. Estoy persuadido de que tanto mi buen amigo
don Mariano Felipe Paz-Soldán como el respetable doctor don
Francisco Javier Mariátegui, convendrán ya conmigo en que no
fué la casualidad el Deus-cx-machina, responsable del asesinato
de Monteagudo.
Poseo un documento, no en copia, sino original, autógrafo,
de puño y letra del secretario general de Bolívar, del cual S(e
desprende que el Libertador estaba convencido de que el ejecutor
del asesinato de Monteagudo le había declarado la verdad. He
aquí ese documento '^que estoy pronto á mostrar á los que de su
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592 RIC4JtD0 i'ALMA
autenticidad dudaren) que viene á corroborar, en gran parir
lo mismo que nos revela el señor Mosquera.
•Secretaria Generad. —Cuartel General en la Paz, á 9 de Septiembre de
1825.— A.1 señor Ministro de Estado en el departamento de Gobierno.— S. M.
— S. E. el Libertador me manda decir al Consejo de Gobierno que, en virtud
de la resignación Que en él ha hecho de las facultades que le concedió el So-
berano Congreso, queda revocada la orden que se sirvió dar S. E. para cono-
cer en la causa seguida sobre el asesinato del coronel Monteagudo... Así que
el Consejo de Gobierno puede disponer se juzgue á los reos por el Tribunal
que corresponda según las leyes, y se efectúe la sentencia que éste pronuncie.
El Consejo de Gobierno tendrá presente el ofrecimiento que S. E. hizo al mo-
reno Candelario Espinoza, ejecutor del crimen, de que se le perdonaría la
vida en el caso de que declarase con verdad lo? cómplices en el hecho. S, B.
cree que asi lo ha cumplido, y por tanto desea que su ofrecimiento no quede
sin efecto. Sírvase U. S. ponerlo en conocimiento del Consejo de Gobierno
para los fines ¡ndicadoá.— Soy de U. S. muy atento obediente servidor.— i*.
5. Estenos,
Lima, Octubre 25 de 1825. —Saqúese copia certificada de esta nota; y, agre-
gándose á los autos seguidos sobre el asesinato del coronel D. Bernardo Mon-
leagudo, tráigase.— Tres rúbricas de los señores Unanue, Salasar y Larrea^
Loredo.
El mismo señor Mosquera, poseedor de grandes secretos, con-
firma también mi aseveración de que Sánchez Cardón fué enve-
nenado; pero por mucho que dore el relato para exculpar á
Bolívar, no queda el Libertador limpio de pecado. Después de
leer aquello de la confidencia hecha al general*** íntimo amigo
de Monteagudo, mírese por donde se mirare, siempre, por lo
menos, resultará Bolívar encubridor de un crimen, que cómpli-
ce es quien pudiendo y debiendo castigar al delincuente, tran-
sige con él.
El escritor no lo dice; pero la revelación del crimen la tuvo
Bolívar antes de Í828, en Lima, cuando el Libertador estaba
en el cénit de la omnipotencia. ¿Por qué transigió? Seamos
francos. Porque para el buen éxito de los planes de vitalicia^
era necesario pasar sobre el cadáver de Sánchez Carrión, el
tribuno republicano, capaz de organizar y dar vigor al peque-
ño partido resistente.
De lo que apunta el apologista se saca en limpio, que Bo-
lívar no fué actor en el hecho material de propinar el veneno;
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( ACmVA( HERÍA 593
pero encubrió el delito. Por lo demás, los distingos del gene-
ral son un tanto casuísticos.
Aunque el señor Mosquera calla el nombre del general***,
da señales suficientes para que creamos no incurrir en equivo-
cación al designarlo. Este general era don Tomás Ileres, minis-
tro de la Guerra tan luego como Sánchez Carrión cayó enfer-
mo, y asesinado en Angostura, hoy Ciudad-Bolívar, allá por
los años de 1840, poco más ó menos. Heres había sido secreta-
rio de Bolívar, en diversas épocas, y el hombre de íntima con-
fianza para el Libertador.
Kl general Mosquera ha hecho, como la Providencia, con
pautas torcidas renglones derechos. Kl prestigio de su pluma y
nombre, más que en defensa de su ídolo, se ha empleado, por
esta vez, en obsequio mío. ¡¡¡Y sin embargo, me llama calum-
niador, á la vez que se encarga de probar que no he calumniado
ni mentidoIII Por Dios, que no entiendo la contradicción.
Concluye el autor del folleto Bolívar y sus detractores de-
fendiendo al Libertador de los cargos de ambicioso y absolu-
tista; refuta ligeramente dos párrafos de la obra del señor Paz-
Soldán; da pormenores sobre la entrevista de Guayaquil, á la
que dice que se halló presente en su calidad de secretario (1>
reproduce copia de las instrucciones dadas por San Martín
á García del Río y Paroissien para, que buscasen un príncipe
europeo que nos hiciera la merced de venir á gobernarnos,
documento cuya autenticidad puso en duda alguno de los que
en Lima me refutaron); y termina con un paralelo entre Bolí-
var, Washington y Bonaparte. Puntos son estos de que ya
en otros escritos me he ocupado y que dan campo para vastas
apreciaciones de que por ahora prescindo.
En resumen, las revelaciones del Gran General han venido
á darme derecho para gritar:— ¡victoria en toda la línea!— Di-
firiendo en ligeros detalles, estamos de acuerdo en los puntos
culminantes: el asesinato político de Monteagudo y el envenena-
miento, también político, de Sánchez Carrión.
(I) No es cierto. El Gen 3ral Mo4querA tuvo tfiem ore en Colombia reputación de aficionado á
darse bombo. Todos los historiadore:* están de acuerdo en que no hubo t'^siigo alguno en la non
ferencid de los dos proceres. Además Bolívar no habría incurrido en esa falta de atención social
para con San Martín, autorizando la presencia de un simple teniente-coronel, que era la clase que
investía entonces Mosquera.
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Gaogle
594 RICARDO PALMA
No concluiré sin consignar que en el extranjero ha habido
plumas que, en esta polémica, se han puesto de mi lado. Entre
otros, un aventajado escritor venezolano, don José Félix Soto,
ha tenido la audacia (que lo es, y grande) de no pagar tributo
á la moda de divinizar á Bolívar, sin haberse antes tomado
el trabajo de estudiarlo. ¡Es tan fácil y tan cómodo repetir de
coro apologías escritas por otros! La tarea se la encuentra
uno hecha sin quemarse las pestañas estudiando. Agregúense
al juicio ajeno cuatro frases campanudas y de relumbrón, y
con eso habrá bastante para que los peruanos coloquemos á
Bolívar al lado derecho del Eterno Padre. No todos tienen el
coraje de don Modesto Basadre para escribir las verdades an-
tibolivaristas que contiene su artículo Constitución vitaliHfi publi-
cado en la Tribuna del 30 de Octubre. Tratándose de Bolívar,
veo que el señor Basadre y yo somos del número de los que
buscan la verdad histórica contra la corriente, es decir, aguas
arriba.
Lima, Noviembre 5 de 1878.
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CACIIIVACHEltlA r>ü"j
VI
A Simón Camacho Bolívar
Señor don Simón Camacho Bolívar.
Estás en tu derecho, y lo que es más, llenas un deber.
Desgraciadamente, en esta polémica, tus sentimientos de fa-
milia y tu clara inteligencia se estrellan ante la lógica inflexible
de los hechos. Tu hábil y lujosa pluma hace lo que llamamos
un tour de forcé para refutar documento de suyo irrefutable.
No te quedaba otro camino que llamar chismes de comadres
al relato del general Mosquera. En ese terreno esperaba á
los bolivaristas, es su postrer atrincheramiento. Sé también
que no faltará quien acuse de mentiroso al difunto procer co-
lombiano, reputación que de antiguo se tuvo conquistada.
Después de las revelaciones de Mosquera, me toca á mí
callar, dejando el fallo al cuidado de la Historia imparcial y
para cuando ésta se escriba, lo que sucederá el día que desapa-
rezca la generación actora en la lucha de Independencia. Pero
Dios me libre de sentar plaza de descortés contigo, á quien
mucho estimo, dejándote sin respuesta. Además, tú no insultas
y contigo se puede discutir sin desdoro.
Razonemos ahora:
Monteagudo fué arrojado del Perú por un indignation meeting^
como es de moda decir. Sus adversarios, temiéndolo todo de
aquel gran hombre de Estado, no quedaron satisfechos con
el destierro, sino que, meses más tarde, lo colocaron fuera de
la ley, dejando su vida á merced de quien quisiera quitársela
si tenía la imprudencia de volver á pisar tierra peruana.
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59G BIGARDO PALMA
Tal severidad estaba en el orden de las cosas y de la época.
Todos, en América, teníamos mucho de los revolucionarios te-
rroristas de la Francia.
Bolívar, que ambicionaba la monarquía sin la palabra mo-
narca, esto es, la vitalicia; Bolívar, que, según una feliz expre-
sión del doctor Mariátegui, hablaba como Washington y pro-
cedía como Atila, vio un útil auxiliar en Monteagudo y lo trajo
del destierro, sin cuidarse de hacer derogar antes la ley quje
perpetuamente lo alejaba del país. ¿Ni para qué necesitaba
el omnipotente Libertador de esa derogatoria? El solo hecho
de exhibirse en público, al lado del ex ministi'o, equivalía á
decir: peruanos, la ley de vujestro Congreso es papel mojado:
quien ofenda á Monteagudo me ofende á mí. Respetadlo, por-
que yo lo amparo.
Monteagudo era hombre de gran carácter, entusiasta por
sus ideas y de una energía á toda prueba. El solo hecho de
regresar á Lima lo demuestra. Más que en San Martín, vio
su hombre en Bolívar. ¿Con qué propósito podía venir? Con
el de vencer ó sacrificarse. Los demócratas, la chusma, una
poblada, lo lanzaron del ministerio y del país. El volvía, pues,
á la brecha y decidido á vengarse. •
La lucha se inició, y la tumba abrióse para Monteagudo.
Bolívar desplega entonces gran actividad y energía para des-
cubrir al delincuente. Hace el Libertador llevar á Palacio al
asesino, lo interroga, influye sobre su debilitada imaginación,
y el reo revela el nombre de aquel que armara su brazo.
Bolívar se sorprende al ver acusado á uno de sus ministros;
se convence de que el reo no le mienüe, vislumbra todo un plan
político, hostil para sus miras y persona, y escogita una resolu-
ción. ¿Dará el escándalo de proceder públicamente contra su
ministro?— No; más llano es hacer la confidencia al general
lleres.
i Qué oficiosidad tan portentosa! El único hombre á quien
Bolívar hace la confidencia, toma ésta tan á pechos, que va
y envenena á Sánchez Carrión!
Anudemos hilos sueltos.
Monteagudo fué asesinado el 28 de Enero: la entrevista de
Bolívar con el asesino se efectuó entre el 3 de Enero y 10 de
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cachivachería 597
Febrero: hasta el 8 ó 10 concurrió él ministro á sus labores y
estuvo despachando con Bolívar, sin que éste se diera por enten-
dido con él de lo que ya sabía; el 25 de Febrero estaba ya
Sánchez-Carrión imposibilitado por el veneno y elevaba su re-
nuncia, el 26, el envenenador, en su carácter de secretario
de Bolívar, suscribía un lacónico oficio eií nombre de S. E. avi-
sando al dimisionario que su renuncia estaba aceptada: un
mes después, teniendo el Libertador que emprender su paseo
triunfal hasta Potosí, organiza un Consejo de Gobierno, y en-
tre los tres ministros que lo componen, nombra para una de
las carteras precisamente al envenenador de Sánchez-Carrión.
Yo no acuso, mi querido Simón: son los documentos oficia-
les los que acusan. Registra la Gaceta oficial del año 25, y en-
contrarás comprobadas las fechas que designo.
Kl general Mosquera, exculpando á Bolívar, dice que llegó
á saber el envenenamiento por denuncia que le hizo una se-
ñora. Quiero creerlo. Resuelva todo criterio imparcial si esto
salva al Libertador. ¿Y por qué encubrió al delincuente? ¿Por
qué no lo castigó?
Me acusas de ligereza porque designo á Heres como el pro-
pinador del veneno. Perdóname.— Mosquera calla el nombre;
pero pone los puntos sobre las íes, dando señas tales, que á
obscuras, un ciego acertaría. Por poco entendido que yo sea
en historia americana, creo haber descifrado la facilísima cha-
rada. Refresca tu memoria y excusa la petulancia. Allá por los
años de 1840 á 1841, era autoridad superior en Santo Tomás
de Angostura el general Heres, quien parece que, en un ruidoso
pleito sobre una herencia, influía á favor dé uno de los liti-
gantes. El perjudicado armó dos asesinos que penetraron en el
cuarto de Heres y le dieron muerte.
Pueril quisquilla me buscas sobre la exactitud de tal de-
talle, como si de ima nimia inexactitud pudiera resultar destruí-
do el hecho culminante.
Pude decir que Carrión fué envenenado en la Magdalena y
en un almuerzo, y resultar que por el testimonio de Mosquera
aparezca que lo fué en Lima y en una tisana. Así sean todas las
calumnias que yo invente. En soconuzco ó en horchata, en
Lima ó en la Magdalena, día antes ó día después, son deta-
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598 RICARDO PALMA
Has en los que nunca hice hincapié. Algo más, en mi follieto
nada afirmaba. Dije sencillamente cuál fué la creencia popular
por entonces, creencia que debió ser muy generalizada cuando
el Gobierno se vio obligado, para combatirla, á disponer la
autopsia del cadáver. Basta que el general Mosquera diga hoy
que fué real el envenenamiento.
A lo más, juzgando caritativamente, y en obsequio á ti, pen-
saré que el Libertador encontró en el general Heres un amigo
tan oficioso que, para salvar á su excelencia de atrenzos, se
encargó, por sí y ante sí, de administrar un tósigo al hom-
bre que, sin disputa, habría ser\ido de serio obstáculo para
el desarrollo de los planes de vitalicia.
¡ Las oficiosidades de los amigos suelen ser fatales ! Vé lo que
pasa con el general Mosquera. De puro oficioso, ha descorrido
el telón y removido el avispero.
Ahora te revelaré el motivo que tuve para escribir mi folleto.
Por amor á la verdad histórica no podía yo consentir en que
el análisis que el señor Paz-Soldán hizo del proceso de Mon-
teagudo, pasase á la posteridad sin que pluma alguna se ocupase
en probar que no fué tal crimen, fruto exclusivo de la casua-
lidad, como él tan obstinadamente ha sostenido. El estudio de
ese proceso tenía que llevarse un poco lejos forzándome á poner
en transparencia muchos nombres.
Pongo punto, mi buen Simón. Después de las revelaciones
del Gran General, tócame guardar la pluma. En la prensa de
Caracas, un descendiente de Piar y otros me están ahorrando
el trabaja de defender mi folleto.
Siempre tu amigo,
Lima, 7 de Noviembre de 1878.
FIN
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ÍNDICE
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4
1
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«|^W»V«««*W««««««W«W««««i>¥««ntf«»««W#«««l|lt»««W»««*«
MIS ULTIMAS TRADICIONES
Editorial 5
Ricardo Palma ^
Literatura peruana 13
El tradicionista Ricardo Palma 19
Un juicio crítico.— Un libro americano 29
Tradicionbs y artículos históricos 39
•Croniquillas de mí abuela.— Á mi hija Reiií^ 41
La olla del Padre Panchito 42
El traquido de la Capitana 44
La capa de San José.. 51
Juez y enamoradizo 53
El abad de Lunahuaná 55
Los siete pelos del diablo. Cuento tradicional.- Á Olivo Chiarella. 59
La astrología en el Perú ^5
El por qué fray Martin de los Porrea no hace ya milsíafros.— Á
Carlos Rey de Castro, en el Paraguay 69
Lluvia de cuernos 73
Una causa por perjurio "7
Historiado una excomunión.— Al doctor Dickson Hunler, en
Arequipa "9
Los milagros del padre Racimo í^5
Las barbas de Capistrano. ... 89
¡ilVifaelpuní! 93
El marqués de la Bula 97
Una colegíalada. . 105
1
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m2
índice
Pégin—.
La Nariz de camello 111
¿Quién fué Gregorio Lópezl— (Cuestión histórica) 117
Excomunión contra excomunión 122
Getbsemani.— En el álbum de la i^eñora Laura de Santa Cruz. 125
Prudencia episcopal.. 129
Dicharacho de un virrey líH
El Corpus Triste de I8i2 133
Asunto concluido 137
Una moda que no cundió 141
El Gran poder de Dios 145
¿Cara ó sello! 149
Montalván 155
El padre Pata 159
La vieja de Bjllvar 162
Las tres etcéceras del Libertador 1B5
La caria de la Libertadora 171
La última frase de Bolívar 177
Coronguinos 179
El padre Oroz 183
Sistema decimal entre los antiguos peruanos 1 87
De gallo agallo.— Historia de dos improvisaciones 191
• Dos cuentos populares 197
María Abascal.— (Reminiscencias.). . 203
• La monjíta de Ayacucho 213
Los repulgos de San Benito 217
San Antonio del Fondo 221
¿Quién toca el harpa? Juan Pérez. — (Origen de este refrán). . 225
Un santo varón. — Á Luis Berisso, en Buenos Aires 229
Las mentiras de Lerzundi 23^
El desafio del mariscal Castilla.— (Reminiscencia histórica).. 2)9
Don por lo mismo. —Á Cesar Gondra, en el Paraguay. . 244
Minucias históricas 247
x.a cajetilla de cigarros.— (Episodio de la guerra del Pacífico). . 255
Títulos de Castilla 261
SiLUBTAS. -Hernando de Soto 273,
Pedro de Candía 275
Alonso de Toro 280
Francisco de Almendras 281
Diego Centeno 282
Pedro Puelles 283
Hernando Machicao 284
Martín de Robles 287
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índice
603
Páirinaa.
Lope de Aguirre el traidor 291
Las poetisas anónimas 297
SoBRB BL Quijote bn América. ~Á don Miguel de Unamuno.-Mi
nucías bibliográfícas 305
El primer ejemplar del Quijote 307
Otro ejemplar curioso del Qdijote 310
Ediciones del Quijote en América 3l1
Noticia final 312
Vítores.— Cuadro tradicional de costumbres Limeñas.—Al señor
General D. Manuel de Mendiburu 313
Tauromaquia.— (Apuntes para la historia del toreo) 325
El toro maestro 334
Gallistica.— Apuntes sobre la lidia de gallos 341
El poeta de la Ribera don Juan del Valle y Caviedes. 353
CACRIVACHERtA
Parrafíto proemial 361
pRiMBRA Paktb.— El coronel Fray Bruno 363
El primer Gran Mariscal 3H9
Las cortinas.— (Costumbres) 375
De cómo desban qué á un rival. 379
Los versos de cabo roto.— (Tradición española) 387
Algo de crónica judicial española.— Á Manuel N. Arizaga. . 391
Causa contra Antonio Rodríguez por un carbúnculo. 391
Entre si juro ó no juro 395
Manumisión 403
Justicia y escuelas 411
Fruslerías 415
SBGUNf>A Partb.— Cartas literarias.— Á José Antonio de La val le. 419
Alberto Navarro Viola. — (Carta á su hermano Enrique). A2Z
Á Juan Zorrilla de San Martin 428
A Marietta de Veintemilla 432
Á José Santos Chocano 434
A Julio J. Sandoval 438
Á Rafael Altamíra 140
A Julio Hernández 443
A Pastor S. Obligado 445
Ttf robra Partb.— Parrafadas de Crítica. — Dos libros de versos. . 451
Algo sobre una ley de Instrucción 455
Las revolucione.s de Arequipa 458
Diccionario histórico 460
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61)4 ÍNDICE
Páginas.
Ollantay 462
Copias del natural 466
Tradiciones del Cuzco 470
La guerra separatista del Perú 473
Borrasca en un vaso de agua 481
Recuerdos de Francisco B. O* Connor, Coronel de los ejércitos
de Colombia, General de brigada de Io« del Perú, y General
de división de los de Solivia., 487
El nuevo libro del general Mitre 491
Refutación á un texto de historia 501
Gramatiqueria.~Á un corrector de pruebas 523
Charla de viejo 525
Sobre el himno del Perú 531
Más sobre el himno nacional 537
Cuarta Partb.— Bolívar. Monteagudo y Sánchez Carrión.— (Es-
tudio histórico) 541
La polémica 562
Respuesta á una critica. 565
Respuesta al señor Mariátegui 571
Respuesta al señor Paz-Soldán 575
Importantísimas revelaciones históricas ft87
Á Simón Camacho Bolívar 5^
\''>r7^^>>C
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IMPORTANTÍSIMO
LA MUJER, MEDICO DEL HOGAR
POR LA EMINENTE DOCTORA
ANA FiSCHER-DÜCKELMANN
Es la obra más importante y más útil de cuantas se han publicado hasta
el día. Resulta imprescindible para toda mujer, amante de la familia, que
desee criar hijos sanos y robustos. Habla extensamente de los cuidados que
requiere la salud y de los indispensables para que la mujer pueda conservar
largo tiempo la juventud y la belleza. Contiene instrucciones provechosísi-
mas para el período del embarazo y los momentos críticos del parto. Da sa-
ludables consejos á los que deseen ardientemente tener hijos para que pue-
dan conseguirlos, y enseña delicadamente los medios de no llenarse de ellos
hasta el punto de hacer imposible la vida.— Con
^ LA MUJER, MÉDICO DEL HOGAR ^
puede prevenirse toda clase de enfermedades y cpidar.<$e convenientemente
á los enfermos. Con tanta sencillez como maestría instruye en las cuestiones
más arduas de la vida, y su mérito y utilidad hacen que sea considerada en
el extranjero como
-> EL LIBRO DE ORO DE LA MUJER -t-
En Alemania, donde se han vendido ya más de 200000 ejemplares, tienen
este libro como indispensable prenda en el ajuar de toda mujer, y resulta el
más preciado regalo de boda que puede hacerse á una señorita.
Hace tiempo venía sintiéndose la necesidad de un buen libro hecho por
una mujer para la mujer, y la doctora Ana Fischer-Dückelmann. sapienii-
sima médica, ha llenado este vacío.
♦>-LA MUJER, MÉDICO DEL HOGAR -^
forma un grandioso tomo de 850 páginas con 448 grabados en negro y 2^
preciosas láminas en color; e^tá impreso en magnifico papel y ha sido pre-
miado con la
GRAN MEDALLA DE ORO
en la Exposición de Leipzig, alcanzando tan alta distinción entre muchas
obras de reconocido mérito.
--»
Bnonademado en tela oon plancha en colores: 30 pesetas
♦
Hay ejemplares encuadernados en rica pasta española al mismo precio.
Esta admirable obra va convenientemente encerrada en un estuche.
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